Conferencias
Martes, 29 de Julio 2008
Conferencia impartida por el Prof. F. J. Rubia Vila en la Real Academia Nacional de Medicina – 14.V.2002
Se suele decir que la vida humana está basada en tres grandes ilusiones: La ilusión del amor romántico, la ilusión del libre albedrío y la ilusión del yo. Seguramente somos más proclives a pensar que la primera, la ilusión del amor romántico, es la más merecedora de nuestro escepticismo; con respecto a la segunda, la ilusión del libre albedrío, muy probablemente las opiniones se dividirán y el resultado no será el mismo si lo hacemos dependiente de la definición de qué es el libre albedrío.
Hoy voy a ocuparme de la tercera, la ilusión del yo, que es probablemente la experiencia que nos hace más humanos y para la que más difícil parece encontrar algún sustrato cerebral. El año pasado en este mismo lugar decía que nada en la naturaleza permanece constante y, sin embargo, tenemos la sensación subjetiva de que somos los mismos en cuerpo y mente desde la niñez a la senectud.
Como decía Platón en “Cratilo”: “¿Cómo, pues, atribuir el ser a lo que no está nunca en el mismo estado?” Y en otro lugar, en “Teeteto”: “Todo lo que nosotros decimos que es, es un resultado de la traslación de la mezcla y del movimiento mutuos; de ahí que nuestra afirmación sea falsa, porque nada es jamás, sino que siempre está en devenir”. El pasaje más extenso y concreto se encuentra en “El Banquete” en donde Platón dice: “La naturaleza mortal busca en lo posible existir siempre y ser inmortal. Y solamente puede conseguirlo con la procreación, porque siempre deja un ser nuevo en el lugar del viejo. Pues ni siquiera durante este período en que se dice que vive cada uno de los vivientes y es idéntico a sí mismo, reúne siempre las mismas cualidades; así, por ejemplo, un individuo desde su niñez hasta que llegue a viejo se dice que es la misma persona, pero a pesar de que se dice que es la misma persona, ese individuo jamás reúne las mismas cosas en sí mismo, sino que constantemente se está renovando en un aspecto y destruyendo en otro, en su cabello, en su carne, en sus huesos, en su sangre y en la totalidad de su cuerpo. Y no sólo en el cuerpo, sino también en el alma, cuyos hábitos, costumbres, opiniones, deseos, placeres, penas, temores, todas y cada una de estas cosas, jamás son las mismas en cada uno de los individuos, sino que unas nacen y las otras perecen. Pero todavía mucho más extraño es el hecho de que los conocimientos no solo nacen unos y perecen otros en nosotros, de suerte que no somos idénticos a nosotros ni siquiera en conocimientos, sino que también les sucede a cada uno de ellos lo mismo”.
Si nada es permanente, entonces la conclusión lógica a la que podemos llegar es que el yo es una ilusión, tal y como lo postuló la filosofía hindú hace miles de años; en palabras más modernas: una construcción del cerebro que no tiene ninguna realidad fuera de él. El filósofo inglés David Hume, en su “Tratado de la naturaleza humana”, llega a una conclusión similar. Citémoslo literalmente: “En lo que a mí respecta, siempre que penetro más íntimamente en lo que llamo mí mismo tropiezo en todo momento con una u otra percepción particular, sea de calor o frío, de luz o sombra, de amor u odio, de dolor o placer. Nunca puedo atraparme a mí mismo en ningún caso sin una percepción y nunca puedo observar otra cosa que la percepción. Cuando mis percepciones son suprimidas durante algún tiempo: en un sueño profundo, por ejemplo, durante todo ese tiempo no me doy cuenta de mí mismo, y puede decirse que verdaderamente no existo. Y si todas las percepciones fueran suprimidas por la mente y ya no pudiera pensar, sentir, ver, amar u odiar tras la descomposición de mi cuerpo, mi yo resultaría completamente aniquilado, de modo que no puedo concebir qué más haga falta para convertirme en una perfecta nada”.
Por tanto, para Hume el yo no es otra cosa que la suma de las percepciones y sin éstas, el yo no existiría.
Hay varios argumentos que parecen confirmar que el yo es una construcción cerebral y de ellos voy a ocuparme a continuación. El primero es que el yo tiene un desarrollo ontogenético y aparece sólo tras algunos años de vida. El segundo es que parece ser una construcción cultural, es decir, que la experiencia de nuestra propia persona depende del entorno cultural en el que esta persona se desarrolla. Y el tercero es que este yo no es indivisible, sino que puede aparecer dividido en dos, en el caso de los enfermos con cerebro partido o escindido, o en múltiples yos en la enfermedad conocida como trastorno de personalidades múltiples.
1.- Desarrollo ontogenético del yo
Es sabido que el psicólogo suizo Jean Piaget dedicó su vida al análisis del desarrollo de la mente infantil. Pues bien, para Piaget, el niño actúa al principio impulsado por reflejos básicos subcorticales del tipo estímulo-respuesta. A medida que va desarrollando su corteza cerebral, se desarrollan también la capacidad de la representación de los objetos para darle un mayor contenido y complejidad a la respuesta. La consciencia surgiría como parte de este crecimiento, al comienzo con el aumento de la memoria semántica y luego con la memoria episódica. Por tanto, la consciencia del yo surgiría en el niño de forma gradual.
Para Piaget en la primera infancia el niño es egocéntrico, es decir, que no entiende las opiniones y pensamientos de otras personas como diferentes de los suyos, pero esta opinión fue contestada en los años 70 cuando se descubrió que lo que se llama “teoría de la mente”, es decir, la capacidad del niño de entender lo que los demás piensan o sienten, ya se desarrolla en edad comprendida entre los dos años y medio y los cuatro años. Esta sería, pues, la edad en la que el niño adquiere una imagen de sí mismo, es decir, la supuesta consciencia del yo.
Como ya mencioné en otra ocasión en este mismo lugar, los chimpancés también poseen esta autoimagen y, por tanto, presumiblemente también la consciencia del yo. Si se colocan chimpancés poco antes de la adolescencia frente a un espejo, tras los chillidos corrientes como de si otro animal se tratase, comienzan a expurgarse ante el espejo, a inspeccionar partes del cuerpo mirando al espejo y quitándose partículas de comida de entre los dientes. Si se les pinta con color rojo partes de la cara, estos animales que han estado diez días ante el espejo, intentan quitarse las manchas mirándose al espejo, mientras que chimpancés que no habían tenido esta experiencia no prestaban atención a las manchas, lo que hace suponer que esta autoimagen la adquirieron durante los días que estuvieron delante del espejo.
Esta autoimagen de los chimpancés parece que depende del contexto en el que se desarrolla. Así, por ejemplo, los chimpancés que se criaron con humanos se consideran a sí mismo humanos. Washoe, un célebre chimpancé entrenado a usar el Lenguaje Americano de Signos llamaba a otros chimpancés, mediante los signos, “bichos negros”. Otra chimpancé, también criada con humanos, colocó una imagen de su padre entre otras de elefantes y caballos, pero la suya la juntó con otras imágenes de humanos. Este hecho nos lleva a la segunda consideración sobre la fragilidad del yo, a saber, la dependencia cultural de esa consciencia de la propia persona.
2.- Dependencia cultural del yo
El sobrino del célebre sociólogo francés Emile Durkheim, el antropólogo Marcel Mauss, nos dice que el concepto de persona como un yo individualizado no es una idea innata o primordial, sino una noción que ha tenido un desarrollo histórico. Mauss se dio cuenta que el concepto del yo era distinto según la sociedad que estudiaba.
Otro antropólogo, Irving Hallowell, que se dedicó a estudiar la visión del mundo de los ojibwa, un grupo nómada de cazadores y pescadores que habitaban el este del lago Winnipeg, pronto se dio cuenta que a esta cultura no podía aplicársele ningún paradigma occidental. La forma de pensar dualista, típicamente occidental, chocaba con la concepción del mundo que estos indios tenían. Así, por ejemplo, la dicotomía entre lo natural y lo sobrenatural no existía para ellos; tampoco la distinción entre mito y realidad, o entre el ensueño y el estado de vigilia, o entre los animales y los seres humanos. Al adoptar una postura animista, de “participation mystique” con la naturaleza, como diría el antropólogo francés Lévy-Bruhl, no llama la atención saber que tampoco existía entre estos indios la noción del yo como entidad separada de la sociedad.
Un filósofo, Roman Harré, analizando el concepto cultural del yo, subrayó el hecho de que entre los inuit, es decir, los esquimales, este concepto estaba muy lejos de ser algo personal, sino que tenía connotaciones colectivistas, mientras que, por el contrario, en otra cultura, la de los maoríes, aparecía un individualismo exacerbado muy superior incluso al individualismo occidental. Y Read, otro antropólogo que estudió los pueblos canaca de Nueva Caledonia, llegó a la conclusión de que esta cultura no tenía una concepción de la persona como un ente individual, con el foco de esa identidad, es decir, el ego, situado en el propio cuerpo.
Podríamos poner muchos más ejemplos, pero creo que estos son suficientes para concluir que el concepto del yo está bajo la influencia de la sociedad en la que el individuo se desarrolla, es más es un producto de ella. Dicho esto, la conclusión lógica es que el concepto occidental que tenemos hoy del yo es un concepto formado a lo largo de la historia y que refleja nuestra visión racionalista, dualista del mundo, producto, pues, de nuestra capacidad lógico-analítica.
3.- El yo divisible
Como ya he referido en otra ocasión, para evitar que los ataques epilépticos que se producen por alguna lesión en un hemisferio se propaguen al hemisferio del lado contrario, algunos neurocirujanos seccionaron el cuerpo calloso y, a veces también, la comisura anterior del cerebro, generando pacientes con cerebro escindido o dividido que fueron estudiados intensamente en Estados Unidos.
Aparte de otros fenómenos a los que hoy no me voy a referir, uno de los resultados más llamativos de esta operación fue que estos pacientes tenían pensamientos independientes en cada hemisferio. Roger Sperry, que recibió el premio Nobel en 1961 por estos experimentos decía en 1966:
“Cada hemisferio parece tener sus sensaciones separadas y privadas, sus propios conceptos y sus propios impulsos para la acción. La evidencia sugiere que las consciencias van en paralelo en ambos hemisferios de estas personas con cerebro escindido”.
En algunos pacientes esta situación creó enormes conflictos, como, por ejemplo, que la mano izquierda cometiese un error y la mano derecha intentase corregirlo, o que una mano escribiese algo en un papel y la otra intentase impedirlo. La conclusión de estas observaciones fue que en estos pacientes existen dos personalidades distintas, dos yos, con dos consciencias diferentes que se expresan no sólo en las acciones, sino también en los pensamientos. Otra conclusión importante fue que la consciencia del yo tenía que estar ligada a la corteza cerebral.
Esta división del yo en dos no es necesario que se produzca en los pacientes con hemisferios separados por el cirujano. El reconocido padre de la psicología norteamericana William James refiere un caso de desdoblamiento de personalidad que, por ser clásico, me gustaría referírselo a ustedes.
“El reverendo Ansel Bourne, de Greene, Rhode Island, fue educado en el oficio de la carpintería; pero, a consecuencia de una pérdida temporal de la vista y del oído ocurrida en circunstancias por demás peculiares (yo sospecho que fue epilepsia), se convirtió del Ateísmo al Cristianismo poco antes de cumplir treinta años, y desde entonces ha vivido como un predicador ambulante. Sufrió dolores de cabeza y accesos temporales de depresión durante casi toda su vida e incluso algunos accesos de inconsciencia de una hora o tal vez menos....
El 17 de enero de 1887 sacó 551 dólares de un banco de Providence para pagar un solar en Greene, pagó algunas cuentas y se subió a un cochecillo de caballos. Este es el último incidente que recuerda. Ese día no regresó a casa y durante dos meses no se supo nada de él. En los periódicos se dio cuenta de su desaparición y, sospechando la comisión de un delito, la policía indagó en vano su paradero. Así las cosas, la mañana del 14 de marzo, en Norristown, Pennsylvania, un individuo que se hacía llamar A. J. Brown, que seis semanas atrás había alquilado una tiendecilla bien surtida de papelería, dulces, frutas y artículos menores, y que ejercía su comercio de un modo tranquilo, sin que nadie lo juzgara excéntrico o fuera de lo normal, despertó aterrado e hizo llegar a la gente de la casa para que le dijeran donde estaba. Dijo llamarse Ansel Bourne, que no conocía nada de Norristown, que tampoco sabía nada de comercio, y que lo último que recordaba – le parecía que había ocurrido apenas la víspera – era que había retirado dinero del banco, etc., en Providence”. Ansel no recordaba absolutamente nada de su segunda personalidad”.
John Taylor, profesor emérito de la Universidad de Londres, cita otro caso de una tal Mary que cuando tenía unos treinta años sufría de depresión, estados de confusión y lapsos de memoria. Bajo hipnosis, Mary cambió de personalidad y decía: “Soy Sally. Mary es una estúpida. Piensa que lo sabe todo, pero si yo le contara...” En la siguiente sesión de hipnosis, Mary le confesó al médico haber sido violada por su padrastro a la edad de cuatro años y que éste la llamaba “Sandra”.
El conocido trastorno de personalidad múltiple es atribuido asimismo a la violación en edad temprana. Muy probablemente el shock emocional que supone ser violado o violada por una persona de la propia familia puede conducir, según se supone por algunos autores, a una excitación tan grande de la amígdala que lleve a una inhibición por esta de distintas partes del hipocampo, generando personalidades múltiples e independientes. Una docena de ellas parece ser normal, aunque se han referido casos de hasta más de cien en la misma persona. Nueve de diez de estas personas son mujeres y la misma proporción se ha observado en el trastorno conocido como doble personalidad o personalidad alternante. Es curioso que en los casos de personalidad múltiple, las otras personas adoptadas por el paciente pueden ser de distinto sexo, bisexuales u homosexuales, pero también de distinta edad, profesión y rasgos de carácter.
Para Putnam, todos nacemos con el potencial de desarrollar múltiples personalidades y en el curso de un desarrollo normal conseguimos más o menos consolidar un sentido integrado de la personalidad. Algo de eso debe haber, pues si observamos el comportamiento, por ejemplo, de adolescentes normales entre sus compañeros y ante sus padres, nada hay que se parezca más a un desdoblamiento de personalidad.
Es un misterio aún la localización de aquellas regiones corticales que presumiblemente son el sustrato de esta experiencia subjetiva del yo tan frágil que es susceptible de modificarse profundamente, como hemos visto, por las diferentes culturas.
John Taylor, profesor emérito de la Universidad de Londres, presume que, en términos freudianos, el superyo estaría localizado en las regiones mediales de la corteza órbitofrontal, por su inhibición del sistema límbico, el ego lo sitúa en redes neuronales localizadas en las regiones dedicadas a la acción del lóbulo frontal y el ello en el complejo hipotálamo-sistema autonómico y sistema visceral, fuente de los instintos y que, según Freud, están bajo el control tanto del ego como del superego.
En resumen podemos decir que el yo es una cualidad emergente de nuestro cerebro con la que no nacemos, sino que se desarrolla a partir de estructuras corticales y en interacción con el entorno, dependiendo por tanto de la cultura en la que la persona se desarrolla.
Sin duda, nuestra civilización occidental ha acentuado enormemente esta cualidad, generando unos individuos especialmente poco sensibles a los intereses colectivos. Precisamente por ser algo individual, que nos diferencia de los demás, también nos separa de ellos. En palabras del psiquiatra E.E. Hadley: “la tragedia de la ilusión de la individualidad es que lleva al aislamiento, al temor, a la sospecha paranoica y a odios totalmente innecesarios”. Y otro autor, H.S. Sullivan, dice: “La individualidad enfatizada de cada uno de nosotros, el “yo”, es la madre de las ilusiones, la fuente siempre fecunda de ideas preconcebidas que invalidan casi todos nuestros esfuerzos para comprender a los demás”.
En la época que nos ha tocado vivir, de egoísmos feroces y de violencias, no está mal recordar las palabras del místico alemán Maestro Eckhart cuando dice: “La Sagrada Escritura pide a gritos liberarse del yo”.
Bibliografía
Harré, R.
Personal Being: A Theory for Individual Psychology
Oxford, Blackwell, 1983
Hallowell, I.
Contributions to Anthropology
Univ. Chicago Press, 1976
Morris, B.
Anthropology of the Self
Pluto Press, London, Boulder, 1994
Read, K.E.
Morality and the Concept of the Person among Gahuku-Gama
Oceania 25: 233-282, 1955
Taylor, J.
The race for Consciousness
MIT Press, Cambridge, Mass., 1999
Coomaraswamy, A. K.
El Vedānta y la tradición occidental
Siruela, Madrid, 2001
Hacking, I.
Rewriting the Soul
Princeton Univ. Press, Princeton, N.J., 1995
Hoy voy a ocuparme de la tercera, la ilusión del yo, que es probablemente la experiencia que nos hace más humanos y para la que más difícil parece encontrar algún sustrato cerebral. El año pasado en este mismo lugar decía que nada en la naturaleza permanece constante y, sin embargo, tenemos la sensación subjetiva de que somos los mismos en cuerpo y mente desde la niñez a la senectud.
Como decía Platón en “Cratilo”: “¿Cómo, pues, atribuir el ser a lo que no está nunca en el mismo estado?” Y en otro lugar, en “Teeteto”: “Todo lo que nosotros decimos que es, es un resultado de la traslación de la mezcla y del movimiento mutuos; de ahí que nuestra afirmación sea falsa, porque nada es jamás, sino que siempre está en devenir”. El pasaje más extenso y concreto se encuentra en “El Banquete” en donde Platón dice: “La naturaleza mortal busca en lo posible existir siempre y ser inmortal. Y solamente puede conseguirlo con la procreación, porque siempre deja un ser nuevo en el lugar del viejo. Pues ni siquiera durante este período en que se dice que vive cada uno de los vivientes y es idéntico a sí mismo, reúne siempre las mismas cualidades; así, por ejemplo, un individuo desde su niñez hasta que llegue a viejo se dice que es la misma persona, pero a pesar de que se dice que es la misma persona, ese individuo jamás reúne las mismas cosas en sí mismo, sino que constantemente se está renovando en un aspecto y destruyendo en otro, en su cabello, en su carne, en sus huesos, en su sangre y en la totalidad de su cuerpo. Y no sólo en el cuerpo, sino también en el alma, cuyos hábitos, costumbres, opiniones, deseos, placeres, penas, temores, todas y cada una de estas cosas, jamás son las mismas en cada uno de los individuos, sino que unas nacen y las otras perecen. Pero todavía mucho más extraño es el hecho de que los conocimientos no solo nacen unos y perecen otros en nosotros, de suerte que no somos idénticos a nosotros ni siquiera en conocimientos, sino que también les sucede a cada uno de ellos lo mismo”.
Si nada es permanente, entonces la conclusión lógica a la que podemos llegar es que el yo es una ilusión, tal y como lo postuló la filosofía hindú hace miles de años; en palabras más modernas: una construcción del cerebro que no tiene ninguna realidad fuera de él. El filósofo inglés David Hume, en su “Tratado de la naturaleza humana”, llega a una conclusión similar. Citémoslo literalmente: “En lo que a mí respecta, siempre que penetro más íntimamente en lo que llamo mí mismo tropiezo en todo momento con una u otra percepción particular, sea de calor o frío, de luz o sombra, de amor u odio, de dolor o placer. Nunca puedo atraparme a mí mismo en ningún caso sin una percepción y nunca puedo observar otra cosa que la percepción. Cuando mis percepciones son suprimidas durante algún tiempo: en un sueño profundo, por ejemplo, durante todo ese tiempo no me doy cuenta de mí mismo, y puede decirse que verdaderamente no existo. Y si todas las percepciones fueran suprimidas por la mente y ya no pudiera pensar, sentir, ver, amar u odiar tras la descomposición de mi cuerpo, mi yo resultaría completamente aniquilado, de modo que no puedo concebir qué más haga falta para convertirme en una perfecta nada”.
Por tanto, para Hume el yo no es otra cosa que la suma de las percepciones y sin éstas, el yo no existiría.
Hay varios argumentos que parecen confirmar que el yo es una construcción cerebral y de ellos voy a ocuparme a continuación. El primero es que el yo tiene un desarrollo ontogenético y aparece sólo tras algunos años de vida. El segundo es que parece ser una construcción cultural, es decir, que la experiencia de nuestra propia persona depende del entorno cultural en el que esta persona se desarrolla. Y el tercero es que este yo no es indivisible, sino que puede aparecer dividido en dos, en el caso de los enfermos con cerebro partido o escindido, o en múltiples yos en la enfermedad conocida como trastorno de personalidades múltiples.
1.- Desarrollo ontogenético del yo
Es sabido que el psicólogo suizo Jean Piaget dedicó su vida al análisis del desarrollo de la mente infantil. Pues bien, para Piaget, el niño actúa al principio impulsado por reflejos básicos subcorticales del tipo estímulo-respuesta. A medida que va desarrollando su corteza cerebral, se desarrollan también la capacidad de la representación de los objetos para darle un mayor contenido y complejidad a la respuesta. La consciencia surgiría como parte de este crecimiento, al comienzo con el aumento de la memoria semántica y luego con la memoria episódica. Por tanto, la consciencia del yo surgiría en el niño de forma gradual.
Para Piaget en la primera infancia el niño es egocéntrico, es decir, que no entiende las opiniones y pensamientos de otras personas como diferentes de los suyos, pero esta opinión fue contestada en los años 70 cuando se descubrió que lo que se llama “teoría de la mente”, es decir, la capacidad del niño de entender lo que los demás piensan o sienten, ya se desarrolla en edad comprendida entre los dos años y medio y los cuatro años. Esta sería, pues, la edad en la que el niño adquiere una imagen de sí mismo, es decir, la supuesta consciencia del yo.
Como ya mencioné en otra ocasión en este mismo lugar, los chimpancés también poseen esta autoimagen y, por tanto, presumiblemente también la consciencia del yo. Si se colocan chimpancés poco antes de la adolescencia frente a un espejo, tras los chillidos corrientes como de si otro animal se tratase, comienzan a expurgarse ante el espejo, a inspeccionar partes del cuerpo mirando al espejo y quitándose partículas de comida de entre los dientes. Si se les pinta con color rojo partes de la cara, estos animales que han estado diez días ante el espejo, intentan quitarse las manchas mirándose al espejo, mientras que chimpancés que no habían tenido esta experiencia no prestaban atención a las manchas, lo que hace suponer que esta autoimagen la adquirieron durante los días que estuvieron delante del espejo.
Esta autoimagen de los chimpancés parece que depende del contexto en el que se desarrolla. Así, por ejemplo, los chimpancés que se criaron con humanos se consideran a sí mismo humanos. Washoe, un célebre chimpancé entrenado a usar el Lenguaje Americano de Signos llamaba a otros chimpancés, mediante los signos, “bichos negros”. Otra chimpancé, también criada con humanos, colocó una imagen de su padre entre otras de elefantes y caballos, pero la suya la juntó con otras imágenes de humanos. Este hecho nos lleva a la segunda consideración sobre la fragilidad del yo, a saber, la dependencia cultural de esa consciencia de la propia persona.
2.- Dependencia cultural del yo
El sobrino del célebre sociólogo francés Emile Durkheim, el antropólogo Marcel Mauss, nos dice que el concepto de persona como un yo individualizado no es una idea innata o primordial, sino una noción que ha tenido un desarrollo histórico. Mauss se dio cuenta que el concepto del yo era distinto según la sociedad que estudiaba.
Otro antropólogo, Irving Hallowell, que se dedicó a estudiar la visión del mundo de los ojibwa, un grupo nómada de cazadores y pescadores que habitaban el este del lago Winnipeg, pronto se dio cuenta que a esta cultura no podía aplicársele ningún paradigma occidental. La forma de pensar dualista, típicamente occidental, chocaba con la concepción del mundo que estos indios tenían. Así, por ejemplo, la dicotomía entre lo natural y lo sobrenatural no existía para ellos; tampoco la distinción entre mito y realidad, o entre el ensueño y el estado de vigilia, o entre los animales y los seres humanos. Al adoptar una postura animista, de “participation mystique” con la naturaleza, como diría el antropólogo francés Lévy-Bruhl, no llama la atención saber que tampoco existía entre estos indios la noción del yo como entidad separada de la sociedad.
Un filósofo, Roman Harré, analizando el concepto cultural del yo, subrayó el hecho de que entre los inuit, es decir, los esquimales, este concepto estaba muy lejos de ser algo personal, sino que tenía connotaciones colectivistas, mientras que, por el contrario, en otra cultura, la de los maoríes, aparecía un individualismo exacerbado muy superior incluso al individualismo occidental. Y Read, otro antropólogo que estudió los pueblos canaca de Nueva Caledonia, llegó a la conclusión de que esta cultura no tenía una concepción de la persona como un ente individual, con el foco de esa identidad, es decir, el ego, situado en el propio cuerpo.
Podríamos poner muchos más ejemplos, pero creo que estos son suficientes para concluir que el concepto del yo está bajo la influencia de la sociedad en la que el individuo se desarrolla, es más es un producto de ella. Dicho esto, la conclusión lógica es que el concepto occidental que tenemos hoy del yo es un concepto formado a lo largo de la historia y que refleja nuestra visión racionalista, dualista del mundo, producto, pues, de nuestra capacidad lógico-analítica.
3.- El yo divisible
Como ya he referido en otra ocasión, para evitar que los ataques epilépticos que se producen por alguna lesión en un hemisferio se propaguen al hemisferio del lado contrario, algunos neurocirujanos seccionaron el cuerpo calloso y, a veces también, la comisura anterior del cerebro, generando pacientes con cerebro escindido o dividido que fueron estudiados intensamente en Estados Unidos.
Aparte de otros fenómenos a los que hoy no me voy a referir, uno de los resultados más llamativos de esta operación fue que estos pacientes tenían pensamientos independientes en cada hemisferio. Roger Sperry, que recibió el premio Nobel en 1961 por estos experimentos decía en 1966:
“Cada hemisferio parece tener sus sensaciones separadas y privadas, sus propios conceptos y sus propios impulsos para la acción. La evidencia sugiere que las consciencias van en paralelo en ambos hemisferios de estas personas con cerebro escindido”.
En algunos pacientes esta situación creó enormes conflictos, como, por ejemplo, que la mano izquierda cometiese un error y la mano derecha intentase corregirlo, o que una mano escribiese algo en un papel y la otra intentase impedirlo. La conclusión de estas observaciones fue que en estos pacientes existen dos personalidades distintas, dos yos, con dos consciencias diferentes que se expresan no sólo en las acciones, sino también en los pensamientos. Otra conclusión importante fue que la consciencia del yo tenía que estar ligada a la corteza cerebral.
Esta división del yo en dos no es necesario que se produzca en los pacientes con hemisferios separados por el cirujano. El reconocido padre de la psicología norteamericana William James refiere un caso de desdoblamiento de personalidad que, por ser clásico, me gustaría referírselo a ustedes.
“El reverendo Ansel Bourne, de Greene, Rhode Island, fue educado en el oficio de la carpintería; pero, a consecuencia de una pérdida temporal de la vista y del oído ocurrida en circunstancias por demás peculiares (yo sospecho que fue epilepsia), se convirtió del Ateísmo al Cristianismo poco antes de cumplir treinta años, y desde entonces ha vivido como un predicador ambulante. Sufrió dolores de cabeza y accesos temporales de depresión durante casi toda su vida e incluso algunos accesos de inconsciencia de una hora o tal vez menos....
El 17 de enero de 1887 sacó 551 dólares de un banco de Providence para pagar un solar en Greene, pagó algunas cuentas y se subió a un cochecillo de caballos. Este es el último incidente que recuerda. Ese día no regresó a casa y durante dos meses no se supo nada de él. En los periódicos se dio cuenta de su desaparición y, sospechando la comisión de un delito, la policía indagó en vano su paradero. Así las cosas, la mañana del 14 de marzo, en Norristown, Pennsylvania, un individuo que se hacía llamar A. J. Brown, que seis semanas atrás había alquilado una tiendecilla bien surtida de papelería, dulces, frutas y artículos menores, y que ejercía su comercio de un modo tranquilo, sin que nadie lo juzgara excéntrico o fuera de lo normal, despertó aterrado e hizo llegar a la gente de la casa para que le dijeran donde estaba. Dijo llamarse Ansel Bourne, que no conocía nada de Norristown, que tampoco sabía nada de comercio, y que lo último que recordaba – le parecía que había ocurrido apenas la víspera – era que había retirado dinero del banco, etc., en Providence”. Ansel no recordaba absolutamente nada de su segunda personalidad”.
John Taylor, profesor emérito de la Universidad de Londres, cita otro caso de una tal Mary que cuando tenía unos treinta años sufría de depresión, estados de confusión y lapsos de memoria. Bajo hipnosis, Mary cambió de personalidad y decía: “Soy Sally. Mary es una estúpida. Piensa que lo sabe todo, pero si yo le contara...” En la siguiente sesión de hipnosis, Mary le confesó al médico haber sido violada por su padrastro a la edad de cuatro años y que éste la llamaba “Sandra”.
El conocido trastorno de personalidad múltiple es atribuido asimismo a la violación en edad temprana. Muy probablemente el shock emocional que supone ser violado o violada por una persona de la propia familia puede conducir, según se supone por algunos autores, a una excitación tan grande de la amígdala que lleve a una inhibición por esta de distintas partes del hipocampo, generando personalidades múltiples e independientes. Una docena de ellas parece ser normal, aunque se han referido casos de hasta más de cien en la misma persona. Nueve de diez de estas personas son mujeres y la misma proporción se ha observado en el trastorno conocido como doble personalidad o personalidad alternante. Es curioso que en los casos de personalidad múltiple, las otras personas adoptadas por el paciente pueden ser de distinto sexo, bisexuales u homosexuales, pero también de distinta edad, profesión y rasgos de carácter.
Para Putnam, todos nacemos con el potencial de desarrollar múltiples personalidades y en el curso de un desarrollo normal conseguimos más o menos consolidar un sentido integrado de la personalidad. Algo de eso debe haber, pues si observamos el comportamiento, por ejemplo, de adolescentes normales entre sus compañeros y ante sus padres, nada hay que se parezca más a un desdoblamiento de personalidad.
Es un misterio aún la localización de aquellas regiones corticales que presumiblemente son el sustrato de esta experiencia subjetiva del yo tan frágil que es susceptible de modificarse profundamente, como hemos visto, por las diferentes culturas.
John Taylor, profesor emérito de la Universidad de Londres, presume que, en términos freudianos, el superyo estaría localizado en las regiones mediales de la corteza órbitofrontal, por su inhibición del sistema límbico, el ego lo sitúa en redes neuronales localizadas en las regiones dedicadas a la acción del lóbulo frontal y el ello en el complejo hipotálamo-sistema autonómico y sistema visceral, fuente de los instintos y que, según Freud, están bajo el control tanto del ego como del superego.
En resumen podemos decir que el yo es una cualidad emergente de nuestro cerebro con la que no nacemos, sino que se desarrolla a partir de estructuras corticales y en interacción con el entorno, dependiendo por tanto de la cultura en la que la persona se desarrolla.
Sin duda, nuestra civilización occidental ha acentuado enormemente esta cualidad, generando unos individuos especialmente poco sensibles a los intereses colectivos. Precisamente por ser algo individual, que nos diferencia de los demás, también nos separa de ellos. En palabras del psiquiatra E.E. Hadley: “la tragedia de la ilusión de la individualidad es que lleva al aislamiento, al temor, a la sospecha paranoica y a odios totalmente innecesarios”. Y otro autor, H.S. Sullivan, dice: “La individualidad enfatizada de cada uno de nosotros, el “yo”, es la madre de las ilusiones, la fuente siempre fecunda de ideas preconcebidas que invalidan casi todos nuestros esfuerzos para comprender a los demás”.
En la época que nos ha tocado vivir, de egoísmos feroces y de violencias, no está mal recordar las palabras del místico alemán Maestro Eckhart cuando dice: “La Sagrada Escritura pide a gritos liberarse del yo”.
Bibliografía
Harré, R.
Personal Being: A Theory for Individual Psychology
Oxford, Blackwell, 1983
Hallowell, I.
Contributions to Anthropology
Univ. Chicago Press, 1976
Morris, B.
Anthropology of the Self
Pluto Press, London, Boulder, 1994
Read, K.E.
Morality and the Concept of the Person among Gahuku-Gama
Oceania 25: 233-282, 1955
Taylor, J.
The race for Consciousness
MIT Press, Cambridge, Mass., 1999
Coomaraswamy, A. K.
El Vedānta y la tradición occidental
Siruela, Madrid, 2001
Hacking, I.
Rewriting the Soul
Princeton Univ. Press, Princeton, N.J., 1995
Editado por
Francisco J. Rubia
Francisco J. Rubia Vila es Catedrático de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid, y también lo fue de la Universidad Ludwig Maximillian de Munich, así como Consejero Científico de dicha Universidad. Estudió Medicina en las Universidades Complutense y Düsseldorf de Alemania. Ha sido Subdirector del Hospital Ramón y Cajal y Director de su Departamento de Investigación, Vicerrector de Investigación de la Universidad Complutense de Madrid y Director General de Investigación de la Comunidad de Madrid. Durante varios años fue miembro del Comité Ejecutivo del European Medical Research Council. Su especialidad es la Fisiología del Sistema Nervioso, campo en el que ha trabajado durante más de 40 años, y en el que tiene más de doscientas publicaciones. Es Director del Instituto Pluridisciplinar de la Universidad Complutense de Madrid. Es miembro numerario de la Real Academia Nacional de Medicina (sillón nº 2), Vicepresidente de la Academia Europea de Ciencias y Artes con Sede en Salzburgo, así como de su Delegación Española. Ha participado en numerosas ponencias y comunicaciones científicas, y es autor de los libros: “Manual de Neurociencia”, “El Cerebro nos Engaña”, “Percepción Social de la Ciencia”, “La Conexión Divina”, “¿Qué sabes de tu cerebro? 60 respuestas a 60 preguntas” y “El sexo del cerebro. La diferencia fundamental entre hombres y mujeres”.
Libros de Francisco J. Rubia
Temas actuales en neurociencia. Conferencias del profesor Rubia pronunciadas en el Colegio Libre de Eméritos (2011)
Cerebro, mente y conciencia: nuevas orientaciones en neurociencia. Conferencias del profesor Rubia pronunciadas en el Colegio Libre de Eméritos (2010)
Número especial de la Revista de Occidente sobre Libertad y Cerebro. Artículos coordinados por Francisco J. Rubia. Enero 2011.
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Blog de Tendencias21 sobre la fisiología del sistema nervioso
Tendencias 21 (Madrid). ISSN 2174-6850
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