¿Y por qué nos llama la atención mucho más que ir a una proyección tradicional, de las de toda la vida? La respuesta es sencilla y la encontramos observando nuestro alrededor: vivimos en un mundo en 3D, con volumen, con profundidad. Y el nuevo formato de cine que se está “poniendo de moda” nos ha devuelto esa tercera dimensión que el cine 2D nos había quitado. ¡Ya era hora!
Sería justo decir que películas en 3D han existido casi desde que el cine es cine, así como imágenes tridimensionales desde hace siglos (Leonardo Da Vinci era aficionado, e incluso Euclides hace dos mil trescientos años ya trató sobre el tema). Sin embargo, los formatos en los que estaban realizadas, la calidad de las mismas y las gafas necesarias para verlas, no eran del agrado del personal. Así que no se popularizaron.
El crecimiento exponencial que afortunadamente han tenido los avances tecnológicos de los últimos años, desde la aparición del transistor a mediados del siglo XX (base de los microprocesadores de los modernos ordenadores) hasta nuestros días, ha conseguido convertir una desagradable secuencia de mareos y colores borrosos en una bonita experiencia que es capaz de maravillar y “sumergir” al más incrédulo de los mortales en un fascinante mundo extrasensorial (no sólo experimentamos con la vista, la imagen, también con los oídos, la banda sonora, el olfato, fragancias rociadas por la sala, el tacto, relieve dinámico de ciertos objetos…)
Quizá no sería del todo correcto llamar a las actuales proyecciones con gafas, “cine 3D”, sino cine estereoscópico (luego volveremos sobre este concepto), ya que las imágenes que se proyectan en una película tradicional también tienen un origen 3D, se han filmado personajes, objetos, paisajes que forman parte del entorno tridimensional en el que vivimos. Cuando las imágenes de estos objetos son filmadas por las cámaras tradicionales, pierden esa característica de volumetría, se presentan ante el espectador en una pantalla plana, bidimensional, 2D. Somos los espectadores los que, echándole imaginación a lo que vemos, somos capaces de interpretar que en realidad esas imágenes proyectadas “también” tienen profundidad, volumen; pero sólo nos lo imaginamos, porque en realidad, no lo vemos, tan solo percibimos una serie de imágenes sobre una pantalla plana (bueno, habría que decir que está un poco curvada, para intentar dar esa sensación de “envolvente” e incluso de "inmersión", algo que sólo consiguen los modernos sistemas de proyección 3D).
Lo que nos debería asombrar es ir al cine y ver proyectada una película 2D, tradicional, “plana”, porque no vivimos en un mundo plano.
Para ilustrar esta idea, y sin ánimo de entrar en profundos planteamientos relativos al número de dimensiones que los científicos consideran que “existen” en lo que llaman “la realidad” del mundo material (más de tres desde luego, que además no somos capaces de percibir, salvo el tiempo, de manera fugaz) quedémonos tan sólo con las tres dimensiones espaciales (alto, largo y ancho) y recordemos aquélla lección que nos contaron en el colegio a la hora de representar el volumen de un cubo por ejemplo. El maestro nos dibujaba en la pizarra, de tiza por aquel entonces y casi por ahora, tres ejes que simulaban ser perpendiculares entre sí formando un triedro, apoyando sobre cada eje una de las aristas del cubo. Y ya estaba conseguido, por arte de magia, podíamos dibujar sobre un plano (la pizarra, con tan solo dos dimensiones) algo que tenía volumen (el cubo, de tres dimensiones). ¿Cómo era eso posible? Muy sencillo, engañábamos a la vista haciendo creer a nuestro cerebro que lo que teníamos allí delante dibujado tenía “profundidad”, gracias a la perspectiva de las líneas allí pintadas. Y echándole aún más imaginación, hasta podíamos ver el cubo apoyado hacia dentro de la pizarra o hacia afuera (claro, esto sólo lo conseguían ver unos pocos, los más capacitados para tener una visión “espacial”). Esta nueva manera de dibujar la realidad, la Geometría Proyectiva, había nacido durante el Renacimiento de la mano de Leonardo Da Vinci y Alberto Durero
Decía anteriormente que el “cine 3D” bien debería llamarse “cine estereoscópico”, aunque esta rara palabreja no se ha hecho tan popular, con lo que habrá que seguir utilizando la primera acepción, más extendida y comercial. Y es que para hablar con propiedad, es preciso hacer una distinción entre estereoscopía y 3D, que aunque erróneamente se identifican como si fueran lo mismo, no lo son, se refieren a conceptos diferentes. Digamos que la estereoscopía es una propiedad de cómo o de qué manera podemos ver los objetos y cómo nuestro cerebro interpreta esa información. Y el 3D en realidad lo es todo, los objetos reales, los animales, las personas, los planetas, en suma, lo que tiene volumen por el hecho de ser materia, el mundo en que vivimos.
En realidad, el cine tradicional 2D lo que no es capaz de mostrar son imágenes estereoscópicas, no podemos verlas con sensación de profundidad y volumetría. Ya que este efecto, semejante al que percibimos con nuestra vista en nuestro entorno diario, se consigue mediante un proceso dentro de la percepción visual llamado estereopsis (de stereo que significa sólido, y opsis visión o vista) que lleva a la sensación de profundidad a partir de dos proyecciones levemente diferentes de los objetos físicos o reales en las retinas de los ojos. El ser humano posee la capacidad de realizar un proceso natural de visión en estéreo, puede diferenciar si un objeto está más cerca de nosotros que otro, es decir, distingue las distancias a las que están situados los objetos frente a nuestra vista y capta los diferentes volúmenes que poseen. El gran artífice de esta percepción, que llamamos comúnmente “sensación 3D”, es nuestro cerebro que, como se ha dicho anteriormente, mediante la recepción de dos imágenes ligeramente diferentes procedentes de cada ojo, es capaz de procesar esa información e interpretarla adecuadamente para que experimentemos al cien por cien la tercera dimensión. Nuestra naturaleza nos lo permite gracias a los dos ojos con los que nacemos, pero lamentablemente, con la visión de un solo ojo, esta ventana tridimensional permanece cerrada. Les propongo un interesante experimento a propósito de esto último. Con los dos ojos abiertos, intenten alinear con el primer intento y verticalmente su dedo índice (que apunta hacia abajo) de la mano derecha, a la altura del pecho, con el dedo índice (que apunta hacia arriba) de otra persona que está frente a ustedes a un metro y medio. No les será difícil, por ahora. Pero repitan la experiencia tapándose uno de sus dos ojos con una mano, y con la otra intenten alinear verticalmente de nuevo y a la primera su dedo índice de la mano derecha con el dedo índice de la otra persona que está frente a ustedes. Ya no lo conseguirán en el primer intento, su cerebro ha perdido la referencia de la triangulación para calcular la distancia a la que deben posar la mano con su dedo, han perdido la capacidad estereoscópica, la sensación de profundidad 3D.
El ser humano, en su afán de imitar la Naturaleza, ha sido capaz de conseguir emular en una sala de cine el sentido de nuestra vista natural, cuyo mecanismo ha ido evolucionando durante millones de años de evolución, y traspasar así la pantalla con la tercera dimensión.
Sería justo decir que películas en 3D han existido casi desde que el cine es cine, así como imágenes tridimensionales desde hace siglos (Leonardo Da Vinci era aficionado, e incluso Euclides hace dos mil trescientos años ya trató sobre el tema). Sin embargo, los formatos en los que estaban realizadas, la calidad de las mismas y las gafas necesarias para verlas, no eran del agrado del personal. Así que no se popularizaron.
El crecimiento exponencial que afortunadamente han tenido los avances tecnológicos de los últimos años, desde la aparición del transistor a mediados del siglo XX (base de los microprocesadores de los modernos ordenadores) hasta nuestros días, ha conseguido convertir una desagradable secuencia de mareos y colores borrosos en una bonita experiencia que es capaz de maravillar y “sumergir” al más incrédulo de los mortales en un fascinante mundo extrasensorial (no sólo experimentamos con la vista, la imagen, también con los oídos, la banda sonora, el olfato, fragancias rociadas por la sala, el tacto, relieve dinámico de ciertos objetos…)
Quizá no sería del todo correcto llamar a las actuales proyecciones con gafas, “cine 3D”, sino cine estereoscópico (luego volveremos sobre este concepto), ya que las imágenes que se proyectan en una película tradicional también tienen un origen 3D, se han filmado personajes, objetos, paisajes que forman parte del entorno tridimensional en el que vivimos. Cuando las imágenes de estos objetos son filmadas por las cámaras tradicionales, pierden esa característica de volumetría, se presentan ante el espectador en una pantalla plana, bidimensional, 2D. Somos los espectadores los que, echándole imaginación a lo que vemos, somos capaces de interpretar que en realidad esas imágenes proyectadas “también” tienen profundidad, volumen; pero sólo nos lo imaginamos, porque en realidad, no lo vemos, tan solo percibimos una serie de imágenes sobre una pantalla plana (bueno, habría que decir que está un poco curvada, para intentar dar esa sensación de “envolvente” e incluso de "inmersión", algo que sólo consiguen los modernos sistemas de proyección 3D).
Lo que nos debería asombrar es ir al cine y ver proyectada una película 2D, tradicional, “plana”, porque no vivimos en un mundo plano.
Para ilustrar esta idea, y sin ánimo de entrar en profundos planteamientos relativos al número de dimensiones que los científicos consideran que “existen” en lo que llaman “la realidad” del mundo material (más de tres desde luego, que además no somos capaces de percibir, salvo el tiempo, de manera fugaz) quedémonos tan sólo con las tres dimensiones espaciales (alto, largo y ancho) y recordemos aquélla lección que nos contaron en el colegio a la hora de representar el volumen de un cubo por ejemplo. El maestro nos dibujaba en la pizarra, de tiza por aquel entonces y casi por ahora, tres ejes que simulaban ser perpendiculares entre sí formando un triedro, apoyando sobre cada eje una de las aristas del cubo. Y ya estaba conseguido, por arte de magia, podíamos dibujar sobre un plano (la pizarra, con tan solo dos dimensiones) algo que tenía volumen (el cubo, de tres dimensiones). ¿Cómo era eso posible? Muy sencillo, engañábamos a la vista haciendo creer a nuestro cerebro que lo que teníamos allí delante dibujado tenía “profundidad”, gracias a la perspectiva de las líneas allí pintadas. Y echándole aún más imaginación, hasta podíamos ver el cubo apoyado hacia dentro de la pizarra o hacia afuera (claro, esto sólo lo conseguían ver unos pocos, los más capacitados para tener una visión “espacial”). Esta nueva manera de dibujar la realidad, la Geometría Proyectiva, había nacido durante el Renacimiento de la mano de Leonardo Da Vinci y Alberto Durero
Decía anteriormente que el “cine 3D” bien debería llamarse “cine estereoscópico”, aunque esta rara palabreja no se ha hecho tan popular, con lo que habrá que seguir utilizando la primera acepción, más extendida y comercial. Y es que para hablar con propiedad, es preciso hacer una distinción entre estereoscopía y 3D, que aunque erróneamente se identifican como si fueran lo mismo, no lo son, se refieren a conceptos diferentes. Digamos que la estereoscopía es una propiedad de cómo o de qué manera podemos ver los objetos y cómo nuestro cerebro interpreta esa información. Y el 3D en realidad lo es todo, los objetos reales, los animales, las personas, los planetas, en suma, lo que tiene volumen por el hecho de ser materia, el mundo en que vivimos.
En realidad, el cine tradicional 2D lo que no es capaz de mostrar son imágenes estereoscópicas, no podemos verlas con sensación de profundidad y volumetría. Ya que este efecto, semejante al que percibimos con nuestra vista en nuestro entorno diario, se consigue mediante un proceso dentro de la percepción visual llamado estereopsis (de stereo que significa sólido, y opsis visión o vista) que lleva a la sensación de profundidad a partir de dos proyecciones levemente diferentes de los objetos físicos o reales en las retinas de los ojos. El ser humano posee la capacidad de realizar un proceso natural de visión en estéreo, puede diferenciar si un objeto está más cerca de nosotros que otro, es decir, distingue las distancias a las que están situados los objetos frente a nuestra vista y capta los diferentes volúmenes que poseen. El gran artífice de esta percepción, que llamamos comúnmente “sensación 3D”, es nuestro cerebro que, como se ha dicho anteriormente, mediante la recepción de dos imágenes ligeramente diferentes procedentes de cada ojo, es capaz de procesar esa información e interpretarla adecuadamente para que experimentemos al cien por cien la tercera dimensión. Nuestra naturaleza nos lo permite gracias a los dos ojos con los que nacemos, pero lamentablemente, con la visión de un solo ojo, esta ventana tridimensional permanece cerrada. Les propongo un interesante experimento a propósito de esto último. Con los dos ojos abiertos, intenten alinear con el primer intento y verticalmente su dedo índice (que apunta hacia abajo) de la mano derecha, a la altura del pecho, con el dedo índice (que apunta hacia arriba) de otra persona que está frente a ustedes a un metro y medio. No les será difícil, por ahora. Pero repitan la experiencia tapándose uno de sus dos ojos con una mano, y con la otra intenten alinear verticalmente de nuevo y a la primera su dedo índice de la mano derecha con el dedo índice de la otra persona que está frente a ustedes. Ya no lo conseguirán en el primer intento, su cerebro ha perdido la referencia de la triangulación para calcular la distancia a la que deben posar la mano con su dedo, han perdido la capacidad estereoscópica, la sensación de profundidad 3D.
El ser humano, en su afán de imitar la Naturaleza, ha sido capaz de conseguir emular en una sala de cine el sentido de nuestra vista natural, cuyo mecanismo ha ido evolucionando durante millones de años de evolución, y traspasar así la pantalla con la tercera dimensión.
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