Tras el artículo del pasado 1 de diciembre en El País de Miguel Angel García Vega, titulado Las canas revolucionan la economía , he asistido en primera persona a unas cuantas situaciones revolucionarias. Se empieza a poner encima de la mesa de la sociedad la verdad incómoda del envejecimiento, que todos conocemos pero que no afrontan como se merece los responsables políticos, los empresariales ni la sociedad civil. Será porque tampoco lo hacemos a nivel personal, inmersos en un día que nos tiene colapsados y no nos permite ver la inminente quiebra del modelo de bienestar que nos conducirá a unas pensiones públicas que serán la mitad de las actuales en apenas una década si no lo cambiamos.
El detonante del artículo y del posterior debate han sido las proyecciones de la población 2013-2023 en España , presentadas por los expertos en demografía del INE unos días antes. Aunque apenas aportaban novedades respecto a las que hacen cada año por estas fechas, uno de sus titulares ha llamado mucho la atención a la opinión pública: el número de defunciones superará por primera vez al de nacimientos a partir de 2017. Algo que ya sabíamos, año arriba o año abajo. Porque la generación de mi hija pequeña, símbolo cuantitativo de nuestro baby-crash, es casi la mitad que la mía, en pleno baby-boom de nuestros padres, años en los que era un honor ser familia numerosa de las de antes.
Un debate radiofónico de esta mañana empezaba con el tono gris de varios tertulianos de perfil supuestamente científico, que alarmaban con el escenario de una sociedad envejecida y dependiente, sin pensiones, en manos del sector bancario y donde longevidad equivalía a enfermedad y a más gasto sanitario medido en puntos porcentuales del PIB. Por suerte había un verso suelto que defendía la mayor esperanza de vida como un logro de la humanidad, la importancia de que los años tengan más vida frente a que la vida tenga más años y la tendencia de siempre a vivir mejor, considerando ciclos largos. Al margen del PIB, que no recoge la vida real de la población ya que lo más importante de nuestra vida personal y comunitaria no se cuantifica, como el inmenso mundo de los cuidados que nos está permitiendo aguantar el fuerte chaparrón de estos años que nada tiene que ver con el decrecimiento oficial del 1 o el 2%. Porque es indudable que preferimos vivir en el siglo XXI que haberlo hecho en el X, por no discutir sobre el XX. Y presentaba el cambio demográfico como un reto para evolucionar, replanteándonos las calves vitales e innovar, por ejemplo generando productos y servicios básicos y universales de bajo coste, no como una amenaza por decrepitud generalizada en la que las rentas decrecientes apenas nos darán para sobrevivir. Puro aire fresco, que transformó el tono del programa, como ocurre siempre que nos situamos en clave de futuro y como ocurrió también entre los participantes en el programa y, supongo, entre oyentes como yo mismo.
Algo parecido viví la semana pasada en un foro de organizaciones sociales especializadas en atender a personas mayores en sus residencias y centros, no solo asistenciales. Debatían sobre su estrategia en el ámbito de los servicios y la dependencia, con un punto de partida poco halagüeño. Considerando varios estudios sobre el llamado tercer sector, el inicio del coloquio era del mismo color que el de los mencionados contertulios radiofónicos. Sobre todo por la sensación generalizada de que entre 2011 y 2013 el sector habrá perdido un tercio de su financiación, según una encuesta a sus directivos más cualificados. Pero las implicaciones de todo ello ya arrojaban algún hilo de esperanza. Empezaba a aparecer algo de color, ya que los asistentes coincidían en que las entidades sociales se habían convertido en más flexibles, más dependientes de los ciudadanos e independientes de los políticos, más enfocadas a lo prioritario y más colaborativas entre sí y con la sociedad civil, un cómplice imprescindible. Pero el cambio de frecuencia se produjo al abordar la situación concreta de las especializadas en las personas mayores.
Para la inmensa mayoría de nosotros la opinión predominante es que el envejecimiento es también una verdad incómoda, una realidad morbosa y postergable que le ocurre solo a los demás, porque somos los que mejor estamos de nuestros compañeros de clase en el colegio. Las grandes empresas tampoco le prestan mucha atención, porque su día a día no les permite muchas luces largas y porque les parece un tema más relacionado con el sistema público de bienestar y pensiones que con ellas. Pues justo por eso los participantes atisbaban un campo de oportunidad, de grandes desafíos en lo personal, en lo empresarial y en lo institucional, tanto desde lo racional de los datos como de lo emocional y las ilusiones. Así lo reflejaron al introducir los cimientos de su estrategia, porque la base ideológica de cualquier organización es un sueño compartido, en este caso un sueño vocacional porque se trataba de entidades de carácter no lucrativo. La línea no es mantener los modelos actuales ni hacer más con menos, sino hacer cosas diferentes de manera distinta para alcanzar otros objetivos, decían. Con un plan operativo que permita lidiar con las dificultades cotidianas, pero también con un alma que emocione, inspire y permita dibujar un futuro ilusionante que contemple tendencias como la complicidad ciudadana, el trabajo colaborativo, las alianzas estratégicas, el cambio tecnológico, los emprendedores que permitan mejorar productos y servicios disminuyendo el coste o impulsar el debate público. Porque la sociedad parece que nos quita la voz según cumplimos años, pero esta tendencia a la difuminación no es sostenible si aumenta tanto el número de las personas de cierta edad. Sobre todo porque creo que a nosotros, a los que ahora disfrutamos del ecuador de nuestra vida, no creo que nadie nos silencie en un par de décadas. Ni en tres. Ahí está el reto, que no es solo intelectual. Y que requiere ir creando opciones, participar en iniciativas ciudadanas y tomar posiciones activamente.
El detonante del artículo y del posterior debate han sido las proyecciones de la población 2013-2023 en España , presentadas por los expertos en demografía del INE unos días antes. Aunque apenas aportaban novedades respecto a las que hacen cada año por estas fechas, uno de sus titulares ha llamado mucho la atención a la opinión pública: el número de defunciones superará por primera vez al de nacimientos a partir de 2017. Algo que ya sabíamos, año arriba o año abajo. Porque la generación de mi hija pequeña, símbolo cuantitativo de nuestro baby-crash, es casi la mitad que la mía, en pleno baby-boom de nuestros padres, años en los que era un honor ser familia numerosa de las de antes.
Un debate radiofónico de esta mañana empezaba con el tono gris de varios tertulianos de perfil supuestamente científico, que alarmaban con el escenario de una sociedad envejecida y dependiente, sin pensiones, en manos del sector bancario y donde longevidad equivalía a enfermedad y a más gasto sanitario medido en puntos porcentuales del PIB. Por suerte había un verso suelto que defendía la mayor esperanza de vida como un logro de la humanidad, la importancia de que los años tengan más vida frente a que la vida tenga más años y la tendencia de siempre a vivir mejor, considerando ciclos largos. Al margen del PIB, que no recoge la vida real de la población ya que lo más importante de nuestra vida personal y comunitaria no se cuantifica, como el inmenso mundo de los cuidados que nos está permitiendo aguantar el fuerte chaparrón de estos años que nada tiene que ver con el decrecimiento oficial del 1 o el 2%. Porque es indudable que preferimos vivir en el siglo XXI que haberlo hecho en el X, por no discutir sobre el XX. Y presentaba el cambio demográfico como un reto para evolucionar, replanteándonos las calves vitales e innovar, por ejemplo generando productos y servicios básicos y universales de bajo coste, no como una amenaza por decrepitud generalizada en la que las rentas decrecientes apenas nos darán para sobrevivir. Puro aire fresco, que transformó el tono del programa, como ocurre siempre que nos situamos en clave de futuro y como ocurrió también entre los participantes en el programa y, supongo, entre oyentes como yo mismo.
Algo parecido viví la semana pasada en un foro de organizaciones sociales especializadas en atender a personas mayores en sus residencias y centros, no solo asistenciales. Debatían sobre su estrategia en el ámbito de los servicios y la dependencia, con un punto de partida poco halagüeño. Considerando varios estudios sobre el llamado tercer sector, el inicio del coloquio era del mismo color que el de los mencionados contertulios radiofónicos. Sobre todo por la sensación generalizada de que entre 2011 y 2013 el sector habrá perdido un tercio de su financiación, según una encuesta a sus directivos más cualificados. Pero las implicaciones de todo ello ya arrojaban algún hilo de esperanza. Empezaba a aparecer algo de color, ya que los asistentes coincidían en que las entidades sociales se habían convertido en más flexibles, más dependientes de los ciudadanos e independientes de los políticos, más enfocadas a lo prioritario y más colaborativas entre sí y con la sociedad civil, un cómplice imprescindible. Pero el cambio de frecuencia se produjo al abordar la situación concreta de las especializadas en las personas mayores.
Para la inmensa mayoría de nosotros la opinión predominante es que el envejecimiento es también una verdad incómoda, una realidad morbosa y postergable que le ocurre solo a los demás, porque somos los que mejor estamos de nuestros compañeros de clase en el colegio. Las grandes empresas tampoco le prestan mucha atención, porque su día a día no les permite muchas luces largas y porque les parece un tema más relacionado con el sistema público de bienestar y pensiones que con ellas. Pues justo por eso los participantes atisbaban un campo de oportunidad, de grandes desafíos en lo personal, en lo empresarial y en lo institucional, tanto desde lo racional de los datos como de lo emocional y las ilusiones. Así lo reflejaron al introducir los cimientos de su estrategia, porque la base ideológica de cualquier organización es un sueño compartido, en este caso un sueño vocacional porque se trataba de entidades de carácter no lucrativo. La línea no es mantener los modelos actuales ni hacer más con menos, sino hacer cosas diferentes de manera distinta para alcanzar otros objetivos, decían. Con un plan operativo que permita lidiar con las dificultades cotidianas, pero también con un alma que emocione, inspire y permita dibujar un futuro ilusionante que contemple tendencias como la complicidad ciudadana, el trabajo colaborativo, las alianzas estratégicas, el cambio tecnológico, los emprendedores que permitan mejorar productos y servicios disminuyendo el coste o impulsar el debate público. Porque la sociedad parece que nos quita la voz según cumplimos años, pero esta tendencia a la difuminación no es sostenible si aumenta tanto el número de las personas de cierta edad. Sobre todo porque creo que a nosotros, a los que ahora disfrutamos del ecuador de nuestra vida, no creo que nadie nos silencie en un par de décadas. Ni en tres. Ahí está el reto, que no es solo intelectual. Y que requiere ir creando opciones, participar en iniciativas ciudadanas y tomar posiciones activamente.