NotasEscribe Antonio Piñero La idea de Dios de Jesús no siempre está de acuerdo con la correspondiente noción de algunos Apócrifos del Antiguo Testamento. Pero es necesario siempre tener esta en cuenta. Una de las características del Dios de los Apócrifos es su decisión del fin de su revelación oficial al pueblo elegido. En la época de los Apócrifos ya no hay profecía “oficial” en Israel. Según los rabinos posteriores esto ocurre desde la muerte del rey persa Artajerjes II que fallece a mediados del siglo IV a. C., en el 358. Dios decide que desde ese momento al acabar la revelación decidida desde todos los siglos, solamente quedará la Bat qol, la “hija de la Voz”, el eco de la profecía, una “profecía en tono menor”. Aunque Dios no comunique su palabra a profeta alguno, sin embargo, sí se seguirá comunicando por sueños y visiones con los autores de esta literatura (apócrifa) para desvelarles el sentido de las profecías antiguas; y los ángeles intérpretes les explicarán el sentido de sus visiones. A los que lo temen (=lo reverencian) Dios revela lo que les está ya preparado para el final (Apocalipsis de Baruc [siríaco] 54,4). Por ello, todo aquel que escriba algo importante, religiosamente importante, en esta época, si quiere ser oído, ha de ocultar su personalidad y amparar su escrito bajo el nombre de un héroe religioso del pasado, es decir, bajo el nombre de algún personaje notable que vivió cuando aún Dios se comunicaba directamente con el pueblo a través de un instrumento humano. Otra idea importante en los Apócrifos de la Biblia hebrea es la repetición una y otra vez, machaconamente, de que Dios es justo. Ahora bien, el que Dios sea justo es algo también común en los textos de la Biblia hebrea anterior, pero hay que tener en cuenta que el concepto de justicia, tanto en la Biblia canónica como en los Apócrifos no se corresponde sin más con las ideas griegas y romanas de justicia forense, o vindicativa / punitiva. La justicia de Dios es más bien la restauración del orden del mundo, no sólo en el obrar de los hombres y de los espíritus, sino en todos los ámbitos; la justicia para restaurar el derecho lesionado; la justicia para ayudar; la justicia para salvar; y también naturalmente la justicia distributiva. Respecto a la justicia de Dios, los apócrifos de origen palestinense suelen entenderla como justicia que salva o castiga, mientras que los de origen helenístico (pocos) y los más tardíos la entienden más bien como justicia distributiva. Insisto en este punto. La contraposición en el significado del vocablo “justicia” divina sobre todo, pero también humana, entre los apócrifos de origen judeohelenístico (compuestos o traducidos muy pronto al griego) y entre los compuestos en Israel/Palestina o Babilonia, de lengua materna aramea, es que en los primeros, los apócrifos de origen helenístico, como la Carta de Aristeas; los Oráculos sibilinos, Libro Cuarto Macabeos, el concepto de justicia, si se aplica a los humanos, puede referirse a una de las virtudes cardinales: prudencia justicia, fortaleza y templanza (es Platón, no la Biblia, quien las definió y unió a lo largo del libro IV de la República). Por el contrario, los apócrifos y deuterocanónicos judíos de Palestina son más fieles al concepto de justicia de la Biblia hebrea, justicia salvadora, y lo refieren con más frecuencia a Dios. En la justicia humana lo que se opone a la justicia (divina) es el pecado (la injusticia humana contra otros humanos, o contra el plan divino sobre el mundo), como apunta, por ejemplo, Eclesiástico / Ben Sira, 15,11-12: “No digas: «Mi pecado viene de Dios», pues no hace Él lo que detesta. No digas que él te empujó al pecado, pues Él no necesita de gente mala”. Un caso especial es el libro de Tobías en el que la justicia del hombre va unida a la limosna, pero restringida igualmente a los miembros del pueblo de Israel: “Yo, Tobit, caminé por la senda de la verdad y de la justicia todos los días de mi vida haciendo muchas limosnas a mis hermanos, los de mi nación, que conmigo habían sido llevados a la tierra de los asirios, a Nínive”. La “justicia de Dios” como término técnico aparece como tal tanto en Qumrán: Regla de la Comunidad: lQS 10,25s; 11,12; Rollo de la guerra: 1QM 4,6) como en diversos lugares de los Apócrifos. Así en el Testamento de Dan 6,10; 1 Henoc17,14; 99,10; 101,3; 4 Esdras 8,36. “Justicia de Dios” significa la conducta divina, naturalmente impecable y recta. Esta justicia consiste ante todo en la fidelidad de Dios mismo a la alianza hecho con los hombres representados por Abrahán, en su misericordia y perdón para con los humanos. Es claro que a todo ello el hombre debe corresponder con la obediencia. Cuando se habla del presente (aunque siempre se considere que el final del mundo está cercano) como suele ocurrir en la apocalíptica más antigua, la justicia de Dios subraya la misericordia divina; cuando esa situación final del mundo se proyecta más claramente al futuro, en la apocalíptica más moderna la justicia de Dios subraya el juicio de Dios y se convierte en justicia forense / distributiva. Hay muchísimos ejemplos. Escojo uno del Apocalipsis sirio de Baruc: “El Señor me dijo: El mundo y la eternidad pertenecen a mi Nombre y mi Gloria. Mi juicio aguarda su justicia a su tiempo y verás con tus ojos que no son los enemigos los que destruyen Sión e incendian Jerusalén, sino que sirven al Juez en su momento”. En este texto el pecado de Israel ha sido castigado con la destrucción de Jerusalén por medio de otros seres humanos, que cumplen la voluntad divina de justicia sin saberlo. En el libro de los Jubileos, del siglo II a. C., el carácter ético y moral de la justicia, traducido a normas, pasa a primer plano, porque la vida del hombre tiene que acomodarse a lo escrito por orden divina en las tablas celestes, que ya mencionamos: la ley de Moisés y la de las tablas del cielo –es decir, leyes o normas generales de buena conducta– han de ser los cauces justos de la conducta humana, y en el Juicio final las acciones de los hombres serán juzgadas de acuerdo con el cumplimiento o incumplimiento de lo fijado en esas tablas celestiales. Ahora bien, los hechos buenos o malos no se conectan automáticamente con sus consecuencias, sino que son los ángeles los que leen las tablas celestes y dan a conocer a Dios las acciones malas para que se les aplique el castigo correspondiente ordenado en ellas (Jubileos 4,6 .32; 39,6). Existen pecados leves, “veniales”, y pecados graves, “mortales”, para los que no hay expiación. Así, Dios es justo porque es un juez que juzga según las tablas celestes, sin acepción de personas; es justo porque da su merecido a los que quebrantan sus mandamientos. Hay, pues, que hacer lo que manda la Ley. En Jubileos 30,18.23 se dice que los hijos de Jacob fueron celosos en «hacer tsedaqá, mishpat y neqamá» (“justicia, castigo y venganza”) en su cruel comportamiento con los siquemitas, lo cual es un ejercicio justiciero triple que muchos intérpretes creen impensable en la Biblia hebrea… y solo propio de los Apócrifos. No lo creo, si se considera precisamente la versión de la venganza de Simeón y Leví, hijos de Jacob, por la violación y rapto de su hermana Dina perpetrados por Siquén, hijo de Emor/ Hamor narrado en Génesis 34. Con un astuto plan, convencieron a los hombres de Siquén para que se hicieran la circuncisión a cambio de consentir el matrimonio de Dina con Hamor. Entonces, mientras los habitantes de la ciudad aún estaban convalecientes, los dos hermanos atacaron la ciudad y mataron a todos los hombres, incluidos Hamor y Siquén, a filo de espada. Tomaron a Dina de casa de Siquén, y los hijos de Jacob saquearon la ciudad, porque habían amancillado a su hermana (Gn 34,26-27). Aquí, en esta acción vengativa hay también en la Biblia hebrea la conjunción triple de “justicia, castigo y venganza”, aunque es verdad que Jacob critica el hecho y el autor de Jubileos no lo hace: “El día que mataron los hijos de Jacob a Siquén les fue registrado en el cielo al haber obrado justicia, rectitud y venganza contra los pecadores, siéndoles inscrito este acto (en las tablas celestiales) como bendición” (Jubileos 30,23). Los rabinos posteriores estuvieron divididos en si juzgar el caso como asesinato y saqueo o bien aprobarlo. El autor de Jubileos lo aprueba. También es importante señalar que en el mismo libro de los Jubileos (el texto que editamos en el volumen II de los Apócrifos del Antiguo Testamento es el etíope clásico, única lengua en la que se ha transmitido completo Jubileos, pero la versión es tan literal que el hebreo subyacente es totalmente visible, aparte de que son dos lenguas semítica emparentadas) aparecen las voces hebreas jésed, “misericordia”, émet, “verdad / fidelidad” y selijá / “perdón” (Jubileos 21,25; 1,25; 22,15), que están ligadas a la idea de la misericordia, verdad y fidelidad de Dios, pero en verdad la bondad de Dios es muy limitada, pues quien no cumple su voluntad no tiene perdón. El que no se circuncida no obtiene el perdón (Jubileos 15,34); tampoco tienen perdón –como apuntamos ya– los pecados mortales, como profanar el sábado: Jubileos 2,25: “El Señor creó los cielos y la tierra, y todo lo que creó lo realizó en seis días, e hizo el día séptimo santo para toda su obra . Por eso ordenó que todo el que en él haga cualquier trabajo muera, y quien lo profane muera ciertamente”. Y los paganos no son objeto de misericordia (Jubileos 23,23); Dios circunscribe su amor a los que lo aman (Jubileos 23,31) o a los israelitas que, arrepentidos, se convierten a los caminos de la justicia (Jubileos 23,26; 41,24s). Conclusión: el cumplimiento de la Ley divina sin miramientos, en buena parte cultual y ritual, ha empobrecido considerablemente la justicia salvadora de Dios. Un dato curioso es que en Jubileos figura la correspondencia entre pecado y castigo, pero no la correspondencia entre acción buena y premio. Con otras palabras en este libro apócrifo, Jubileos, se han cambiado sustancialmente los conceptos de «justicia de Dios» y «Dios justo» de la Biblia hebrea, reduciéndolos a un estricto nomismo (observancia de la Ley; nómos en griego), a una justicia distributiva, aunque queden restos del concepto de «justicia de Dios» como salvación o como causa de ella…, pero solamente para el pueblo elegido. Nos detenemos aquí. Concluiremos el próximo día, deo favente. Saludos cordiales de Antonio Piñero www.antoniopinero.com
Martes, 27 de Agosto 2024
Comentarios
Notas
LA IDEA DE DIOS EN LOS APÓCRIFOS DEL ANTIGUO TESTAMENTO (I)
En la literatura apócrifa del Antiguo Testamento hay casi tantas teologías cuantos libros existen, cada uno con sus concepciones y representaciones propias. Precisamente esta literatura es en buena parte espejo fiel del judaísmo que no se dejó «normalizar» nunca. El judaísmo ha sido y es muy libre en materias dogmáticas, como creo que es bien sabido. Es mucho menos libre en cuanto a las normas jurídicas derivadas de los preceptos de la Ley de Moisés, mucho de ellos enunciados con vehemencia y pasión, pero con pocas determinaciones concretas en cuanto a su cumplimiento Por ello resulta tan problemático hablar sobre la teología de los apócrifos: las síntesis son difíciles, los análisis pueden hacerse interminables. La teología judía de la época helenística (finales del siglo IV a. C. hasta el siglo I d. C.) presenta algunos apuntes nuevos sobre la idea de Dios, que naturalmente es el mismo que el de la Biblia hebrea: Yahvé /Elohim o ’El. La novedad apunta hacia una concepción más racionalista de Dios difundida por el espíritu del helenismo. Tanto la vuelta del exilio de Babilonia como el helenismo ayudan al judaísmo a desarrollar la tendencia a trascendentalizar a Dios, a distanciarlo de la esfera terrenal, a alejarlo de los hombres. Se agudiza así un fenómeno ya perceptible en el Antiguo Testamento. Un ejemplo: frente al antropomorfismo que rezuma el relato “yahvista” de la creación a comienzos del primer milenio (Génesis 2: Dios hace la tierra; Dios planta un jardín; Dios forma el hombre; Dios reposa tras la creación; Dios busca a Yahvé en el Paraíso), el relato “sacerdotal” cinco siglos posterior (Génesis 1) presenta a un Dios que realiza su acción creadora con el exclusivo poder de su Palabra, sin que llegue a aparecer en escena (Gn 1,3: “Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz; Gn 1,6: “Y dijo Dios: Haya un firmamento… y hubo un firmamento…, etc. ). Dios se concibe entonces ya –como digo, tras el exilio, en especial a medida que en el judaísmo el influjo del racionalismo helenístico– muy alejado del mundo, un Dios que habita no en el tercer cielo, como en la cosmovisión de Babilonia (solo tenía tres cielos), sino en el séptimo e inaccesible cielo, sentado en un trono majestuoso y terrible, rodeado de fuego. Es un rey distante, lejano, misterioso, incomprensible, inefable, cuyo sitial es excelso e inalcanzable. Es sobre todo entonces, en torno al siglo V a. C. otras el exilio, cuando el nombre de Dios, que representa su esencia, es tan santo que por reverencia y temor deja de pronunciarse, y va siendo sustituido, como se observa en los Apócrifos bien por apelaciones directas como “Señor” (hebreo: Adonay), o indirectas como “Gloria” (hebreo Kabod); “Presencia” (hebreo: Shekhiná), o “Palabra” (hebreo: Dabar ; arameo Memrá; o Lugar (hebreo Makom), que son las más importantes en los Apócrifos. El nombre propio de YHWH, el tetragrámmaton, “Cuatro letras”, sin vocales, queda reducido al ámbito del Templo, donde empezará la costumbre de que se pronuncie una sola vez al año, en voz baja, en el santo de los santos, por el sumo sacerdote. Las antiguas y simples designaciones como ’Elohim, ’El, ’Eloah (es decir, “Dios” simplemente, Alláh, árabe, como ya sabemos) van desapareciendo en loa Apócrifos del Antiguo Testamento. La literatura judía helenística, apócrifa o no, gustará de dirigirse a Dios como el “Altísimo” (’Elyon), el “Santo” (hebreo: Qadosh), o el “Padre invisible” (griego “Aóratos patér”) por ejemplo, en los Oráculos Sibilinos. Algunos ejemplos representativos son IV Esdras 8,20-21: “Oh Señor, que vives para siempre, cuya mirada está sobre los altos (cielos) y (cuya morada) está sobre los aires; cuyo trono se encuentra más allá de la imaginación y cuya gloria es inconcebible, ante quien asisten las milicias de los ángeles con temor”, o los Oráculos Sibilinos 4,10-11: «No es posible verlo desde la tierra ni abarcarlo con ojos mortales». Igualmente la Carta de Aristeas en torno a finales del siglo III o inicios del II 155, remarca su señoría absoluta: “Por eso insiste también a través de la Escritura Aquel –es decir, Dios– que dice así: «Te acordarás mucho del Señor (griego Kýrios: “señor absoluto”, sin ningún adjetivo calificativo) que hizo en ti cosas grandes y maravillosas». Hasta hoy: Kýrie eleeison: “Señor ten piedad”. A esta misma tendencia de respeto y distancia deben adscribirse las especulaciones judías helenísticas –igualmente tanto en los Apócrifos como en los textos deuterocanónicos– sobre las hipóstasis de la divinidad (hipóstasis, literalmente: “lo que está por debajo y hace que algo se sostenga de pie”, utilizadas con el significado de “persona”; “entidad”; “ser”), que se imaginan como entidades divinas que actúan ad extra, hacia fuera, hacia el mundo. La divinidad se “desdobla” o “despliega” para mantener intocada / impoluta su trascendencia. No es Dios quien operó en el momento solemne de la creación, sino su Sabiduría personificada, su “Palabra” (Proverbios 8; Eclesiástico, o Ben Sira 24,3-6; Libro de la Sabiduría 7,22, etc.) o su “Espíritu” (Sabiduría 1,5). Lo mismo ocurre en algunos textos de las obras deuterocanónicas (canónicas de segundo orden; no aceptadas como sagradas por los judíos y protestantes, como el Eclesiástico, Judit, Sabiduría, 1 2 Macabeos), o eventualmente pasajes de obras de Qumrán, las cuales a menudo muestran la misma teología que la de los Apócrifos). Insisto en que Dios se halla tan alejado que debe “emitir” de sí mismo unos “como modos” suyos, las mencionadas hipóstasis, que operan hacia el exterior. La trascendencia de Dios así queda incólume, sin mezclarse con la materia. Incluso este Dios ha dejado de comunicarse directamente por medio de los profetas, que producían antaño oráculos inspirados y venerandos en su nombre. Volveremos a este tema. El Dios de los apócrifos es único, sin rival alguno (los llamados dioses no existen), ve todas las cosas (3 Macabeos 2,21), vigila todo desde el cielo (Oráculos Sibilinos 5,352), va creando todas las cosas sobre la tierra (Jubileos 12,4) y sabe lo que en el mundo va a ocurrir incluso antes de crearlo (Antigüedades Bíblicas del Pseudo Filón, 18,4). El progreso de la idea monoteísta de Dios que se percibe en los Apócrifos del judaísmo helenístico conserva, sin embargo, un punto flaco. A pesar de que la religión judía de esa época insiste una y otra vez en un Dios único, creador único del universo y de todos los hombres y razas, esa divinidad universal y para todos los hombres sigue por siempre ligada a un pueblo, elegido por ella entre todos los demás, y ese pueblo es Israel. El Dios judío sigue “materializando” su voluntad en una Ley cuyo núcleo está constituido por las costumbres y el derecho nacional de un pueblo peculiar, el hebreo. Esta doble concepción de Dios del judaísmo helenístico universalista y particularista a la vez –de un espíritu universalista, pues extiende continua y expresamente el poder de Dios no solo sobre Israel y sus enemigos inmediatos del Oriente Próximo sino sobre el universo entero, pero que sigue teniendo un pueblo elegido– encierra una contradicción que no se percibe en los Apócrifos, ni tampoco es percibida hoy día en muchos judíos estrictamente observantes. Por ello se afirma que entre todos los pueblos Dios dispensa una atención especial a Israel, y dentro de Israel, a los que son fieles a sus leyes. Ya el primer hombre fue objeto de un especial cuidado de Dios: «De esta manera extendió su mano el Señor de todas las cosas, sentado sobre su trono santo, levantó a Adán y se lo entregó al arcángel Miguel» (Vida de Adán y Eva [griega] 37), que es su santo patrono y protector. Sin embargo, más tarde los rabinos dirán, para justificar esta elección, que la Ley (de Moisés) como bien particular del pueblo elegido fue ofrecida por Dios a todas las naciones, pero solo Israel la aceptó. De cualquier modo, lo importante para los apócrifos sigue siendo el círculo privilegiado que engloba a Dios e Israel. El resto del mundo es totalmente secundario. Israel sigue siendo el «linaje escogido» de Isaías 43,20. De modo consecuente, y muy frecuentemente los Apócrifos del Antiguo Testamento afirman que Israel es el centro de los cuidados de Dios, su primogénito, su unigénito, su amado (4 Esdras 6,58), mientras que las demás naciones son como algo sin valor, como piedrecillas en un secarral, o como un esputo. Tal cual. Es muy duro este vocablo, pero así la afirma el autor del libro IV de Esdras 6,55-59: “Señor, dijiste que en favor nuestro has creado el mundo. Y del resto de las gentes nacidas de Adán dijiste que no eran nada y que eran semejantes a un resto de saliva, comparando su abundancia (son muchos los pueblos gentiles) a una gota que destila un vaso… Y, si en favor nuestro ha sido creado el mundo, ¿cómo no poseemos al mundo como nuestra heredad?” Que todas las naciones fueron creadas para Israel se afirma también en la Ascensión de Moisés 1,12 y en el Apocalipsis de Baruc [siríaco] 14,18; 15,7; 21,24, aunque curiosamente el mismo 4 Esdras afirma más tarde que el mundo fue creado para la humanidad en general (8,44). ¿En sí contradictorio? Ciertamente, pero prima la idea de que el mundo fu creado por Dios solo para Israel. Hay, pues, en los Apócrifos del Antiguo Testamento ; y no digamos en los textos esenios de Qumrán, una fuerte corriente particularista: Dios ha dispuesto que la salvación sea sólo para Israel, para todo Israel o bien para sólo un resto; el verdadero Israel, el «resto» de Israel fiel a Yahvé, los santos, los hijos de la luz. Pero el Apocalipsis de Baruc (siriaco) y el Libro IV Esdras oponen a este relativo optimismo de color gris una perspectiva aún más negra: se salvarán muy pocos, incluso de entre los israelitas. Para los Apócrifos en general, los gentiles no tienen nada que esperar de Dios en el día del juicio postrero (Jubileos 15,26ss). Se puede, pues, decir que la corriente particularista de estos textos judíos prevaleció sobre una corriente universalista, que también existe en la época helenística y que debe ser mencionada: la salvación de Dios es para todos los pueblos o al menos para bastantes de entre los gentiles. Esta corriente se percibe sobre todo en los Testamentos de los XII Patriarcas que se muestran, por lo general, más propicios a la salvación de los paganos. En los Oráculos Sibilinos 3,753-757 se lee que en tiempos mesiánicos: «No habrá de nuevo guerra sobre la tierra ni sequía, ni volverá el hambre, ni el granizo que destroza los frutos. Por el contrario, habrá una gran paz por toda la tierra y un rey será amigo de otro rey hasta el fin de los tiempos, y el Inmortal en el cielo estrellado hará que se cumpla una ley común para los hombres por toda la tierra», es decir, todos los hombres se harán buenos al final de los tiempos y todos se salvarán. En 1 Henoc 48,4 se dice que “ese hijo de hombre (= Henoc, como juez final)” será la luz de los gentiles extraviados por los malos espíritus que los apartaron de Dios. Esa tarea será también la de todo Israel que tiene la función en época mesiánica de reconducir a los gentiles al recto camino como un faro potente que ofrece la luz a un mar en tinieblas. Como afirman una vez más Oráculos Sibilinos 3,194-195: «Entonces el pueblo del gran Dios de nuevo será fuerte y será el que guíe a la vida (verdadera, concedida por Dios) a todos los mortales». Una manera que tiene Dios de revelarse es manifestarse en el curso de la historia. Es esta una idea típica ya de la Biblia hebrea: Dios se revela en lo que ocurre en el devenir humano, especialmente en el de su pueblo elegido, como hemos dicho, por tanto en la historia concreta de Israel. Esta noción queda subrayada aún más en los Apócrifos del Antiguo Testamento. En realidad, la historia no es más que el desarrollo de unos acontecimientos prefijados por Dios en las “tablas celestiales” (especialmente nombradas en el libro de los Jubileos, o “Pequeño Génesis”), en donde están consignados todos los hechos de los hombres, los buenos y los malos. Existe, pues un determinismo divino, según los Apócrifos del Antiguo Testamento: todo lo que acaece en el mundo está predeterminado por Dios y todo se encamina a la victoria de Dios sobre sus enemigos y sobre los de su pueblo, Israel, naturalmente. La última etapa del mundo, el final de este universo, será la de la salvación definitiva de su pueblo: la historia, que empezó en un paraíso, terminará en un paraíso para el pueblo fiel. Aunque la concepción del tiempo es muy lineal tanto en los Apócrifos como en la Biblia hebrea, hay también una cierta circularidad en la historia: el final será como el principio. Hubo un paraíso; luego el mundo presente, caótico después del pecado de Adán, será aniquilado y será creado un nuevo cielo y una tierra nueva (el nuevo paraíso) para que vivan en ellos los fieles a Yahvé… ¡y solo ellos! Es notable, sin embargo, que el Dios de los Apócrifos veterotestamentarios, más trascendente y lejano que el de la Biblia hebrea, es a la vez más cercano, tanto que es un Dios cuya esencia es salvar a quienes lo aman, arrancándolos de la pésima situación creada por el lapso de Adán. Hablaremos luego de que Dios es ante todo padre. Pero curiosamente la predeterminación divina convive en los Apócrifos con la libertad individual del hombre para decidir la propia historia individual de salvación o condenación, aunque sin poder interferir en el curso de la historia general mundana, regida en exclusiva por el Dios trascendente. El ser humano no puede cambiar el devenir de los acontecimientos, que hacen pensar en una idea judía como la del Hado griego, Fatum, Hado, esa fuerza inflexible que preside la vida humana sin dejar apenas espacio para la libertad. En realidad nos topamos de nuevo con un pensamiento contradictorio, porque los acontecimientos en la tierra no se hacen solos, sino que los realizan los humanos. Saludos cordiales de Antonio Piñero www.antoniopinero.com
Martes, 20 de Agosto 2024
NotasEscribe Antonio Piñero El tema ha sido bien tratado ya por mi colega Julio Trebolle, catedrático de hebreo, también emérito, de la Universidad Complutense de Madrid, en un libro editado por mí y en El Almendro / reimpreso por Herder Barcelona, titulado “Los libros sagrados de las grandes religiones” en 2007. Sin embargo, para el público no profesional el capítulo, realizado por Trebolle por encargo expreso mío, tiene muchos párrafos ininteligibles. Por ello mi tarea es básicamente resumir y explicarlo bien, y aclararles el contenido de ese capítulo largo y lleno de tecnicismos, que no se entiende fácilmente. Añadiré suficientes ideas mías, aunque sin la necesidad de indicarlas expresamente. Es claro que las grandes religiones llegaron a ser universales entre otras razones por disponer de libros sagrados que constituían un fundamento básico de las mismas. El judaísmo, como modernamente lo describen los estudiosos sobre todo Daniel Boyarin, eminente rabino, no es considerado hoy una religión, sino un mero culto a Dios que cumple ciertas reglas prescritas por una ley. Pero en la Antigüedad la inmensa mayoría de los judíos veían al judaísmo como una religión y su libro, la Biblia hebrea, era para ese judaísmo lo más sagrado de lo sagrado. El canon de escrituras sagradas y sobre todo su interpretación eran instrumentos básicas para distinguir lo sagrado de lo profano, lo puro de lo impuro y como en ese canon estaba principalmente la Ley, la Escritura era norma de vida. Es, pues claro, que el canon –al establecer cuáles son los libros revelados e inspirados– señala el cauce por el que discurre la corriente central de la religión judía… y de la cristiana también, naturalmente. Lo apócrifo, lo que es externo al canon (lo explicaré) carece de valor normativo y desborda los márgenes entre los que se mueve la corriente central de la religión. El proceso de formación de los cánones hebreo y cristiano del Antiguo Testamento (en terminología cristiana) corre parejo con el del judaísmo y del cristianismo, por lo que la historia de los cánones respectivos es también la de estas religiones. El proceso de constitución del canon bíblico judío en los dos / tres primeros siglos de su historia responde a un propósito de formación de la identidad e integración interna del judaísmo, al igual que la formación del canon cristiano responde a la necesidad de consolidar las doctrinas e instituciones del cristianismo, y con ello su identidad. Así pues, preguntarse por un canon significa formular cuestiones como las que siguen: 1. Cuándo y cómo se formaron los libros que lo componen. 2. Qué impulsos religiosos y culturales-sociológicos, de política eclesiástica, dieron lugar a la constitución de ese canon. 3. Qué relación existe entre los libros canónicos y la literatura extracanónica. En nuestro caso se incluye la cuestión sobre cómo no solo el canon sino también los escritos excluidos influyen en una secta judía del siglo I de la era común, ya que eso fue el cristianismo en sus comienzos. Y una última observación muy importante: ni los judíos “normales”, no creyentes en Jesús como mesías, ni los judeocristianos que sí creyeron en Jesús, judeocristianos que seguían admitiendo como Sagrada Escritura la Biblia hebrea dejaron ni un solo documento sobre cómo ni cuándo se formó el canon de la Biblia hebrea, ni cómo los judeocristianos lo aceptaron, aunque añadiéndole algunos libros más. No hay documento alguno estrictamente tal. Ni uno solo. Y como no hay documentos expresos, el investigador, como un buen detective, actúa por los indicios o pistas dejados allá o acá tanto en los escritos que acabarían siendo canónicos como en los rechazados y en los textos de los autores, judíos o cristianos que los citan. Respecto al canon de la Biblia hebrea: hasta la segunda mitad del siglo XX se investigaban casi exclusivamente las indicaciones dejadas en ocasiones diversas por los escritos rabínicos más o menos desde inicios del siglo III (hacia el 200-220) en adelante; también la información suministrada por antiguas listas canónicas, las citas patrísticas del Antiguo Testamento como Escritura canónica, y sobre todo citas rabínicas de la Biblia hebrea, como Escritura sagrada igualmente. A partir de 1950 hasta hoy el panorama cambia porque los estudiosos han caído en la cuenta de que hay que estudiar no solo las citas, sino también las características de los rollos o códices antiguos que contienen la Biblia, ya que indican qué se copiaba y qué no como sagrado. A esto se añade algo importantísimo: a partir de 1947 se fueron descubriendo los manuscritos del mar Muerto, los cuales –como creo que ustedes saben– proporcionaron unos 800 manuscritos hasta el momento desconocidos, o poco conocidos, de textos judíos escritos en hebreo, arameo desde el siglo II antes de Cristo. Y lo que es muy importante: entre esos 800 manuscritos había unos 200 manuscritos que son copias de textos bíblicos, más o menos un 25 % de lo encontrado. Y si se copiaban esos textos bíblicos era porque se trataba de libros que desde el siglo II a. C. al menos eran considerados si no canónicos, sí al menos Escritura sagrada. Qumrán desempeñará, pues, un papel importante en esta clase. Por consiguiente: las pistas para indagar el origen del canon judío de la Biblia hebrea se halla en textos antiguos, como los de Qumrán, considerados “Escritura sagrada” aunque aún no se hubiera formado ninguna lista estricta de qué libros debían considerarse como tales. El canon es un proceso que llevó su tiempo. Adelanto ya que no hay canon judío totalmente consolidado hasta el año 220 / 250 d. C. más o menos. Esbocemos ahora una breve historia del lento desarrollo de la idea de canon de Escrituras de la Biblia hebrea. Es bien sabido que el primer indicio de que ciertas leyes de Israel eran sagradas es la noticia de que en el reinado de Josías se encontró por casualidad en un muro, al hacer obras en el templo, un “cierto libro de una Ley” (probablemente el inicio del futuro Deuteronomio) ley sagrada para Israel. Y según parece en ese mismo tiempo se inicia la primera redacción de Josué, Jueces, Samuel y Reyes. En mi opinión este hecho nos ofrece la primera pista: cuando se componen esos libros, sobre todo el de la Ley, comienza el sentimiento, o idea, de que esos libros son sagrados para el pueblo: para su gobierno espiritual y material y para consolidar su identidad. En la época que siguió al exilio de Babilonia, a partir del siglo V a. C. sobre todo se pusieron los cimientos de lo que había de ser el judaísmo de las épocas persa y helenística, los cuales, a su vez son la base del judaísmo rabínico y este judaísmo, evolucionado, es el padre del judaísmo moderno. Al morir en el 515 a. C, el último rey davídida, Zorobabel, la monarquía y sus instituciones desaparecen. Entonces el Templo se convirtió en el centro de la vida social y religiosa y en el símbolo de nuevas esperanzas que abrían el horizonte a una espera por un mundo mejor para Israel. Fue una época caracterizada por el pluralismo de corrientes y de escuelas teológicas, que son llamadas técnicamente deuteronomista (que preparan la redacción final del Deuteronomio, la de los cronista (que ultiman el libro de la historia de los reyes de Israel y Judá), y la escuela sapiencial (la que recoge dichos, proverbios, tanto de Israel como de los pueblos vecinos, para el buen gobierno de la vida y sobre todo salmos) y sobre todo nace la corriente apocalíptica, que nos interesa especialmente, porque es la que más influirá en el judeocristianismo y luego en el cristianismo a secas con numerosos cruces entre ellas. Un movimiento de integración de todas estas corrientes entre los piadosos (los hasidim) inició un proceso tendente a reconocer especial autoridad a determinados libros y no a otros. Este movimiento integrador entroncó la profecía en la Torá (la “Ley”) y empezó a pensar en un conjunto sagrado denominado (“Ley y Profetas”), mientras que la historiografía de los cronistas recobraba el papel de la monarquía davídica, que sabían ya extinta, bajo una perspectiva más cultual que política, y la piedad tradicional expresada en los salmos contribuía a iniciar una tercera categoría de libros sagrados (“Salmos” y, más tarde, los otros “Escritos). Así pues entre el pueblo empezó a tenerse veneración por tres grupos de escritos: Ley – Profetas – Otros escritos, en especial los Salmos. Ante todo por los dos primeros como veremos Este proceso más serio aún que los anteriores de considerar sagrados ciertos libros se puede situar probablemente a mediados del siglo V a.C., unos 75 años después de la muerte de Zorobabel, en relación con la actuación de Nehemías –como delegado judío de Artajerjes II, rey de Persia, para gobernar una parte de su imperio que era Israel– que tuvo lugar en los años 444-432. Por entonces los textos deuteronómicos y sacerdotales del Pentateuco gozaban ya del carácter de normas reconocidas. En torno al 400 a. C. el Pentateuco adquirió forma en sus cinco libros: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. Por la misma época se conformó definitivamente la colección de libros históricos ya mencionados: Josué, Jueces, Samuel y Reyes, así como la de libros proféticos: los tres libros de Isaías, los doce de Profetas menores y los de Jeremías y Ezequiel. Pero ¡ojo! no se entienda este proceso llevado a cabo en la época del dominio persa sobre Israel como un verdadero proceso de formación de un canon de Escrituras. Se trataba más bien de un progresivo reconocimiento de la especial autoridad religiosa sobre el pueblo israelita de determinados libros considerados especialmente revelados o especialmente inspirados. Más tarde, pasados unos doscientos años, hacia los comienzos del siglo II a. C. se observa que se había hecho más común la idea –con más firmeza aún que en el 400– de que ciertos libros eran sagrados porque se sentían que formaban una base de referencia para la fe y la práctica judía. Lo sabemos por la composición hacia el 190 a.C., del libro del Eclesiástico 39,1 (o Ben Sira para no confundirlo con el Eclesiastés, también llamado Qohelet, que suele traducirse como “predicador”, pero que quizás no sea del todo correcto, sino como miembro de una “asamblea” qahal /ekklesía / ekklesiastés, 39,1, a no se ser que se entienda como “predicador” el que habla en una asamblea) repito, el libro del Eclesiástico hace referencia a ya “la Ley del Altísimo”, a “la sabiduría de los antiguos”, y “las profecías”, lo que pudiera quizás apuntar ya a un canon y con una estructura claramente tripartita del canon: “Ley / Profetas / Libros sapienciales”. Sin embargo, la expresión “la sabiduría de los antiguos” puede no hacer referencia a los Escritos que integran la tercera parte del canon actual, sino a la literatura sapiencial de Israel e incluso a la de los pueblos de la Antigüedad. El segundo libro de Macabeos, compuesto en torno al 125 a. C., menciona “la Ley” y seguidamente “los libros acerca de los reyes y los profetas, los de David, y cartas reales sobre ofrendas” (2,2-3.13-14). La expresión “los de David” se refiere probablemente al libro de Salmos, que puede o no representar aquí a la colección entera de la tercera parte de la Biblia hebrea actual, los “Escritos”. Los “libros acerca de los reyes y los profetas” pudieran ser los de Samuel y Reyes, y posiblemente también los de Crónicas, Esdras y Nehemías. Este pasaje parece reflejar quizás no a una división una división tripartita, de la que hemos hablado hasta este momento, sino bipartita del canon: “la Ley y los Profetas” (15,9), ya que la designación ley y profetas podría aludir simplemente a la historia antigua de Israel contenida en el Pentateuco y en los libros históricos que hablan también de profetas. Y ahora vayamos al cambio que supuso el descubrimiento de los libros de Qumrán, los cuales ofrecen información más directa y detallada sobre la historia de los libros bíblicos en el siguiente período que se va acercando al siglo de Jesús. Entre esos 200 manuscritos bíblicos se ha conservado al menos una copia, o grandes fragmentos, de todos los libros de la Biblia hebrea, excepto de Esdras y Nehemías, como también de otros libros que más tarde pasaron a formar parte de la Biblia cristiana o bien de una tradición que recoge el cristianismo (así, Eclesiástico, Tobías, Jubileos, 1 Henoc y Carta de Jeremías). Los libros más copiados en Qumrán son los Salmos (37 ejemplares en el conjunto de las cuevas), Deuteronomio (32) e Isaías (22), que son precisamente en los más citados en los textos judíos de la época, como también en el Nuevo Testamento, como sabéis ya, un conjunto totalmente judío. Señala el Prof. Trebolle que el texto de Qumrán denominado “Carta haláquica” o Miqsat maasé ha-Torah = “Algunas obras de la Torá” (4QMMT), de mediados del s. II a.C., hace referencia explícita al “libro de Moisés” y menciona también de modo neto “las palabras de los profetas” a las que se añaden las palabras “de David”. Esto último puede entenderse de dos maneras. Una: Como David era considerado también un profeta, podría hablarse de que ya se estaba pensado al menos en unas Escrituras Sagradas divididas en dos partes, y que los salmos parecen ser considerados aquí como palabras proféticas. Otra: que la palabras de David sean los salmos y que fuera una categoría distinta de escritos: entonces las Sagradas Escrituras estarían divididas en tres partes: Ley-Profetas- Salmos. Muchos estudiosos opinan que lo más probable es la primera manera, a pesar de ciertas insinuaciones: se trata de una división bipartita, y no de tres partes bien diferenciadas. Quizás lo que el manuscrito 4QMMT parece conocer fuera es división bipartita de una especie de canon incipiente, pues en otros lugares se repite: “[Y está escrito en el libro de] Moisés y en [las palabras de los profe]tas que...”. Lo mismo pude decirse de la Regla de la Comunidad que hace referencia a “Moisés y sus siervos los profetas” (1QS 1,2-3 y 8,15-16). Y el Documento de Damasco, el cual habla igualmente de “los libros de la ley” y “los libros de los profetas” (7,15-16). Todas estas obras fueron escritas probablemente unos cien años antes del nacimiento de Jesús. Pero, ¡ojo! nunca dicen que se trata ya de un canon oficial dictado por alguna institución, sino que son libros supersagrados. El libro 4 Macabeos, que es un apócrifo, compuesto posiblemente en torno al 40 d.C., ciertamente antes de la Guerra judía, habla asimismo de “la Ley y los profetas” (18,10), expresión que aparece con frecuencia en el Nuevo Testamento, otro libro totalmente judío: Mateo 5,17; 7,12; 22,40; Lucas 16,16.29.31; Juan 1,45; Hechos 13,15; 28,23 y Romanos 3,21. El evangelio de Lucas recoge en 24,27 la expresión “Moisés y todos los profetas”, pero poco más adelante conoce otra más extensa, “la ley de Moisés, los profetas, y los salmos” (24,44). No hablo de Filón de Alejandría, contemporáneo casi estricto de Pablo de Tarso, porque sus citas bíblicas se ciñen casi exclusivamente al Pentateuco, pero tampoco habla de canon estricto, sino que se fija en la Ley. Y así llegamos a un testimonio importante para lo que nos interesa, el de Flavio Josefo que escribe unos 60 años después de la muerte de Jesús. En su defensa acérrima del judaísmo como pueblo y como religión, contra uno de sus denigradores, un tal Apión –un egipcio muy helenizado, al que le molestaba que la comunidad de judíos de Alejandría fuera muy numerosa y que gozara de privilegios, como estar exentos de prestaciones militares– encontramos ya una suerte de canon bíblico (aunque tampoco emplea esa palabra, y creo equivocarme, pues no la encuentro en el índice de Josefo de Louis Feldmann). Pero de hecho Josefo está hablando de una especie de canon aunque hable de “Escrituras compuestas de 22 libros”, clasificados en tres secciones: la primera, los cinco libros de Moisés; la segunda por 13 libros escritos por los profetas y la tercera por “los cuatro libros restantes”, que podrían ser los de Salmos, Cantar de los Cantares, Proverbios y Qohelet. Y en otra obra (escrita hacia el 95 d. C., las Antigüedades judías, X 35) menciona el libro de Isaías y “también otros, en número de doce”, quizás los doce Profetas Menores. Así pues, los testimonios anteriores pueden apoyar la opinión según la cual, a inicios del siglo II a.C., existía ya una cierta idea de unas Escrituras sagradas, ya fueran divididas en dos partes (muy probable) o quizás en tres (menos probable) y se empieza a notar también que otras obras, ante todo los Salmos (repito: ¡37 copias en los manuscritos de Qumrán!), tienen ya una autoridad sagrada. Pero ciertamente lo básico eran “La Ley y los Profetas”, aunque Flavio Josefo, unos 60 años después de Jesús, este hablando de una suerte canon tripartito, poco claro aún: “Ley-Profetas- y Escritos (cuatro solo). Seguiremos, deo favente, la próxima senana Saludos cordiales de Antonio Piñero www.antoniopinero.com
Martes, 13 de Agosto 2024
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Editado por
Antonio Piñero
Licenciado en Filosofía Pura, Filología Clásica y Filología Bíblica Trilingüe, Doctor en Filología Clásica, Catedrático de Filología Griega, especialidad Lengua y Literatura del cristianismo primitivo, Antonio Piñero es asimismo autor de unos veinticinco libros y ensayos, entre ellos: “Orígenes del cristianismo”, “El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos”, “Biblia y Helenismos”, “Guía para entender el Nuevo Testamento”, “Cristianismos derrotados”, “Jesús y las mujeres”. Es también editor de textos antiguos: Apócrifos del Antiguo Testamento, Biblioteca copto gnóstica de Nag Hammadi y Apócrifos del Nuevo Testamento.
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