Quizá, este poemario de Javier Codesal (Sabiñánigo, Huesca, 1958) pueda leerse de principio a fin bajo ese mismo rasgo que traza el título: “Un eclipse no se elige” (Amargord Ediciones. Colección Transatlántica, 2018). Un gesto en la oscuridad, a ciegas, en un amanecer que en “incierto sentido”, dirá el poema, puede ser un final más que un comienzo.
Se trataría además de la imposibilidad para distinguir con precisión entre las cosas, que quedan igualadas, unas a otras, por ese velo ensombrecedor, interpuesto entre el yo y el mundo y que, tal como ocurre en la poesía misma, se tiende a la vez que se escabulle. Todo es sombra: de los márgenes de una surge otra más difuminada, más débil, menos oscura. De mayor a menor sombra. Hasta que la sombra misma tintinea con pequeñas siluetas que despiertan la posibilidad de volver a ser luz. “Pase noche sobre córnea blanca / luminaria para lectores”.
Javier Codesal es considerado, además de un exquisito poeta, uno de los pioneros del videoarte en nuestro país. Formas diversas desde donde acercarse a esta concepción entre la luz y la sombra, su valor cambiante, inestable. El arte como ese grito inarticulado que, recordando a Hermes Trismegisto, sería la voz de la luz.
En esta misma dirección, podemos añadir que hay, en diferentes momentos, a lo largo de este libro, algo así como un pacto entre la luz y la sombra en el que la primera devora lo que la segunda no ha cubierto. Así, todo lo que va a quedar es destello, deslumbre. Pero mientras la luz devora, hay un comienzo. “Leo mi causa en el destello / del paso de la imagen”. Y hay además algo que es necesario esconder. “¿Es que iban a desbocarse / entre la oscuridad / de las butacas?”
El mismo movimiento que trae la luz va a traer el tiempo. Se trata también de un tiempo que no es continuo, que está recortado como el límite de las sombras del eclipse, quizá ni siquiera manifieste su duración, sino que es más bien aparición, penetración de las partes, despunte de un relato que no se puede recorrer pero que, de una u otra forma, va surgiendo, se abre al acontecimiento, se señala el momento desde donde pasan las cosas.
El tiempo aparece en el yo. Entonces, vemos, por ejemplo que se dio la infancia y se dio la infancia con un padre pero nada de eso ha pasado del todo. Y así con las demás cosas de la vida, que parece lanzar su memoria hacia un lugar donde no se ha estado todavía.
“Mientras grano a grano se deposita el futuro
y mezclados con más polvo fingen
un estrato para el sonado fósil
¿adónde caerá la mirada
ahora lanzada tan fácilmente?”
Se trataría además de la imposibilidad para distinguir con precisión entre las cosas, que quedan igualadas, unas a otras, por ese velo ensombrecedor, interpuesto entre el yo y el mundo y que, tal como ocurre en la poesía misma, se tiende a la vez que se escabulle. Todo es sombra: de los márgenes de una surge otra más difuminada, más débil, menos oscura. De mayor a menor sombra. Hasta que la sombra misma tintinea con pequeñas siluetas que despiertan la posibilidad de volver a ser luz. “Pase noche sobre córnea blanca / luminaria para lectores”.
Javier Codesal es considerado, además de un exquisito poeta, uno de los pioneros del videoarte en nuestro país. Formas diversas desde donde acercarse a esta concepción entre la luz y la sombra, su valor cambiante, inestable. El arte como ese grito inarticulado que, recordando a Hermes Trismegisto, sería la voz de la luz.
En esta misma dirección, podemos añadir que hay, en diferentes momentos, a lo largo de este libro, algo así como un pacto entre la luz y la sombra en el que la primera devora lo que la segunda no ha cubierto. Así, todo lo que va a quedar es destello, deslumbre. Pero mientras la luz devora, hay un comienzo. “Leo mi causa en el destello / del paso de la imagen”. Y hay además algo que es necesario esconder. “¿Es que iban a desbocarse / entre la oscuridad / de las butacas?”
El mismo movimiento que trae la luz va a traer el tiempo. Se trata también de un tiempo que no es continuo, que está recortado como el límite de las sombras del eclipse, quizá ni siquiera manifieste su duración, sino que es más bien aparición, penetración de las partes, despunte de un relato que no se puede recorrer pero que, de una u otra forma, va surgiendo, se abre al acontecimiento, se señala el momento desde donde pasan las cosas.
El tiempo aparece en el yo. Entonces, vemos, por ejemplo que se dio la infancia y se dio la infancia con un padre pero nada de eso ha pasado del todo. Y así con las demás cosas de la vida, que parece lanzar su memoria hacia un lugar donde no se ha estado todavía.
“Mientras grano a grano se deposita el futuro
y mezclados con más polvo fingen
un estrato para el sonado fósil
¿adónde caerá la mirada
ahora lanzada tan fácilmente?”
Entre la casa y el cuerpo
Podemos leer en estas páginas una visión del cuerpo como algo perteneciente a lo desencajado, eso que por sí mismo está fuera de quicio, hasta que la palabra construye su lugar, que es cautiverio, su renuncia o sumisión.
Así, la lengua, lo legible, ofrece un comienzo, añade algo a lo que hay, pero a su vez, al hacerlo, los mismos conductos del sentido, digamos, del aire, se vuelven asfixiantes. “Esa cosa exorbitante que hace inducir el alma bajo el cuerpo”, decía Barthes sobre el aire.
“Un cuerpo encaja en su nombre / cuando acepta el cautiverio / voz labrada por obreros dóciles”. Y así, quizá sea necesario un sacrificio en el altar que te prepara para ser, ser hombre, entrar en los sentidos de la virilidad agarrado al deseo de la escapada. “Preparo la huida que cada hombre / consagra a la hombría / y su particular renuncia”. Y al mismo tiempo afirmamos que si en la palabra está el cautiverio, la huida está en el lenguaje, es lo que se cede, lo inconcebible.
Hay aquí una experiencia del límite que se da en distintas apariencias y en todas las fronteras; en el cambio, en aquello que va a ser o está a punto de dejar de ser. Dice Rosa Beneitez en la presentación del poemario de Codesal en la librería Enclave, en Madrid: “Y en esta tarea, la de tomar consciencia de la fisicidad, la enfermedad se vuelve una circunstancia fundamental, porque es la que logra poner en primer plano la materialidad: sólo cuando algo no funciona bien somos capaces de advertir su presencia. O cuando la experiencia se hace límite, como en el sexo. Incluso cuando asoma la limitación de la experiencia, es decir, la muerte.”
“Al compás de un viento iluminador
sombra cubriente de obscenidad antes que luz
adquieren nueva naturaleza
la garganta el tenaz oído”
Hay quizá una asociación o una continuidad entre la casa y el cuerpo, el cuerpo próximo, amado. Huecos que nos reciben, oquedades que nos contienen completamente o por las partes que nos significan, aunque no siempre estemos ahí, en ese cuerpo otro, y no siempre busquemos nuestra propia huella.
“En la mano tendida / ningún rasgo // de aquella donde la mía / cupo entera // en otros casos / requiero su vacío”. No siempre nos encontramos dentro de esa casa o ese cuerpo que parece esperar nuestro regreso; y tal vez sea ésta, a la que queremos volver, una casa en la que no hemos estado antes. Puede que por eso tampoco todos consiguen el regreso, porque aún tienen que ir. “De vuelta a casa por camino errado. / no pocos irán al terraplén”.
La raíz, el arraigo y el desarraigo de los humanos pertenece al vínculo social pero también al alma de cada uno. Hay momentos en Un eclipse no se elige en los que esas raíces aparecen como celdas asfixiantes, que llegan a convertirse en una carencia, en una ausencia. No se trata del origen, en el sentido que le da Benjamin, no es aquello que se va haciendo en su pasar. La raíz está retirada, al fondo de un deseo por el que no se sabe a quién pedir cuentas. A quién preguntar cuando la memoria se ha cobijado en aquello que pasó.
“Deseo concluir ya esta tarea
aunque me sobrevenga otra peor
como bajar al apretado sótano
para sellarlo a fuego”
Así dice Olvido García Valdés al final de este poemario: “En el libro se oye una textura-voz que se deshila y fluye, y que en tal fluir alcanza ‘ciertas partes más oscuras / imagen de la imagen del habla’; no lo liso sino lo rugoso, la arruga de carne y piel, y, al mismo tiempo, ‘tersura de un canto pulido’, forma cinética, canto rodado del río de la vida.”
Podemos leer en estas páginas una visión del cuerpo como algo perteneciente a lo desencajado, eso que por sí mismo está fuera de quicio, hasta que la palabra construye su lugar, que es cautiverio, su renuncia o sumisión.
Así, la lengua, lo legible, ofrece un comienzo, añade algo a lo que hay, pero a su vez, al hacerlo, los mismos conductos del sentido, digamos, del aire, se vuelven asfixiantes. “Esa cosa exorbitante que hace inducir el alma bajo el cuerpo”, decía Barthes sobre el aire.
“Un cuerpo encaja en su nombre / cuando acepta el cautiverio / voz labrada por obreros dóciles”. Y así, quizá sea necesario un sacrificio en el altar que te prepara para ser, ser hombre, entrar en los sentidos de la virilidad agarrado al deseo de la escapada. “Preparo la huida que cada hombre / consagra a la hombría / y su particular renuncia”. Y al mismo tiempo afirmamos que si en la palabra está el cautiverio, la huida está en el lenguaje, es lo que se cede, lo inconcebible.
Hay aquí una experiencia del límite que se da en distintas apariencias y en todas las fronteras; en el cambio, en aquello que va a ser o está a punto de dejar de ser. Dice Rosa Beneitez en la presentación del poemario de Codesal en la librería Enclave, en Madrid: “Y en esta tarea, la de tomar consciencia de la fisicidad, la enfermedad se vuelve una circunstancia fundamental, porque es la que logra poner en primer plano la materialidad: sólo cuando algo no funciona bien somos capaces de advertir su presencia. O cuando la experiencia se hace límite, como en el sexo. Incluso cuando asoma la limitación de la experiencia, es decir, la muerte.”
“Al compás de un viento iluminador
sombra cubriente de obscenidad antes que luz
adquieren nueva naturaleza
la garganta el tenaz oído”
Hay quizá una asociación o una continuidad entre la casa y el cuerpo, el cuerpo próximo, amado. Huecos que nos reciben, oquedades que nos contienen completamente o por las partes que nos significan, aunque no siempre estemos ahí, en ese cuerpo otro, y no siempre busquemos nuestra propia huella.
“En la mano tendida / ningún rasgo // de aquella donde la mía / cupo entera // en otros casos / requiero su vacío”. No siempre nos encontramos dentro de esa casa o ese cuerpo que parece esperar nuestro regreso; y tal vez sea ésta, a la que queremos volver, una casa en la que no hemos estado antes. Puede que por eso tampoco todos consiguen el regreso, porque aún tienen que ir. “De vuelta a casa por camino errado. / no pocos irán al terraplén”.
La raíz, el arraigo y el desarraigo de los humanos pertenece al vínculo social pero también al alma de cada uno. Hay momentos en Un eclipse no se elige en los que esas raíces aparecen como celdas asfixiantes, que llegan a convertirse en una carencia, en una ausencia. No se trata del origen, en el sentido que le da Benjamin, no es aquello que se va haciendo en su pasar. La raíz está retirada, al fondo de un deseo por el que no se sabe a quién pedir cuentas. A quién preguntar cuando la memoria se ha cobijado en aquello que pasó.
“Deseo concluir ya esta tarea
aunque me sobrevenga otra peor
como bajar al apretado sótano
para sellarlo a fuego”
Así dice Olvido García Valdés al final de este poemario: “En el libro se oye una textura-voz que se deshila y fluye, y que en tal fluir alcanza ‘ciertas partes más oscuras / imagen de la imagen del habla’; no lo liso sino lo rugoso, la arruga de carne y piel, y, al mismo tiempo, ‘tersura de un canto pulido’, forma cinética, canto rodado del río de la vida.”