Elevemos la mirada. Fuente: pixabay.com
El dolor no es un fin en sí mismo, es un medio que estimula el despertar. Es la manifestación consecuente de nuestro estadio evolutivo y es en este aspecto en donde hemos de ahondar si queremos que el dolor deje de ser la condición necesaria para tomar consciencia de quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde nos dirigimos como especie.
Aceptar el dolor de esa manera, como algo que tiene que ver con el estadio de conciencia alcanzado –paso a paso- hasta hoy por la humanidad, da serenidad para emprender aquellas sendas que nos conducen a la superación de cada circunstancia; sabiduría para comprender y comprendernos como actores participando en la búsqueda de soluciones a los retos; nos induce a la espera, a sabiendas que la complejidad del reto requiere la cooperación de todos; la aceptación de que nuestra temporalidad individual colabora con los objetivos globales, aunque no terminemos de ver la meta a alcanzar. Todos somos necesarios para este fin evolutivo: la superación del dolor como estímulo para nuevas acciones creadoras.
Hoy, quizás más que ayer, buscamos en la huida, en los estímulos exteriores, en el tener… la forma de encarar el riesgo del dolor, creyendo que de esta manera desaparece o se aleja de nuestras vidas individuales. Ahora bien, si negamos que el dolor exista olvidamos, también, nuestra capacidad de sentir, nuestra sensibilidad para captar el mundo que nos rodea y los retos o riesgos que tenemos como especie, convirtiéndonos en seres incapaces de transformar y de superar los problemas y las causas que los originan.
Al dolor hay que encararlo para superarlo. El dolor nos habla de nosotros y de nuestra manera de interaccionar con los otros y con el entorno, por eso hay que aceptarlo, para oír lo que nos indica. No es preciso hacer de él una mística que nos lleva a reproducirlo constantemente y hacer de su presencia una razón para vivir y para eternizarnos.
En las sociedades Judeo-cristianas el dolor ha sido interpretado por las culturas que regían las sociedades de hace más de 2.000 años, culpabilizando al ser humano de ser el origen del sufrimiento. Somos humanos, no culpables y atravesamos una etapa histórica donde el sufrimiento es cada día más atroz, pues todo el saber humano racional nos lleva a la “eficacia de las acciones” sin tener en cuenta los graves efectos que generan, debido a una visión unilateral o parcial de los hechos que se tratan de corregir, tanto si hablamos de enfermedades físicas, de objetivos económicos, de creencias religiosas, de ideologías políticas, de problemas sociales, en circunstancias personales o colectivas.
Por ello, sólo encarando el nivel actual del dolor en este planeta, en cada una de sus manifestaciones y de sus causas, con el ánimo puesto en la superación del mismo, podremos dar con una clave importante para superar los conceptos caducos de una cultura humana que ya está superada. Una cultura cargada de dogmas, de tradiciones, de creencias, de privilegios y de estamentos privilegiados.
Nuestra responsabilidad está en buscar el conocimiento para resolver los desequilibrios, poniendo amor en todo y en todos; empatizando con la naturaleza de los seres y de las cosas; con sentido de respeto y de dignidad hacia el otro y lo otro que nos demandan y nos induce a interactuar. Es preciso que esta búsqueda nos genere sabiduría creadora, que respete los procesos y revitalice la capacidad de manifestación de todo lo existente, como fiel reflejo del Universo vital que nos contiene, al que todo pertenece y cuyas leyes hemos de reconocer y respetar.
En ello nos va la vida presente y la futura de nuestros descendientes. El paso que demos hoy en este sentido servirá para que los que han de venir se encuentren con un horizonte más despejado de la bruma mental que acompañó a sus antecesores.