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Hay que posibilitar un nuevo “enlace” entre lo femenino y lo masculino. Un nuevo enlace que ha de renovar los términos del anterior, basándonos en el reconocimiento de las características que define lo femenino y que hacen de éste un factor esencial para que la vida nazca, se nutra, se desarrolle, se expanda y colabore con toda su plenitud a la construcción del Nuevo Mundo.
Un mundo nuevo, una cultura nueva, una sociedad nueva donde predomine el reconocimiento de la diversidad, la empatía hacia los demás seres humanos y hacia el entorno que nos acoge, la cooperación para alcanzar el bienestar mutuo, el respeto a las diferencias que nos enriquece, siendo conscientes de que los vínculos y la dependencia son recursos de la propia vida.
Para ello es preciso recuperar la historia de las mujeres, con todos sus “ropajes”. Aquellos que nos indicaron, en todo momento, cuáles eran las vías para el progreso de la vida, y que fueron olvidados entre el polvo, la decadencia, la intemperie; despreciados como meros adornos por la incomprensión que hasta hoy se ha tenido de su valor determinante.
Las mujeres no han entendido, hasta hoy, que su dolor y sus frustraciones provenían de no haber reconocido, también ellas, cuáles eran sus dotes. La cultura imperante ahogó sus anhelos más íntimos y sin ellos, como luz que guía, se entregó a los destinos que para ellas le tenía reservada la ceguera imperante.
Las niñas, las mujeres, como expresión genuina de lo femenino, sí son diferentes y esa diferencia hay que reconocerla y dejarla florecer porque, si no florece, no habrá primavera humana posible.
La destrucción de los recursos, el agotamiento de la tierra, la desaparición de las especies, la contaminación de las aguas y del aire; las guerras, los conflictos, el hambre, las trágicas muertes de los desfavorecidos, todo, todo es consecuencia de la mirada unilateral que niega la dependencia de lo que se expresa como vida, dependencia que la naturaleza femenina reconoce y representa.
Un mundo nuevo, una cultura nueva, una sociedad nueva donde predomine el reconocimiento de la diversidad, la empatía hacia los demás seres humanos y hacia el entorno que nos acoge, la cooperación para alcanzar el bienestar mutuo, el respeto a las diferencias que nos enriquece, siendo conscientes de que los vínculos y la dependencia son recursos de la propia vida.
Para ello es preciso recuperar la historia de las mujeres, con todos sus “ropajes”. Aquellos que nos indicaron, en todo momento, cuáles eran las vías para el progreso de la vida, y que fueron olvidados entre el polvo, la decadencia, la intemperie; despreciados como meros adornos por la incomprensión que hasta hoy se ha tenido de su valor determinante.
Las mujeres no han entendido, hasta hoy, que su dolor y sus frustraciones provenían de no haber reconocido, también ellas, cuáles eran sus dotes. La cultura imperante ahogó sus anhelos más íntimos y sin ellos, como luz que guía, se entregó a los destinos que para ellas le tenía reservada la ceguera imperante.
Las niñas, las mujeres, como expresión genuina de lo femenino, sí son diferentes y esa diferencia hay que reconocerla y dejarla florecer porque, si no florece, no habrá primavera humana posible.
La destrucción de los recursos, el agotamiento de la tierra, la desaparición de las especies, la contaminación de las aguas y del aire; las guerras, los conflictos, el hambre, las trágicas muertes de los desfavorecidos, todo, todo es consecuencia de la mirada unilateral que niega la dependencia de lo que se expresa como vida, dependencia que la naturaleza femenina reconoce y representa.