Puesto de salud en campamento de refugiados. flickr.com
En estas circunstancias a las que nos enfrentamos, hay que asumir que sobre la cultura occidental, representada por los países denominados desarrollados, pesa la mayor responsabilidad sobre lo que nos acontece a todos.
Sin embargo, las mayores catástrofes las sufren aquellos países que no han gozado de tanto protagonismo ni tienen tanta responsabilidad en lo que sucede: la inmensa mayoría de los pueblos asiáticos, africanos y americanos del centro y sur del planeta, así como las regiones más desfavorecidas de los países desarrollados.
La razón ilustrada y la razón sensible
La racionalidad ilustrada motora de nuestra cultura, eminentemente masculina, tiene dos polos: uno es el que permitió los avances científicos y tecnológicos de los que hoy se gozan, el otro el que ignoró, muchas veces por soberbia, las leyes que posee la Vida.
Esta racionalidad ilustrada ha arrasado, con su expansión y sus ansias de dominio y de control, los recursos propios y los ajenos, sin considerar las consecuencias que eso traería consigo y que hoy podemos medir, por su generación de sufrimiento y de destrucción sobre los seres vivos y los entornos naturales que los acogen.
Se puede argumentar, y es un buen argumento, que la ciencia y la tecnología tienen, gracias al esfuerzo ciego, capacidad para revertir en el presente los efectos no deseados. Así puede ser, pero sólo si a los frutos de la razón ilustrada se le acompaña con la menospreciada o ninguneada razón sensible, aquella que, desde las cualidades de lo femenino, desde los principios de amor, respeto y agradecimiento a la Tierra y a la Vida que ella nutre, nos dota de empatía, cooperación y colaboración con todos y hacia todos.
Esa simbiosis entre la razón ilustrada y la razón sensible generará una interacción nueva, creadora de más vida, que integre a todos los seres humanos y sus culturas, respetando y cuidando este hermoso y generoso hogar que llamamos Tierra y a todos sus habitantes.
Sin embargo, las mayores catástrofes las sufren aquellos países que no han gozado de tanto protagonismo ni tienen tanta responsabilidad en lo que sucede: la inmensa mayoría de los pueblos asiáticos, africanos y americanos del centro y sur del planeta, así como las regiones más desfavorecidas de los países desarrollados.
La razón ilustrada y la razón sensible
La racionalidad ilustrada motora de nuestra cultura, eminentemente masculina, tiene dos polos: uno es el que permitió los avances científicos y tecnológicos de los que hoy se gozan, el otro el que ignoró, muchas veces por soberbia, las leyes que posee la Vida.
Esta racionalidad ilustrada ha arrasado, con su expansión y sus ansias de dominio y de control, los recursos propios y los ajenos, sin considerar las consecuencias que eso traería consigo y que hoy podemos medir, por su generación de sufrimiento y de destrucción sobre los seres vivos y los entornos naturales que los acogen.
Se puede argumentar, y es un buen argumento, que la ciencia y la tecnología tienen, gracias al esfuerzo ciego, capacidad para revertir en el presente los efectos no deseados. Así puede ser, pero sólo si a los frutos de la razón ilustrada se le acompaña con la menospreciada o ninguneada razón sensible, aquella que, desde las cualidades de lo femenino, desde los principios de amor, respeto y agradecimiento a la Tierra y a la Vida que ella nutre, nos dota de empatía, cooperación y colaboración con todos y hacia todos.
Esa simbiosis entre la razón ilustrada y la razón sensible generará una interacción nueva, creadora de más vida, que integre a todos los seres humanos y sus culturas, respetando y cuidando este hermoso y generoso hogar que llamamos Tierra y a todos sus habitantes.
La inercia ante el dolor. jtfb.southcom.mil
El dolor que produce nuestra inercia
La inercia en nuestras conductas apunta al instinto de supervivencia que se vale de aquellas para defenderse de la muerte que le amenaza, sea física, mental o espiritual. La inercia tiende a eternizar, a través de los recuerdos, los usos, costumbres y creencias, comportamientos que fueron adoptados en etapas anteriores de conocimiento.
Pero las inercias se cambian cuando las evidencias en los errores de nuestras conductas se muestran claramente, porque existe una presión externa que nos obliga a ello (sea intelectual, política, diplomática, o incluso violenta) o porque las condiciones económicas, sociales o ambientales, como en nuestro caso, nos lo exige.
Cambiamos, por instinto de supervivencia, cuando percibimos que nuestra integridad está comprometida o, también, cuando deja de tener sentido lo que hacemos al producirse un salto de consciencia: cambiar es, de todas manera, sobrevivir. Pero el cambio no puede ser sólo personal, tiene que ser adoptado colectivamente. Mi supervivencia, la supervivencia de cada uno de nosotros depende del salto cualitativo de la sociedad en la que vivimos.
El proceso en el que nos adentramos no será fácil. Hay que acabar con esas rutinas que nos adormece que nos hacen sentirnos cómodos y pensar que todo está bien mientras no nos meneemos. Para ello, hay que desenmascarar las inercias a través de la información veraz sobre lo que está pasando, por qué y cuáles son las consecuencias que se derivan de ello a corto, medio y largo plazo.
Hay que dejar el individualismo que empequeñece la perspectiva para mirar fuera en otros espacios, en aquellos donde ya no existe ni la capacidad para entender por qué suceden las catástrofes -los espacios de aquellos que hemos llamado desfavorecidos-, volviéndose a culpar a las fuerzas externas, divinas o demoniacas, que son las que han castigado nuestras vidas a causa de “nuestros pecados”. Nosotros somos los que hemos actuado y, como consecuencia, son nuestras acciones las que han producido esos resultados no previstos.
Por todo ello, hay que prepararse y preparar a la sociedad para aprender a enfrentar el dolor que van a causar, también, los cambios a los que estamos obligados. Nuestro instinto de supervivencia unido a la información científica y a la consciencia empática, tiene que servirnos para ello, para aprender a ser flexibles, para reconocer las leyes infringidas y para reconciliarnos con lo que somos y con lo que hemos sido, sabiéndonos empujados hacia una nueva etapa en la que reconozcamos que el otro, los otros y yo somos uno con la naturaleza y con el entorno.
Esta nueva perspectiva nos traerá nuevos conocimientos y el desarrollo de mayores capacidades. De esta manera, el dolor deja de ser considerado un castigo y se convierte en una oportunidad para situarnos en una más alta atalaya. Quizás así se pueda acabar, o aliviar, el dolor del mundo ¡ya!
La inercia en nuestras conductas apunta al instinto de supervivencia que se vale de aquellas para defenderse de la muerte que le amenaza, sea física, mental o espiritual. La inercia tiende a eternizar, a través de los recuerdos, los usos, costumbres y creencias, comportamientos que fueron adoptados en etapas anteriores de conocimiento.
Pero las inercias se cambian cuando las evidencias en los errores de nuestras conductas se muestran claramente, porque existe una presión externa que nos obliga a ello (sea intelectual, política, diplomática, o incluso violenta) o porque las condiciones económicas, sociales o ambientales, como en nuestro caso, nos lo exige.
Cambiamos, por instinto de supervivencia, cuando percibimos que nuestra integridad está comprometida o, también, cuando deja de tener sentido lo que hacemos al producirse un salto de consciencia: cambiar es, de todas manera, sobrevivir. Pero el cambio no puede ser sólo personal, tiene que ser adoptado colectivamente. Mi supervivencia, la supervivencia de cada uno de nosotros depende del salto cualitativo de la sociedad en la que vivimos.
El proceso en el que nos adentramos no será fácil. Hay que acabar con esas rutinas que nos adormece que nos hacen sentirnos cómodos y pensar que todo está bien mientras no nos meneemos. Para ello, hay que desenmascarar las inercias a través de la información veraz sobre lo que está pasando, por qué y cuáles son las consecuencias que se derivan de ello a corto, medio y largo plazo.
Hay que dejar el individualismo que empequeñece la perspectiva para mirar fuera en otros espacios, en aquellos donde ya no existe ni la capacidad para entender por qué suceden las catástrofes -los espacios de aquellos que hemos llamado desfavorecidos-, volviéndose a culpar a las fuerzas externas, divinas o demoniacas, que son las que han castigado nuestras vidas a causa de “nuestros pecados”. Nosotros somos los que hemos actuado y, como consecuencia, son nuestras acciones las que han producido esos resultados no previstos.
Por todo ello, hay que prepararse y preparar a la sociedad para aprender a enfrentar el dolor que van a causar, también, los cambios a los que estamos obligados. Nuestro instinto de supervivencia unido a la información científica y a la consciencia empática, tiene que servirnos para ello, para aprender a ser flexibles, para reconocer las leyes infringidas y para reconciliarnos con lo que somos y con lo que hemos sido, sabiéndonos empujados hacia una nueva etapa en la que reconozcamos que el otro, los otros y yo somos uno con la naturaleza y con el entorno.
Esta nueva perspectiva nos traerá nuevos conocimientos y el desarrollo de mayores capacidades. De esta manera, el dolor deja de ser considerado un castigo y se convierte en una oportunidad para situarnos en una más alta atalaya. Quizás así se pueda acabar, o aliviar, el dolor del mundo ¡ya!