La isla de Manhattan (o península, según qué autores) está estructurada en áreas bastante delimitadas funcionalmente. Al sur está la zona bursátil (famosa Wall Street) y los puertos. Un poco más al norte, se hallan el barrio judío, Little Italy, Chinatown... no hace falta explicar su etimología. Estas zonas son auténticos guetos, hasta extremos de paranoia total; por ejemplo, en Chinatown todos los letreros y carteles están en lengua china (mandarín, imagino); lástima no haber sacado alguna foto, y si hablas en Inglés no te entenderán ni harán esfuerzos para ello, ya que los emigrantes confeccionaron su pequeño bastión en medio del País de las Oportunidades a imagen y semejanza del que procedían.
El centro de Manhattan es la zona comercial y administrativa, por la que se desplazan como un oleaje masas de gente con sus calzados deportivos y sus trajes elegantes a las horas de entrada y salida de las oficinas. Los zapatos a tono con sus trajes los llevan en una bolsa de mano y los sustituyen al llegar a la oficina (detalle reflejado en una película cuyo nombre no retengo, pero las protagonistas eran muy conocidas, entre ellas una Melanie Griffith jovencísima).
En el centro está muy restringido el uso de los automóviles privados y todo el mundo usa el transporte público; no hay espacio para aparcarlo en las calles y hacerlo en un garaje puede costar entre 10 y 20 $ la media hora.
Fue en Manhattan la primera vez que oí hablar del “derecho aéreo”, o edificabilidad teórica asignada a todo solar. Si por alguna razón, el planeamiento urbano le otorga un uso o una protección que no permite su “materialización”, el propietario puede vender sus derechos. La idea no es mala y camina hacia la igualdad de derechos y deberes, aunque luego su aplicación es muy difícil de gestionar. Y es que, cuando se mezcla la cuestión jurídica con el diseño de la ciudad, las cosas se complican hasta convertirse en un rompecabezas... y no sigo porque me salen varios artículos, pero feos y farragosos. No quiero aburrir al personal.
El centro de Manhattan es la zona comercial y administrativa, por la que se desplazan como un oleaje masas de gente con sus calzados deportivos y sus trajes elegantes a las horas de entrada y salida de las oficinas. Los zapatos a tono con sus trajes los llevan en una bolsa de mano y los sustituyen al llegar a la oficina (detalle reflejado en una película cuyo nombre no retengo, pero las protagonistas eran muy conocidas, entre ellas una Melanie Griffith jovencísima).
En el centro está muy restringido el uso de los automóviles privados y todo el mundo usa el transporte público; no hay espacio para aparcarlo en las calles y hacerlo en un garaje puede costar entre 10 y 20 $ la media hora.
Fue en Manhattan la primera vez que oí hablar del “derecho aéreo”, o edificabilidad teórica asignada a todo solar. Si por alguna razón, el planeamiento urbano le otorga un uso o una protección que no permite su “materialización”, el propietario puede vender sus derechos. La idea no es mala y camina hacia la igualdad de derechos y deberes, aunque luego su aplicación es muy difícil de gestionar. Y es que, cuando se mezcla la cuestión jurídica con el diseño de la ciudad, las cosas se complican hasta convertirse en un rompecabezas... y no sigo porque me salen varios artículos, pero feos y farragosos. No quiero aburrir al personal.