Mundo clásico
 

Falsificadores y mistificadores de la Antigüedad




Tan antigua… como el hombre

¿Desde cuándo existe la falsificación literaria? quiénes fueron los falsificadores y mistificadores?, ¿por qué razones y motivos actuaron?, ¿bajo qué circunstancias y cómo se produjeron dichos textos?, ¿cuál ha sido la historia de su tradición ?, ¿en qué contexto cultural e ideológico se originaron?, ¿por qué vericuetos ha discurrido esta historia ‘paralela’ de la transmisión?, ¿qué prejuicios epistemológicos nos ha llevado en algunos casos a descartarlos del canon auténtico?
Empezaré por afirmar algo obvio: que la falsificación literaria, en cualquiera de sus múltiples formas o variantes, es tan antigua como la propia labor de creación, y que en ocasiones incluso ha ocurrido que el mejor filólogo y crítico ha sido el mejor falsificador. Conocidos al respecto son, por ejemplo, el caso de Luciano, falsario y crítico literario en una misma pieza, y autor que llegó a falsificar nada menos que al propio Heráclito; o el caso de Escalígero (Grafton 43) o el del propio Erasmo, el mayor estudioso de la Patrística del siglo XVI que fue capaz de falsificar una gran obra patrística; de ahí que la filología haya sentido la necesidad de ocuparse de la tarea de distinguir entre textos auténticos y documentos espurios o falsificados.
También es sabido que durante la Edad Media abundaron las falsificaciones de textos legales a cargo de abogados y eclesiásticos y que también durante el Renacimiento se perfilaron nuevos y más sofisticados métodos de detectar textos falsos, y sólo bastaría citar la famosa Donación de Constantino (Grafton: 34), escrito amañado durante el siglo VIII, por el cual el emperador Constantino cedía al Papa Silvestre I el control de Roma, incluido el palacio de Letrán, y de las posesiones eclesiásticas de occidente; como por otra parte los bizantinos reclamaban para Constantinopla la titularidad de ‘Nueva Roma’ apoyándose en el hecho de que el emperador Constantino había transferido el poder imperial de Roma a Constantinopla, el texto de la Donación afectaba a las pretensiones de ambas iglesias y dicho documento implicaba graves secuelas religiosas. En todo caso, su falsedad quedó al descubierto por obra nada menos que de Lorenzo Valla. También podríamos citar el emblemático caso de la Historia Regum Britanniae de Godofredo de Monmouth, que constituye un ‘puro intento de enlazar a través de la imaginación a los héroes griegos y troyanos con los nobles de Francia y de Inglaterra’. Por otra parte, también hemos descartado las falsificaciones de ‘objetos’ o ‘piezas arqueológicas y obras artísticas’, como sucedió por ejemplo con la famosa Fíbula de Preneste, un adorno de oro sobre el que aparece una inscripción latina supuestamente encontrado (aunque en realidad falsificado) por Wolfgang Helbig a finales del siglo xix.




2. El falsificador en acción!!!!

Añadida al encanto que ya de por sí tiene el manuscrito encontrado en una vetusta tumba, se da la circunstancia de que dicho texto suele aparecer escrito en una lengua también arcana y misteriosa (como el fenicio, el caldeo, o alguna otra similar) que consecuentemente debe ser traducida al griego. El hecho de que el texto deba ser traducido posibilita obviamente al autor a introducir nuevas formas de falsificación o adaptación del original.
Desde luego nos viene a la memoria, aun saliéndonos de nuestro ámbito, aquel famosísimo pasaje del Quijote (capítulo 9) en el que Cervantes recurre al viejo motivo del manuscrito reencontrado, no ya en una tumba, sino sacado de entre un montón de viejos papeles escritos en lengua árabe. Y nos sucede lo mismo con el moderno e irónico recuerdo que hace Umberto Eco en El nombre de la rosa cuando declara ‘entrego a la imprenta mi versión italiana de una oscura versión neogótica francesa de una edición latina del siglo xvii de una obra escrita en latín por un monje alemán de finales del siglo XIV’ (García Gual 53-54), Más recientemente aún Jostein Gaarder recurre a parecido expediente en su Vita brevis al acudir a la copia de una carta manuscrita que supuestamente envió Floria, amante de San Agustín, al autor de las Confesiones.

3. DE LA ERUDICIÓN A UNA NUEVA SENSIBILIDAD

Es una cuestión, más que de erudición de sensibilidad. Para comprender mejor este mundo complejo y farragoso que incluye unas categorías tan diversas debemos establecer algunas precisiones conceptuales.

Abordemos, en primer lugar la terminología. ¿Trataríamos como ‘falso’, por ejemplo el caso de un cheque o talón bancario perfectamente cumplimentado, aunque sepamos que no disponemos de saldo suficiente para la cantidad que anotamos? ¿Y si tenemos suficiente saldo pero está indebidamente cumplimentado? En ninguno de los dos casos de este supuesto parece que podamos hablar de un documento ‘falso’ sino de un documento genuino que contiene un engaño (si somos conscientes) o cuando menos un error (si ha sido de forma involuntaria o por inadvertencia).
Para no contribuir, pues, a la confusión conceptual que se deriva del empleo de una terminología compleja en la que se ven involucrados, entre otros, términos conexos como los de fraude, impostura, mistificación, espurio, genuino, auténtico, plagio, falsificación, pseudoepígrafe, y sus correspondientes en algunas de las lenguas modernas (forgery, fraude, hoax, counterfeiting, Plagiat, fausseté, contraffazione ....), tendríamos que poner un poco de orden en algunos de estos conceptos.

a) falsificación/falso (forgery)

¿Cuáles deben ser los requisitos inherentes a un documento que debamos calificar como falso? Debe tratarse de un documento que ha sido deliberadamente producido con la intención de engañar, cuyo autor ha tenido como móvil buscar un cierto beneficio o ventaja (esencialmente económico) y que ha pretendido hacerlo pasar por lo que no es.
Y si me permitís, contaré una anécdota de D. Julio Caro Baroja a propósito de un cuadro de su tío Ricardo Baroja: ‘En una flamante exposición madrileña había un cuadrito atribuido a mi tío... Fui a verlo. Estaba en la sala una encargada de las posibles ventas y en el tono más amable que pude le dije, después de haber sonreído al contemplarlo: ‘Le advierto que ese cuadro no es de Ricardo Baroja’. La encargada, de modo muy hostil, me replicó: ‘¡Qué dice Vd! Ha salido de su misma casa’. Entonces, ya menos amable, le contesté: ‘Eso no lo dudo: pero el caso es que ese cuadro no es de mi tío. Por una razón sencilla: porque lo he pintado yo!.

b) plagio, en cambio, es un término más moderno, que debemos entender como ‘apropiación indebida de una obra (o parte de una obra) de un autor’; no obstante, resulta bien conocida la antigua acusación de plagio entre Aristófanes y Eúpolis. En todo caso hemos de recordar que el concepto con que operaban los antiguos para designar lo que conocemos hoy como ‘plagio’ difiere algo de la acepción de este término en tiempos modernos. Por lo menos hasta el Romanticismo, el plagio se entendía como imitación deliberada de los modelos antiguos en tanto que modelos dignos de imitación. No hay, por tanto, en dicho concepto la carga negativa que nosotros modernamente solemos reconocerle. Así, consideramos perverso e inmoralmente aceptable oír que Lucía Echevarría aparece denunciada en Internet por plagiar a Antonio Colinas, o que Javier Marías se queje de que Prada le ha plagiado; Vizcaíno Casas lamenta haber sido plagiado por Vázquez Montalbán... Racionero plagia historias griegas; De Cuenca plagia historias de piratas que antes plagió Borges, etc. (R. Conte, Elogio y refutación del plagio, El País, 14 octubre 2001).

c) a los falsarios de ficción debemos reservar capítulo aparte por su singularidad. A diferencia de otros casos anteriormente vistos, el falsario de ficción es un autor que no trata de engañar ni de disimular su carácter ficticio, sino que incluso alardea de él, con plena conciencia de que se trata de un juego literario. Aquí no sólo no hay engaño sino hasta una cierta connivencia. El autor de la falsificación certifica la inautenticidad del documento, y de otra parte el lector lo recibe como un truco o expediente literario que le permite dar libre pábulo a todo un mundo de imaginación o fantasía. El caso de Luciano constituye el ejemplo quizá más evidente

Y cómo no traer ahora a colación a aquel gran lucianesco- satírico y juguetón- J. Swift, de quien se cuenta la anécdota de que estando como capellán al servicio de Lord Berkeley, se veía obligado a leer las más profundas reflexiones del autor preferido de la señora de la casa, Robert Boyle. Un día, sin cambiar lo más mínimo el tono, sustituyó algunas páginas del texto de Boyle y procedió a leer en pleno sermón este alegato titulado Reflexión en torno a una escoba. Y entre nosotros cabe mencionar la afición por los apócrifos de Max Aub, quien, por puro placer literario, crea personajes, acumula sobre ellos una ingente documentación, provoca la aparición de artículos de críticos y logra que participen de la superchería gran cantidad de eruditos, profesores y lectores. Cf. Joan Oleza, Obras Completas de Max Aub.

Bueno, ya vale por hoy… queridos bloger@s. Saludos calurosos…

Lunes, 6 de Julio 2009
Redactado por Antonio Guzmán el Lunes, 6 de Julio 2009 a las 19:36