El arte sacro y la participación en lo perfecto
El estilo propio del arte sacro actual responde a diversos influjos, entre los que destaca la vuelta a los orígenes de la piedad cristiana. El mundo sencillo y profundo de unos fieles que se reúnen para fundar comunidad y crear un clima de oración es plasmado arquitectónicamente en las nuevas iglesias. De ahí que su meta no consista tanto en lograr formas bellas o espacios grandiosos cuanto en ofrecer a la comunidad creyente ámbitos que sean la manifestación luminosa de su vida en unidad y en fe.
El arte sacro auténtico brota en el encuentro del hombre con la grandeza de lo sobrenatural; es inspirado por el sentimiento de asombro ante la sublimidad de lo divino; responde a una plenitud de vida, no al depauperamiento provocado por actitudes reduccionistas alicortas (1). La conmoción moral y religiosa provocada por la hecatombe de la primera guerra mundial suscitó en amplias zonas del cristianismo la vuelta a los orígenes y a la esencia de la piedad cristiana: se ahondó en el espíritu de la liturgia, en el sentido profundo de las formas de piedad popular, en la quintaesencia de la mística cristiana... (2)
Varios arquitectos eminentes, entre los que sobresalen Dominikus Böhm y Rudolf Schwarz, supieron expresar el resultado de esta investigación en formas arquitectónicas nuevas, tan sencillas como innovadoras. En ellas resaltan las características siguientes:
1ª) Esencialismo. Se prescinde de elementos accesorios para resaltar lo esencial de la experiencia religiosa. Para ello se economizan al máximo los medios expresivos y se satura de sentido a los que se movilizan. En una iglesia donde nada sobra resalta la expresividad de la luz, los materiales, las formas, los símbolos...Todo adquiere relieve al hallarse inserto en un espacio de irradiación, que viene a ser como el campo de silencio que arropa a las palabras auténticas. La sobriedad de este estilo no significa en modo alguno un despojo, sino la instauración de ámbitos de recogimiento y elevación. El gran Le Corbusier definió sencillamente su capilla de Ronchamp, hito decisivo del arte sacro contemporáneo, como "una casa para rezar".
El estilo propio del arte sacro actual responde a diversos influjos, entre los que destaca la vuelta a los orígenes de la piedad cristiana. El mundo sencillo y profundo de unos fieles que se reúnen para fundar comunidad y crear un clima de oración es plasmado arquitectónicamente en las nuevas iglesias. De ahí que su meta no consista tanto en lograr formas bellas o espacios grandiosos cuanto en ofrecer a la comunidad creyente ámbitos que sean la manifestación luminosa de su vida en unidad y en fe.
El arte sacro auténtico brota en el encuentro del hombre con la grandeza de lo sobrenatural; es inspirado por el sentimiento de asombro ante la sublimidad de lo divino; responde a una plenitud de vida, no al depauperamiento provocado por actitudes reduccionistas alicortas (1). La conmoción moral y religiosa provocada por la hecatombe de la primera guerra mundial suscitó en amplias zonas del cristianismo la vuelta a los orígenes y a la esencia de la piedad cristiana: se ahondó en el espíritu de la liturgia, en el sentido profundo de las formas de piedad popular, en la quintaesencia de la mística cristiana... (2)
Varios arquitectos eminentes, entre los que sobresalen Dominikus Böhm y Rudolf Schwarz, supieron expresar el resultado de esta investigación en formas arquitectónicas nuevas, tan sencillas como innovadoras. En ellas resaltan las características siguientes:
1ª) Esencialismo. Se prescinde de elementos accesorios para resaltar lo esencial de la experiencia religiosa. Para ello se economizan al máximo los medios expresivos y se satura de sentido a los que se movilizan. En una iglesia donde nada sobra resalta la expresividad de la luz, los materiales, las formas, los símbolos...Todo adquiere relieve al hallarse inserto en un espacio de irradiación, que viene a ser como el campo de silencio que arropa a las palabras auténticas. La sobriedad de este estilo no significa en modo alguno un despojo, sino la instauración de ámbitos de recogimiento y elevación. El gran Le Corbusier definió sencillamente su capilla de Ronchamp, hito decisivo del arte sacro contemporáneo, como "una casa para rezar".
2ª) Sinceridad. El espíritu de retorno a lo originario llevó a valorar los materiales por su capacidad expresiva, no por la cuantía de su coste. De ahí que se los exponga desnudos, sin disfraz, para que muestren luminosamente su modo de ser. Este amor a la verdad de cada material permitió superar la división de los materiales en "nobles" e "innobles" en función de su valor económico, y a considerar como "noble" todo material que se halle bien trabajado y ostente una peculiar expresividad. Desde que Jose Luis Coomonte forjó en su fragua madrileña una custodia de hierro, a la que adornó con incrustaciones de cantos rodados de río, y obtuvo la medalla de oro en el Congreso Mundial de Arte Sacro de Salzburgo en 1950, todo material es considerado como noble si muestra una intensa expresividad. Este cambio del módulo económico de valoración por el módulo de la expresividad supone un ascenso sorprendente a un plano de mayor autenticidad humana.
3ª) Riqueza espiritual. Conviene sobremanera destacar que la sobriedad estilística y la economía de medios encierra valor estético y religioso cuando no responde a mediocridad y pusilanimidad por parte del artista, sino al deseo de conceder a las realidades religiosas todo su relieve, su sentido, su capacidad de atracción. El buen artista se define por su poder de transfigurar lo sensible, cargar las formas de sentido, expresar lo trascendente en lo inmanente, saturar los materiales de contenido espiritual. A medida que ganan en experiencia artística y espiritual, los espíritus verdaderamente creativos adquieren un poder especial para saturar los medios sensibles de poder expresivo. Por eso, en sus años de madurez, nos ofrecen obras de gran sencillez que revelan mundos de profundidad insondable. Recuérdense las últimas composiciones para órgano de Bach, las composiciones del Mozart de la madurez y los últimos cuartetos para cuerda de Beethoven. Este incremento de la capacidad expresiva de los materiales sensibles sólo es posible cuando el artista vive en conexión íntima con las realidades profundas que se expresan en dichos materiales.
4ª) Expresión sensible de lo metasensible. Así transfigurados, los materiales sensibles son capaces de dar expresión viva a las realidades religiosas, precisamente por ser "misteriosas". El "misterio" no ha de ser entendido como una realidad oculta, sino como una realidad extraordinariamente valiosa que se revela claramente como lo que es: algo inaccesible a un tipo de conocimiento que quiere dominarlo racionalmente desde fuera, sin compromiso alguno personal, y accesible ‒en buena medida‒ a quien lo acoge con voluntad de asumir activamente las posibilidades que ofrece. Hoy día se tiende, por fortuna, a ver el misterio más bien como una fuente de riqueza para quien lo asume en su vida que como una realidad enigmática y lejana.
La razón última de la existencia del arte sacro y su perenne fecundidad a través de los siglos radica en el hecho de que el misterio del Dios escondido cobró forma concreta en la figura humana de Jesucristo. La iniciativa en esa encarnación correspondió a Dios Padre. Así, en el arte sacro es el valor del misterio el que tiene la primera y la última palabra. Esa primacía debe sentirse claramente a lo largo de todo el proceso de creación artística y del acto posterior de contemplación. Para ello debe el artista sacro proceder con humildad y convertir los medios expresivos que moviliza en sencillos vehículos de la presencia del misterio. Cuando es total la entrega del artista a esa misión reveladora de lo sacro, sus medios expresivos se vuelven transparentes a las realidades sobrenaturales que en ellos hacen acto de presencia.
El arte sacro bien logrado nos enseña el difícil arte de conjugar la potencia creadora con la escucha reverente de la palabra revelada, e integrar, de este modo, la afirmación de la propia autonomía y la aceptación gozosa de la heteronomía, el respeto y amor a la materia y la adhesión incondicional a las exigencias de la vida en el espíritu.
Coloquio sobre la estética del arte sacro (3)
El espíritu del arte sacro
Luis Aymá: Se dice que la forma arquitectónica basilical que utilizaron los primeros cristianos para construir sus templos en Roma era la más adecuada desde el punto de vista religioso. Pero flota en el aire la pregunta de si es la forma perfecta. Porque, de serlo, no se explicaría bien que ahora se introduzca a menudo la planta centralizada para conseguir que los fieles se hallen más agrupados en torno al altar. Esto me lleva a la conclusión de que no se puede dar primacía a un modelo de planta determinado. Voy a poner un ejemplo. ¿Es más sacro el espacio rococó de la basílica de San Miguel, en Madrid, o el espacio de una planta centralizada de Miguel Fisac o las que configuró Ignacio Vicens, que no tienen un tipo de centralización al estilo del Barroco? Yo creo que hay que aceptar todas las formas. Si no, los vaivenes que sufre la liturgia a lo largo de los años pueden destrozar una iglesia. Al final, se llega a la conclusión de que todo es válido, o casi todo.
Alfonso López Quintás: Es ineludible que toda iglesia encarna la tensión de trascendencia que inspira la vida de sus constructores. La trascendencia religiosa se la puede vivir de formas distintas. Los paleocristianos y los románicos vivían intensamente la trascendencia como algo que está más allá de nosotros pero nos afecta en lo más vivo. Las realidades trascendentes las vivimos ya en esta vida, pero constituyen el objeto primordial de la vida futura, hacia la que nos encaminamos como peregrinos. Recordemos que el estilo románico floreció, sobre todo, en torno al Camino de Santiago; es "El Arte del Camino". Este peregrinar hacia la vida sobrenatural se plasma en la prevalencia de la directriz horizontal sobre la vertical. El arte bizantino subraya todavía más las líneas horizontales, para acelerar el paso de los fieles hacia el altar, lugar por excelencia de presencialización de lo sacro.
Al visitar las iglesias de estilo rococó ‒que a personas identificadas con el espíritu románico les causan cierto malestar debido a su supuesta teatralidad‒, debemos ajustar nuestra forma de mirar a la idea que sus constructores tenían de lo que significa la vida cristiana. También la trascendencia está en ellas presente a través de los chorros de luz blanca que inundan la sala y de la multitud de curvaturas que generan un espectacular dinamismo. Entras en la famosa Iglesia de los Catorce Santos de Baviera. La planta está concebida como una trama de figuras elípticas. Sabemos que la elipse, por constar de dos centros, es una figura muy dinámica, pues cada centro remite al otro incesantemente. Si te adentras en esta iglesia sin conocer la mentalidad rococó, te desconciertas. No encuentras al principio un centro que ordene el espacio. Te ves literalmente descentrado. Los constructores quisieron dinamizar el espacio y sugerir a los fieles el carácter eminentemente activo de la vida del espíritu. Si sabemos "leer" este tipo de espacio, ganamos un peculiar dinamismo interior. ¿De dónde viene este afán dinamizador, que lo pone todo en movimiento mediante el juego de líneas ondulantes? Parece que todos los elementos del templo ‒bancos, barandilla del coro, púlpito, vestidos de los santos... ‒ se hallan agitados por una corriente invisible de aire.
Para penetrar en el sentido de tal movimiento, estudiemos los iconos griegos, y veremos que representan lo divino como un conjunto de realidades móviles, entrelazadas entre sí. El Greco, genial pintor inspirado en la tradición icónica oriental, nos dejó un ejemplo imperecedero en la parte superior de El entierro del Conde de Orgaz. En griego, viento se dice "pneuma". Vida "pneumática" es vida espiritual. Pensemos en el viento de Pentecostés, el Espíritu que pone en marcha la vida de amor e interrelación entre las personas, y entre éstas y Dios. En la obra de El Greco, la parte inferior es estática: en ella resalta el hieratismo no sólo del conde muerto, sino el de los santos que sostienen su cadáver y el de los caballeros castellanos que contemplan la escena. El clérigo vestido de sobrepelliz dirige nuestra mirada hacia el plano superior, en el que se representa una escena celeste en la que todas las figuras se dirigen amorosamente hacia el punto de confluencia que es la Trinidad.
Si aplicamos esta idea de la vida celeste al estilo rococó, comprendemos su sentido profundo y nos reconciliamos con él. Sus creadores no quisieron dar albergue a un conjunto de peregrinos que se dirigen conjuntamente hacia la otra vida, sino a una comunidad de creyentes que se hallan en gracia de Dios, viven en su interior la vida misma del Cielo ‒consistente en amar y ver a Dios‒ y quieren celebrar, unidos, la gran fiesta del paraíso. Una sala rococó es una sala festiva. De ahí su profusión de luz, sus formas leves y graciosas, su tendencia a expresar vitalidad desbordante. ¿Tiene sentido calificar esta concepción de la vida litúrgica de teatral en sentido peyorativo? ¿Contradice nuestra vida piadosa de cristianos? En modo alguno. Según la teología, la vida en gracia es la misma vida que tendremos en el Paraíso, con la diferencia de que aquí la podemos perder porque todavía no hemos sellado, en la muerte, nuestra decisión de conservar la amistad con Dios o perderla. Pero esencialmente es la misma vida.
De aquí se infiere que las diferentes plantas de las iglesias pueden ser adecuadas al ejercicio de la vida cristiana, a condición de que la experiencia de lo trascendente religioso quede debidamente plasmada en el espacio interior de dichos templos. Si un tipo de planta aleja nuestra mirada del altar del sacrificio y nos distrae con elementos secundarios, resulta poco adecuada a los fines religiosos. Se comprende que el ensayo de colocar el altar en medio de una sala redonda no haya tenido éxito, porque los fieles se veían inevitablemente unos a otros y no lograban concentrarse en el misterio. Por eso se han preferido las formas semicirculares.
En el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial encontramos otra manera de representar la trascendencia. La majestad de Dios ‒y, derivadamente, la del monarca‒ resalta en la cúpula. Debajo de ella no debía situarse nadie. El presbiterio, con el altar del sacrificio, se destaca notoriamente respecto al plano en que debían colocarse los fieles laicos. Era un lugar reservado a los reyes y a los clérigos celebrantes. En la nave central, ocupaban sus asientos los nobles, y al final de la nave, en el sotocoro, se apiñaba el pueblo. Se trata de una concepción de la vida distinta a la actual, pues hoy se tiende a subrayar la igualdad de todos los fieles ante Dios. Actualmente, los sacerdotes prefieren estar más cerca de los creyentes y ofician la Misa sobre una sencilla tarima, que realza un poco su figura pero no la aleja.
Debemos contemplar los distintos estilos arquitectónicos con sentido histórico y ver su génesis en cada momento y situación. Hoy día, los arquitectos y los artistas plásticos tienen grandes posibilidades de ser creativos en la configuración del arte sacro. El movimiento de arte sacro contemporáneo surgió ‒como sabemos‒ de un retorno a los orígenes de la piedad cristiana. Teólogos y liturgistas, como Romano Guardini y los monjes benedictinos de María Laach (Alemania), destacaron que lo decisivo en la liturgia es vivir con sencillez la oración comunitaria, que alcanza un grado de expresión intensa en el canto religioso, como bien subrayó San Agustín: “El que canta ora dos veces”. Lo fundamental en los primeros tiempos del Cristianismo fue disponer de lugares donde reunirse para orar y cantar en comunidad. Vivir "eclesialmente" es vivir "comunitariamente". La gran tarea de los constructores de templos no ha de consistir ahora en recrear los grandes estilos tradicionales sino en crear ámbitos de recogimiento y oración. En esos ámbitos, la comunidad debe sentirse unida entre sí y religada al Señor, que se hace presente de modo especial en el altar del sacrificio.
En la segunda mitad del siglo XX, buen número de arquitectos lograron crear espacios muy acogedores, en los cuales se destacan de forma expresiva los lugares que marcan el proceso del creyente hacia Dios: el baptisterio, la sala de la celebración comunitaria, las capillas de la penitencia y del Santísimo, el presbiterio... Éste suele estar bañado por una luz tamizada que deja entrever el sentido del misterio que se realiza en el altar y subraya la fuerza clarificadora de la palabra que se proclama desde el ambón.
Estos ámbitos sacros se caracterizan por su esencialismo y su sencillez. Ningún elemento debe distraer la atención de lo verdaderamente esencial, sino incrementarla. La unión de lo esencial y lo sencillo evita que la parquedad de elementos decorativos y escultóricos sea vista por los fieles como un despojo. Para conseguir este equilibro, se requiere un conocimiento profundo de la quintaesencia de la actividad litúrgica y de la piedad cristiana popular. No conviene prescindir por principio de toda imagen, sobre todo en países inclinados a lo concreto, lo visual y tangible.
Esa sencillez quintaesenciada llevó a valorar sobremanera la expresividad de los materiales, y a concederle primacía sobre la valía económica de los mismos. De ahí se derivó la tendencia a considerar como nobles todos los materiales que se hallen bien trabajados y sean expresivos. Merced a esta alta estima de los materiales, se los suele dejar a la vista, con toda sinceridad, sin alterar su auténtica condición. Así, la madera sencilla aparece como tal, no se la oculta pintándola por ejemplo de mármol.
La capilla de Ronchamp, con sus encofrados vistos, da una impresión a la vez de pobreza económica y de riqueza espiritual. Crea un ambiente propicio a la meditación y la oración. La Basílica Hispanoamericana de la Merced, en Madrid, no fue recubierta de mármol, contra el diseño inicial, porque el material tosco que ahora se halla a la vista responde mejor a la mentalidad austera que inspira el arte sacro contemporáneo. Si tal austeridad va unida con una gran calidad artística y una profunda inspiración religiosa, sirve para crear una atmósfera de sobriedad y esencialidad tales que nos invitan a despojar la vida de fruslerías y consagrarla a lo único válido, que es lo trascendente.
Esta orientación estética permite a los arquitectos convertir un sótano inhabitable en una espléndida capilla para estudiantes universitarios, como sucedió en el “Colegio Mayor Pablo VI" de Madrid. La calidad de los materiales, el juego de la luz, la belleza de las formas... se conjugan para crear un espacio recogido y acogedor, en el que resaltan los elementos esenciales del culto: el altar del sacrificio y el lugar de proclamación de la palabra. No hay formas clásicas que admirar, pero sí un ámbito de convivencia religiosa en el que sentirse invitado a trascender los límites de lo inmediato finito.
En estos espacios sacros no se intenta impresionar al creyente con grandes formas, al modo de los estilos tradicionales. Pero se saca amplio partido a los descubrimientos estéticos de la tradición arquitectónica: la metafísica de la luz que encarnó el gótico, el dinamismo que imprimió el barroco a los materiales, la alegría de vivir que plasmó el rococó... El arte sacro actual concede a los creadores de espacios una gran libertad de acción, pero les exige, para lograr un nivel de excelencia, un amplio repertorio de conocimientos, una aguda sensibilidad y un poder creador sobresaliente.
Joaquín Planell: Yo tenía mis dudas acerca de si el arte abstracto, con su descomposición de la figura, podía servir a un arte que se construye sobre una visión del mundo ligada a la creación de Dios y a la bondad de lo que ha creado y, por consiguiente, al respeto de la figura existente. Eso es un problema que a mí me queda irresuelto…, debido a esa dimensión de profanación de la realidad existente que puede existir, por ejemplo, en el cubismo.
Alfonso López Quintás: Pienso que debemos proceder con mucho cuidado, pues en los últimos tiempos se han cometido ya demasiadas imprudencias. El artista que desea crear arte sacro para el culto ha de tener en cuenta que el templo no es un museo. Recordemos el libro de Romano Guardini Imagen de culto e imagen de devoción (4). Una obra puede ser muy válida para exhibir en un museo y no ser apta para el culto. La prudencia pastoral debe jugar aquí un papel decisivo.
De modo semejante, si se me ocurren unas ideas magníficas pero preveo que van a desconcertar al pueblo al que van dirigidas, por prudencia pastoral debo reservarlas para un público especializado, capaz de entenderlas e incluso matizarlas. Se habla mucho de la atención a los pobres, pero a menudo se procede inconsideradamente con los carentes de cultura y sensibilidad artística a la hora de crear obras para el culto. Conocí a varias personas que dieron la vida, literalmente, por defender a los menesterosos, pero no tenían inconveniente alguno en difundir ideas arriesgadas que la gente poco preparada iba a malinterpretar. «¿No ves que muchos lectores se están desconcertando con lo que escribes y eso perjudica a su vida religiosa?», le advertí a una de ellas. «Pues, si son necios, yo no tengo la culpa», me respondió. «Pero, si estás dando la vida por los que no tienen pan ‒agregué, por mi parte‒, debes ser misericordioso con quienes carecen de cultura suficiente para entender tus ideas y tus propuestas...».
Hemos de ser considerados con las personas que no disponen de la misma sensibilidad artística que nosotros y necesitan apoyar sus creencias y sus prácticas religiosas en un soporte icónico adecuado. Está bien elevar un tanto el nivel de exigencia, para que el pueblo perfeccione poco a poco su mentalidad y su sensibilidad. Pero debemos hacerlo de tal forma que una persona de mediana formación consiga en poco tiempo captar el valor expresivo de los materiales y las formas que se le presentan. Exponer al culto unas imágenes de apóstoles que, para expresar su disponibilidad religiosa, aparecen despojadas de vísceras, perdiendo así toda forma propiamente humana, no parece adecuado. Lo justo sería expresar esa tensión misionera interior a través de una perfecta forma corpórea. Para ello debe el artista transfigurar la materia, no anularla. El cuerpo ha de servir para hacer patente, de forma bella y sugestiva, la consagración del apóstol a su tarea sobrenatural. Todo material expresivo y bien trabajado puede vehicular el ascenso del hombre a la trascendencia. Saber modelar los materiales de tal modo que expresen lo metasensible es la tarea fundamental de los artistas.
Al advertir mi perplejidad ante la figura de un apóstol reducida a cabeza y piernas, su autor me explicó que un apóstol no tiene en realidad sino voz para predicar y piernas para correr en busca de las ovejas perdidas. «Eso ‒le indiqué yo‒ habrá que expresarlo a través de una materia transfigurada. Una buena representación artística debe ser fiel, en alguna manera, a las formas naturales, de modo que, al verlas, capte uno el sentido profundo que tal obra quiere comunicar. El secreto del buen arte no consiste en prescindir de la materia, sino en cargarla de sentido hasta los bordes».
El arte sacro contemporáneo implica una cultura religiosa depurada
4ª) Expresión sensible de lo metasensible. Así transfigurados, los materiales sensibles son capaces de dar expresión viva a las realidades religiosas, precisamente por ser "misteriosas". El "misterio" no ha de ser entendido como una realidad oculta, sino como una realidad extraordinariamente valiosa que se revela claramente como lo que es: algo inaccesible a un tipo de conocimiento que quiere dominarlo racionalmente desde fuera, sin compromiso alguno personal, y accesible ‒en buena medida‒ a quien lo acoge con voluntad de asumir activamente las posibilidades que ofrece. Hoy día se tiende, por fortuna, a ver el misterio más bien como una fuente de riqueza para quien lo asume en su vida que como una realidad enigmática y lejana.
La razón última de la existencia del arte sacro y su perenne fecundidad a través de los siglos radica en el hecho de que el misterio del Dios escondido cobró forma concreta en la figura humana de Jesucristo. La iniciativa en esa encarnación correspondió a Dios Padre. Así, en el arte sacro es el valor del misterio el que tiene la primera y la última palabra. Esa primacía debe sentirse claramente a lo largo de todo el proceso de creación artística y del acto posterior de contemplación. Para ello debe el artista sacro proceder con humildad y convertir los medios expresivos que moviliza en sencillos vehículos de la presencia del misterio. Cuando es total la entrega del artista a esa misión reveladora de lo sacro, sus medios expresivos se vuelven transparentes a las realidades sobrenaturales que en ellos hacen acto de presencia.
El arte sacro bien logrado nos enseña el difícil arte de conjugar la potencia creadora con la escucha reverente de la palabra revelada, e integrar, de este modo, la afirmación de la propia autonomía y la aceptación gozosa de la heteronomía, el respeto y amor a la materia y la adhesión incondicional a las exigencias de la vida en el espíritu.
Coloquio sobre la estética del arte sacro (3)
El espíritu del arte sacro
Luis Aymá: Se dice que la forma arquitectónica basilical que utilizaron los primeros cristianos para construir sus templos en Roma era la más adecuada desde el punto de vista religioso. Pero flota en el aire la pregunta de si es la forma perfecta. Porque, de serlo, no se explicaría bien que ahora se introduzca a menudo la planta centralizada para conseguir que los fieles se hallen más agrupados en torno al altar. Esto me lleva a la conclusión de que no se puede dar primacía a un modelo de planta determinado. Voy a poner un ejemplo. ¿Es más sacro el espacio rococó de la basílica de San Miguel, en Madrid, o el espacio de una planta centralizada de Miguel Fisac o las que configuró Ignacio Vicens, que no tienen un tipo de centralización al estilo del Barroco? Yo creo que hay que aceptar todas las formas. Si no, los vaivenes que sufre la liturgia a lo largo de los años pueden destrozar una iglesia. Al final, se llega a la conclusión de que todo es válido, o casi todo.
Alfonso López Quintás: Es ineludible que toda iglesia encarna la tensión de trascendencia que inspira la vida de sus constructores. La trascendencia religiosa se la puede vivir de formas distintas. Los paleocristianos y los románicos vivían intensamente la trascendencia como algo que está más allá de nosotros pero nos afecta en lo más vivo. Las realidades trascendentes las vivimos ya en esta vida, pero constituyen el objeto primordial de la vida futura, hacia la que nos encaminamos como peregrinos. Recordemos que el estilo románico floreció, sobre todo, en torno al Camino de Santiago; es "El Arte del Camino". Este peregrinar hacia la vida sobrenatural se plasma en la prevalencia de la directriz horizontal sobre la vertical. El arte bizantino subraya todavía más las líneas horizontales, para acelerar el paso de los fieles hacia el altar, lugar por excelencia de presencialización de lo sacro.
Al visitar las iglesias de estilo rococó ‒que a personas identificadas con el espíritu románico les causan cierto malestar debido a su supuesta teatralidad‒, debemos ajustar nuestra forma de mirar a la idea que sus constructores tenían de lo que significa la vida cristiana. También la trascendencia está en ellas presente a través de los chorros de luz blanca que inundan la sala y de la multitud de curvaturas que generan un espectacular dinamismo. Entras en la famosa Iglesia de los Catorce Santos de Baviera. La planta está concebida como una trama de figuras elípticas. Sabemos que la elipse, por constar de dos centros, es una figura muy dinámica, pues cada centro remite al otro incesantemente. Si te adentras en esta iglesia sin conocer la mentalidad rococó, te desconciertas. No encuentras al principio un centro que ordene el espacio. Te ves literalmente descentrado. Los constructores quisieron dinamizar el espacio y sugerir a los fieles el carácter eminentemente activo de la vida del espíritu. Si sabemos "leer" este tipo de espacio, ganamos un peculiar dinamismo interior. ¿De dónde viene este afán dinamizador, que lo pone todo en movimiento mediante el juego de líneas ondulantes? Parece que todos los elementos del templo ‒bancos, barandilla del coro, púlpito, vestidos de los santos... ‒ se hallan agitados por una corriente invisible de aire.
Para penetrar en el sentido de tal movimiento, estudiemos los iconos griegos, y veremos que representan lo divino como un conjunto de realidades móviles, entrelazadas entre sí. El Greco, genial pintor inspirado en la tradición icónica oriental, nos dejó un ejemplo imperecedero en la parte superior de El entierro del Conde de Orgaz. En griego, viento se dice "pneuma". Vida "pneumática" es vida espiritual. Pensemos en el viento de Pentecostés, el Espíritu que pone en marcha la vida de amor e interrelación entre las personas, y entre éstas y Dios. En la obra de El Greco, la parte inferior es estática: en ella resalta el hieratismo no sólo del conde muerto, sino el de los santos que sostienen su cadáver y el de los caballeros castellanos que contemplan la escena. El clérigo vestido de sobrepelliz dirige nuestra mirada hacia el plano superior, en el que se representa una escena celeste en la que todas las figuras se dirigen amorosamente hacia el punto de confluencia que es la Trinidad.
Si aplicamos esta idea de la vida celeste al estilo rococó, comprendemos su sentido profundo y nos reconciliamos con él. Sus creadores no quisieron dar albergue a un conjunto de peregrinos que se dirigen conjuntamente hacia la otra vida, sino a una comunidad de creyentes que se hallan en gracia de Dios, viven en su interior la vida misma del Cielo ‒consistente en amar y ver a Dios‒ y quieren celebrar, unidos, la gran fiesta del paraíso. Una sala rococó es una sala festiva. De ahí su profusión de luz, sus formas leves y graciosas, su tendencia a expresar vitalidad desbordante. ¿Tiene sentido calificar esta concepción de la vida litúrgica de teatral en sentido peyorativo? ¿Contradice nuestra vida piadosa de cristianos? En modo alguno. Según la teología, la vida en gracia es la misma vida que tendremos en el Paraíso, con la diferencia de que aquí la podemos perder porque todavía no hemos sellado, en la muerte, nuestra decisión de conservar la amistad con Dios o perderla. Pero esencialmente es la misma vida.
De aquí se infiere que las diferentes plantas de las iglesias pueden ser adecuadas al ejercicio de la vida cristiana, a condición de que la experiencia de lo trascendente religioso quede debidamente plasmada en el espacio interior de dichos templos. Si un tipo de planta aleja nuestra mirada del altar del sacrificio y nos distrae con elementos secundarios, resulta poco adecuada a los fines religiosos. Se comprende que el ensayo de colocar el altar en medio de una sala redonda no haya tenido éxito, porque los fieles se veían inevitablemente unos a otros y no lograban concentrarse en el misterio. Por eso se han preferido las formas semicirculares.
En el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial encontramos otra manera de representar la trascendencia. La majestad de Dios ‒y, derivadamente, la del monarca‒ resalta en la cúpula. Debajo de ella no debía situarse nadie. El presbiterio, con el altar del sacrificio, se destaca notoriamente respecto al plano en que debían colocarse los fieles laicos. Era un lugar reservado a los reyes y a los clérigos celebrantes. En la nave central, ocupaban sus asientos los nobles, y al final de la nave, en el sotocoro, se apiñaba el pueblo. Se trata de una concepción de la vida distinta a la actual, pues hoy se tiende a subrayar la igualdad de todos los fieles ante Dios. Actualmente, los sacerdotes prefieren estar más cerca de los creyentes y ofician la Misa sobre una sencilla tarima, que realza un poco su figura pero no la aleja.
Debemos contemplar los distintos estilos arquitectónicos con sentido histórico y ver su génesis en cada momento y situación. Hoy día, los arquitectos y los artistas plásticos tienen grandes posibilidades de ser creativos en la configuración del arte sacro. El movimiento de arte sacro contemporáneo surgió ‒como sabemos‒ de un retorno a los orígenes de la piedad cristiana. Teólogos y liturgistas, como Romano Guardini y los monjes benedictinos de María Laach (Alemania), destacaron que lo decisivo en la liturgia es vivir con sencillez la oración comunitaria, que alcanza un grado de expresión intensa en el canto religioso, como bien subrayó San Agustín: “El que canta ora dos veces”. Lo fundamental en los primeros tiempos del Cristianismo fue disponer de lugares donde reunirse para orar y cantar en comunidad. Vivir "eclesialmente" es vivir "comunitariamente". La gran tarea de los constructores de templos no ha de consistir ahora en recrear los grandes estilos tradicionales sino en crear ámbitos de recogimiento y oración. En esos ámbitos, la comunidad debe sentirse unida entre sí y religada al Señor, que se hace presente de modo especial en el altar del sacrificio.
En la segunda mitad del siglo XX, buen número de arquitectos lograron crear espacios muy acogedores, en los cuales se destacan de forma expresiva los lugares que marcan el proceso del creyente hacia Dios: el baptisterio, la sala de la celebración comunitaria, las capillas de la penitencia y del Santísimo, el presbiterio... Éste suele estar bañado por una luz tamizada que deja entrever el sentido del misterio que se realiza en el altar y subraya la fuerza clarificadora de la palabra que se proclama desde el ambón.
Estos ámbitos sacros se caracterizan por su esencialismo y su sencillez. Ningún elemento debe distraer la atención de lo verdaderamente esencial, sino incrementarla. La unión de lo esencial y lo sencillo evita que la parquedad de elementos decorativos y escultóricos sea vista por los fieles como un despojo. Para conseguir este equilibro, se requiere un conocimiento profundo de la quintaesencia de la actividad litúrgica y de la piedad cristiana popular. No conviene prescindir por principio de toda imagen, sobre todo en países inclinados a lo concreto, lo visual y tangible.
Esa sencillez quintaesenciada llevó a valorar sobremanera la expresividad de los materiales, y a concederle primacía sobre la valía económica de los mismos. De ahí se derivó la tendencia a considerar como nobles todos los materiales que se hallen bien trabajados y sean expresivos. Merced a esta alta estima de los materiales, se los suele dejar a la vista, con toda sinceridad, sin alterar su auténtica condición. Así, la madera sencilla aparece como tal, no se la oculta pintándola por ejemplo de mármol.
La capilla de Ronchamp, con sus encofrados vistos, da una impresión a la vez de pobreza económica y de riqueza espiritual. Crea un ambiente propicio a la meditación y la oración. La Basílica Hispanoamericana de la Merced, en Madrid, no fue recubierta de mármol, contra el diseño inicial, porque el material tosco que ahora se halla a la vista responde mejor a la mentalidad austera que inspira el arte sacro contemporáneo. Si tal austeridad va unida con una gran calidad artística y una profunda inspiración religiosa, sirve para crear una atmósfera de sobriedad y esencialidad tales que nos invitan a despojar la vida de fruslerías y consagrarla a lo único válido, que es lo trascendente.
Esta orientación estética permite a los arquitectos convertir un sótano inhabitable en una espléndida capilla para estudiantes universitarios, como sucedió en el “Colegio Mayor Pablo VI" de Madrid. La calidad de los materiales, el juego de la luz, la belleza de las formas... se conjugan para crear un espacio recogido y acogedor, en el que resaltan los elementos esenciales del culto: el altar del sacrificio y el lugar de proclamación de la palabra. No hay formas clásicas que admirar, pero sí un ámbito de convivencia religiosa en el que sentirse invitado a trascender los límites de lo inmediato finito.
En estos espacios sacros no se intenta impresionar al creyente con grandes formas, al modo de los estilos tradicionales. Pero se saca amplio partido a los descubrimientos estéticos de la tradición arquitectónica: la metafísica de la luz que encarnó el gótico, el dinamismo que imprimió el barroco a los materiales, la alegría de vivir que plasmó el rococó... El arte sacro actual concede a los creadores de espacios una gran libertad de acción, pero les exige, para lograr un nivel de excelencia, un amplio repertorio de conocimientos, una aguda sensibilidad y un poder creador sobresaliente.
Joaquín Planell: Yo tenía mis dudas acerca de si el arte abstracto, con su descomposición de la figura, podía servir a un arte que se construye sobre una visión del mundo ligada a la creación de Dios y a la bondad de lo que ha creado y, por consiguiente, al respeto de la figura existente. Eso es un problema que a mí me queda irresuelto…, debido a esa dimensión de profanación de la realidad existente que puede existir, por ejemplo, en el cubismo.
Alfonso López Quintás: Pienso que debemos proceder con mucho cuidado, pues en los últimos tiempos se han cometido ya demasiadas imprudencias. El artista que desea crear arte sacro para el culto ha de tener en cuenta que el templo no es un museo. Recordemos el libro de Romano Guardini Imagen de culto e imagen de devoción (4). Una obra puede ser muy válida para exhibir en un museo y no ser apta para el culto. La prudencia pastoral debe jugar aquí un papel decisivo.
De modo semejante, si se me ocurren unas ideas magníficas pero preveo que van a desconcertar al pueblo al que van dirigidas, por prudencia pastoral debo reservarlas para un público especializado, capaz de entenderlas e incluso matizarlas. Se habla mucho de la atención a los pobres, pero a menudo se procede inconsideradamente con los carentes de cultura y sensibilidad artística a la hora de crear obras para el culto. Conocí a varias personas que dieron la vida, literalmente, por defender a los menesterosos, pero no tenían inconveniente alguno en difundir ideas arriesgadas que la gente poco preparada iba a malinterpretar. «¿No ves que muchos lectores se están desconcertando con lo que escribes y eso perjudica a su vida religiosa?», le advertí a una de ellas. «Pues, si son necios, yo no tengo la culpa», me respondió. «Pero, si estás dando la vida por los que no tienen pan ‒agregué, por mi parte‒, debes ser misericordioso con quienes carecen de cultura suficiente para entender tus ideas y tus propuestas...».
Hemos de ser considerados con las personas que no disponen de la misma sensibilidad artística que nosotros y necesitan apoyar sus creencias y sus prácticas religiosas en un soporte icónico adecuado. Está bien elevar un tanto el nivel de exigencia, para que el pueblo perfeccione poco a poco su mentalidad y su sensibilidad. Pero debemos hacerlo de tal forma que una persona de mediana formación consiga en poco tiempo captar el valor expresivo de los materiales y las formas que se le presentan. Exponer al culto unas imágenes de apóstoles que, para expresar su disponibilidad religiosa, aparecen despojadas de vísceras, perdiendo así toda forma propiamente humana, no parece adecuado. Lo justo sería expresar esa tensión misionera interior a través de una perfecta forma corpórea. Para ello debe el artista transfigurar la materia, no anularla. El cuerpo ha de servir para hacer patente, de forma bella y sugestiva, la consagración del apóstol a su tarea sobrenatural. Todo material expresivo y bien trabajado puede vehicular el ascenso del hombre a la trascendencia. Saber modelar los materiales de tal modo que expresen lo metasensible es la tarea fundamental de los artistas.
Al advertir mi perplejidad ante la figura de un apóstol reducida a cabeza y piernas, su autor me explicó que un apóstol no tiene en realidad sino voz para predicar y piernas para correr en busca de las ovejas perdidas. «Eso ‒le indiqué yo‒ habrá que expresarlo a través de una materia transfigurada. Una buena representación artística debe ser fiel, en alguna manera, a las formas naturales, de modo que, al verlas, capte uno el sentido profundo que tal obra quiere comunicar. El secreto del buen arte no consiste en prescindir de la materia, sino en cargarla de sentido hasta los bordes».
El arte sacro contemporáneo implica una cultura religiosa depurada
Laura de la Calle: Mi pregunta es muy sencilla, pero muy importante para mi trabajo personal. Las iglesias desnudas a las que antes se aludió son muy apropiadas para meditar siempre que se tenga cierta cultura religiosa. La simplicidad ayuda a rezar y meditar si se cuenta con una formación religiosa adecuada. En una época tan descristianizada como la actual, en la que se siente la necesidad de recristianizar países tradicionalmente católicos, ¿no tendría sentido volver otra vez a las imágenes?
Alfonso López Quintás: Retomo lo dicho antes sobre la prudencia pastoral. Una persona dotada de formación religiosa y de cierta sensibilidad puede sentir la tentación de introducir en la liturgia elementos muy significativos en sí mismos pero difícilmente comprensibles por el pueblo actual. Soy un enamorado del canto gregoriano y me encanta dirigirlo con coros un tanto expertos, pero, si fuera párroco, no me empeñaría en que el pueblo cantara piezas gregorianas del período de mayor florecimiento, porque su estilo es muy refinado y resulta prácticamente inaccesible a grupos poco avezados. Me reduciría a algunas de las piezas más sencillas de los siglos de la decadencia de este estilo artístico, siglos que van del XII al XIV. La prudencia pastoral me insta a considerar que el pueblo llano necesita cantos populares que pueda entonar con libertad interior debido a su ritmo sencillo, la accesibilidad de su lenguaje, el carácter cordial del mensaje transmitido a su través. En las iglesias debemos dar alimento espiritual a las distintas capas del pueblo.
Respecto a la falta de imágenes, debemos notar que el desierto puede resultar muy expresivo, incluso hierofánico ‒revelador de lo sagrado‒, para quien sea sensible a la peculiar elocuencia del silencio. Se necesita una disposición de ánimo especial para sentirse elevado en el desierto. Habrá sin duda multitud de personas que se sientan en él abatidas. Un ámbito sacro reducido a lo esencial en cuanto a imágenes y decoración, pero lleno de expresividad merced a la calidad de los materiales y al juego sabiamente conjugado de la luz, resulta muy sugerente para una persona cultivada en el aspecto estético y religioso. Por razones pastorales, conviene elevar poco a poco el ánimo del pueblo fiel y acostumbrarlo a formas de piedad cada vez más depuradas, pero tal cambio ha de hacerse con un ritmo adecuado a la capacidad de adaptación de las distintas capas del pueblo.
Joaquín Planell: Estoy de acuerdo en que las iglesias deben estar construidas para los fieles que se reúnen y rezan en ella, acogidos a su propia tradición estética y religiosa. Pero no debemos privar a la Iglesia de la capacidad de incorporar al arte sacro los movimientos estéticos que suscita la cultura de cada momento. Esto entraña una catequesis artística en la Iglesia. Así como todos admitimos que se requiere una catequesis musical para que el pueblo de Dios cante como es debido, de igual modo es necesaria una catequesis pictórica, arquitectónica y escultórica que explique a los fieles cómo el arte moderno expresa también, a su manera, su voluntad de trascendencia y de ponerse al servicio de lo sacro. A partir del siglo XX no es la anécdota quien sustenta la dinámica del arte: son elementos más conceptuales, más abstractos, o más expresivos y expresionistas. Frente a una vivencia de la religión muy anecdótica, hoy día el hombre tiene una vivencia más existencial y ontológica del arte en general y de su propia religión. El hombre antiguo no se planteaba el concepto de la unidad de su ser. Su ser estaba fundamentado por toda una metafísica que le decía: eres uno. El hombre moderno, crea o no crea en Dios, tiene serias dudas acerca de esa unidad, de esa voluntad de proyecto único. Se siente fragmentado, pulsional, caótico... Hay que explicar que una de las funciones de la Religión y de la Iglesia es volver a dar unidad al ser moderno en todos los niveles. Salvo en muy contados ámbitos filosóficos, el hombre actual es un ser roto y desgarrado. Si la Iglesia no asume esa función unificadora y se limita a cultivar el arte adaptado al culto, cierra las puertas a una voluntad de incorporación a lo sagrado que viene de las experiencias del arte moderno. El arte moderno no es igual que el de hace cien años; ni mejor ni peor. Es diferente, porque responde a una realidad del hombre totalmente diversa. Esa realidad debe tenerla muy presente la Iglesia.
Dicho esto, insisto en que el artista no puede perder de vista lo que , para mí, serían los tres polos del arte sacro: el movimiento de su propio yo, el movimiento de Dios revelándose y el movimiento del pueblo que está adherido a una tradición.
Alfonso López Quintás: Retomo lo dicho antes sobre la prudencia pastoral. Una persona dotada de formación religiosa y de cierta sensibilidad puede sentir la tentación de introducir en la liturgia elementos muy significativos en sí mismos pero difícilmente comprensibles por el pueblo actual. Soy un enamorado del canto gregoriano y me encanta dirigirlo con coros un tanto expertos, pero, si fuera párroco, no me empeñaría en que el pueblo cantara piezas gregorianas del período de mayor florecimiento, porque su estilo es muy refinado y resulta prácticamente inaccesible a grupos poco avezados. Me reduciría a algunas de las piezas más sencillas de los siglos de la decadencia de este estilo artístico, siglos que van del XII al XIV. La prudencia pastoral me insta a considerar que el pueblo llano necesita cantos populares que pueda entonar con libertad interior debido a su ritmo sencillo, la accesibilidad de su lenguaje, el carácter cordial del mensaje transmitido a su través. En las iglesias debemos dar alimento espiritual a las distintas capas del pueblo.
Respecto a la falta de imágenes, debemos notar que el desierto puede resultar muy expresivo, incluso hierofánico ‒revelador de lo sagrado‒, para quien sea sensible a la peculiar elocuencia del silencio. Se necesita una disposición de ánimo especial para sentirse elevado en el desierto. Habrá sin duda multitud de personas que se sientan en él abatidas. Un ámbito sacro reducido a lo esencial en cuanto a imágenes y decoración, pero lleno de expresividad merced a la calidad de los materiales y al juego sabiamente conjugado de la luz, resulta muy sugerente para una persona cultivada en el aspecto estético y religioso. Por razones pastorales, conviene elevar poco a poco el ánimo del pueblo fiel y acostumbrarlo a formas de piedad cada vez más depuradas, pero tal cambio ha de hacerse con un ritmo adecuado a la capacidad de adaptación de las distintas capas del pueblo.
Joaquín Planell: Estoy de acuerdo en que las iglesias deben estar construidas para los fieles que se reúnen y rezan en ella, acogidos a su propia tradición estética y religiosa. Pero no debemos privar a la Iglesia de la capacidad de incorporar al arte sacro los movimientos estéticos que suscita la cultura de cada momento. Esto entraña una catequesis artística en la Iglesia. Así como todos admitimos que se requiere una catequesis musical para que el pueblo de Dios cante como es debido, de igual modo es necesaria una catequesis pictórica, arquitectónica y escultórica que explique a los fieles cómo el arte moderno expresa también, a su manera, su voluntad de trascendencia y de ponerse al servicio de lo sacro. A partir del siglo XX no es la anécdota quien sustenta la dinámica del arte: son elementos más conceptuales, más abstractos, o más expresivos y expresionistas. Frente a una vivencia de la religión muy anecdótica, hoy día el hombre tiene una vivencia más existencial y ontológica del arte en general y de su propia religión. El hombre antiguo no se planteaba el concepto de la unidad de su ser. Su ser estaba fundamentado por toda una metafísica que le decía: eres uno. El hombre moderno, crea o no crea en Dios, tiene serias dudas acerca de esa unidad, de esa voluntad de proyecto único. Se siente fragmentado, pulsional, caótico... Hay que explicar que una de las funciones de la Religión y de la Iglesia es volver a dar unidad al ser moderno en todos los niveles. Salvo en muy contados ámbitos filosóficos, el hombre actual es un ser roto y desgarrado. Si la Iglesia no asume esa función unificadora y se limita a cultivar el arte adaptado al culto, cierra las puertas a una voluntad de incorporación a lo sagrado que viene de las experiencias del arte moderno. El arte moderno no es igual que el de hace cien años; ni mejor ni peor. Es diferente, porque responde a una realidad del hombre totalmente diversa. Esa realidad debe tenerla muy presente la Iglesia.
Dicho esto, insisto en que el artista no puede perder de vista lo que , para mí, serían los tres polos del arte sacro: el movimiento de su propio yo, el movimiento de Dios revelándose y el movimiento del pueblo que está adherido a una tradición.
José Antonio Millán: Veo aquí perfiladas dos actitudes distintas, aunque en ocasiones estén interrelacionadas. Por un lado, la preocupación de prudencia pastoral, que subraya López Quintás, según la cual el arte sirve para rezar, y, por otra parte, la de otro grupo de personas que rechazan la mediatización que esto podría suponer para su propio trabajo.
Joaquín Planell: No se ha rechazado la mediatización, sino el sentirse como no acogidos, que es diferente.
Javier del Prado: Esta cuestión es sumamente compleja y ambigua. Al oír a López Quintás, pensaba en el hecho del desnudo. Sé que algunos desnudos son, en sí mismos, extraordinariamente bellos. Pero, en ciertos casos, puede no ser prudente mirarlos. Esto no anula su belleza ni su universalidad; pertenece al ámbito del gobierno de cada uno sobre sí mismo. Desde el punto de vista estético o del universal “belleza”, si algo es bello es bueno, y yo me opondré a que, en virtud de razones de otro tipo ‒por ejemplo, éticas o políticas‒, se argumente en contra de la radical bondad de algo si tiene belleza. Si el artista ha sido tocado por una realidad sagrada y la ha expresado bien, ésta será comprendida siempre por todo el mundo porque es nuclearmente verdadera. Lo que sirve para rezar y lo que no sirve es absolutamente imposible de definir. Pertenece de tal modo a la subjetividad y singularidad de cada persona que es una afirmación vacía. Y la contraria es igualmente vacía. Todo sirve para rezar y nada sirve para rezar, salvo realidades manifiestamente contrarias a Dios, que también pueden ser reorientadas para rezar. No sé bien qué se quiere decir cuando se afirma que una iglesia sirve para rezar. Me parece que se trata de gustos privados, que pueden ser muy legítimos, pero no son universalizables.
Joaquín Planell: Respecto a la sugerencia de Javier del Prado debo notar lo siguiente. La prudencia no es cobardía ni fijación de reglas formalistas, ni proyecciones de cómo hay que hacer las cosas subjetivas; es orden. Parte de ese orden es la hermenéutica. Hace falta una catequesis hermenéutica, una formación artística profunda en los seminarios y en los responsables de las parroquias, para que la Iglesia pueda acoger a todo el mundo, y por tanto al artista, que hoy está en todas partes. Esa voluntad de acogida se halla en el fundamento del Cristianismo, que es acoger y comprender. Pero eso hay que encaminarlo. Y ahí está la prudencia. Pero la prudencia es trabajo. Es introducir el sector hermenéutico, la interpretación, la comunicación a fondo en el tema del arte.
NOTAS
(1) Cf. Juan Plazaola: El arte sacro actual (BAC, Madrid 1965); Futuro del arte sacro (Mensajero, Bilbao 1973). J. Ratzinger: El espíritu de la liturgia. Una introducción (Cristiandad, Madrid 22002) 137-183.
(2) Poco después de publicar El espíritu de la liturgia (Vom Geist der Liturgie, Herder, Friburgo 1918), que cautivó al público alemán por su lúcida visión de los gestos simbólicos, Romano Guardini se apresuró a escribir un Vía crucis (Der Kreuzweg unseres Herrn und Heilandes [(M. Grünewald, Maguncia 1919]) y El Rosario de Nuestra Señora (Der Rosenkranz unserer lieben Frau [Werkbund, Würzburg 1940]), para mostrar la fecundidad espiritual de estas formas de devoción popular. Versión española de ambas obras: El Rosario de Nuestra Señora (Desclée de Brouwer, Bilbao 2008); Via crucis de nuestro Señor y Salvador (Desclée de Brouwer, Bilbao 2012).
(3) Celebrado en la Fundación Félix Granda (Madrid) en octubre de 1999.
(4) Cf. o.c. (Cristiandad, Madrid 1981). Versión original: Kultbild und Andachtsbild (Werkbund, Würzburg 1952, 2ª ed.)
Joaquín Planell: No se ha rechazado la mediatización, sino el sentirse como no acogidos, que es diferente.
Javier del Prado: Esta cuestión es sumamente compleja y ambigua. Al oír a López Quintás, pensaba en el hecho del desnudo. Sé que algunos desnudos son, en sí mismos, extraordinariamente bellos. Pero, en ciertos casos, puede no ser prudente mirarlos. Esto no anula su belleza ni su universalidad; pertenece al ámbito del gobierno de cada uno sobre sí mismo. Desde el punto de vista estético o del universal “belleza”, si algo es bello es bueno, y yo me opondré a que, en virtud de razones de otro tipo ‒por ejemplo, éticas o políticas‒, se argumente en contra de la radical bondad de algo si tiene belleza. Si el artista ha sido tocado por una realidad sagrada y la ha expresado bien, ésta será comprendida siempre por todo el mundo porque es nuclearmente verdadera. Lo que sirve para rezar y lo que no sirve es absolutamente imposible de definir. Pertenece de tal modo a la subjetividad y singularidad de cada persona que es una afirmación vacía. Y la contraria es igualmente vacía. Todo sirve para rezar y nada sirve para rezar, salvo realidades manifiestamente contrarias a Dios, que también pueden ser reorientadas para rezar. No sé bien qué se quiere decir cuando se afirma que una iglesia sirve para rezar. Me parece que se trata de gustos privados, que pueden ser muy legítimos, pero no son universalizables.
Joaquín Planell: Respecto a la sugerencia de Javier del Prado debo notar lo siguiente. La prudencia no es cobardía ni fijación de reglas formalistas, ni proyecciones de cómo hay que hacer las cosas subjetivas; es orden. Parte de ese orden es la hermenéutica. Hace falta una catequesis hermenéutica, una formación artística profunda en los seminarios y en los responsables de las parroquias, para que la Iglesia pueda acoger a todo el mundo, y por tanto al artista, que hoy está en todas partes. Esa voluntad de acogida se halla en el fundamento del Cristianismo, que es acoger y comprender. Pero eso hay que encaminarlo. Y ahí está la prudencia. Pero la prudencia es trabajo. Es introducir el sector hermenéutico, la interpretación, la comunicación a fondo en el tema del arte.
NOTAS
(1) Cf. Juan Plazaola: El arte sacro actual (BAC, Madrid 1965); Futuro del arte sacro (Mensajero, Bilbao 1973). J. Ratzinger: El espíritu de la liturgia. Una introducción (Cristiandad, Madrid 22002) 137-183.
(2) Poco después de publicar El espíritu de la liturgia (Vom Geist der Liturgie, Herder, Friburgo 1918), que cautivó al público alemán por su lúcida visión de los gestos simbólicos, Romano Guardini se apresuró a escribir un Vía crucis (Der Kreuzweg unseres Herrn und Heilandes [(M. Grünewald, Maguncia 1919]) y El Rosario de Nuestra Señora (Der Rosenkranz unserer lieben Frau [Werkbund, Würzburg 1940]), para mostrar la fecundidad espiritual de estas formas de devoción popular. Versión española de ambas obras: El Rosario de Nuestra Señora (Desclée de Brouwer, Bilbao 2008); Via crucis de nuestro Señor y Salvador (Desclée de Brouwer, Bilbao 2012).
(3) Celebrado en la Fundación Félix Granda (Madrid) en octubre de 1999.
(4) Cf. o.c. (Cristiandad, Madrid 1981). Versión original: Kultbild und Andachtsbild (Werkbund, Würzburg 1952, 2ª ed.)