San Manuel Bueno, mártir,
Miguel de Unamuno II
I. La fe y las formas superiores de unidad
Para tener fe hay que adherirse a una comunidad de fe, vista como campo de juego y campo de iluminación. Esta inmersión humilla la pretensión racionalista de que el hombre es autosuficiente, por cuanto la fuerza de la razón le permite someterlo todo a control mediante el análisis. Cuando el hombre se percata de que en sí mismo no puede apoyarse, que la reclusión en su ser abre, en su realidad, un vacío abismal que produce vértigo y desesperación, puede adoptar dos actitudes; 1ª) entregarse obstinadamente a este proceso angustioso de autoaniquilación y sinsentido, 2) renunciar a la autosuficiencia individualista y reconocer que la vida humana florece en los acontecimientos relacionales.
Unamuno se decía a sí mismo insistentemente, en sus apuntes del Diario íntimo, que debía operar un giro radical en su actitud ante la existencia y vencer su tendencia a diferir la decisión definitiva.
«En mí mismo no puedo apoyarme; es inútil que intente engañarme y que me obstine en vivir en ilusiones y alimentarme de ellas. Necesito realidades» (1).
La realidad auténtica viene dada por las formas de unidad que surgen en los acontecimientos de encuentro. La realidad espiritual a la que el hombre se une por la fe es descubierta al encontrarse rigurosamente con Dios. Pero este encuentro plantea diversas exigencias ineludibles que el hombre sólo puede cumplir si adopta una actitud radical de generosidad, humildad y sencillez (2). La adopción de tal actitud implica la muerte del egoísmo autárquico, en cuyas redes confiesa Unamuno reiteradas veces haber caído. A esta luz cobra un sentido muy hondo la siguiente manifestación de don Manuel:
«Debo vivir para mi pueblo, morir para mi pueblo. ¿Cómo voy a salvar mi alma si no salvo la de mi pueblo (3).
En las meditaciones que lleva a cabo Unamuno al hilo del Diario íntimo cobra un significado muy denso la idea de «salvar el alma» frente a la vanidosa obsesión de «dejar un nombre» (4), lo cual es tan vano como escribir sobre la arena. Lo real es no caer en el vacío de la nada. Para salvarse de la nada, se requiere fe. A la fe se llega únicamente, subraya Unamuno, mediante la entrega a la caridad. Unamuno intuye que, mediante los recursos de un estilo de pensar modelado conforme a las exigencias de los meros objetos, es imposible conciliar las antinomias que plantean las grandes cuestiones de la existencia: llegar a plenitud personal a través de la entrega, ser autónomo al ser heterónomo, lograr la eternidad a través de la muerte... Al mismo tiempo, se hace cargo de que la vida humana es una fuente de luz para conciliar estos aspectos paradójicos cuando es una fuente de unidad. A través de la creatividad, muchos pseudodilemas se muestran como contrastes. Los términos dilemáticos se oponen. Los términos contrastados se tensionan y complementan (5).
Es ésta una luminosa clave hermenéutica que, en parte, fue ya adivinada por la filosofía de la acción de Maurice Blondel, la metodología de Wilhelm Dilthey, el pensamiento existencial desde Sören Kierkegaard a Martin Heidegger, Karl Jaspers y Gabriel Marcel. Cuando se desarrolla esta intuición y se la articula debidamente conforme a la teoría de la creatividad, se advierte que el conocimiento logrado a través de la acción creadora de formas superiores de unidad no es algo irracional; presenta una racionalidad peculiar. Pero Unamuno carecía de recursos metodológicos para clarificar los diversos modos de racionalidad y conciliar el conocimiento por fe y el conocimiento por vía intelectual. Se limita a subrayar la vinculación de la caridad y la fe, la bondad y el conocimiento espiritual.
«Dedicaos a una vida virtuosa; a hacer obras de verdadera caridad; a ser buenos, realmente buenos; a ser buenos y no meramente a hacer el bien; dedicaos a acallar vuestras pasiones (...); dedicaos a la virtud o pensad que habéis de dedicaros, y decidme con la mano puesta sobre el corazón, ¿no creéis que acabaríais creyendo? Si os entregaseis al ideal de perfección cristiana, ¿no terminaríais por confesar la fe cristiana?, ¿no brotaría de la caridad la fe?» (6).
La bondad es criterio de verdad porque es fundadora de campos de juego y de iluminación. En la línea de san Agustín y Pascal, Unamuno afirma: «Condúcete como si creyeras y acabarás creyendo» (7).
Unamuno siente la incitación a pensar que toda adhesión personal arranca de la fuerza interior del espíritu humano, pero en el Diario íntimo confiesa reiteradamente su convicción de que la adhesión en fe sólo es posible merced a la energía que produce el encuentro del hombre con el Dios que lo apela. Esta apelación es un don, una gracia. Al sentirse apelado, el hombre adquiere fuerza para responder creadoramente y fundar, en vinculación al que lo llama, un campo de juego, un encuentro personal. Salir al encuentro al que llama es querer creer, hallarse en camino hacia la luz de la fe. «Es ya gracia el deseo de creer, que nos hace merecer la gracia de orar, y con la oración logramos la gracia de creer» (8).
Muy bellamente piensa Unamuno que a veces el alma ‒entendida aquí como la vertiente racionalmente lúcida del ser humano‒ duerme a veces, y es despertada por el corazón, visto como la capacidad creadora de ámbitos de convivencia y entrega (9). Confiesa que el bien que ha hecho le ha concedido la gracia de despertar a una vida distinta, pero debe deponer el orgullo de creerse autosuficiente y abrirse al encuentro religioso y conferir, así, pleno sentido a «las obras buenas realizadas cuando sólo actuaba en un plano moral» (10). Desde una perspectiva infralúdica, objetivista, a Don Manuel su vida extravertida se le aparecía como una forma de vértigo que embriaga y hace olvidar. «Yo mismo, con esta mi loca actividad, me estoy administrando opio» (11).
En cambio, una vida de amor oblativo le lleva al Origen de toda bondad: «La existencia del amor es lo que prueba la exitencia del Dios padre. ¡El amor!, no un lazo interesado ni fundado en provecho, sino el amor, el puro deleite de sentirse juntos, de sentirnos hermanos, de sentirnos unos a otros” (12).
Esta experiencia de amor y unidad, que es fundadora de ámbitos de encuentro ‒en los que brota la luz y el sentido‒ es la que posibilita la "nueva mirada" de Ángela, su poder de superar ciertas interpretaciones parciales y esclerosadas de la fe.
La fe y la meditación
Desde la perspectiva lúdica en que se mueve de ordinario Ángela ‒la mensajera de la buena nueva‒, la actividad de don Manuel es fundadora de ámbitos, y se orienta, más bien, hacia el éxtasis de la unidad de integración que ilumina que hacia el vértigo de la unidad fusional que enceguece.
Esta «doctrina amorosa del conocimiento» fue durante años frenada ‒en Unamuno‒ por la tendencia a considerarlo todo como mero «espectáculo», simple pasto para construir pensamientos y elaborar obras literarias (13). Esta falta de compromiso existencial no permite crear campos de juego y sume al hombre en tinieblas. Unamuno reconoce haber sido víctima de la actitud intelectualista que piensa con frenética intensidad, pero sólo para producir pensamientos, adquirir dominio sobre la realidad y gloria en el mundo de la cultura, entendida como «mero soñar con el espíritu», en frase de Ferdinand Ebner (14). Unamuno tendía a considerarlo todo -hasta su misma conversión- como tema de análisis y materia de expresión literaria. La idea homérica de que «los dioses traman y cumplen la destrucción de los hombres para que los venideros tengan algo que contar» conduce al «literatismo» y al «esteticismo» de los escritores que -al modo de O. Wilde y G. D'Annunzio- toman el mundo como mero «espectáculo» (15). En esta línea esteticista -que significa la muerte espiritual- Unamuno consagró sus mejores energías a pensar -a «establecer relaciones entre ideas diversas»-, pero no a meditar (16).
«Meditar es considerar con amor fija y recogidamente un misterio, un mismo misterio, procurando llegar a su esencia amorosa, a su centro vivífico» (17).
Meditar es crear un campo de juego, entreverar dos ámbitos o campos de posibilidades de juego. «Se medita rezando, se piensa leyendo» (18).
Rezar significa invocar, dirigirse a una persona con toda la energía del propio ser, en forma comprometida y total. Leer se reduce, en muchos casos, a tomar nota de unos determinados contenidos en orden a incrementar los propios conocimientos y el poder consiguiente sobre lo real. Orar -en sentido amplio- implica entrar en relación receptivo-activa con las realidades misteriosas que «envuelven» a quien se inmerge en ellas y le ofrecen campos de posibilidades de juego creador. El que lee y no medita tiende a tomar todo objeto de conocimiento como un «problema», no como un «misterio» (G. Marcel). El problema es algo que el sujeto cognoscente sitúa en frente, como algo ob-jetivo, proyectable a distancia de modo incomprometido. Con realidades que están a distancia-de-indiferencia no puede el hombre hacer juego. Al no hacer juego, no se alumbra luz. Esto nos permite comprender en forma rigurosa la confesión siguiente de Unamuno: «Perdí mi fe pensando en los dogmas, en los misterios en cuanto dogmas; la recobro meditando en los misterios, en los dogmas en cuanto misterios» (19).
Tal forma de pensar era puramente analítica, objetivista, es decir, no comprometida personalmente, no lúdica, según confesión explícita de Unamuno: «Perdí la fe pensando mucho en el credo y tratando de racionalizar los misterios, de entenderlos de modo racional y más sutil. Por eso he escrito muchas veces que la teología mata al dogma. Y hoy, a medida que más pienso, más claros se me aparecen los dogmas y su armonía y su hondo sentido» (20).
Este segundo modo de pensar los dogmas es comprometido, orante, contemplativo. Donde hay que pensar y vivir el misterio, anota Unamuno, es en la oración (21). Esta inflexión del pensamiento de Unamuno, que va de la obsesión egoísta de controlarlo todo por vía de conocimiento libresco a la voluntad de dejarse guiar en la calma del diálogo contemplativo, queda reflejada en el consejo que da don Manuel a Ángela cuando ésta le confiesa sus inquietudes, dudas y tristezas. «¿Dónde has leído eso, marisabidilla? Todo eso es literatura. No te des demasiado a ella; ni siquiera a Santa Teresa» (p. 29).
Unamuno, decididamente, no quiere soñar la vida del espíritu, desea vivir plenamente una vida en el espíritu, una vida creadora de ámbitos de convivencia. La necesidad de vivir comprometidamente la vida espiritual fue destacada en la década de los años 20 por los pensadores dialógicos (F. Ebner, M. Buber, Fr. Rosenzweig...) y los existenciales (Heidegger, Jaspers, Marcel). Mucho antes que estos pensadores, e inspirado por las mismas fuentes -el Evangelio de San Juan, el pensamiento "existencial" de Sören Kierkegaard...-, Unamuno entrevió que la realidad presenta diversos planos y cada uno exige -según su rango- un modo específico de acceso. Estas formas de acceso plantean exigencias determinadas. Para conocer una cosa -una realidad medible, asible, sometible a cálculo matemático- no hace falta sino dominar la técnica adecuada para ello. En cambio, el conocimiento de una realidad que sólo se nos revela al encontrarnos con ella -una obra de arte, una persona, una institución...- exige que le salgamos al encuentro, lo cual implica ser responsables, capaces de responder a la apelación de un valor. Tal forma de respuesta entraña la voluntad de dejarse enriquecer, lo que requiere humildad. "Hay que buscar la verdad y no la razón de las cosas, y la verdad se busca con la humildad" (22).
El hombre se siente menesteroso por cuanto se sabe finito. Esta conciencia de caducidad choca penosamente con su afán radical de perduración. Si es humilde, y acepta su forma de ser con cuanto implica, reconocerá que en ella se revela indirectamente la existencia del ser que puede saciar ese anhelo profundo, esencial. El "hambre de Dios" suscita la "voluntad de que Dios exista", y este querer básico alumbra en nosotros la convicción de que Dios existe. Tal convicción presenta un modo peculiar de racionalidad, que no significa dominio intelectual, sino coherencia, amparo, plenitud de sentido. "Verdad es el asiento y la paz" (23). "... Al ir hundiéndome en el escepticismo racional, de una parte, y en la desesperación sentimental, de otra, se me encendió el hambre de Dios, y el ahogo de espíritu me hizo sentir, con su falta, su realidad" (24).
La asfixia espiritual se calma en el encuentro, que no inspira la certeza que sigue a una demostración pero sí un sentimiento profundo de confianza. Al realizar la experiencia reversible del encuentro, el hombre se ve confiadamente acogido y perfeccionado. Este enriquecimiento acompaña siempre a la "verdad existencial". El hombre se siente verdadero hombre cuando se encuentra con todo aquello que necesita para desarrollarse plenamente. Este tipo de verdad no la crea el hombre, ni la descubre como algo distinto de él y distante; colabora a alumbrarla y se siente nutrido espiritualmente por ella. Estamos ante el concepto existencial de verdad, que se da de modo eminente en la vida religiosa.
Fatigado de tanto buscar en vano la fe a través del entendimiento analítico, Unamuno comprende que la vía regia para encontrarla es la inserción activa en el ámbito de la Iglesia, en la comunicación de los fieles, vivos y muertos, que están enraizados en Cristo (25). Don Manuel, el párroco, se sumerge en el ámbito de fe del pueblo creyente, y, aunque cree no creer debido, sin duda, a que sigue manteniendo una idea de la fe demasiado intelectualista , se halla de hecho en el campo de luz que supone el encuentro entre los hombres y Dios.
Este amplio comentario a la actitud de Unamuno respecto a la relación entre la fe y la caridad era necesario para hallar la clave hermenéutica de la obra San Manuel Bueno, mártir, clave contenida en las frases enigmáticas con que Ángela da fin a su relato: «Y ahora, al escribir esta memoria, esta confesión íntima de mi experiencia de la santidad ajena, creo que don Manuel Bueno, que mi San Manuel y que mi hermano Lázaro se murieron creyendo no creer lo que más nos interesa, pero, sin creer creerlo, creyéndolo en una desolación activa y resignada» (p. 76).
II. Interpretación de la obra a la luz de sus experiencias nucleares
Una vez rehecha la experiencia básica de la relación entre fe y caridad, fracaso de la razón analítica y primacía de la actividad creadora de ámbitos, se abre un horizonte de comprensión en el que hallan su pleno sentido todos los pormenores de la obra.
El clima evangélico
Tanto el paisaje en el que se mueven los personajes como los ámbitos que éstos van creando entre sí recuerdan de modo expreso el mundo del Evangelio. Todos los acontecimientos narrados se desarrollan entre un lago y una montaña. En la memoria se aviva el lago de Genesaret, el monte de los Olivos, el monte Tabor, el sermón de la montaña, el monte Calvario... Lázaro y Ángela, su hermana, son amigos de don Manuel y le ayudan en su labor apostólica, como sucedió en su día con Lázaro de Betania y sus hermanas Marta y María, respecto a Jesús. Lázaro descubre abiertamente esta analogía cuando exclama, refiriéndose a don Manuel: «Él me hizo un hombre nuevo, un verdadero Lázaro, un resucitado. El me dio fe» (p. 76).
Don Manuel viene a ser un trasunto de la figura de Jesús. Manuel –“Emmanuel- significa «Dios con nosotros». Don Manuel es el representante de Dios ante el pueblo, su ministro, el promotor de su vida espiritual. Se pasa la vida haciendo el bien -como dice de Jesús la Sagrada Escritura-, llevando el consuelo a todos y convirtiéndose a sí mismo en un lugar de refugio, un lago o «piscina probática» donde realizaba curaciones sorprendentes (p. 14). Su voz sugestiva -«qué milagro de voz»- trasmitía en todo momento palabras de vida eterna: «No juzguéis y no seréis juzgados» (p. 17). «Dé usted, señor juez, al César lo que es del César, que yo daré a Dios lo que es de Dios» (p. 17). «Nuestro reino, Lázaro, no es de este mundo» (p. 57). «En tus manos encomien¬do mi espíritu» (p. 40). «Mi alma está triste hasta la muerte» (p. 59).
La figura de don Manuel se identifica de modo singular con la figura de Jesús abandonado en la cruz. «Cuando en el sermón de Viernes Santo clamaba aquello de ´Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?´, pasaba por el pueblo todo un temblor hondo como por sobre las aguas del lago en días de cierzo de hostigo. Y era como si oyesen a nuestro Señor Jesucristo mismo...» (p.16).
En el momento en que Ángela se hace cargo claramente del drama interno de don Manuel, Blasillo el Bobo pasa clamando su «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado», y «Lázaro -comenta Ángela- se estremeció creyendo oír la voz de don Manuel, acaso la de nuestro Señor Jesucristo» (p. 45).
Hasta tal punto quiere extremar Unamuno la semejanza del tormento de don Manuel con la situación de abandono que debió de vivir Jesús que llega a poner en boca del párroco estas palabras que Ángela no pudo oír sin estremecimiento: «Reza, hija mía, reza por nosotros (...), y reza también por nuestro Señor Jesucristo» (p. 61).
Ángela reza el «Hágase tu voluntad...» del Padrenuestro "pensando en el grito de abandono de nuestros dos Cristos, el de esta Tierra y el de esta aldea» (p. 61).
Tales analogías y otras de carácter estilístico o anecdótico -«Dejadle que se me acerque» (p. 67), «Y entonces, pues era de madrugada, cantó un gallo» (p. 44)- quieren poner de manifiesto ante el lector que esta obra se mueve en un nivel de hondura creadora, de máximo compromiso existencial, pues está en juego la salvación definitiva de un hombre y un pueblo.
Todo acontece en el plano «intrahistórico» de la fundación de ámbitos, de la creación de interrelaciones que deciden el sentido cabal de la existencia del hombre, la salvación o la anulación de la personalidad de cada una de las personas. «Lo intrahistórico es lo supratemporal y, por eso, lo eternamente humano», explica Unamuno en su libro En torno al casticismo. Si Unamuno -en contra de su costumbre- introduce en San Manuel Bueno, mártir elementos paisajísticos, no es con intención decorativa, sino para mostrar la profunda unidad de integración que don Manuel intentaba fundar entre él y todas las realidades del entorno, las personales e incluso las infrapersonales. Ángela, como portavoz de la actitud espiritual de don Manuel, deja entrever el sentido profundo, radicalmente franciscano, de este nexo amoroso entre las distintas realidades cuando exclama: «Habré de rezar también por el lago y la montaña» (p. 61).
La fundación de modos eminentes de unidad es el camino para la salvación de la personalidad humana, para elevarse a una vida nueva y redimirse de la caída en la nada. Un lago y una montaña estrechan entre sí a un pequeño pueblo, que se apiña en torno a su párroco, un hombre bueno que cree no creer y pone su vida a la sola carta de la creación de unidad con el pueblo, sobre todo con dos hermanos: un hijo pródigo que vuelva a la casa paterna y una mujer sencilla que vibra con todas las causas nobles.
Miguel de Unamuno II
I. La fe y las formas superiores de unidad
Para tener fe hay que adherirse a una comunidad de fe, vista como campo de juego y campo de iluminación. Esta inmersión humilla la pretensión racionalista de que el hombre es autosuficiente, por cuanto la fuerza de la razón le permite someterlo todo a control mediante el análisis. Cuando el hombre se percata de que en sí mismo no puede apoyarse, que la reclusión en su ser abre, en su realidad, un vacío abismal que produce vértigo y desesperación, puede adoptar dos actitudes; 1ª) entregarse obstinadamente a este proceso angustioso de autoaniquilación y sinsentido, 2) renunciar a la autosuficiencia individualista y reconocer que la vida humana florece en los acontecimientos relacionales.
Unamuno se decía a sí mismo insistentemente, en sus apuntes del Diario íntimo, que debía operar un giro radical en su actitud ante la existencia y vencer su tendencia a diferir la decisión definitiva.
«En mí mismo no puedo apoyarme; es inútil que intente engañarme y que me obstine en vivir en ilusiones y alimentarme de ellas. Necesito realidades» (1).
La realidad auténtica viene dada por las formas de unidad que surgen en los acontecimientos de encuentro. La realidad espiritual a la que el hombre se une por la fe es descubierta al encontrarse rigurosamente con Dios. Pero este encuentro plantea diversas exigencias ineludibles que el hombre sólo puede cumplir si adopta una actitud radical de generosidad, humildad y sencillez (2). La adopción de tal actitud implica la muerte del egoísmo autárquico, en cuyas redes confiesa Unamuno reiteradas veces haber caído. A esta luz cobra un sentido muy hondo la siguiente manifestación de don Manuel:
«Debo vivir para mi pueblo, morir para mi pueblo. ¿Cómo voy a salvar mi alma si no salvo la de mi pueblo (3).
En las meditaciones que lleva a cabo Unamuno al hilo del Diario íntimo cobra un significado muy denso la idea de «salvar el alma» frente a la vanidosa obsesión de «dejar un nombre» (4), lo cual es tan vano como escribir sobre la arena. Lo real es no caer en el vacío de la nada. Para salvarse de la nada, se requiere fe. A la fe se llega únicamente, subraya Unamuno, mediante la entrega a la caridad. Unamuno intuye que, mediante los recursos de un estilo de pensar modelado conforme a las exigencias de los meros objetos, es imposible conciliar las antinomias que plantean las grandes cuestiones de la existencia: llegar a plenitud personal a través de la entrega, ser autónomo al ser heterónomo, lograr la eternidad a través de la muerte... Al mismo tiempo, se hace cargo de que la vida humana es una fuente de luz para conciliar estos aspectos paradójicos cuando es una fuente de unidad. A través de la creatividad, muchos pseudodilemas se muestran como contrastes. Los términos dilemáticos se oponen. Los términos contrastados se tensionan y complementan (5).
Es ésta una luminosa clave hermenéutica que, en parte, fue ya adivinada por la filosofía de la acción de Maurice Blondel, la metodología de Wilhelm Dilthey, el pensamiento existencial desde Sören Kierkegaard a Martin Heidegger, Karl Jaspers y Gabriel Marcel. Cuando se desarrolla esta intuición y se la articula debidamente conforme a la teoría de la creatividad, se advierte que el conocimiento logrado a través de la acción creadora de formas superiores de unidad no es algo irracional; presenta una racionalidad peculiar. Pero Unamuno carecía de recursos metodológicos para clarificar los diversos modos de racionalidad y conciliar el conocimiento por fe y el conocimiento por vía intelectual. Se limita a subrayar la vinculación de la caridad y la fe, la bondad y el conocimiento espiritual.
«Dedicaos a una vida virtuosa; a hacer obras de verdadera caridad; a ser buenos, realmente buenos; a ser buenos y no meramente a hacer el bien; dedicaos a acallar vuestras pasiones (...); dedicaos a la virtud o pensad que habéis de dedicaros, y decidme con la mano puesta sobre el corazón, ¿no creéis que acabaríais creyendo? Si os entregaseis al ideal de perfección cristiana, ¿no terminaríais por confesar la fe cristiana?, ¿no brotaría de la caridad la fe?» (6).
La bondad es criterio de verdad porque es fundadora de campos de juego y de iluminación. En la línea de san Agustín y Pascal, Unamuno afirma: «Condúcete como si creyeras y acabarás creyendo» (7).
Unamuno siente la incitación a pensar que toda adhesión personal arranca de la fuerza interior del espíritu humano, pero en el Diario íntimo confiesa reiteradamente su convicción de que la adhesión en fe sólo es posible merced a la energía que produce el encuentro del hombre con el Dios que lo apela. Esta apelación es un don, una gracia. Al sentirse apelado, el hombre adquiere fuerza para responder creadoramente y fundar, en vinculación al que lo llama, un campo de juego, un encuentro personal. Salir al encuentro al que llama es querer creer, hallarse en camino hacia la luz de la fe. «Es ya gracia el deseo de creer, que nos hace merecer la gracia de orar, y con la oración logramos la gracia de creer» (8).
Muy bellamente piensa Unamuno que a veces el alma ‒entendida aquí como la vertiente racionalmente lúcida del ser humano‒ duerme a veces, y es despertada por el corazón, visto como la capacidad creadora de ámbitos de convivencia y entrega (9). Confiesa que el bien que ha hecho le ha concedido la gracia de despertar a una vida distinta, pero debe deponer el orgullo de creerse autosuficiente y abrirse al encuentro religioso y conferir, así, pleno sentido a «las obras buenas realizadas cuando sólo actuaba en un plano moral» (10). Desde una perspectiva infralúdica, objetivista, a Don Manuel su vida extravertida se le aparecía como una forma de vértigo que embriaga y hace olvidar. «Yo mismo, con esta mi loca actividad, me estoy administrando opio» (11).
En cambio, una vida de amor oblativo le lleva al Origen de toda bondad: «La existencia del amor es lo que prueba la exitencia del Dios padre. ¡El amor!, no un lazo interesado ni fundado en provecho, sino el amor, el puro deleite de sentirse juntos, de sentirnos hermanos, de sentirnos unos a otros” (12).
Esta experiencia de amor y unidad, que es fundadora de ámbitos de encuentro ‒en los que brota la luz y el sentido‒ es la que posibilita la "nueva mirada" de Ángela, su poder de superar ciertas interpretaciones parciales y esclerosadas de la fe.
La fe y la meditación
Desde la perspectiva lúdica en que se mueve de ordinario Ángela ‒la mensajera de la buena nueva‒, la actividad de don Manuel es fundadora de ámbitos, y se orienta, más bien, hacia el éxtasis de la unidad de integración que ilumina que hacia el vértigo de la unidad fusional que enceguece.
Esta «doctrina amorosa del conocimiento» fue durante años frenada ‒en Unamuno‒ por la tendencia a considerarlo todo como mero «espectáculo», simple pasto para construir pensamientos y elaborar obras literarias (13). Esta falta de compromiso existencial no permite crear campos de juego y sume al hombre en tinieblas. Unamuno reconoce haber sido víctima de la actitud intelectualista que piensa con frenética intensidad, pero sólo para producir pensamientos, adquirir dominio sobre la realidad y gloria en el mundo de la cultura, entendida como «mero soñar con el espíritu», en frase de Ferdinand Ebner (14). Unamuno tendía a considerarlo todo -hasta su misma conversión- como tema de análisis y materia de expresión literaria. La idea homérica de que «los dioses traman y cumplen la destrucción de los hombres para que los venideros tengan algo que contar» conduce al «literatismo» y al «esteticismo» de los escritores que -al modo de O. Wilde y G. D'Annunzio- toman el mundo como mero «espectáculo» (15). En esta línea esteticista -que significa la muerte espiritual- Unamuno consagró sus mejores energías a pensar -a «establecer relaciones entre ideas diversas»-, pero no a meditar (16).
«Meditar es considerar con amor fija y recogidamente un misterio, un mismo misterio, procurando llegar a su esencia amorosa, a su centro vivífico» (17).
Meditar es crear un campo de juego, entreverar dos ámbitos o campos de posibilidades de juego. «Se medita rezando, se piensa leyendo» (18).
Rezar significa invocar, dirigirse a una persona con toda la energía del propio ser, en forma comprometida y total. Leer se reduce, en muchos casos, a tomar nota de unos determinados contenidos en orden a incrementar los propios conocimientos y el poder consiguiente sobre lo real. Orar -en sentido amplio- implica entrar en relación receptivo-activa con las realidades misteriosas que «envuelven» a quien se inmerge en ellas y le ofrecen campos de posibilidades de juego creador. El que lee y no medita tiende a tomar todo objeto de conocimiento como un «problema», no como un «misterio» (G. Marcel). El problema es algo que el sujeto cognoscente sitúa en frente, como algo ob-jetivo, proyectable a distancia de modo incomprometido. Con realidades que están a distancia-de-indiferencia no puede el hombre hacer juego. Al no hacer juego, no se alumbra luz. Esto nos permite comprender en forma rigurosa la confesión siguiente de Unamuno: «Perdí mi fe pensando en los dogmas, en los misterios en cuanto dogmas; la recobro meditando en los misterios, en los dogmas en cuanto misterios» (19).
Tal forma de pensar era puramente analítica, objetivista, es decir, no comprometida personalmente, no lúdica, según confesión explícita de Unamuno: «Perdí la fe pensando mucho en el credo y tratando de racionalizar los misterios, de entenderlos de modo racional y más sutil. Por eso he escrito muchas veces que la teología mata al dogma. Y hoy, a medida que más pienso, más claros se me aparecen los dogmas y su armonía y su hondo sentido» (20).
Este segundo modo de pensar los dogmas es comprometido, orante, contemplativo. Donde hay que pensar y vivir el misterio, anota Unamuno, es en la oración (21). Esta inflexión del pensamiento de Unamuno, que va de la obsesión egoísta de controlarlo todo por vía de conocimiento libresco a la voluntad de dejarse guiar en la calma del diálogo contemplativo, queda reflejada en el consejo que da don Manuel a Ángela cuando ésta le confiesa sus inquietudes, dudas y tristezas. «¿Dónde has leído eso, marisabidilla? Todo eso es literatura. No te des demasiado a ella; ni siquiera a Santa Teresa» (p. 29).
Unamuno, decididamente, no quiere soñar la vida del espíritu, desea vivir plenamente una vida en el espíritu, una vida creadora de ámbitos de convivencia. La necesidad de vivir comprometidamente la vida espiritual fue destacada en la década de los años 20 por los pensadores dialógicos (F. Ebner, M. Buber, Fr. Rosenzweig...) y los existenciales (Heidegger, Jaspers, Marcel). Mucho antes que estos pensadores, e inspirado por las mismas fuentes -el Evangelio de San Juan, el pensamiento "existencial" de Sören Kierkegaard...-, Unamuno entrevió que la realidad presenta diversos planos y cada uno exige -según su rango- un modo específico de acceso. Estas formas de acceso plantean exigencias determinadas. Para conocer una cosa -una realidad medible, asible, sometible a cálculo matemático- no hace falta sino dominar la técnica adecuada para ello. En cambio, el conocimiento de una realidad que sólo se nos revela al encontrarnos con ella -una obra de arte, una persona, una institución...- exige que le salgamos al encuentro, lo cual implica ser responsables, capaces de responder a la apelación de un valor. Tal forma de respuesta entraña la voluntad de dejarse enriquecer, lo que requiere humildad. "Hay que buscar la verdad y no la razón de las cosas, y la verdad se busca con la humildad" (22).
El hombre se siente menesteroso por cuanto se sabe finito. Esta conciencia de caducidad choca penosamente con su afán radical de perduración. Si es humilde, y acepta su forma de ser con cuanto implica, reconocerá que en ella se revela indirectamente la existencia del ser que puede saciar ese anhelo profundo, esencial. El "hambre de Dios" suscita la "voluntad de que Dios exista", y este querer básico alumbra en nosotros la convicción de que Dios existe. Tal convicción presenta un modo peculiar de racionalidad, que no significa dominio intelectual, sino coherencia, amparo, plenitud de sentido. "Verdad es el asiento y la paz" (23). "... Al ir hundiéndome en el escepticismo racional, de una parte, y en la desesperación sentimental, de otra, se me encendió el hambre de Dios, y el ahogo de espíritu me hizo sentir, con su falta, su realidad" (24).
La asfixia espiritual se calma en el encuentro, que no inspira la certeza que sigue a una demostración pero sí un sentimiento profundo de confianza. Al realizar la experiencia reversible del encuentro, el hombre se ve confiadamente acogido y perfeccionado. Este enriquecimiento acompaña siempre a la "verdad existencial". El hombre se siente verdadero hombre cuando se encuentra con todo aquello que necesita para desarrollarse plenamente. Este tipo de verdad no la crea el hombre, ni la descubre como algo distinto de él y distante; colabora a alumbrarla y se siente nutrido espiritualmente por ella. Estamos ante el concepto existencial de verdad, que se da de modo eminente en la vida religiosa.
Fatigado de tanto buscar en vano la fe a través del entendimiento analítico, Unamuno comprende que la vía regia para encontrarla es la inserción activa en el ámbito de la Iglesia, en la comunicación de los fieles, vivos y muertos, que están enraizados en Cristo (25). Don Manuel, el párroco, se sumerge en el ámbito de fe del pueblo creyente, y, aunque cree no creer debido, sin duda, a que sigue manteniendo una idea de la fe demasiado intelectualista , se halla de hecho en el campo de luz que supone el encuentro entre los hombres y Dios.
Este amplio comentario a la actitud de Unamuno respecto a la relación entre la fe y la caridad era necesario para hallar la clave hermenéutica de la obra San Manuel Bueno, mártir, clave contenida en las frases enigmáticas con que Ángela da fin a su relato: «Y ahora, al escribir esta memoria, esta confesión íntima de mi experiencia de la santidad ajena, creo que don Manuel Bueno, que mi San Manuel y que mi hermano Lázaro se murieron creyendo no creer lo que más nos interesa, pero, sin creer creerlo, creyéndolo en una desolación activa y resignada» (p. 76).
II. Interpretación de la obra a la luz de sus experiencias nucleares
Una vez rehecha la experiencia básica de la relación entre fe y caridad, fracaso de la razón analítica y primacía de la actividad creadora de ámbitos, se abre un horizonte de comprensión en el que hallan su pleno sentido todos los pormenores de la obra.
El clima evangélico
Tanto el paisaje en el que se mueven los personajes como los ámbitos que éstos van creando entre sí recuerdan de modo expreso el mundo del Evangelio. Todos los acontecimientos narrados se desarrollan entre un lago y una montaña. En la memoria se aviva el lago de Genesaret, el monte de los Olivos, el monte Tabor, el sermón de la montaña, el monte Calvario... Lázaro y Ángela, su hermana, son amigos de don Manuel y le ayudan en su labor apostólica, como sucedió en su día con Lázaro de Betania y sus hermanas Marta y María, respecto a Jesús. Lázaro descubre abiertamente esta analogía cuando exclama, refiriéndose a don Manuel: «Él me hizo un hombre nuevo, un verdadero Lázaro, un resucitado. El me dio fe» (p. 76).
Don Manuel viene a ser un trasunto de la figura de Jesús. Manuel –“Emmanuel- significa «Dios con nosotros». Don Manuel es el representante de Dios ante el pueblo, su ministro, el promotor de su vida espiritual. Se pasa la vida haciendo el bien -como dice de Jesús la Sagrada Escritura-, llevando el consuelo a todos y convirtiéndose a sí mismo en un lugar de refugio, un lago o «piscina probática» donde realizaba curaciones sorprendentes (p. 14). Su voz sugestiva -«qué milagro de voz»- trasmitía en todo momento palabras de vida eterna: «No juzguéis y no seréis juzgados» (p. 17). «Dé usted, señor juez, al César lo que es del César, que yo daré a Dios lo que es de Dios» (p. 17). «Nuestro reino, Lázaro, no es de este mundo» (p. 57). «En tus manos encomien¬do mi espíritu» (p. 40). «Mi alma está triste hasta la muerte» (p. 59).
La figura de don Manuel se identifica de modo singular con la figura de Jesús abandonado en la cruz. «Cuando en el sermón de Viernes Santo clamaba aquello de ´Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?´, pasaba por el pueblo todo un temblor hondo como por sobre las aguas del lago en días de cierzo de hostigo. Y era como si oyesen a nuestro Señor Jesucristo mismo...» (p.16).
En el momento en que Ángela se hace cargo claramente del drama interno de don Manuel, Blasillo el Bobo pasa clamando su «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado», y «Lázaro -comenta Ángela- se estremeció creyendo oír la voz de don Manuel, acaso la de nuestro Señor Jesucristo» (p. 45).
Hasta tal punto quiere extremar Unamuno la semejanza del tormento de don Manuel con la situación de abandono que debió de vivir Jesús que llega a poner en boca del párroco estas palabras que Ángela no pudo oír sin estremecimiento: «Reza, hija mía, reza por nosotros (...), y reza también por nuestro Señor Jesucristo» (p. 61).
Ángela reza el «Hágase tu voluntad...» del Padrenuestro "pensando en el grito de abandono de nuestros dos Cristos, el de esta Tierra y el de esta aldea» (p. 61).
Tales analogías y otras de carácter estilístico o anecdótico -«Dejadle que se me acerque» (p. 67), «Y entonces, pues era de madrugada, cantó un gallo» (p. 44)- quieren poner de manifiesto ante el lector que esta obra se mueve en un nivel de hondura creadora, de máximo compromiso existencial, pues está en juego la salvación definitiva de un hombre y un pueblo.
Todo acontece en el plano «intrahistórico» de la fundación de ámbitos, de la creación de interrelaciones que deciden el sentido cabal de la existencia del hombre, la salvación o la anulación de la personalidad de cada una de las personas. «Lo intrahistórico es lo supratemporal y, por eso, lo eternamente humano», explica Unamuno en su libro En torno al casticismo. Si Unamuno -en contra de su costumbre- introduce en San Manuel Bueno, mártir elementos paisajísticos, no es con intención decorativa, sino para mostrar la profunda unidad de integración que don Manuel intentaba fundar entre él y todas las realidades del entorno, las personales e incluso las infrapersonales. Ángela, como portavoz de la actitud espiritual de don Manuel, deja entrever el sentido profundo, radicalmente franciscano, de este nexo amoroso entre las distintas realidades cuando exclama: «Habré de rezar también por el lago y la montaña» (p. 61).
La fundación de modos eminentes de unidad es el camino para la salvación de la personalidad humana, para elevarse a una vida nueva y redimirse de la caída en la nada. Un lago y una montaña estrechan entre sí a un pequeño pueblo, que se apiña en torno a su párroco, un hombre bueno que cree no creer y pone su vida a la sola carta de la creación de unidad con el pueblo, sobre todo con dos hermanos: un hijo pródigo que vuelva a la casa paterna y una mujer sencilla que vibra con todas las causas nobles.
El carácter sacramental de la fiesta
Al vincularse don Manuel al pueblo con unidad de integración, tiene lugar un acontecimiento festivo de encuentro, de entreveramiento de ámbitos; se funda un campo de juego y se produce, consiguientemente, un alumbramiento de sentido y una eclosión de belleza. Bellos y luminosos son los encuentros de don Manuel con el pueblo debido a su carácter simbólico; remiten a un tipo de vinculación más profunda que la que resalta a primera vista. Don Manuel quiere fomentar la comunión espiritual de vivos y muertos, de los que desarrollan su existencia en Valverde de Lucerna y los que yacen bajo las aguas del lago en la villa sepultada. El encuentro del párroco con la juventud en el baile del pueblo es visto por Ángela como signo de otro género más elevado de unión. Presenta, por ello, una especie de carácter «sacramental»:
«Y más de una vez se puso él a tocar el tamboril para que los mozos y la mozas bailasen, y esto, que en otro hubiera parecido grotesca profanación del sacerdocio, en él tomaba un sagrado carácter y como de rito religioso. Sonaba el Ángelus, dejaba el tamboril y el palillo, se descubría, y todos con él, y rezaba: El Ángel del Señor anunció a María; Ave María... » (p. 22)
La mujer y su poder creador de unidad
Es muy significativa la coincidencia que se da respecto a la devoción mariana en don Manuel y en el Unamuno del Diario íntimo. El susurro del agua del lago suscita en la mente de don Manuel el recuerdo de la letanía del Rosario, en concreto de la invocación: «Puerta del cielo, ruega por nosotros» (p. 56). Unamuno veía a María como la mujer receptiva por excelencia, la que renunció a todo e hizo el vacío en sí misma para ser colmada por Dios (26) y constituirse en el lugar de encuentro del hombre con la divinidad. En este lugar de acogimiento y encuentro recibe María al hombre que quiere ir a Dios. Por eso María, la «humilde y obediente», la madre de la Iglesia, es madre también en cuanto ofrece a los hombres de todas las generaciones un campo de juego creador de modos elevadísimos de unidad. «La Iglesia es el cuerpo en que la tradición vive, es el cuerpo en que se encarna el Verbo» (27).
Unamuno, en el Diario íntimo, destaca con la mayor energía la fecundidad de la unidad, que cobija al hombre y lo impulsa hacia lo trascendente. «¡Augusto misterio el del amor! La existencia del amor es lo que prueba la existencia de Dios Padre» (28). El amor es generosidad, olvido de sí, entrega a la nada de la purificación de todo egoísmo. «Sólo haciéndonos nada, llegaremos a serlo todo; sólo reconociendo la nada de nuestra razón, cobraremos por la fe el todo de la verdad» (29).
María, son su fiat humilde y obediente (30), constituye para nosotros el lugar del anonadamiento ante Dios y, por tanto, la vía real de la salvación. «A las mujeres se debe acaso la conservación de la fe, ellas mantienen con su silencio la tradición de la piedad. La humanidad ascendiendo a Dios la simboliza María, ascendiendo a Dios ayudada de su gracia; Cristo es Dios descendiendo a la humanidad, a María» (31).
Esta alta valoración que hace Unamuno de la maternidad como actitud de acogimiento, encuentro y donación, explica que don Manuel, el párroco, pida la absolución a Ángela, la feligresa. Vemos de nuevo cómo en los pasajes más difíciles de interpretar fracasa una y otra vez el punto de vista psicológico, el sociológico, el jurídico... Sólo desde la perspectiva del juego y de los ámbitos es posible descubrir el sentido cabal de acontecimientos que resultan sorprendentes por ser creativos. Ángela es vista por don Manuel como la portavoz del pueblo creyente, en cuyo ámbito de fe desea ser asumido de modo expreso. Ángela se sintió «como penetrada de un extraño sacerdocio», y notó que se le estremecían «sus entrañas maternales», es decir, que entraba en juego su función acogedora de mujer abierta a la comunión de los espíritus. No por azar, el Unamuno del Diario íntimo destaca el papel integrador -no sólo conciliador- de la confesión, y lamenta su indecisión para acudir a ella y adentrarse en el campo de unidad y luz de la Iglesia.
El juego instaurador de vínculos y de luz
De lo antedicho se desprende que don Manuel rehúye la soledad y la quietud de la reflexión para entregarse a una actividad creadora de ámbitos y de unidad, no para perderse en un activismo de vértigo, que implica modos fusionales de unidad, tan intensos como pobres. No sustituye la meditación por la acción superficial; quiere superar la precariedad e insuficiencia del pensar racionalista mediante un tipo de actividad que florece en una fecunda comunión de espíritus.
Esta fecundidad explica que Lázaro, joven lastrado de prejuicios contra los eclesiásticos y su supuesta voluntad manipuladora de los hombres, se rinda ante don Manuel y entre en su juego , «su divino, su santísimo juego» (p. 77), que también prendió y entusiasmó a Ángela, la mujer sensible que actúa aquí de «ángel mensajero» de la buena nueva de la fe soterrada de Lázaro, el resucitado, y de don Manuel, el mártir, el testigo de la resurrección de Jesús (p. 77).
Ángela, desde su atalaya de confidente de ambos luchadores por la fe y el amor, advierte en su madurez que su fe no tiene la serenidad confiada de antes, que una lucha contra la duda se alza en su interior, pero se siente instalada en la unidad de su pueblo, al que se ha entregado con una generosidad total. «No vivía yo ya en mí, sino que vivía en mi pueblo, y mi pueblo vivía en mí. Yo quería decir lo que ellos, los míos, decían sin querer» (p. 76).
Desde la perspectiva lúdica, se comprende que Ángela se sienta ahogada en la ciudad y añore la vista del lago y la montaña y la presencia de don Manuel. Cuando no se está «ambitalizado», la ciudad más populosa se convierte en un desierto sin rutas en el que no cabe hacer juego (p. 34). En su aldea, con su aparente inmovilidad, Ángela experimenta todo el dinamismo del entreveramiento de ámbitos, merced al cual ejerce respecto de don Manuel el papel de hija y de madre, doble relación que puede parecer antinómica en el nivel 1, pero que resulta perfectamente inteligible en el nivel 2, el del juego personal.
En un principio, Lázaro no entiende la actitud de don Manuel y de Ángela porque sus prejuicios laicistas y su atención exclusivista al progreso material le impiden entrar en juego con ellos. Desde un nivel inferior no pueden comprenderse las realidades situadas en niveles superiores. Lázaro no se deja apelar por la realidad y no logra explicarse el apego que su hermana y su madre tienen por una aldea «feudal y medieval», dominada a su juicio servilmente por los eclesiásticos. Pero poco a poco se deja impresionar por la riqueza que brota en la unión de todos los ámbitos que se entrecruzan en Valverde de Lucerna: el párroco, el pueblo, el lago, la montaña, la villa sumergida con las almas de los antepasados... Y Lázaro un día accede a comulgar, a participar en el banquete sacrificial de la eucaristía y compartir el pan de la amistad espiritual. Ángela destaca emotivamente el clima de unidad que se formó en la ceremonia. La emoción auténtica sigue a la creatividad como la sombra al cuerpo.
«Y llegó el día de la comunión, ante el pueblo todo, con el pueblo todo. Cuando llegó la vez a mi hermano, pude ver que don Manuel, tan blanco como la nieve de enero en la montaña, y temblando como tiembla el lago cuando le hostiga el cierzo, se le acercó con la sagrada forma en la mano, y de tal modo le temblaba ésta al arrimarla a la boca de Lázaro que se le cayó la forma al tiempo que le daba un vahído. Y fue mi hermano mismo quien recogió la hostia y se la llevó a la boca. Y el pueblo, al ver llorar a don Manuel, lloró, diciéndose: ¡Cómo le quiere! Y entonces, pues era la madrugada, contó un gallo» (p. 44).
En este denso párrafo se aúnan muy diversos elementos: la emoción de dos hombres que creen no creer al verse en medio de un pueblo apiñado que los acoge con el calor de su fe inconmovible; el llanto de don Manuel ante la falta de fe -la muerte espi-ritual- de su amigo Lázaro; el sobrecogimiento ante el posible sentido de traición que el gesto de comulgar sin sentirse unido en la fe podría implicar; el desconcierto y la vacilación del párroco al llegar el momento de hacer partícipe a Lázaro de la eucaristía; la decisión de Lázaro de entrar a todo trance en el juego de la creación de unidad con el pueblo todo y «resucitar», así, a una vida auténtica.
Lázaro, como un segundo Pedro que se transforma al oír cantar al gallo, se convierte en el brazo derecho de don Manuel, el continuador de su obra y heredero de su espíritu. De la posición absentista, prepotente, del principio, ha pasado a una actitud comprometida de entrega, creadora de una forma eminente de unidad. Atenazado, como don Manuel, por el «tedio de vivir»- por la conciencia de sinsentido que se tiene cuando se ve uno abocado a la nada-, Lázaro no busca la solución en la unidad fusional con la naturaleza -fácilmente alcanzable a través del suicidio en el lago-, sino en la unidad de integración con el pueblo. Sigue, con ello, el ejemplo de don Manuel, que, por carecer de un conoci¬miento exacto de los procesos espirituales, califica de «suicidio» lo que no es sino entrega creadora, extraordinariamente fecunda. «Sigamos, pues, Lázaro, suicidándonos en nuestra obra y en nuestro pueblo, y que sueñe éste la vida como el lago sueña el cielo» (p. 53).
Lázaro, tras su incorporación al juego del drama espiritual de Valverde de Lucerna, en el cual sus diálogos y paseos con don Manuel habían marcado un punto culminante, se convirtió en una especie de prolongación de su alma, de su grandeza y su precariedad. Piensa como él, actúa como él, atormentado por la amenaza de la muerte y consagrado a fomentar en el pueblo el consuelo ante la desgracia primordial de haber nacido.
Desde el punto de vista del juego y de los ámbitos, es rigurosamente exacto que una parte esencial del amado pervive en el amante, pues cuando dos personas entran en relación profunda, en «divino juego», se intercomunican gestos y modos de pensar, crean campos de juego que desbordan los límites espaciotemporales de cada realidad personal. Próximo a su muerte, Lázaro confiesa a su hermana: «No siento tanto tener que morir como que conmigo se muere otro pedazo de alma de don Manuel. Pero lo demás de él vivirá contigo. Hasta que un día hasta los muertos nos moriremos del todo» (p. 73).
Sin percatarse de ello claramente, Lázaro se convierte- merced a su actitud solidaria- en un lazo de unión entre dos ámbitos de juego de impresionante riqueza: el de la Valverde de Lucerna terrestre y el de la celeste, el de la vida fugaz y el de la perdurable, el de la dimensión contingente del hombre y el de la dimensión sobrenatural. En su muerte, lugar de encuentro de ambos campos de juego, es acompañado –lógicamente- por las gentes del pueblo, unidas en comunidad orante. Ángela advirtió claramente esa condición bifronte de Lázaro: «Era otra laña más entre las dos Valverde de Lucerna, la del fondo del lago y la que en su sobrehaz se mira, era ya uno de nuestros muertos de vida, uno, también, a su modo, de nuestros santos» (p.74).
Ángela, por su parte, prolonga el campo de juego de don Manuel y Lázaro. Se entrevera con todo el entorno en forma tan creadora y, por consiguiente, tan festiva que hace surgir un modo de temporalidad superior. Cuando la capacidad de juego es muy grande, el tiempo no pesa, no se adensa, no nos domina, es un lugar dócil de realización personal. «El me enseñó con su vida a perderme en la vida del pueblo de mi aldea, y no sentía yo más pasar las horas y los días y los años que no sentía pasar el agua del lago. Me parecía como si mi vida hubiese de ser siempre igual. No me sentía envejecer» (p. 76).
La entrega a la fe de los otros
Queda patente que don Manuel, con su «piadoso fraude» (p. 77), no intenta engañar al pueblo, suministrarle opio, como él mismo cree (p. 58); quiere dejarlo en su fe sencilla y eficiente, que lo libera del miedo a la nada y lo redime de la desesperación. No hubiera tenido sentido introducir al pueblo en el mundo del criticismo racionalista, provocar en su espíritu un trauma insuperable y anular su vida de vinculación espontánea y serena a la vida religiosa.
“No me olvidaré jamás -dice Lázaro a su hermana Ángela- del día en que, diciéndole yo: ' Pero, D. Manuel, la verdad, la verdad ante todo', él, temblando, me susurró al oído -y eso que estábamos solos en medio del campo-: '¿La verdad? la verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella´ " (p. 46).
Éste es el término decisivo: vivir. Don Manuel lo destaca a menudo:
"Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerlos felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no para matarlos. Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían" (p. 46). "Hay que vivir. Y hay que dar vida" (p. 50). "... Sí, sí, hay que vivir, hay que vivir" (p. 51).
Esta actitud positiva la comparte Lázaro, como heredero espiritual de Don Manuel. "Consolar al pueblo" no significa para él "engañarle" sino "corroborarle en la fe" (p. 47). Al preguntarle Ángela si el pueblo "cree de veras" responde: "¡Qué sé yo...! Cree sin querer, por hábito, por tradición. Y lo que hace falta es no despertarle. Y que viva en su pobreza de sentimientos para que no adquiera torturas de lujo" (p. 47).
Según Unamuno, el pueblo no sabe creer de forma clarifica¬da; Lázaro no quiere, en principio, creer; don Manuel no logra creer. Pero la vinculación sincera de todos a la vida del pueblo -visto de modo integral, con la riqueza acumulada a través de múltiples generaciones- hace que participen en alguna medida de la vida de fe, aunque sea de modo soterrado, como la ciudad sumergida en el lago que deja oír de cuando en cuando el sonido de sus campanas.
En San Manuel Bueno, mártir, Unamuno nos ofrece una versión «agónica», desgarrada y, al final, esperanzada, de la relación entre la fe y la razón. Ángela, al final de la novela, cuestiona la interpretación que el mismo don Manuel hace de su vida interior, y lo pone todo a una nueva luz, la luz que brota del juego creador, en el que parece haber entrado o, al menos, haber querido entrar el Unamuno del Diario íntimo. Ángela intuye que la creatividad convierte los dilemas en contrastes; cambia la angustia aniquiladora en drama promocionador de una vida más purificada y auténtica. Nada y plenitud, muerte y vida eterna, razón y fe, creer y amar, verdad y engaño, dolor y contentamiento, seguridad y duda constituyen vertientes complementarias de una vida tensada por un afán creador de unidad con los demás hombres y con la trascendencia.
En el plano del juego creador de ámbitos de unidad se da entre los seres una mutua interacción fecundante, que Ángela sabe adivinar tempranamente. Don Manuel se le aparece como un guía laborioso que conduce a su pueblo a la meta a la que él cree no tener acceso. El pueblo, a su vez, reconoce a «su mártir» y lo introduce consigo en la tierra anhelada. Gabriel Marcel advierte agudamente que los creyentes, en ocasiones, afirman la fe de los otros y, en casos, viven nutridos por su fe.
Tras una vida de entrega pastoral a su pueblo, don Manuel muere entre los suyos, en comunidad, y se queda con los ojos cerrados, expresión simbólica de su convicción de no poder creer. Pero el pueblo le acompaña en su último trance, recitando el pasaje del Credo que el párroco solía omitir y lo acoge, así, en su ámbito de fe. De este modo, el pueblo, hijo espiritual de don Manuel, se convierte en su padre. En verdad, tenía razón don Manuel al advertir que no podría llevar solo la cruz del nacimiento (p. 27).
La vinculación a lo real y la voluntad de sobrevivir
La lectura del Diario íntimo nos permite clarificar una serie de cuestiones básicas que Unamuno deja abiertas en sus novelas. Postula insistentemente que debemos instalarnos en lo concreto, en la vida real, y atender al hombre de carne y hueso, pero no precisa en qué nivel de la realidad logra el hombre una auténtica instalación. ¿Es en lo concreto superficial (nivel 1), o en lo concreto ambital, lúdico (nivel 2)? Los personajes de San Manuel Bueno, mártir, ¿hacen juego en todo rigor, o se dejan llevar de meros sentimientos de simpatía o de la necesidad de entregarse a un vértigo que enceguece? Estamos ante preguntas decisivas a la hora de ver genéticamente cómo se van realizando los acontecimientos que constituyen la trama de la obra. ¿Qué tipo de unión vincula a don Manuel con el lago y la montaña, con Lázaro, Ángela y el pueblo?
Para poderse unir con el entorno de modo creador, el hombre debe partir de la convicción de que está «instalado», no «arrojado» en el mundo. Estar instalado significa hallarse inserto en un campo de posibilidades de juego. Sin duda, por influencia vitalista, Unamuno tendía a considerar al hombre como un extraño en el Universo. Gustaba de repetir la frase caldero¬niana de que «el delito mayor del hombre es haber nacido» (63) y subrayaba que todo ser humano lleva sobre sí durante toda la vida «la cruz del nacimiento» (63). Este punto de partida hace muy difícil, si no imposible, descubrir el ajuste funcional del hombre al entorno, su capacidad de interacción creadora. Si, además, se entiende la fe como adhesión existencial a otras realidades, y se considera el entendimiento como facultad de ob-jetivar, de distanciar y alejar, se cierra el camino para descubrir la posible armonía de la fe y el conocimiento racional.
Unamuno, impulsado por su deseo de perdurar, apuesta por la propia existencia y por la unidad con todo aquello que necesita para sobrevivir. Pero no acierta a descubrir que la única forma auténtica de unidad entre el hombre y las realidades circundantes sólo puede lograrse mediante un ajuste creador a las mismas –asumiendo activamente las posibilidades que le ofrecen-, no por una mera decisión de la voluntad de sobrevivir. La exaltación vitalista de la vida lleva con frecuencia a confundir personalidad con autarquía autosuficiente, lo cual lleva a pensar que para ser “autónomos” y regularnos por nuestros propios principios, debemos renunciar a ser “heterónomos” y regir nuestra vida por criterios recibidos de fuera. Esta incapacidad para armonizar la autonomía y la heteronomía nos impide tener paz interior, armonía entre la independencia que es propia de toda persona –todo sujeto responsable- y la necesidad de nutrir nuestra vida mediante la relación con los seres del entorno. Este escisión interna está en la base del “agonismo” unamuniano, que lucha en vano por aquietar la zozobra que produce al espíritu humano querer conciliar dos tendencias consideradas como opuestas, no sólo contrastadas.
Unamuno suele plantear agudamente problemas humanos nucleares, pero carece de un utillaje metodológico depurado que permita desarrollarlos debidamente. Recoge el concepto de racionalidad de una tradición agnóstica reduccionista y no acierta a ver la racionalidad específica del arte y la religión y la necesidad de integrar el sentimiento, la voluntad y el conocimiento cuando se trata de conocer los modos de realidad más elevados.
NOTAS
(1) Cf. o.c., (Alianza Editorial, Madrid 1972, 2ª ed.) 125.
(2)Sobre las exigencias del encuentro, véase mi obra Inteligencia creativa (BAC, Madrid 200, 4ª ed.) 158-175.
(3) Cf. San Manuel Bueno, mártir (Alianza Editorial, Madrid 1966) 27. En adelante, citaré en el texto, por esta edición.
(4) Cf. Diario íntimo, o.c.,123.
(5) Cf. o.c., 375-393.
(6) Cf. o.c., 130.
(7) Cf. o.c., 134.
(8) Cf. o.c., 128.
(9) Cf. o.c., 152.
(10) Cf. o.c., 152-153.
(11) Cf. o.c., 59.
(12) Cf. o.c., p. 55.
(13) Cf. o.c., 154.
(14) Cf. Das Wort ist der Weg (Herder, Viena 1949) 89, 211. Sobre la posición de F. Ebner y G. Marcel acerca del pensamiento incomprometido, no vinculado al amor, pueden verse mis obras: El poder del diálogo y del encuentro (BAC Madrid 1997) 8-88, y Cuatro personalistas en busca de sentido (Rialp, Madrid 2009) 119-153.
(15) Cf. o.c., p. 154.
(16) Ibid.
(17) Cf. o.c., 181.
(18) Ibid.
(19) Cf. o.c., p. 184.
(20) Cf. o.c., p. 169.
(21) Cf. o.c.,p. 170.
(22) Diario íntimo, p. 13.
(23) Cf. O. cit., p. 17.
(24) Del sentimiento trágico de la vida, Espasa Calpe, Madrid 1996, 7ª ed., p. 191.
(25) Cf. o.c., p. 64.
(26) Diario íntimo, p. 55.
(27) Cf. o.c., p. 53.
(28) Cf. o.c., p. 55.
(29) Cf. o.c.págs. 56-57.
(30) Cf. o.c. , p. 56.
(31) Cf. o.c., p. 52.
(32) Sobre el sentido profundo del juego, visto como fuente de luz, cf. mi Estética de la creatividad, págs. 45-48.
Al vincularse don Manuel al pueblo con unidad de integración, tiene lugar un acontecimiento festivo de encuentro, de entreveramiento de ámbitos; se funda un campo de juego y se produce, consiguientemente, un alumbramiento de sentido y una eclosión de belleza. Bellos y luminosos son los encuentros de don Manuel con el pueblo debido a su carácter simbólico; remiten a un tipo de vinculación más profunda que la que resalta a primera vista. Don Manuel quiere fomentar la comunión espiritual de vivos y muertos, de los que desarrollan su existencia en Valverde de Lucerna y los que yacen bajo las aguas del lago en la villa sepultada. El encuentro del párroco con la juventud en el baile del pueblo es visto por Ángela como signo de otro género más elevado de unión. Presenta, por ello, una especie de carácter «sacramental»:
«Y más de una vez se puso él a tocar el tamboril para que los mozos y la mozas bailasen, y esto, que en otro hubiera parecido grotesca profanación del sacerdocio, en él tomaba un sagrado carácter y como de rito religioso. Sonaba el Ángelus, dejaba el tamboril y el palillo, se descubría, y todos con él, y rezaba: El Ángel del Señor anunció a María; Ave María... » (p. 22)
La mujer y su poder creador de unidad
Es muy significativa la coincidencia que se da respecto a la devoción mariana en don Manuel y en el Unamuno del Diario íntimo. El susurro del agua del lago suscita en la mente de don Manuel el recuerdo de la letanía del Rosario, en concreto de la invocación: «Puerta del cielo, ruega por nosotros» (p. 56). Unamuno veía a María como la mujer receptiva por excelencia, la que renunció a todo e hizo el vacío en sí misma para ser colmada por Dios (26) y constituirse en el lugar de encuentro del hombre con la divinidad. En este lugar de acogimiento y encuentro recibe María al hombre que quiere ir a Dios. Por eso María, la «humilde y obediente», la madre de la Iglesia, es madre también en cuanto ofrece a los hombres de todas las generaciones un campo de juego creador de modos elevadísimos de unidad. «La Iglesia es el cuerpo en que la tradición vive, es el cuerpo en que se encarna el Verbo» (27).
Unamuno, en el Diario íntimo, destaca con la mayor energía la fecundidad de la unidad, que cobija al hombre y lo impulsa hacia lo trascendente. «¡Augusto misterio el del amor! La existencia del amor es lo que prueba la existencia de Dios Padre» (28). El amor es generosidad, olvido de sí, entrega a la nada de la purificación de todo egoísmo. «Sólo haciéndonos nada, llegaremos a serlo todo; sólo reconociendo la nada de nuestra razón, cobraremos por la fe el todo de la verdad» (29).
María, son su fiat humilde y obediente (30), constituye para nosotros el lugar del anonadamiento ante Dios y, por tanto, la vía real de la salvación. «A las mujeres se debe acaso la conservación de la fe, ellas mantienen con su silencio la tradición de la piedad. La humanidad ascendiendo a Dios la simboliza María, ascendiendo a Dios ayudada de su gracia; Cristo es Dios descendiendo a la humanidad, a María» (31).
Esta alta valoración que hace Unamuno de la maternidad como actitud de acogimiento, encuentro y donación, explica que don Manuel, el párroco, pida la absolución a Ángela, la feligresa. Vemos de nuevo cómo en los pasajes más difíciles de interpretar fracasa una y otra vez el punto de vista psicológico, el sociológico, el jurídico... Sólo desde la perspectiva del juego y de los ámbitos es posible descubrir el sentido cabal de acontecimientos que resultan sorprendentes por ser creativos. Ángela es vista por don Manuel como la portavoz del pueblo creyente, en cuyo ámbito de fe desea ser asumido de modo expreso. Ángela se sintió «como penetrada de un extraño sacerdocio», y notó que se le estremecían «sus entrañas maternales», es decir, que entraba en juego su función acogedora de mujer abierta a la comunión de los espíritus. No por azar, el Unamuno del Diario íntimo destaca el papel integrador -no sólo conciliador- de la confesión, y lamenta su indecisión para acudir a ella y adentrarse en el campo de unidad y luz de la Iglesia.
El juego instaurador de vínculos y de luz
De lo antedicho se desprende que don Manuel rehúye la soledad y la quietud de la reflexión para entregarse a una actividad creadora de ámbitos y de unidad, no para perderse en un activismo de vértigo, que implica modos fusionales de unidad, tan intensos como pobres. No sustituye la meditación por la acción superficial; quiere superar la precariedad e insuficiencia del pensar racionalista mediante un tipo de actividad que florece en una fecunda comunión de espíritus.
Esta fecundidad explica que Lázaro, joven lastrado de prejuicios contra los eclesiásticos y su supuesta voluntad manipuladora de los hombres, se rinda ante don Manuel y entre en su juego , «su divino, su santísimo juego» (p. 77), que también prendió y entusiasmó a Ángela, la mujer sensible que actúa aquí de «ángel mensajero» de la buena nueva de la fe soterrada de Lázaro, el resucitado, y de don Manuel, el mártir, el testigo de la resurrección de Jesús (p. 77).
Ángela, desde su atalaya de confidente de ambos luchadores por la fe y el amor, advierte en su madurez que su fe no tiene la serenidad confiada de antes, que una lucha contra la duda se alza en su interior, pero se siente instalada en la unidad de su pueblo, al que se ha entregado con una generosidad total. «No vivía yo ya en mí, sino que vivía en mi pueblo, y mi pueblo vivía en mí. Yo quería decir lo que ellos, los míos, decían sin querer» (p. 76).
Desde la perspectiva lúdica, se comprende que Ángela se sienta ahogada en la ciudad y añore la vista del lago y la montaña y la presencia de don Manuel. Cuando no se está «ambitalizado», la ciudad más populosa se convierte en un desierto sin rutas en el que no cabe hacer juego (p. 34). En su aldea, con su aparente inmovilidad, Ángela experimenta todo el dinamismo del entreveramiento de ámbitos, merced al cual ejerce respecto de don Manuel el papel de hija y de madre, doble relación que puede parecer antinómica en el nivel 1, pero que resulta perfectamente inteligible en el nivel 2, el del juego personal.
En un principio, Lázaro no entiende la actitud de don Manuel y de Ángela porque sus prejuicios laicistas y su atención exclusivista al progreso material le impiden entrar en juego con ellos. Desde un nivel inferior no pueden comprenderse las realidades situadas en niveles superiores. Lázaro no se deja apelar por la realidad y no logra explicarse el apego que su hermana y su madre tienen por una aldea «feudal y medieval», dominada a su juicio servilmente por los eclesiásticos. Pero poco a poco se deja impresionar por la riqueza que brota en la unión de todos los ámbitos que se entrecruzan en Valverde de Lucerna: el párroco, el pueblo, el lago, la montaña, la villa sumergida con las almas de los antepasados... Y Lázaro un día accede a comulgar, a participar en el banquete sacrificial de la eucaristía y compartir el pan de la amistad espiritual. Ángela destaca emotivamente el clima de unidad que se formó en la ceremonia. La emoción auténtica sigue a la creatividad como la sombra al cuerpo.
«Y llegó el día de la comunión, ante el pueblo todo, con el pueblo todo. Cuando llegó la vez a mi hermano, pude ver que don Manuel, tan blanco como la nieve de enero en la montaña, y temblando como tiembla el lago cuando le hostiga el cierzo, se le acercó con la sagrada forma en la mano, y de tal modo le temblaba ésta al arrimarla a la boca de Lázaro que se le cayó la forma al tiempo que le daba un vahído. Y fue mi hermano mismo quien recogió la hostia y se la llevó a la boca. Y el pueblo, al ver llorar a don Manuel, lloró, diciéndose: ¡Cómo le quiere! Y entonces, pues era la madrugada, contó un gallo» (p. 44).
En este denso párrafo se aúnan muy diversos elementos: la emoción de dos hombres que creen no creer al verse en medio de un pueblo apiñado que los acoge con el calor de su fe inconmovible; el llanto de don Manuel ante la falta de fe -la muerte espi-ritual- de su amigo Lázaro; el sobrecogimiento ante el posible sentido de traición que el gesto de comulgar sin sentirse unido en la fe podría implicar; el desconcierto y la vacilación del párroco al llegar el momento de hacer partícipe a Lázaro de la eucaristía; la decisión de Lázaro de entrar a todo trance en el juego de la creación de unidad con el pueblo todo y «resucitar», así, a una vida auténtica.
Lázaro, como un segundo Pedro que se transforma al oír cantar al gallo, se convierte en el brazo derecho de don Manuel, el continuador de su obra y heredero de su espíritu. De la posición absentista, prepotente, del principio, ha pasado a una actitud comprometida de entrega, creadora de una forma eminente de unidad. Atenazado, como don Manuel, por el «tedio de vivir»- por la conciencia de sinsentido que se tiene cuando se ve uno abocado a la nada-, Lázaro no busca la solución en la unidad fusional con la naturaleza -fácilmente alcanzable a través del suicidio en el lago-, sino en la unidad de integración con el pueblo. Sigue, con ello, el ejemplo de don Manuel, que, por carecer de un conoci¬miento exacto de los procesos espirituales, califica de «suicidio» lo que no es sino entrega creadora, extraordinariamente fecunda. «Sigamos, pues, Lázaro, suicidándonos en nuestra obra y en nuestro pueblo, y que sueñe éste la vida como el lago sueña el cielo» (p. 53).
Lázaro, tras su incorporación al juego del drama espiritual de Valverde de Lucerna, en el cual sus diálogos y paseos con don Manuel habían marcado un punto culminante, se convirtió en una especie de prolongación de su alma, de su grandeza y su precariedad. Piensa como él, actúa como él, atormentado por la amenaza de la muerte y consagrado a fomentar en el pueblo el consuelo ante la desgracia primordial de haber nacido.
Desde el punto de vista del juego y de los ámbitos, es rigurosamente exacto que una parte esencial del amado pervive en el amante, pues cuando dos personas entran en relación profunda, en «divino juego», se intercomunican gestos y modos de pensar, crean campos de juego que desbordan los límites espaciotemporales de cada realidad personal. Próximo a su muerte, Lázaro confiesa a su hermana: «No siento tanto tener que morir como que conmigo se muere otro pedazo de alma de don Manuel. Pero lo demás de él vivirá contigo. Hasta que un día hasta los muertos nos moriremos del todo» (p. 73).
Sin percatarse de ello claramente, Lázaro se convierte- merced a su actitud solidaria- en un lazo de unión entre dos ámbitos de juego de impresionante riqueza: el de la Valverde de Lucerna terrestre y el de la celeste, el de la vida fugaz y el de la perdurable, el de la dimensión contingente del hombre y el de la dimensión sobrenatural. En su muerte, lugar de encuentro de ambos campos de juego, es acompañado –lógicamente- por las gentes del pueblo, unidas en comunidad orante. Ángela advirtió claramente esa condición bifronte de Lázaro: «Era otra laña más entre las dos Valverde de Lucerna, la del fondo del lago y la que en su sobrehaz se mira, era ya uno de nuestros muertos de vida, uno, también, a su modo, de nuestros santos» (p.74).
Ángela, por su parte, prolonga el campo de juego de don Manuel y Lázaro. Se entrevera con todo el entorno en forma tan creadora y, por consiguiente, tan festiva que hace surgir un modo de temporalidad superior. Cuando la capacidad de juego es muy grande, el tiempo no pesa, no se adensa, no nos domina, es un lugar dócil de realización personal. «El me enseñó con su vida a perderme en la vida del pueblo de mi aldea, y no sentía yo más pasar las horas y los días y los años que no sentía pasar el agua del lago. Me parecía como si mi vida hubiese de ser siempre igual. No me sentía envejecer» (p. 76).
La entrega a la fe de los otros
Queda patente que don Manuel, con su «piadoso fraude» (p. 77), no intenta engañar al pueblo, suministrarle opio, como él mismo cree (p. 58); quiere dejarlo en su fe sencilla y eficiente, que lo libera del miedo a la nada y lo redime de la desesperación. No hubiera tenido sentido introducir al pueblo en el mundo del criticismo racionalista, provocar en su espíritu un trauma insuperable y anular su vida de vinculación espontánea y serena a la vida religiosa.
“No me olvidaré jamás -dice Lázaro a su hermana Ángela- del día en que, diciéndole yo: ' Pero, D. Manuel, la verdad, la verdad ante todo', él, temblando, me susurró al oído -y eso que estábamos solos en medio del campo-: '¿La verdad? la verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella´ " (p. 46).
Éste es el término decisivo: vivir. Don Manuel lo destaca a menudo:
"Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerlos felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no para matarlos. Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían" (p. 46). "Hay que vivir. Y hay que dar vida" (p. 50). "... Sí, sí, hay que vivir, hay que vivir" (p. 51).
Esta actitud positiva la comparte Lázaro, como heredero espiritual de Don Manuel. "Consolar al pueblo" no significa para él "engañarle" sino "corroborarle en la fe" (p. 47). Al preguntarle Ángela si el pueblo "cree de veras" responde: "¡Qué sé yo...! Cree sin querer, por hábito, por tradición. Y lo que hace falta es no despertarle. Y que viva en su pobreza de sentimientos para que no adquiera torturas de lujo" (p. 47).
Según Unamuno, el pueblo no sabe creer de forma clarifica¬da; Lázaro no quiere, en principio, creer; don Manuel no logra creer. Pero la vinculación sincera de todos a la vida del pueblo -visto de modo integral, con la riqueza acumulada a través de múltiples generaciones- hace que participen en alguna medida de la vida de fe, aunque sea de modo soterrado, como la ciudad sumergida en el lago que deja oír de cuando en cuando el sonido de sus campanas.
En San Manuel Bueno, mártir, Unamuno nos ofrece una versión «agónica», desgarrada y, al final, esperanzada, de la relación entre la fe y la razón. Ángela, al final de la novela, cuestiona la interpretación que el mismo don Manuel hace de su vida interior, y lo pone todo a una nueva luz, la luz que brota del juego creador, en el que parece haber entrado o, al menos, haber querido entrar el Unamuno del Diario íntimo. Ángela intuye que la creatividad convierte los dilemas en contrastes; cambia la angustia aniquiladora en drama promocionador de una vida más purificada y auténtica. Nada y plenitud, muerte y vida eterna, razón y fe, creer y amar, verdad y engaño, dolor y contentamiento, seguridad y duda constituyen vertientes complementarias de una vida tensada por un afán creador de unidad con los demás hombres y con la trascendencia.
En el plano del juego creador de ámbitos de unidad se da entre los seres una mutua interacción fecundante, que Ángela sabe adivinar tempranamente. Don Manuel se le aparece como un guía laborioso que conduce a su pueblo a la meta a la que él cree no tener acceso. El pueblo, a su vez, reconoce a «su mártir» y lo introduce consigo en la tierra anhelada. Gabriel Marcel advierte agudamente que los creyentes, en ocasiones, afirman la fe de los otros y, en casos, viven nutridos por su fe.
Tras una vida de entrega pastoral a su pueblo, don Manuel muere entre los suyos, en comunidad, y se queda con los ojos cerrados, expresión simbólica de su convicción de no poder creer. Pero el pueblo le acompaña en su último trance, recitando el pasaje del Credo que el párroco solía omitir y lo acoge, así, en su ámbito de fe. De este modo, el pueblo, hijo espiritual de don Manuel, se convierte en su padre. En verdad, tenía razón don Manuel al advertir que no podría llevar solo la cruz del nacimiento (p. 27).
La vinculación a lo real y la voluntad de sobrevivir
La lectura del Diario íntimo nos permite clarificar una serie de cuestiones básicas que Unamuno deja abiertas en sus novelas. Postula insistentemente que debemos instalarnos en lo concreto, en la vida real, y atender al hombre de carne y hueso, pero no precisa en qué nivel de la realidad logra el hombre una auténtica instalación. ¿Es en lo concreto superficial (nivel 1), o en lo concreto ambital, lúdico (nivel 2)? Los personajes de San Manuel Bueno, mártir, ¿hacen juego en todo rigor, o se dejan llevar de meros sentimientos de simpatía o de la necesidad de entregarse a un vértigo que enceguece? Estamos ante preguntas decisivas a la hora de ver genéticamente cómo se van realizando los acontecimientos que constituyen la trama de la obra. ¿Qué tipo de unión vincula a don Manuel con el lago y la montaña, con Lázaro, Ángela y el pueblo?
Para poderse unir con el entorno de modo creador, el hombre debe partir de la convicción de que está «instalado», no «arrojado» en el mundo. Estar instalado significa hallarse inserto en un campo de posibilidades de juego. Sin duda, por influencia vitalista, Unamuno tendía a considerar al hombre como un extraño en el Universo. Gustaba de repetir la frase caldero¬niana de que «el delito mayor del hombre es haber nacido» (63) y subrayaba que todo ser humano lleva sobre sí durante toda la vida «la cruz del nacimiento» (63). Este punto de partida hace muy difícil, si no imposible, descubrir el ajuste funcional del hombre al entorno, su capacidad de interacción creadora. Si, además, se entiende la fe como adhesión existencial a otras realidades, y se considera el entendimiento como facultad de ob-jetivar, de distanciar y alejar, se cierra el camino para descubrir la posible armonía de la fe y el conocimiento racional.
Unamuno, impulsado por su deseo de perdurar, apuesta por la propia existencia y por la unidad con todo aquello que necesita para sobrevivir. Pero no acierta a descubrir que la única forma auténtica de unidad entre el hombre y las realidades circundantes sólo puede lograrse mediante un ajuste creador a las mismas –asumiendo activamente las posibilidades que le ofrecen-, no por una mera decisión de la voluntad de sobrevivir. La exaltación vitalista de la vida lleva con frecuencia a confundir personalidad con autarquía autosuficiente, lo cual lleva a pensar que para ser “autónomos” y regularnos por nuestros propios principios, debemos renunciar a ser “heterónomos” y regir nuestra vida por criterios recibidos de fuera. Esta incapacidad para armonizar la autonomía y la heteronomía nos impide tener paz interior, armonía entre la independencia que es propia de toda persona –todo sujeto responsable- y la necesidad de nutrir nuestra vida mediante la relación con los seres del entorno. Este escisión interna está en la base del “agonismo” unamuniano, que lucha en vano por aquietar la zozobra que produce al espíritu humano querer conciliar dos tendencias consideradas como opuestas, no sólo contrastadas.
Unamuno suele plantear agudamente problemas humanos nucleares, pero carece de un utillaje metodológico depurado que permita desarrollarlos debidamente. Recoge el concepto de racionalidad de una tradición agnóstica reduccionista y no acierta a ver la racionalidad específica del arte y la religión y la necesidad de integrar el sentimiento, la voluntad y el conocimiento cuando se trata de conocer los modos de realidad más elevados.
NOTAS
(1) Cf. o.c., (Alianza Editorial, Madrid 1972, 2ª ed.) 125.
(2)Sobre las exigencias del encuentro, véase mi obra Inteligencia creativa (BAC, Madrid 200, 4ª ed.) 158-175.
(3) Cf. San Manuel Bueno, mártir (Alianza Editorial, Madrid 1966) 27. En adelante, citaré en el texto, por esta edición.
(4) Cf. Diario íntimo, o.c.,123.
(5) Cf. o.c., 375-393.
(6) Cf. o.c., 130.
(7) Cf. o.c., 134.
(8) Cf. o.c., 128.
(9) Cf. o.c., 152.
(10) Cf. o.c., 152-153.
(11) Cf. o.c., 59.
(12) Cf. o.c., p. 55.
(13) Cf. o.c., 154.
(14) Cf. Das Wort ist der Weg (Herder, Viena 1949) 89, 211. Sobre la posición de F. Ebner y G. Marcel acerca del pensamiento incomprometido, no vinculado al amor, pueden verse mis obras: El poder del diálogo y del encuentro (BAC Madrid 1997) 8-88, y Cuatro personalistas en busca de sentido (Rialp, Madrid 2009) 119-153.
(15) Cf. o.c., p. 154.
(16) Ibid.
(17) Cf. o.c., 181.
(18) Ibid.
(19) Cf. o.c., p. 184.
(20) Cf. o.c., p. 169.
(21) Cf. o.c.,p. 170.
(22) Diario íntimo, p. 13.
(23) Cf. O. cit., p. 17.
(24) Del sentimiento trágico de la vida, Espasa Calpe, Madrid 1996, 7ª ed., p. 191.
(25) Cf. o.c., p. 64.
(26) Diario íntimo, p. 55.
(27) Cf. o.c., p. 53.
(28) Cf. o.c., p. 55.
(29) Cf. o.c.págs. 56-57.
(30) Cf. o.c. , p. 56.
(31) Cf. o.c., p. 52.
(32) Sobre el sentido profundo del juego, visto como fuente de luz, cf. mi Estética de la creatividad, págs. 45-48.