Bitácora
Lunes, 26 de Junio 2006
En esta nota trataremos sobre la conciencia pura que, de acuerdo con el pensamiento oriental, subyace a la conciencia cognoscitiva del sujeto. Señalaremos la diferencia básica entre ambas, que tiene que ver con la prevalencia y la supresión de la relación sujeto-objetiva. Trataremos también sobre los aspectos de la conciencia del tiempo asociados a la conciencia pura, caracterizados por la disolución de las categorías pasado, presente y futuro en la noción de Presencia.
1. Conciencia cognoscitiva y conciencia pura
La conciencia cognoscitiva tiene la capacidad de conocer, de correlacionar los hechos observados y sacar conclusiones, y de modificar, en consecuencia, el pensamiento y las acciones. Su condición básica de funcionamiento, que remite a la relación sujeto-objeto, se manifiesta como la base misma de todo nuestro conocimiento, mal llamado subjetivo u objetivo según predomine un elemento u otro de la relación, aunque en ningún caso puede darse la ausencia de alguno de ellos (Lahiry, 2003: 24).
En Occidente esa conciencia cognoscitiva es el vehículo empleado para la búsqueda de conocimiento. Pero, desde el punto de vista del pensamiento oriental, este conocimiento no es sino una limitación impuesta sobre la naturaleza más profunda de la conciencia, como si las representaciones asociadas a la conciencia cognoscitiva (chitta) formasen una red cerrada que velara y ocultase la denominada conciencia pura (Chit).
En referencia al yo cognoscente como centro de la relación sujeto-objetiva, la conciencia es intencional. Para desvelarse como conciencia pura tiene que dejar de serlo, es decir, debe dejar de estar dirigida hacia los objetos y las representaciones, ya sean internas o externas.
Así, una escucha dirigida hacia “algo” es análoga a la conciencia intencional. En este caso la conciencia pura sería la propia escucha sin ese “algo” (objeto) escuchado, la cual por ello poseería la capacidad de escuchar cualquier cosa. En el caso de la escucha dirigida hacia “algo”, la escucha pierde importancia frente a lo escuchado (el objeto de la escucha). En una escucha no dirigida se recupera su importancia. La escucha sin objeto escuchado sería algo así como un puro escuchar.
2. La naturaleza de lo Real
La conciencia pura sin objeto posee una naturaleza propia que se puede aprehender de forma clara al margen de las representaciones, pues éstas son sólo formas de la conciencia intencional sujeto-objetiva, y no pueden existir sin aquélla. La ilustración clásica para comprender esta sutil relación es el ejemplo del oro y las joyas que pueden labrarse con él; ¿podrían existir las joyas en su bella diversidad, si no existiese el oro como su fundamento seguro e invariable? El oro es a las joyas lo que la conciencia pura a las representaciones, y el Yoga Vasishta dice: “Quien no entiende de oro, sólo ve el brazalete. No se da cuenta de que únicamente es oro.” (Ballesteros, 1993: 252)
El mundo de los objetos y de la representación posee, así, “otra cara”, que corresponde a su naturaleza esencial, anterior (en un sentido ontológico) a la actividad representacional de la conciencia cognoscitiva; esa “otra cara” es “el rostro originario” de los textos budistas chinos y japoneses (Lahiry, 2003: 13), y para los hindúes el Testigo ligado a la conciencia pura sin objeto, que corresponde a la “Realidad” al margen de las representaciones de la conciencia cognoscitiva. Nada más alejado del mundo de los objetos relativos a la conciencia sujeto-objetiva y de la “realidad” que se les atribuye.
3. La evidencia de lo Real
En la transición de la conciencia cognoscitiva a la conciencia pura es abolida la naturaleza intencional propia de aquélla, lo que se relaciona con la disolución de la dualidad sujeto-objetiva esencial a dicha naturaleza. Es en este punto en el que la tradición oriental aporta un elemento nuevo o, por lo menos, ignorado por el pensamiento occidental: la práctica unánime de rebasar el carácter intencional de la conciencia sujeto-objetiva con la búsqueda intuitiva de la conciencia pura que, al margen del conocimiento de lo particular, liga y subyace a los diferentes estados de conciencia.
En su forma intencional la conciencia se dirige hacia el objeto. En su estado puro no remite a la diferenciación sujeto-objetiva, sino que consiste en su supresión, por la que se unifican el sujeto cognoscente, el objeto conocido y el proceso del conocimiento. Así, la indagación en la naturaleza profunda de la representación “yo”, que sirve de base a la conciencia cognoscitiva, no requiere añadir conocimiento nuevo, sino adoptar un modo alternativo de “conocer”.
Denotamos tal modo como la evidencia de lo Real. Si bien podemos idear para el mismo cualquier otro nombre, lo importante es el descubrimiento y la práctica de la evidencia de lo Real que subyace a la representación “yo”, sin la mediación de la conciencia cognoscitiva. La evidencia de esa naturaleza profunda del “yo” no puede ser producto de lo que los hindúes llaman antah karana y Kant llamaba razón pura, porque estas operaciones remiten a representaciones dependientes de la idea de “yo”.
4. La transformación de la conciencia
A pesar de ser en esencia indescriptible e impensable, todo el mundo puede alcanzar la evidencia de lo Real. Quien realiza el estado de conciencia pura, siquiera por un instante, realiza la verdad suprema contenida en la solemne afirmación de las Upanishad: “Tat tvam asi” (“Eso” eres tú). Alcanza así la evidencia de la identidad entre âtman, su propio Sí mismo inmutable bajo la representación del yo cognoscente, y Brahman, el Ser.
Es obvio que a nadie le es posible permanecer para siempre en ese estado, que es un estado de conocimiento sin conciencia de lo particular. Quien lo realiza, tarde o temprano “regresa” al mundo habitual de objetos de la conciencia cognoscitiva; pero para él este mundo ya no es como lo conocía, pues ve que “Eso” que ha realizado irradia en todas las cosas. Lo Real que ha evidenciado en el interior lo ve ahora también en el exterior. De hecho, las palabras “interior” y “exterior” pierden su sentido, ya que el ilusorio poder fragmentador del ego (ahamkâra) que le separaba de las cosas se ha debilitado por completo. Para él todo es Uno.
Habiendo transcendido la fase de la diferenciación sujeto-objetiva, se halla establecido ahora en el estado de no diferenciación. “Eso” (lo Real) es el estado de âtman en su unión con Brahman, en el que se produce la unión del sujeto cognoscente y del objeto conocido, que los yoguis llaman yoga. Es el estado que los orientales denominan samadhi, turiya, kaivalya, nirvana, satori, y de otras formas, que sólo son nombres distintos para referirse a la liberación del teatro de sombras ilusorias de la conciencia cognoscitiva.
5. La ilusión de lo real
Esta liberación (moksha), de la que hablan los hindúes, es una liberación de la potencia ilusoria de la conciencia cognoscitiva que nos obliga a ver la realidad alojada en el tiempo. Según hemos señalado, la conciencia sujeto-objetiva se dirige hacia los objetos desde la posición del sujeto. Para el Vedânta, tanto esos objetos como el sujeto que les es relativo son ilusorios; no falsos, sino ilusorios, pues son meras representaciones a las que se atribuye una realidad que no poseen en absoluto.
El problema de fondo es si lo Real (el Ser) puede predicarse de lo que existe en el tiempo y que, por consiguiente no encarna siempre una misma mismidad, o sólo puede predicarse de una entidad omni-inclusiva única, que no está en el tiempo y que, por tanto, es siempre la misma. Este problema se expresa en la doctrina hindú de mâyâ, la cual refleja un punto de vista muy antiguo también del pensamiento occidental.
Instalado en él, nos dice Schopenhauer (2000: 22), Heráclito lamentaba el flujo eterno de las cosas; Platón hablaba de lo que deviene siempre y nunca es; Spinoza, de meros accidentes de la única substancia a la que corresponde el verdadero Ser y la existencia por sí; Kant opuso lo conocido de este modo, como mero fenómeno, a la cosa en sí.
La obra de mâyâ se delata justamente en la forma de este mundo sensible en el que estamos: un hechizo provocado, una apariencia inestable, irreal en sí misma y comparable a la ilusión óptica y al sueño, un velo que envuelve la conciencia humana; algo de lo que es igualmente falso que verdadero decir que es como que no es.
6. Transcender el tiempo: la Presencia
La creencia de que el paradigma entero de la experiencia humana está enraizado en algún tipo de ilusión desconcertante constituye un hilo común que recorre la historia del pensamiento. A partir de esta creencia se afirma que el transcurso del tiempo puede ser controlado, e incluso suspendido, junto con la actividad de la conciencia. Para quienes mantienen este punto de vista, la verdadera realidad (lo Real) transciende el tiempo. Los europeos lo denominan eternidad. Los hindúes lo refieren como moksha y los budistas como nirvana (Davies, 1996: 23).
La transcendencia del tiempo es el objetivo de todas las tradiciones espirituales: la liberación de la fatídica rueda del tiempo que ata el alma a una existencia mortal de ignorancia y sufrimiento, y un asceta avanzado se denomina khalah-athitah (el que ha transcendido el tiempo).
Si despojamos a la conciencia de todo lo relacionado con su proyección intencional hacia el pasado y el futuro, lo que nos queda es una cierta forma de presente. Pero tal “presente” no debe interpretarse como un ahora fugaz (nunc fluens) ubicado en el intersticio entre el pasado y el futuro, sino como una forma de ahora estático (nunc stans) que permanece “siempre presente”, a la que denominamos Presencia. La Presencia se aleja por completo, pues, de la forma proyectiva característica de la conciencia cognoscitiva puesta en juego en la temporalidad del sujeto.
7. Vías de acceso a la Presencia
Los místicos han perfeccionado técnicas meditativas para favorecer las ocasiones que permiten escapar del tiempo y ser Testigo, digámoslo así, de la Presencia de la conciencia pura. Así se describe, a grandes rasgos, una de tales experiencias (Davies, 1996: 25): “La secuencia temporal se transforma en una coexistencia simultánea; la existencia de las cosas una al lado de otra en un estado de interpenetración mutua... un continuo vivo en el que el tiempo y el espacio están integrados.”
Siguiendo, por ejemplo, el camino de la autorrealización, a través del Vedânta Advaita, se aspira a alcanzar la experiencia de una Realidad verdaderamente atemporal, no en el sentido de una duración sin fin, sino como compleción instantánea que no requiere para sí ni un antes ni un después. A tal respecto, se caracteriza la noción de instante (ksana, en sánscrito) como el punto de apoyo para el paso a lo atemporal, en relación con un tipo de iluminación súbita en que se engloba en ese instante todo el devenir pasado y futuro. En el estado de quietud asociado, el individuo deja de ser tal individuo; liberado de los lazos temporales y concentrado en la Presencia del Testigo, reposa en la estabilidad del “in-stante”.
8. La Presencia en el budismo zen
Una aproximación interesante a la noción de Presencia procede de la experiencia del satori en el budismo zen (Suzuki, 2003: cap. 3). El satori es la iluminación (sambodhi) que se opone a la ignorancia (avidyâ). La iluminación consiste en elucidar espiritualmente los hechos de la experiencia, y no en negarlos ni en renunciar a ellos. La luz por medio de la cual el satori ilumina la experiencia también ilumina el mundo de la división y de la diversidad. Este es, precisamente, el significado de la frase budista que afirma que shabetsu (el tiempo, la diferenciación) y byodo (la eternidad, lo que no es tiempo) son lo mismo.
El satori tiene lugar cuando la conciencia alcanza el estado de “un solo pensamiento” (ichinen en japonés y eka ksana en sánscrito). Los eruditos del budismo lo definen como un instante que no contiene ni pasado ni fututo; es decir, en ichinen la eternidad se impone al tiempo o, lo que es lo mismo, el tiempo se sumerge en la eternidad. Cuando eso ocurre hay satori, y el tiempo se reduce a un punto carente de pasado y de futuro que, desde la perspectiva existencial, no es un concepto lógico ni una abstracción, sino algo totalmente vivo y pleno de vitalidad creativa. El satori es la experiencia de este hecho.
Así, cada momento de nuestra vida jalona los pasos de la eternidad. La noción de tiempo sólo es posible en nuestra experiencia de eternidad, y para asir la eternidad la conciencia cognoscitiva (chitta) debe despertar a la conciencia pura (Chit). Ese despertar se da en un instante como un “ahora eterno” o “presente absoluto” (Presencia), un punto fuera del tiempo en el que no hay pasado acechando ni futuro aguardando. La conciencia de quien despierta al satori permanece firmemente anclada en ese instante.
Referencias
Ballesteros, Ernesto, 1993, Kant frente a Shankara, Bhisma, Madrid.
Davies, Paul, 1996, Sobre el tiempo, Crítica, Barcelona.
Lahiry, Banamali, 2003, La búsqueda de la verdad, Olañeta, Palma de Mallorca.
Schopenhauer, Arthur, 2000, El mundo como voluntad y representación, Porrúa, México.
Suzuki, Daisetz T., 2003, Vivir el zen, Kairós, Barcelona.
La conciencia cognoscitiva tiene la capacidad de conocer, de correlacionar los hechos observados y sacar conclusiones, y de modificar, en consecuencia, el pensamiento y las acciones. Su condición básica de funcionamiento, que remite a la relación sujeto-objeto, se manifiesta como la base misma de todo nuestro conocimiento, mal llamado subjetivo u objetivo según predomine un elemento u otro de la relación, aunque en ningún caso puede darse la ausencia de alguno de ellos (Lahiry, 2003: 24).
En Occidente esa conciencia cognoscitiva es el vehículo empleado para la búsqueda de conocimiento. Pero, desde el punto de vista del pensamiento oriental, este conocimiento no es sino una limitación impuesta sobre la naturaleza más profunda de la conciencia, como si las representaciones asociadas a la conciencia cognoscitiva (chitta) formasen una red cerrada que velara y ocultase la denominada conciencia pura (Chit).
En referencia al yo cognoscente como centro de la relación sujeto-objetiva, la conciencia es intencional. Para desvelarse como conciencia pura tiene que dejar de serlo, es decir, debe dejar de estar dirigida hacia los objetos y las representaciones, ya sean internas o externas.
Así, una escucha dirigida hacia “algo” es análoga a la conciencia intencional. En este caso la conciencia pura sería la propia escucha sin ese “algo” (objeto) escuchado, la cual por ello poseería la capacidad de escuchar cualquier cosa. En el caso de la escucha dirigida hacia “algo”, la escucha pierde importancia frente a lo escuchado (el objeto de la escucha). En una escucha no dirigida se recupera su importancia. La escucha sin objeto escuchado sería algo así como un puro escuchar.
2. La naturaleza de lo Real
La conciencia pura sin objeto posee una naturaleza propia que se puede aprehender de forma clara al margen de las representaciones, pues éstas son sólo formas de la conciencia intencional sujeto-objetiva, y no pueden existir sin aquélla. La ilustración clásica para comprender esta sutil relación es el ejemplo del oro y las joyas que pueden labrarse con él; ¿podrían existir las joyas en su bella diversidad, si no existiese el oro como su fundamento seguro e invariable? El oro es a las joyas lo que la conciencia pura a las representaciones, y el Yoga Vasishta dice: “Quien no entiende de oro, sólo ve el brazalete. No se da cuenta de que únicamente es oro.” (Ballesteros, 1993: 252)
El mundo de los objetos y de la representación posee, así, “otra cara”, que corresponde a su naturaleza esencial, anterior (en un sentido ontológico) a la actividad representacional de la conciencia cognoscitiva; esa “otra cara” es “el rostro originario” de los textos budistas chinos y japoneses (Lahiry, 2003: 13), y para los hindúes el Testigo ligado a la conciencia pura sin objeto, que corresponde a la “Realidad” al margen de las representaciones de la conciencia cognoscitiva. Nada más alejado del mundo de los objetos relativos a la conciencia sujeto-objetiva y de la “realidad” que se les atribuye.
3. La evidencia de lo Real
En la transición de la conciencia cognoscitiva a la conciencia pura es abolida la naturaleza intencional propia de aquélla, lo que se relaciona con la disolución de la dualidad sujeto-objetiva esencial a dicha naturaleza. Es en este punto en el que la tradición oriental aporta un elemento nuevo o, por lo menos, ignorado por el pensamiento occidental: la práctica unánime de rebasar el carácter intencional de la conciencia sujeto-objetiva con la búsqueda intuitiva de la conciencia pura que, al margen del conocimiento de lo particular, liga y subyace a los diferentes estados de conciencia.
En su forma intencional la conciencia se dirige hacia el objeto. En su estado puro no remite a la diferenciación sujeto-objetiva, sino que consiste en su supresión, por la que se unifican el sujeto cognoscente, el objeto conocido y el proceso del conocimiento. Así, la indagación en la naturaleza profunda de la representación “yo”, que sirve de base a la conciencia cognoscitiva, no requiere añadir conocimiento nuevo, sino adoptar un modo alternativo de “conocer”.
Denotamos tal modo como la evidencia de lo Real. Si bien podemos idear para el mismo cualquier otro nombre, lo importante es el descubrimiento y la práctica de la evidencia de lo Real que subyace a la representación “yo”, sin la mediación de la conciencia cognoscitiva. La evidencia de esa naturaleza profunda del “yo” no puede ser producto de lo que los hindúes llaman antah karana y Kant llamaba razón pura, porque estas operaciones remiten a representaciones dependientes de la idea de “yo”.
4. La transformación de la conciencia
A pesar de ser en esencia indescriptible e impensable, todo el mundo puede alcanzar la evidencia de lo Real. Quien realiza el estado de conciencia pura, siquiera por un instante, realiza la verdad suprema contenida en la solemne afirmación de las Upanishad: “Tat tvam asi” (“Eso” eres tú). Alcanza así la evidencia de la identidad entre âtman, su propio Sí mismo inmutable bajo la representación del yo cognoscente, y Brahman, el Ser.
Es obvio que a nadie le es posible permanecer para siempre en ese estado, que es un estado de conocimiento sin conciencia de lo particular. Quien lo realiza, tarde o temprano “regresa” al mundo habitual de objetos de la conciencia cognoscitiva; pero para él este mundo ya no es como lo conocía, pues ve que “Eso” que ha realizado irradia en todas las cosas. Lo Real que ha evidenciado en el interior lo ve ahora también en el exterior. De hecho, las palabras “interior” y “exterior” pierden su sentido, ya que el ilusorio poder fragmentador del ego (ahamkâra) que le separaba de las cosas se ha debilitado por completo. Para él todo es Uno.
Habiendo transcendido la fase de la diferenciación sujeto-objetiva, se halla establecido ahora en el estado de no diferenciación. “Eso” (lo Real) es el estado de âtman en su unión con Brahman, en el que se produce la unión del sujeto cognoscente y del objeto conocido, que los yoguis llaman yoga. Es el estado que los orientales denominan samadhi, turiya, kaivalya, nirvana, satori, y de otras formas, que sólo son nombres distintos para referirse a la liberación del teatro de sombras ilusorias de la conciencia cognoscitiva.
5. La ilusión de lo real
Esta liberación (moksha), de la que hablan los hindúes, es una liberación de la potencia ilusoria de la conciencia cognoscitiva que nos obliga a ver la realidad alojada en el tiempo. Según hemos señalado, la conciencia sujeto-objetiva se dirige hacia los objetos desde la posición del sujeto. Para el Vedânta, tanto esos objetos como el sujeto que les es relativo son ilusorios; no falsos, sino ilusorios, pues son meras representaciones a las que se atribuye una realidad que no poseen en absoluto.
El problema de fondo es si lo Real (el Ser) puede predicarse de lo que existe en el tiempo y que, por consiguiente no encarna siempre una misma mismidad, o sólo puede predicarse de una entidad omni-inclusiva única, que no está en el tiempo y que, por tanto, es siempre la misma. Este problema se expresa en la doctrina hindú de mâyâ, la cual refleja un punto de vista muy antiguo también del pensamiento occidental.
Instalado en él, nos dice Schopenhauer (2000: 22), Heráclito lamentaba el flujo eterno de las cosas; Platón hablaba de lo que deviene siempre y nunca es; Spinoza, de meros accidentes de la única substancia a la que corresponde el verdadero Ser y la existencia por sí; Kant opuso lo conocido de este modo, como mero fenómeno, a la cosa en sí.
La obra de mâyâ se delata justamente en la forma de este mundo sensible en el que estamos: un hechizo provocado, una apariencia inestable, irreal en sí misma y comparable a la ilusión óptica y al sueño, un velo que envuelve la conciencia humana; algo de lo que es igualmente falso que verdadero decir que es como que no es.
6. Transcender el tiempo: la Presencia
La creencia de que el paradigma entero de la experiencia humana está enraizado en algún tipo de ilusión desconcertante constituye un hilo común que recorre la historia del pensamiento. A partir de esta creencia se afirma que el transcurso del tiempo puede ser controlado, e incluso suspendido, junto con la actividad de la conciencia. Para quienes mantienen este punto de vista, la verdadera realidad (lo Real) transciende el tiempo. Los europeos lo denominan eternidad. Los hindúes lo refieren como moksha y los budistas como nirvana (Davies, 1996: 23).
La transcendencia del tiempo es el objetivo de todas las tradiciones espirituales: la liberación de la fatídica rueda del tiempo que ata el alma a una existencia mortal de ignorancia y sufrimiento, y un asceta avanzado se denomina khalah-athitah (el que ha transcendido el tiempo).
Si despojamos a la conciencia de todo lo relacionado con su proyección intencional hacia el pasado y el futuro, lo que nos queda es una cierta forma de presente. Pero tal “presente” no debe interpretarse como un ahora fugaz (nunc fluens) ubicado en el intersticio entre el pasado y el futuro, sino como una forma de ahora estático (nunc stans) que permanece “siempre presente”, a la que denominamos Presencia. La Presencia se aleja por completo, pues, de la forma proyectiva característica de la conciencia cognoscitiva puesta en juego en la temporalidad del sujeto.
7. Vías de acceso a la Presencia
Los místicos han perfeccionado técnicas meditativas para favorecer las ocasiones que permiten escapar del tiempo y ser Testigo, digámoslo así, de la Presencia de la conciencia pura. Así se describe, a grandes rasgos, una de tales experiencias (Davies, 1996: 25): “La secuencia temporal se transforma en una coexistencia simultánea; la existencia de las cosas una al lado de otra en un estado de interpenetración mutua... un continuo vivo en el que el tiempo y el espacio están integrados.”
Siguiendo, por ejemplo, el camino de la autorrealización, a través del Vedânta Advaita, se aspira a alcanzar la experiencia de una Realidad verdaderamente atemporal, no en el sentido de una duración sin fin, sino como compleción instantánea que no requiere para sí ni un antes ni un después. A tal respecto, se caracteriza la noción de instante (ksana, en sánscrito) como el punto de apoyo para el paso a lo atemporal, en relación con un tipo de iluminación súbita en que se engloba en ese instante todo el devenir pasado y futuro. En el estado de quietud asociado, el individuo deja de ser tal individuo; liberado de los lazos temporales y concentrado en la Presencia del Testigo, reposa en la estabilidad del “in-stante”.
8. La Presencia en el budismo zen
Una aproximación interesante a la noción de Presencia procede de la experiencia del satori en el budismo zen (Suzuki, 2003: cap. 3). El satori es la iluminación (sambodhi) que se opone a la ignorancia (avidyâ). La iluminación consiste en elucidar espiritualmente los hechos de la experiencia, y no en negarlos ni en renunciar a ellos. La luz por medio de la cual el satori ilumina la experiencia también ilumina el mundo de la división y de la diversidad. Este es, precisamente, el significado de la frase budista que afirma que shabetsu (el tiempo, la diferenciación) y byodo (la eternidad, lo que no es tiempo) son lo mismo.
El satori tiene lugar cuando la conciencia alcanza el estado de “un solo pensamiento” (ichinen en japonés y eka ksana en sánscrito). Los eruditos del budismo lo definen como un instante que no contiene ni pasado ni fututo; es decir, en ichinen la eternidad se impone al tiempo o, lo que es lo mismo, el tiempo se sumerge en la eternidad. Cuando eso ocurre hay satori, y el tiempo se reduce a un punto carente de pasado y de futuro que, desde la perspectiva existencial, no es un concepto lógico ni una abstracción, sino algo totalmente vivo y pleno de vitalidad creativa. El satori es la experiencia de este hecho.
Así, cada momento de nuestra vida jalona los pasos de la eternidad. La noción de tiempo sólo es posible en nuestra experiencia de eternidad, y para asir la eternidad la conciencia cognoscitiva (chitta) debe despertar a la conciencia pura (Chit). Ese despertar se da en un instante como un “ahora eterno” o “presente absoluto” (Presencia), un punto fuera del tiempo en el que no hay pasado acechando ni futuro aguardando. La conciencia de quien despierta al satori permanece firmemente anclada en ese instante.
Referencias
Ballesteros, Ernesto, 1993, Kant frente a Shankara, Bhisma, Madrid.
Davies, Paul, 1996, Sobre el tiempo, Crítica, Barcelona.
Lahiry, Banamali, 2003, La búsqueda de la verdad, Olañeta, Palma de Mallorca.
Schopenhauer, Arthur, 2000, El mundo como voluntad y representación, Porrúa, México.
Suzuki, Daisetz T., 2003, Vivir el zen, Kairós, Barcelona.
Mario Toboso
Redactado por Mario Toboso el Lunes, 26 de Junio 2006 a las 14:15
Editado por
Mario Toboso
Últimos apuntes
Archivo
Enlaces
El tiempo en cuestión
Blog interdisciplinar sobre el tiempo de Tendencias21