Valoración de la obra
La novela habla, por supuesto, desde sí misma, pero no desde su superficie, sino desde la hondura de sus experiencias básicas. En esta obra se entreveran y potencian mutuamente las experiencias siguientes: conciencia de la necesidad de la fe para dar sentido a una vida, como la humana, abocada a la muerte; incapacidad de armonizar la exigencia de análisis racional y la entrega confiada y espontánea de la fe; sentimiento trágico de la vida; fecundidad de los procesos creadores de modos relevantes de unidad... Don Manuel y Lázaro viven lúcidamente estas experiencias, pero no acaban de captar la luz que las mismas desprenden, sin duda debido al influjo envarante de diversos prejuicios racionalistas que no permiten ver de forma precisa el modo peculiar de racionalidad que ostenta el conocimiento por fe. A la luz de la teoría de la creatividad, podemos hacer hablar al texto de modo más elocuente y profundo de lo que acontece en una lectura espontánea.
Esta lectura honda del texto viene facilitada por el estilo depurado de Unamuno, que apunta siempre a lo esencial, al conflicto de sentimientos, al entreveramiento de ámbitos, al incremento de la vida en el espíritu. El cultivo incesante de formas diversas de unidad halla su reflejo lingüístico en el uso reiterado de adjetivos posesivos. Todo es propio de cada uno de los habitantes de este pueblo compacto: el paisaje, el párroco, la fe, la iglesia y su liturgia, la vida y la muerte. Al crear un campo de juego común, lo distinto deja de ser distante y nadie se siente solo en una comunidad ligada a una misma suerte.
Este espíritu de participación alienta en el relato en primera persona realizado por Ángela, la mensajera que en ningún momento ejerce el papel distanciante de mero testigo; se compromete con todo aquello que comunica y subraya de modo singular el sentido de los acontecimientos y su mutua trabazón. Para dar mayor viveza y poder creador de intimidad a ciertos instantes de la vida de los personajes, Ángela les concede el don de la palabra directa, viva, liberada de todo filtro interpretativo. Al final de la obra, el autor mismo toma la palabra para destacar expresamente la hondura del relato, su carácter «intrahistórico», lúdico-ambital, rigurosamente realista y metaobjetivo a la par.
Estos tres elementos del relato están conjugados conforme a un ritmo alternante, en el cual los momentos más lentos coinciden con los capítulos más amplios y densos de contenido: el cuarto -en que se esboza por primera vez el drama de don Manuel-, el decimotercero -que narra la primera comunión de Lázaro ante todo el pueblo- y el decimonoveno, que describe la muerte de don Manuel, junto a Blasillo el Bobo, cuya vida se apaga a su lado como un eco.
Desde el lema paulino que abre la obra y le imprime, ya en el umbral, un sello dramático («Si sólo en esta vida esperamos en Cristo, somos los más miserables de los hombres todos»), hasta la anotación final de que “en esta obra nada pasa y todo se queda”, advertimos una honda coherencia en todo el relato. Es la coherencia de una visión de la vida, de la muerte y de la fe un tanto desdibujada e incluso difractada por una serie de prejuicios debidos a un desconocimiento de la lógica de los procesos creadores. Vista a través de la lectura del Diario íntimo, la figura de Ángela constituye el «anuncio» de esta difracción y de la existencia en Unamuno de una visión más equilibrada de la fe.
«Quién nos diera creer como el labriego que, con el sol, sale a arar sus campos y con él entra a descansar de su labor. Sus días son serenos y muere como ha vivido» (3).
Desde la perspectiva agnóstica de don Manuel, la verdad apa¬rece como una amenaza. A los ojos de Ángela, la verdad es el único consuelo para el hombre. Decir la verdad significaría para don Manuel revelar su imposibilidad de justificar las creencias religiosas de forma racional, con el tipo de racionalidad propia del conocimiento de las realidades «objetivas»: asibles, mensurables, delimitables... Para Ángela, lo importante en la vida no es tanto decir la verdad cuanto «estar en la verdad», «dejarse nutrir por la verdad», y la verdad es la caridad, la comunión de los espíritus lograda a través de la entrega creadora de formas eminentes de unidad.
Este tipo de verdad vivida es la fuente verdadera de consuelo para el hombre. Nos sentimos consolados, reconfortados, cuando logramos nuestra plenitud personal. La plenitud se da en la unidad. Vivir en unidad, mediante una fidelidad creadora, es vivir en verdad. La verdad es el máximo consuelo. Lo dice certeramente Unamuno: «Comunidad de bienes con un corazón y un alma, he aquí el ideal» (135).
Esta forma valiosa de unidad se instaura en las experiencias de éxtasis, no en las de vértigo. Ahora bien, si el consuelo procede de la verdad, la religión no es verdadera porque aporte consuelo a los fieles, como afirma don Manuel en su visión unilateral de los fenómenos (47). Una religión será verdadera en medida directamente proporcional a la perfección del modo de unidad que instaure entre los hombres, y entre los hombres y el Creador.
La esperanza de superar el agonismo
Esta interpretación nos muestra la obra de Unamuno como una ventana abierta a la esperanza de que es posible superar el "agonismo", la tensión interior provocada por la conciencia de que es inviable armonizar la posición del entendimiento ‒que se cree incapaz de ofrecer una prueba convincente de la existencia de Dios‒ y la de la voluntad, que quiere satisfacer con su propia energía la necesidad humana de que exista el Ser Infinito, único garante válido de la inmortalidad del hombre. El mensaje profundo de la obra es netamente optimista. Por eso lo transmite Angela, que, como sugiere su nombre, es "la portadora de la Buena Nueva", que significa, en su origen griego, "Evangelio". Lo cual explica todo el clima evangélico que envuelve la acción de la obra.
Contrasta esta visión optimista con la interpretación "nadista" y "trágica" ofrecida por el profesor Pedro Cerezo (4). "La soledad y el misterio, que trascienden de la montaña y el lago –escribe-, le suscitan (a Unamuno) la tentación nadista". "...El clima espiritual de la obra es muy otro del exultante y entusiasta de la Vida de Don Quijote y Sancho. En ella se respira un sentimiento de desolación interior. ¿A qué se debe este estado de ánimo” (5). "Se diría que en la calma contemplativa del lago de Sanabria se le ha revelado al agonista, como a Don Quijote, toda la oquedad del esfuerzo humano. De ahí el sentimiento de desolación que trasciende la novela". "Sí. ´La tragedia de Don Manuel es también la de don Miguel´ (F. Wyers)" (6). "Desde el comienzo de la novela, se subraya la profunda sintonía entre el agónico paisaje y el héroe trágico de la historia" (7).
La "hermandad universal" que parece sugerir la nieve, cuando cubre de blanco todo el paisaje, "no es otra que la muerte". "El misterio que celebra la nevada en el lago es el místico desposorio con la nada. Por eso, para los iniciados en esta religión del anonadamiento, la llamada del lago cobra tan intensa y poética seducción". "Es la trágica vivencia nadista, anonadadora, del vacío universal, contra la que se defiende el pobre cura con la droga de su acción apostólica, al servicio de un idealismo ético religioso. Religión del consuelo; en su caso, del autoconsuelo de que los demás no perciban el agujero negro de esta sima" (8).
Según el autor, Unamuno se entrega en esta obra a "la seducción de la nada ante la desesperación de alcanzar el todo". "No es lo suyo falta de energía ni cansancio de la lucha, sino apetito tanático, voluntad de disolución, porque ha visto o creído que el rostro de Dios es la nada. Por eso frente al éxtasis de plenitud, que corona, como anticipación de la gloria, la hazaña quijotesca (...), en San Manuel Bueno, mártir se anuncia por doquier, como salida a la tensión trágica, un éxtasis de anonadamiento, como la villa sumergida, símbolo de la fe o la utopía perdida, anegada en el lago, que don Manuel, según su discípulo Lázaro, llevaba en su alma (...). Y, pese a todo, don Manuel es un héroe trágico" (9).
El profesor Cerezo no acepta la opinión de Blanco Aguinaga de que en esta novela "Unamuno parece rechazar definitivamente la agonía" (10). Sin embargo, más adelante subraya muy justamente que, si don Manuel "de verdad vivió, no para sí, sino para su pueblo, y buscó salvar su personalidad en él, (...) fue y seguirá siendo el cura santo de su leyenda", porque consiguió "la inmersión en la comunidad de los santos, la comunidad de las almas sencillas, que comparten una misma fe". "La versión de Angela (de que don Manuel murió creyendo no creer pero en verdad creía) la confirma en el epílogo el propio Unamuno, proporcionando las claves hermenéuticas del relato" (11). "Al margen, pues, de lo que el cura creyera de sí, está su obra" (12).
Esta forma de adhesión personal a una comunidad de fe, que es la parroquia, supone una forma de creencia viva. La "Buena Nueva" que se nos anuncia velada pero claramente en esta obra es que existe un modo de entender la fe muy superior a aquél que la reduce a una clarificación racional, con un tipo de racionalidad semejante a la que confiere su modo específico de rigor al conocimiento científico.
Esta es, según hemos visto, la clave hermenéutica que nos permite ver la obra unamuniana como una salida venturosa a la inevitable lucha entre la voluntad y el entendimiento. Entendida la vida de fe como la creación incesante de una relación de encuentro ‒entendido en sentido riguroso‒ entre los hombres y Dios, se comprende que Ángela haya podido intuir que su admirado párroco pudo haber entrado en la tierra de promisión, pero no "fundido y confundido con la fe de su pueblo, suplido por ella" (13), sino integrado personalmente en una comunidad creyente. Tal integración se fue realizando a lo largo de toda su vida sacerdotal, aunque él estimara que carecía de fe porque su idea de la misma y de la actividad intelectual le llevaba a pensar que no tenía acceso al plano religioso. Es cierto que Unamuno puso en San Manuel Bueno, mártir "lo más íntimo y dolorido" de su alma (14), pero este dolor íntimo no presenta aquí un carácter trágico sino agridulce, porque se trata de un túnel con salida hacia la luz.
La novela habla, por supuesto, desde sí misma, pero no desde su superficie, sino desde la hondura de sus experiencias básicas. En esta obra se entreveran y potencian mutuamente las experiencias siguientes: conciencia de la necesidad de la fe para dar sentido a una vida, como la humana, abocada a la muerte; incapacidad de armonizar la exigencia de análisis racional y la entrega confiada y espontánea de la fe; sentimiento trágico de la vida; fecundidad de los procesos creadores de modos relevantes de unidad... Don Manuel y Lázaro viven lúcidamente estas experiencias, pero no acaban de captar la luz que las mismas desprenden, sin duda debido al influjo envarante de diversos prejuicios racionalistas que no permiten ver de forma precisa el modo peculiar de racionalidad que ostenta el conocimiento por fe. A la luz de la teoría de la creatividad, podemos hacer hablar al texto de modo más elocuente y profundo de lo que acontece en una lectura espontánea.
Esta lectura honda del texto viene facilitada por el estilo depurado de Unamuno, que apunta siempre a lo esencial, al conflicto de sentimientos, al entreveramiento de ámbitos, al incremento de la vida en el espíritu. El cultivo incesante de formas diversas de unidad halla su reflejo lingüístico en el uso reiterado de adjetivos posesivos. Todo es propio de cada uno de los habitantes de este pueblo compacto: el paisaje, el párroco, la fe, la iglesia y su liturgia, la vida y la muerte. Al crear un campo de juego común, lo distinto deja de ser distante y nadie se siente solo en una comunidad ligada a una misma suerte.
Este espíritu de participación alienta en el relato en primera persona realizado por Ángela, la mensajera que en ningún momento ejerce el papel distanciante de mero testigo; se compromete con todo aquello que comunica y subraya de modo singular el sentido de los acontecimientos y su mutua trabazón. Para dar mayor viveza y poder creador de intimidad a ciertos instantes de la vida de los personajes, Ángela les concede el don de la palabra directa, viva, liberada de todo filtro interpretativo. Al final de la obra, el autor mismo toma la palabra para destacar expresamente la hondura del relato, su carácter «intrahistórico», lúdico-ambital, rigurosamente realista y metaobjetivo a la par.
Estos tres elementos del relato están conjugados conforme a un ritmo alternante, en el cual los momentos más lentos coinciden con los capítulos más amplios y densos de contenido: el cuarto -en que se esboza por primera vez el drama de don Manuel-, el decimotercero -que narra la primera comunión de Lázaro ante todo el pueblo- y el decimonoveno, que describe la muerte de don Manuel, junto a Blasillo el Bobo, cuya vida se apaga a su lado como un eco.
Desde el lema paulino que abre la obra y le imprime, ya en el umbral, un sello dramático («Si sólo en esta vida esperamos en Cristo, somos los más miserables de los hombres todos»), hasta la anotación final de que “en esta obra nada pasa y todo se queda”, advertimos una honda coherencia en todo el relato. Es la coherencia de una visión de la vida, de la muerte y de la fe un tanto desdibujada e incluso difractada por una serie de prejuicios debidos a un desconocimiento de la lógica de los procesos creadores. Vista a través de la lectura del Diario íntimo, la figura de Ángela constituye el «anuncio» de esta difracción y de la existencia en Unamuno de una visión más equilibrada de la fe.
«Quién nos diera creer como el labriego que, con el sol, sale a arar sus campos y con él entra a descansar de su labor. Sus días son serenos y muere como ha vivido» (3).
Desde la perspectiva agnóstica de don Manuel, la verdad apa¬rece como una amenaza. A los ojos de Ángela, la verdad es el único consuelo para el hombre. Decir la verdad significaría para don Manuel revelar su imposibilidad de justificar las creencias religiosas de forma racional, con el tipo de racionalidad propia del conocimiento de las realidades «objetivas»: asibles, mensurables, delimitables... Para Ángela, lo importante en la vida no es tanto decir la verdad cuanto «estar en la verdad», «dejarse nutrir por la verdad», y la verdad es la caridad, la comunión de los espíritus lograda a través de la entrega creadora de formas eminentes de unidad.
Este tipo de verdad vivida es la fuente verdadera de consuelo para el hombre. Nos sentimos consolados, reconfortados, cuando logramos nuestra plenitud personal. La plenitud se da en la unidad. Vivir en unidad, mediante una fidelidad creadora, es vivir en verdad. La verdad es el máximo consuelo. Lo dice certeramente Unamuno: «Comunidad de bienes con un corazón y un alma, he aquí el ideal» (135).
Esta forma valiosa de unidad se instaura en las experiencias de éxtasis, no en las de vértigo. Ahora bien, si el consuelo procede de la verdad, la religión no es verdadera porque aporte consuelo a los fieles, como afirma don Manuel en su visión unilateral de los fenómenos (47). Una religión será verdadera en medida directamente proporcional a la perfección del modo de unidad que instaure entre los hombres, y entre los hombres y el Creador.
La esperanza de superar el agonismo
Esta interpretación nos muestra la obra de Unamuno como una ventana abierta a la esperanza de que es posible superar el "agonismo", la tensión interior provocada por la conciencia de que es inviable armonizar la posición del entendimiento ‒que se cree incapaz de ofrecer una prueba convincente de la existencia de Dios‒ y la de la voluntad, que quiere satisfacer con su propia energía la necesidad humana de que exista el Ser Infinito, único garante válido de la inmortalidad del hombre. El mensaje profundo de la obra es netamente optimista. Por eso lo transmite Angela, que, como sugiere su nombre, es "la portadora de la Buena Nueva", que significa, en su origen griego, "Evangelio". Lo cual explica todo el clima evangélico que envuelve la acción de la obra.
Contrasta esta visión optimista con la interpretación "nadista" y "trágica" ofrecida por el profesor Pedro Cerezo (4). "La soledad y el misterio, que trascienden de la montaña y el lago –escribe-, le suscitan (a Unamuno) la tentación nadista". "...El clima espiritual de la obra es muy otro del exultante y entusiasta de la Vida de Don Quijote y Sancho. En ella se respira un sentimiento de desolación interior. ¿A qué se debe este estado de ánimo” (5). "Se diría que en la calma contemplativa del lago de Sanabria se le ha revelado al agonista, como a Don Quijote, toda la oquedad del esfuerzo humano. De ahí el sentimiento de desolación que trasciende la novela". "Sí. ´La tragedia de Don Manuel es también la de don Miguel´ (F. Wyers)" (6). "Desde el comienzo de la novela, se subraya la profunda sintonía entre el agónico paisaje y el héroe trágico de la historia" (7).
La "hermandad universal" que parece sugerir la nieve, cuando cubre de blanco todo el paisaje, "no es otra que la muerte". "El misterio que celebra la nevada en el lago es el místico desposorio con la nada. Por eso, para los iniciados en esta religión del anonadamiento, la llamada del lago cobra tan intensa y poética seducción". "Es la trágica vivencia nadista, anonadadora, del vacío universal, contra la que se defiende el pobre cura con la droga de su acción apostólica, al servicio de un idealismo ético religioso. Religión del consuelo; en su caso, del autoconsuelo de que los demás no perciban el agujero negro de esta sima" (8).
Según el autor, Unamuno se entrega en esta obra a "la seducción de la nada ante la desesperación de alcanzar el todo". "No es lo suyo falta de energía ni cansancio de la lucha, sino apetito tanático, voluntad de disolución, porque ha visto o creído que el rostro de Dios es la nada. Por eso frente al éxtasis de plenitud, que corona, como anticipación de la gloria, la hazaña quijotesca (...), en San Manuel Bueno, mártir se anuncia por doquier, como salida a la tensión trágica, un éxtasis de anonadamiento, como la villa sumergida, símbolo de la fe o la utopía perdida, anegada en el lago, que don Manuel, según su discípulo Lázaro, llevaba en su alma (...). Y, pese a todo, don Manuel es un héroe trágico" (9).
El profesor Cerezo no acepta la opinión de Blanco Aguinaga de que en esta novela "Unamuno parece rechazar definitivamente la agonía" (10). Sin embargo, más adelante subraya muy justamente que, si don Manuel "de verdad vivió, no para sí, sino para su pueblo, y buscó salvar su personalidad en él, (...) fue y seguirá siendo el cura santo de su leyenda", porque consiguió "la inmersión en la comunidad de los santos, la comunidad de las almas sencillas, que comparten una misma fe". "La versión de Angela (de que don Manuel murió creyendo no creer pero en verdad creía) la confirma en el epílogo el propio Unamuno, proporcionando las claves hermenéuticas del relato" (11). "Al margen, pues, de lo que el cura creyera de sí, está su obra" (12).
Esta forma de adhesión personal a una comunidad de fe, que es la parroquia, supone una forma de creencia viva. La "Buena Nueva" que se nos anuncia velada pero claramente en esta obra es que existe un modo de entender la fe muy superior a aquél que la reduce a una clarificación racional, con un tipo de racionalidad semejante a la que confiere su modo específico de rigor al conocimiento científico.
Esta es, según hemos visto, la clave hermenéutica que nos permite ver la obra unamuniana como una salida venturosa a la inevitable lucha entre la voluntad y el entendimiento. Entendida la vida de fe como la creación incesante de una relación de encuentro ‒entendido en sentido riguroso‒ entre los hombres y Dios, se comprende que Ángela haya podido intuir que su admirado párroco pudo haber entrado en la tierra de promisión, pero no "fundido y confundido con la fe de su pueblo, suplido por ella" (13), sino integrado personalmente en una comunidad creyente. Tal integración se fue realizando a lo largo de toda su vida sacerdotal, aunque él estimara que carecía de fe porque su idea de la misma y de la actividad intelectual le llevaba a pensar que no tenía acceso al plano religioso. Es cierto que Unamuno puso en San Manuel Bueno, mártir "lo más íntimo y dolorido" de su alma (14), pero este dolor íntimo no presenta aquí un carácter trágico sino agridulce, porque se trata de un túnel con salida hacia la luz.
El estilo de la narración y el sentido de los personajes
A la luz de esta interpretación de San Manuel Bueno, mártir, podemos comprender de forma coherente todos sus pormenores. Destaquemos, entre ellos, el estilo y el sentido de los distintos «personajes».
El estilo presenta un carácter dulce, en abierta oposición a otros escritos unamunianos, un tanto adustos. Esta dulzura es expresión clara de la condición esperanzada de la obra, que abre un camino posible a la superación del «agonismo».
«Él me enseñó a vivir -confiesa Ángela cuando condensa sus recuerdos de Don Manuel-, él nos enseñó a vivir, a sentir la vida, a sentir el sentido de la vida, a sumergirnos en el alma de la montaña, en el alma del lago, en el alma del pueblo de la aldea, a perdernos en ellas para quedar en ellas. Él me enseñó con su vida a perderme en la vida del pueblo de mi aldea, y no sentía yo más pasar las horas, y los días y los años que no sentía pasar el agua del lago. Me parecía que mi vida hubiese de ser igual. No me sentía envejecer. No vivía yo ya en mí, sino que vivía en mi pueblo y mi pueblo vivía en mí. Yo quería decir lo que ellos, los míos, decían sin querer. Salía a la calle, que era la carretera, y, como conocía a todos, vivía en ellos y me olvidaba de mí, mientras que en Madrid (...), como a nadie conocía, sentíame en terrible soledad y torturada por tantos desconocidos» (76).
Los «personajes» de la novela son símbolo de diversas actitudes espirituales.
Don Manuel, descrito en la obra por Ángela, la fiel feligresa, representa al párroco tal como es visto por su pueblo: un hombre brillante, bueno, sacrificado, creador de unidad.
Blasillo el Bobo nos transmite la imagen que Don Manuel tenía de sí mismo: un hombre simple, que repite mecánicamente las doctrinas aprendidas en el seminario, pero no acaba de penetrar en su sentido último y de asumirlo personalmente.
El payaso sirve a Don Manuel para manifestar su convencimiento de que lo más importante en la vida es alegrar a los demás. En el fondo, el párroco se veía a sí mismo como un buen payaso que representa las distintas escenas de la vida religiosa ‒aunque estima que no cree en la vida eterna‒ para asegurar el sereno gozo de las gentes que le están confiadas.
Lázaro es reflejo de las personas que se han dejado deslumbrar por una idea «ilustrada» del progreso, tienen una idea empobrecida de lo que significa la fe y la Iglesia, y se enfrentan a ambas en el plano intelectual, al tiempo que desean imitar su capacidad creadora de formas intensas de unidad y entrega.
Ángela desempeña el papel de «portadora de la buena nueva», la gozosa noticia de que es posible superar el «agonismo» ‒el enfrentamiento de la vida intelectual, por una parte, y la vida volitiva y sentimental, por otra‒, ya que el conocimiento de las realidades de más alto rango, como son las personales, exige la vibración de toda la persona, y, por tanto, la colaboración de la voluntad, el sentimiento, la capacidad creativa... Ángela encarna al Unamuno que, en el Diario íntimo, ve la fe religiosa como una forma de adhesión personal, amorosa y sencilla, y piensa que, si vivimos como si creyéramos, acabamos creyendo. Ángela habla desde el interior del Unamuno conmovido por la experiencia religiosa vivida en 1897, el que afirma que, si fuera suficientemente humilde, no tendría dificultad alguna en asumir y vivir la fe.
Al interpretar así la figura de Ángela, descubrimos que la de don Manuel descrita por ella nos pone ante la imagen que Unamuno tenía ante el público: escritor espléndido, agitador de conciencias, hombre de alta cualificación espiritual. En cambio, Blasillo el Bobo nos da una idea del pobre concepto que se había formado de sí mismo el Unamuno que en el Diario íntimo se autocalifica de hombre enfermo de egoísmo, que repite sus proclamas de predicador laico pero no las vive interiormente por falta de la actitud de sencillez y bondad necesaria para ello.
Cuestiones para responder a la luz de la interpretación propuesta
Si el lector asume la interpretación de la obra unamuniana que hemos ofrecido anteriormente, podrá dar una explicación plausible a ciertas cuestiones enigmáticas del relato.
1. ¿Cómo se explica que el pueblo se llene de «una extraña congoja» cuando oye a Blasillo el Bobo repetir por el pueblo las palabras de Jesús: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?», palabras que el párroco leyó en voz alta al proclamar el evangelio del día de Viernes Santo?
2. ¿Qué sentido tiene el hecho de que Blasillo esté muy unido a Don Manuel durante la agonía de éste y muera al mismo tiempo que él?
3. Después de dar la absolución sacramental a Ángela, Don Manuel, el párroco, le pide a ella que le dé la absolución a él. ¿Cómo ha de entenderse aquí este gesto de «absolver»?
4. Lázaro se acercó un día a comulgar junto a los demás feligreses. ¿Tiene un sentido positivo este gesto?
5. Sabemos que la «tradición» no es un peso muerto que gravita sobre los hombres que viven en cada momento. Significa el hecho de que cada generación transmite a la siguiente un elenco de posibilidades de todo orden. Transmitir se dice en latín «tradere», de donde procede «traditio», tradición. Ángela ‒portavoz de la comunidad de fe que es la parroquia de Don Manuel‒ cree oír las campanas de la antigua iglesia de la Valverde de Lucerna sumergida en el lago cuando el párroco guardaba silencio al final del Credo y «su voz se zambullía, como en un lago, en la del pueblo todo (...)». Ese «oír las campanas de la vieja iglesia» ¿es una mera ilusión, una licencia poética, o expresa una realidad muy honda, propia de la vida espiritual de los pueblos?
NOTAS
(1) Cf. o.c. (Alianza Editorial, Madrid 1972, 2ª ed.).
(2) Véase mi Estética de la creatividad, 431-464.
(3)Cf. Diario íntimo,157.
(4) Cf. Las máscaras de lo trágico (Trotta, Madrid 1996) 714-733.
(5) Cf. o.c., 714.
(6) Cf. o. c., 715.
(7) Cf. o. c., 716.
(8) Cf. o.c., 722-723.
(9) Cf. o.c., 723.
(10) Cf. o.c., 723.
(11) Cf. o.c., 731. El paréntesis es mío.
(12) Cf. o.c., 733.
(13) Cf. o.c., 733.
(14) Cf. Epistolario inédito II (Espasa-Calpe, Madrid 1991) 317.
A la luz de esta interpretación de San Manuel Bueno, mártir, podemos comprender de forma coherente todos sus pormenores. Destaquemos, entre ellos, el estilo y el sentido de los distintos «personajes».
El estilo presenta un carácter dulce, en abierta oposición a otros escritos unamunianos, un tanto adustos. Esta dulzura es expresión clara de la condición esperanzada de la obra, que abre un camino posible a la superación del «agonismo».
«Él me enseñó a vivir -confiesa Ángela cuando condensa sus recuerdos de Don Manuel-, él nos enseñó a vivir, a sentir la vida, a sentir el sentido de la vida, a sumergirnos en el alma de la montaña, en el alma del lago, en el alma del pueblo de la aldea, a perdernos en ellas para quedar en ellas. Él me enseñó con su vida a perderme en la vida del pueblo de mi aldea, y no sentía yo más pasar las horas, y los días y los años que no sentía pasar el agua del lago. Me parecía que mi vida hubiese de ser igual. No me sentía envejecer. No vivía yo ya en mí, sino que vivía en mi pueblo y mi pueblo vivía en mí. Yo quería decir lo que ellos, los míos, decían sin querer. Salía a la calle, que era la carretera, y, como conocía a todos, vivía en ellos y me olvidaba de mí, mientras que en Madrid (...), como a nadie conocía, sentíame en terrible soledad y torturada por tantos desconocidos» (76).
Los «personajes» de la novela son símbolo de diversas actitudes espirituales.
Don Manuel, descrito en la obra por Ángela, la fiel feligresa, representa al párroco tal como es visto por su pueblo: un hombre brillante, bueno, sacrificado, creador de unidad.
Blasillo el Bobo nos transmite la imagen que Don Manuel tenía de sí mismo: un hombre simple, que repite mecánicamente las doctrinas aprendidas en el seminario, pero no acaba de penetrar en su sentido último y de asumirlo personalmente.
El payaso sirve a Don Manuel para manifestar su convencimiento de que lo más importante en la vida es alegrar a los demás. En el fondo, el párroco se veía a sí mismo como un buen payaso que representa las distintas escenas de la vida religiosa ‒aunque estima que no cree en la vida eterna‒ para asegurar el sereno gozo de las gentes que le están confiadas.
Lázaro es reflejo de las personas que se han dejado deslumbrar por una idea «ilustrada» del progreso, tienen una idea empobrecida de lo que significa la fe y la Iglesia, y se enfrentan a ambas en el plano intelectual, al tiempo que desean imitar su capacidad creadora de formas intensas de unidad y entrega.
Ángela desempeña el papel de «portadora de la buena nueva», la gozosa noticia de que es posible superar el «agonismo» ‒el enfrentamiento de la vida intelectual, por una parte, y la vida volitiva y sentimental, por otra‒, ya que el conocimiento de las realidades de más alto rango, como son las personales, exige la vibración de toda la persona, y, por tanto, la colaboración de la voluntad, el sentimiento, la capacidad creativa... Ángela encarna al Unamuno que, en el Diario íntimo, ve la fe religiosa como una forma de adhesión personal, amorosa y sencilla, y piensa que, si vivimos como si creyéramos, acabamos creyendo. Ángela habla desde el interior del Unamuno conmovido por la experiencia religiosa vivida en 1897, el que afirma que, si fuera suficientemente humilde, no tendría dificultad alguna en asumir y vivir la fe.
Al interpretar así la figura de Ángela, descubrimos que la de don Manuel descrita por ella nos pone ante la imagen que Unamuno tenía ante el público: escritor espléndido, agitador de conciencias, hombre de alta cualificación espiritual. En cambio, Blasillo el Bobo nos da una idea del pobre concepto que se había formado de sí mismo el Unamuno que en el Diario íntimo se autocalifica de hombre enfermo de egoísmo, que repite sus proclamas de predicador laico pero no las vive interiormente por falta de la actitud de sencillez y bondad necesaria para ello.
Cuestiones para responder a la luz de la interpretación propuesta
Si el lector asume la interpretación de la obra unamuniana que hemos ofrecido anteriormente, podrá dar una explicación plausible a ciertas cuestiones enigmáticas del relato.
1. ¿Cómo se explica que el pueblo se llene de «una extraña congoja» cuando oye a Blasillo el Bobo repetir por el pueblo las palabras de Jesús: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?», palabras que el párroco leyó en voz alta al proclamar el evangelio del día de Viernes Santo?
2. ¿Qué sentido tiene el hecho de que Blasillo esté muy unido a Don Manuel durante la agonía de éste y muera al mismo tiempo que él?
3. Después de dar la absolución sacramental a Ángela, Don Manuel, el párroco, le pide a ella que le dé la absolución a él. ¿Cómo ha de entenderse aquí este gesto de «absolver»?
4. Lázaro se acercó un día a comulgar junto a los demás feligreses. ¿Tiene un sentido positivo este gesto?
5. Sabemos que la «tradición» no es un peso muerto que gravita sobre los hombres que viven en cada momento. Significa el hecho de que cada generación transmite a la siguiente un elenco de posibilidades de todo orden. Transmitir se dice en latín «tradere», de donde procede «traditio», tradición. Ángela ‒portavoz de la comunidad de fe que es la parroquia de Don Manuel‒ cree oír las campanas de la antigua iglesia de la Valverde de Lucerna sumergida en el lago cuando el párroco guardaba silencio al final del Credo y «su voz se zambullía, como en un lago, en la del pueblo todo (...)». Ese «oír las campanas de la vieja iglesia» ¿es una mera ilusión, una licencia poética, o expresa una realidad muy honda, propia de la vida espiritual de los pueblos?
NOTAS
(1) Cf. o.c. (Alianza Editorial, Madrid 1972, 2ª ed.).
(2) Véase mi Estética de la creatividad, 431-464.
(3)Cf. Diario íntimo,157.
(4) Cf. Las máscaras de lo trágico (Trotta, Madrid 1996) 714-733.
(5) Cf. o.c., 714.
(6) Cf. o. c., 715.
(7) Cf. o. c., 716.
(8) Cf. o.c., 722-723.
(9) Cf. o.c., 723.
(10) Cf. o.c., 723.
(11) Cf. o.c., 731. El paréntesis es mío.
(12) Cf. o.c., 733.
(13) Cf. o.c., 733.
(14) Cf. Epistolario inédito II (Espasa-Calpe, Madrid 1991) 317.