«En la plaza»,
poema de Vicente Aleixandre (1898–1984)
1. Introducción
Una de las cuestiones decisivas de la vida cultural es determinar las distintas formas que tenemos de fundar modos de unidad con las realidades de nuestro entorno. El animal no necesita preocuparse de unirse a la realidad, pues se halla incrustado en ella; a cada estímulo responde con una respuesta automática, conforme a sus necesidades vitales. El hombre, en cambio, es capaz de dar diversas respuestas a cada estímulo. Entre el estímulo y la respuesta se intercala la capacidad de elegir. Es el espacio en que nacen la libertad y la creatividad.
No es infrecuente considerar la unidad de fusión con una persona como la forma suprema de unidad que podemos crear con ella. Esto es cierto en lo que suelo llamar nivel 1 de realidad y de conducta. Dos bolas de cera, calentadas, se unen entre sí y dar lugar a una bola de doble tamaño. Parece un modo de unión perfecto. Pero en el nivel 2 ‒el de la creatividad y el encuentro personal‒, esa forma de unión fusional es letal, porque no respeta la identidad de las personas y hace imposible el encuentro. No advertir esto resulta gravemente peligroso pues equivale a confundir el poder destructor de la fascinación con la capacidad creativa que encierra la atracción de lo valioso. Para superar este riesgo nos servirá de ayuda analizar cuidadosamente este poema. Como preparación, respondamos a las preguntas siguientes:
• José Ortega y Gasset afirma que «la vida humana es, por esencia, soledad»(1). Si se entiende el término «soledad» como «falta de comunicación amistosa», ¿qué consecuencias tendría esa forma de ser para nuestra vida cotidiana?
• Hay diversas formas de unirse a una multitud, que van desde el «perderse» en ella hasta el mantenerse displicentemente «alejados», por considerarla como una «masa». ¿Existe, entre estas dos, alguna forma de unidad intermedia que merezca el elogio que le rinde el poeta Aleixandre al pedirnos que entremos en el «torrente»?
• Al sumarnos a una multitud en marcha ¿vivimos un proceso de éxtasis o de vértigo? ¿En qué caso acrecentamos nuestra valía personal y, consiguientemente, nuestra autoestima? La verdad de nuestra persona ¿implica el «perderse» en el anonimato de la multitud?
Nacido en Sevilla en el emblemático 1898, Vicente Aleixandre pertenece a la generación poética de 1927. En 1935 publica Pasión de la tierra, colección de poemas centrados en torno al cosmos. En 1954 edita una de sus obras cumbre: Historia del corazón, consagrada a la contemplación de la vida del hombre, esa «inmensa criatura a la que llamamos humanidad» (en expresión de Carlos Bousoño (2) ). En esta obra figura el poema En la plaza, escrito el 14 de noviembre de 1952.
2.Texto del poema «En la plaza»
«Hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo,
sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.
No es bueno
quedarse en la orilla (vs.5)
como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca.
Sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha
de fluir y perderse,
encontrándose en el movimiento con que el gran corazón de los hombres palpita extendido. (vs.10)
Como ese que vive ahí, ignoro en qué piso,
y le he visto bajar por unas escaleras
y adentrarse valientemente entre la multitud y perderse.
La gran masa pasaba. Pero era reconocible el diminuto corazón afluido.
Allí, ¿quién lo reconocería? Allí con esperanza, con resolución o con fe, con temeroso denuedo, (vs. 15)
con silenciosa humildad, allí él también
transcurría.
Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia.
Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano, (vs. 20)
su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba.
Y era el serpear que se movía
como un único ser, no sé si desvalido, no sé si poderoso,
pero existente y perceptible, pero cubridor de la tierra.
Allí cada uno puede mirarse y puede alegrarse y puede reconocerse. (vs. 25)
Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete,
con los ojos extraños y la interrogación en la boca,
quieras algo preguntar a tu imagen,
no te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes. (vs. 30)
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate, y fúndete, y reconócete.
Entra despacio, como el bañista que, temeroso, con mucho amor y recelo al agua, (vs. 35)
introduce primero sus pies en la espuma,
y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide.
Y ahora con el agua en la cintura todavía no se confía.
Pero él extiende sus brazos, abre al fin sus dos brazos y se entrega completo.
Y allí fuerte se reconoce, y crece y se lanza, (vs. 40)
y avanza y levanta espumas, y salta y confía,
y hiende y late en las aguas vivas, y canta, y es joven.
Así, entra con los pies desnudos. Entra en el hervor, en la plaza.
Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.
¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir
para ser él también el unánime corazón que le alcanza!» (3) (vs. 46)
poema de Vicente Aleixandre (1898–1984)
1. Introducción
Una de las cuestiones decisivas de la vida cultural es determinar las distintas formas que tenemos de fundar modos de unidad con las realidades de nuestro entorno. El animal no necesita preocuparse de unirse a la realidad, pues se halla incrustado en ella; a cada estímulo responde con una respuesta automática, conforme a sus necesidades vitales. El hombre, en cambio, es capaz de dar diversas respuestas a cada estímulo. Entre el estímulo y la respuesta se intercala la capacidad de elegir. Es el espacio en que nacen la libertad y la creatividad.
No es infrecuente considerar la unidad de fusión con una persona como la forma suprema de unidad que podemos crear con ella. Esto es cierto en lo que suelo llamar nivel 1 de realidad y de conducta. Dos bolas de cera, calentadas, se unen entre sí y dar lugar a una bola de doble tamaño. Parece un modo de unión perfecto. Pero en el nivel 2 ‒el de la creatividad y el encuentro personal‒, esa forma de unión fusional es letal, porque no respeta la identidad de las personas y hace imposible el encuentro. No advertir esto resulta gravemente peligroso pues equivale a confundir el poder destructor de la fascinación con la capacidad creativa que encierra la atracción de lo valioso. Para superar este riesgo nos servirá de ayuda analizar cuidadosamente este poema. Como preparación, respondamos a las preguntas siguientes:
• José Ortega y Gasset afirma que «la vida humana es, por esencia, soledad»(1). Si se entiende el término «soledad» como «falta de comunicación amistosa», ¿qué consecuencias tendría esa forma de ser para nuestra vida cotidiana?
• Hay diversas formas de unirse a una multitud, que van desde el «perderse» en ella hasta el mantenerse displicentemente «alejados», por considerarla como una «masa». ¿Existe, entre estas dos, alguna forma de unidad intermedia que merezca el elogio que le rinde el poeta Aleixandre al pedirnos que entremos en el «torrente»?
• Al sumarnos a una multitud en marcha ¿vivimos un proceso de éxtasis o de vértigo? ¿En qué caso acrecentamos nuestra valía personal y, consiguientemente, nuestra autoestima? La verdad de nuestra persona ¿implica el «perderse» en el anonimato de la multitud?
Nacido en Sevilla en el emblemático 1898, Vicente Aleixandre pertenece a la generación poética de 1927. En 1935 publica Pasión de la tierra, colección de poemas centrados en torno al cosmos. En 1954 edita una de sus obras cumbre: Historia del corazón, consagrada a la contemplación de la vida del hombre, esa «inmensa criatura a la que llamamos humanidad» (en expresión de Carlos Bousoño (2) ). En esta obra figura el poema En la plaza, escrito el 14 de noviembre de 1952.
2.Texto del poema «En la plaza»
«Hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo,
sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.
No es bueno
quedarse en la orilla (vs.5)
como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca.
Sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha
de fluir y perderse,
encontrándose en el movimiento con que el gran corazón de los hombres palpita extendido. (vs.10)
Como ese que vive ahí, ignoro en qué piso,
y le he visto bajar por unas escaleras
y adentrarse valientemente entre la multitud y perderse.
La gran masa pasaba. Pero era reconocible el diminuto corazón afluido.
Allí, ¿quién lo reconocería? Allí con esperanza, con resolución o con fe, con temeroso denuedo, (vs. 15)
con silenciosa humildad, allí él también
transcurría.
Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia.
Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano, (vs. 20)
su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba.
Y era el serpear que se movía
como un único ser, no sé si desvalido, no sé si poderoso,
pero existente y perceptible, pero cubridor de la tierra.
Allí cada uno puede mirarse y puede alegrarse y puede reconocerse. (vs. 25)
Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete,
con los ojos extraños y la interrogación en la boca,
quieras algo preguntar a tu imagen,
no te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes. (vs. 30)
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate, y fúndete, y reconócete.
Entra despacio, como el bañista que, temeroso, con mucho amor y recelo al agua, (vs. 35)
introduce primero sus pies en la espuma,
y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide.
Y ahora con el agua en la cintura todavía no se confía.
Pero él extiende sus brazos, abre al fin sus dos brazos y se entrega completo.
Y allí fuerte se reconoce, y crece y se lanza, (vs. 40)
y avanza y levanta espumas, y salta y confía,
y hiende y late en las aguas vivas, y canta, y es joven.
Así, entra con los pies desnudos. Entra en el hervor, en la plaza.
Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.
¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir
para ser él también el unánime corazón que le alcanza!» (3) (vs. 46)
3. Ideas clave para el comentario del poema
Si queremos analizar este poema con garantía de éxito, debemos integrar nuestras relaciones de inmediatez y de distancia con las realidades del entorno a fin de entrar en relación de presencia con ellas. Para contemplar un cuadro y sentirnos en relación de presencia con él, hemos de hallar el punto medio entre la fusión y el alejamiento. En ese punto estamos a la distancia justa para tener la perspectiva adecuada sobre el cuadro y entrar con él en relación creadora de diálogo y presencia.
Este sencillo ejemplo nos indica que el encuentro no se da automáticamente con sólo anular las distancias. Eso acontecería si fuera un fenómeno propio del plano de los objetos (nivel 1). Pero los objetos no se encuentran; sólo se yuxtaponen o chocan. El cuadro que deseo contemplar no es un mero objeto, aunque tenga una vertiente material y, por tanto objetiva. Es un centro de iniciativa con el que debo colaborar, entreverando mis posibilidades con las que él me ofrece (nivel 2). Tal entreveramiento no puede darse si me empasto con el cuadro .
4. Aplicación de estas claves a la interpretación del poema
1. El autor afirma que es hermoso, humilde y confiante, vivificador y profundo sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido, llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado. ¿Qué significa exactamente, en este contexto, sentirse entre los demás de esa forma: mezclado, llevado, impelido, arrastrado...? ¿Qué tipo de unión nos vincula, entonces, a los otros? Vs 1–5.
Vernos mezclados con otras personas parece en principio liberarnos de la soledad, la soledad propia del que se ve aislado, falto de compañeros de juego en la vida, de apoyo, consejo, colaboración. Al insertarnos en un grupo bullente, nos sentimos dotados de cierta energía, la misma que nos lleva, como una ola, hacia delante y nos impulsa en cierta dirección. Pero, al afirmar que nos sentimos «arrastrados», indicamos que esa energía nos priva de capacidad de iniciativa y libertad creativa. De aquí inferimos que el tipo de unión que nos une a la multitud en marcha es el propio del nivel 1, y empezamos a sospechar que ese grupo de personas constituye una «masa». Bien entendido, el concepto de masa no es tanto cuantitativo como cualitativo. Una multitud de personas, si están debidamente estructuradas, constituyen un grupo social, un pueblo, no una masa. En cambio, varias personas –dos, tres, cuatro…– pueden reducirse a una masa si no están debidamente estructuradas mediante el ejercicio de la capacidad creativa. Un grupo se masifica cuando se des–estructura, al romper los vínculos que lo articulan internamente.
2. Tras afirmar que no es bueno quedarse en la orilla como el malecón y el molusco, resalta el autor la pureza y la serenidad del «arrasarse en la dicha de fluir y perderse, encontrándose con el movimiento con que el gran corazón de los hombres palpita extendido» (vs. 5–10). Frente a la inmovilidad rocosa de un malecón –que resiste los embates del mar– y la del molusco –que se aferra a la roca–, parece que encierra gran valor perderse en el fluir de una masa humana que se desliza ante nosotros (vs. 10–13).
Pero el hecho de perderse en una multitud que marcha agrupada y anónima, «como un único ser», sólo puede considerarse como una acción positiva y valiosa si se trata de un mero individuo, carente de la fuerza personalizadora que nos otorga la creación de vínculos personales con otros seres. Si se trata de personas, perderse supone un descenso de nivel: del nivel 2, en que florece el encuentro personal, al nivel 1, caracterizado por el espíritu de dominio de objetos o de fusión anegante en ellos (vs. 21).
A pesar de llamar «masa» a la multitud que avanza lentamente (vs. 14), advierte el autor que ese desconocido recién perdido entre la gente «era reconocible». Por eso anima a quien desee reconocerse que no se limite a mirarse en el espejo, ya que con su imagen solitaria no puede dialogar; que baje despacio y se busque entre los otros, que se desnude para fundirse con ellos y así reconocerse (vs. 25–33). Ya sabemos que mirarse fijamente al espejo con una mirada fusionante –afín a la descrita por Unamuno y Sartre– nos deja tan aislados que acabamos por no reconocernos (4).
La mirada fusionante acaba reduciéndonos a un aparato de mirar; dejamos en blanco nuestra mente, nuestra voluntad, nuestro sentimiento, nuestro impulso creativo. Sólo nos reconocemos como auténticas personas al crear vínculos de conocimiento y amor con otras realidades ambitales: personas, obras culturales, todo tipo de ámbitos. Fundirnos con los demás en una masa anónima no es el camino adecuado para vernos en nuestra auténtica verdad. Nuestra verdad es la patentización de nuestra plenitud personal, y ésta la logramos cuando, en vez de «desnudarnos» de nuestra personalidad, la llevamos a plenitud mediante el encuentro con todas las realidades ambitales del entorno. Nuestra verdad de personas la conseguimos a través de las transfiguraciones que nos elevan a los niveles 2, 3 y 4. Justo la vía opuesta al descenso a los modos fusionales de unión con realidades masificadas.
De lo anterior se desprende que, para conocernos y reconocernos, no hemos de vernos en posiciones estáticas, rígidas, empastantes, porque miramos nuestra figura de modo pasivo, poniendo el pensamiento en blanco. Debemos contemplar nuestra figura inserta en nuestro proceso de desarrollo, en el cual se coordinan dos tipos de transfiguración: la de ciertas realidades y la de nuestra conducta respecto a ellas.
3. El bañista que se adentra en el agua acaba entregándose del todo a ella y, en esa entrega al líquido envolvente, siente que éste actúa sobre él como una energía vivificante, y lo torna exultante y juvenil (vs. 34–42). El agua es una realidad «envolvente», no sólo porque rodea al bañista por todas partes, sino porque le ofrece posibilidades de nadar. El que se fija exclusivamente en las condiciones físicas del agua –por ejemplo, su carácter refrescante– siente las sensaciones gozosas propias del nivel 1. Si atiende a las posibilidades lúdicas que le ofrece el agua y realiza la experiencia reversible de nadar, se eleva al nivel 2 y experimenta el gozo inherente a toda forma de creatividad. Se trata, más bien, de un gozo que de un goce.
4. En el nivel 1 hay dos formas de unirse a un grupo de personas: la de «perdernos» en él, para disfrutar del poder succionante de la masa, y la de mantenernos «alejados», para sentir el goce de dominarlo como una «masa» indefensa. Parecen dos actitudes opuestas, y lo son, pero pertenecen al mismo nivel 1. Sólo si tratamos a ese grupo en el nivel 2, de forma creativa, estableceremos con sus miembros una forma de unión verdaderamente valiosa, merecedora del elogio que le rinde el poeta Aleixandre al pedirnos que entremos en el «torrente». Pero, entonces, dejaría de ser un torrente que arrastra para convertirse en una fuente de posibilidades creativas.
5. Al sumarnos a una multitud en marcha podemos vivir un proceso de éxtasis, que nos transfigura y nos eleva a lo mejor de nosotros mismos, o bien, por el contrario, seguir un proceso de vértigo que nos desfigura, nos priva de libertad creativa y nos despeña por la vía del envilecimiento que suponen los cuatro niveles negativos. Sólo en el primer caso acrecentamos nuestra valía personal y, consiguientemente, nuestra propia autoestima.
6. Al final del poema recomienda Aleixandre al lector anónimo que entre con pies desnudos en el hervor de la multitud, en la «plaza», en virtud de la apelación que le hace el «torrente», a fin de ganar allí su identidad personal y ser él mismo, al sintonizar con el latido unánime del corazón colectivo (vs. 43–46).
La llamada de una multitud que fluye como un torrente ¿puede ser una apelación personal? ¿Es suficiente latir al unísono con una multitud, vista como masa, para sentirse afirmado en el propio ser? Si por masa entendemos, aquí, una multitud de personas que van por la vida llevadas por la inercia de la vida social, adentrarnos en ella como en un torrente nos privará, en buena medida, de la identidad personal, la autonomía, la libertad interior, la capacidad de iniciativa. No hay motivo para sentir el menor regocijo, pues falta la esperanza de vivir algún tipo de rejuvenecimiento.
Conclusión
Nos vemos instados en este poema a superar la soledad –entendida como reclusión en nosotros mismos– y unirnos a los demás con voluntad de participación. La utilización de ciertos términos como «fundirse», «perderse», «arrasarse», «masa»... nos hace sospechar que no se trata de una participación creativa, sino de una mera inmersión pasiva en el río de la vida. Esta forma de inmersión no será para nosotros una fuente de energía espiritual y, por tanto, de desarrollo; más bien bloqueará todo proceso de crecimiento.
NOTAS
(1) Cf. El hombre y la gente (Revista de Occidente, Madrid 1957) 73.
(2) Cf. La poesía de Vicente Aleixandre (Gredos, Madrid 31977) 96.
(3) Cf. V. ALEIXANDRE: Historia del corazón (Espasa–Calpe, Madrid, 1977) 55.
(4) Al mirarse en el espejo con un tipo de mirada empastante o fusional, diversos autores confiesan que ven su figura como algo absurdo. «Pensamos en nosotros de ordinario como en un extraño – escribe Miguel de Unamuno–. Y llegan momentos en que nos vemos fuera de nosotros mismos, como sujetos extraños, visión que entristece porque nos aparecemos en toda nuestra vanidad como sombras pasajeras. Yo recuerdo haberme quedado alguna vez mirándome al espejo hasta desdoblarme y ver mi propia imagen como un sujeto extraño, y una vez en que estando así pronuncié quedo mi propio nombre, oí como una voz extraña que me llamaba, y me sobrecogí todo como si sintiera el abismo de la nada y me sintiera una vana sombra pasajera. ¡Qué tristeza entonces! Parece que se sumerge uno en aguas insondables que le cortan toda respiración y que, disipándose todo, avanza la nada, muerte eterna». (Cf. Diario íntimo [Alianza Editorial, Madrid 1972] 49–50). «Una de las cosas que me da más pavor ‒confiesa un personaje de Unamuno‒ es quedar mirándome al espejo, a solas, cuando nadie me ve. Acabo por dudar de mi propia existencia e imaginarme, viéndome como otro, que soy un sueño, un ente de ficción» (Niebla, o.c., 114). Véase, asimismo, La esfinge, en Teatro Completo de Miguel de Unamuno (Aguilar, Madrid 1959) 235–236. «Acerco mi cara al espejo hasta tocarlo ‒dice Roquentin, protagonista de La Náusea, de Sartre‒. Los ojos, la nariz y la boca desaparece
Si queremos analizar este poema con garantía de éxito, debemos integrar nuestras relaciones de inmediatez y de distancia con las realidades del entorno a fin de entrar en relación de presencia con ellas. Para contemplar un cuadro y sentirnos en relación de presencia con él, hemos de hallar el punto medio entre la fusión y el alejamiento. En ese punto estamos a la distancia justa para tener la perspectiva adecuada sobre el cuadro y entrar con él en relación creadora de diálogo y presencia.
Este sencillo ejemplo nos indica que el encuentro no se da automáticamente con sólo anular las distancias. Eso acontecería si fuera un fenómeno propio del plano de los objetos (nivel 1). Pero los objetos no se encuentran; sólo se yuxtaponen o chocan. El cuadro que deseo contemplar no es un mero objeto, aunque tenga una vertiente material y, por tanto objetiva. Es un centro de iniciativa con el que debo colaborar, entreverando mis posibilidades con las que él me ofrece (nivel 2). Tal entreveramiento no puede darse si me empasto con el cuadro .
4. Aplicación de estas claves a la interpretación del poema
1. El autor afirma que es hermoso, humilde y confiante, vivificador y profundo sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido, llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado. ¿Qué significa exactamente, en este contexto, sentirse entre los demás de esa forma: mezclado, llevado, impelido, arrastrado...? ¿Qué tipo de unión nos vincula, entonces, a los otros? Vs 1–5.
Vernos mezclados con otras personas parece en principio liberarnos de la soledad, la soledad propia del que se ve aislado, falto de compañeros de juego en la vida, de apoyo, consejo, colaboración. Al insertarnos en un grupo bullente, nos sentimos dotados de cierta energía, la misma que nos lleva, como una ola, hacia delante y nos impulsa en cierta dirección. Pero, al afirmar que nos sentimos «arrastrados», indicamos que esa energía nos priva de capacidad de iniciativa y libertad creativa. De aquí inferimos que el tipo de unión que nos une a la multitud en marcha es el propio del nivel 1, y empezamos a sospechar que ese grupo de personas constituye una «masa». Bien entendido, el concepto de masa no es tanto cuantitativo como cualitativo. Una multitud de personas, si están debidamente estructuradas, constituyen un grupo social, un pueblo, no una masa. En cambio, varias personas –dos, tres, cuatro…– pueden reducirse a una masa si no están debidamente estructuradas mediante el ejercicio de la capacidad creativa. Un grupo se masifica cuando se des–estructura, al romper los vínculos que lo articulan internamente.
2. Tras afirmar que no es bueno quedarse en la orilla como el malecón y el molusco, resalta el autor la pureza y la serenidad del «arrasarse en la dicha de fluir y perderse, encontrándose con el movimiento con que el gran corazón de los hombres palpita extendido» (vs. 5–10). Frente a la inmovilidad rocosa de un malecón –que resiste los embates del mar– y la del molusco –que se aferra a la roca–, parece que encierra gran valor perderse en el fluir de una masa humana que se desliza ante nosotros (vs. 10–13).
Pero el hecho de perderse en una multitud que marcha agrupada y anónima, «como un único ser», sólo puede considerarse como una acción positiva y valiosa si se trata de un mero individuo, carente de la fuerza personalizadora que nos otorga la creación de vínculos personales con otros seres. Si se trata de personas, perderse supone un descenso de nivel: del nivel 2, en que florece el encuentro personal, al nivel 1, caracterizado por el espíritu de dominio de objetos o de fusión anegante en ellos (vs. 21).
A pesar de llamar «masa» a la multitud que avanza lentamente (vs. 14), advierte el autor que ese desconocido recién perdido entre la gente «era reconocible». Por eso anima a quien desee reconocerse que no se limite a mirarse en el espejo, ya que con su imagen solitaria no puede dialogar; que baje despacio y se busque entre los otros, que se desnude para fundirse con ellos y así reconocerse (vs. 25–33). Ya sabemos que mirarse fijamente al espejo con una mirada fusionante –afín a la descrita por Unamuno y Sartre– nos deja tan aislados que acabamos por no reconocernos (4).
La mirada fusionante acaba reduciéndonos a un aparato de mirar; dejamos en blanco nuestra mente, nuestra voluntad, nuestro sentimiento, nuestro impulso creativo. Sólo nos reconocemos como auténticas personas al crear vínculos de conocimiento y amor con otras realidades ambitales: personas, obras culturales, todo tipo de ámbitos. Fundirnos con los demás en una masa anónima no es el camino adecuado para vernos en nuestra auténtica verdad. Nuestra verdad es la patentización de nuestra plenitud personal, y ésta la logramos cuando, en vez de «desnudarnos» de nuestra personalidad, la llevamos a plenitud mediante el encuentro con todas las realidades ambitales del entorno. Nuestra verdad de personas la conseguimos a través de las transfiguraciones que nos elevan a los niveles 2, 3 y 4. Justo la vía opuesta al descenso a los modos fusionales de unión con realidades masificadas.
De lo anterior se desprende que, para conocernos y reconocernos, no hemos de vernos en posiciones estáticas, rígidas, empastantes, porque miramos nuestra figura de modo pasivo, poniendo el pensamiento en blanco. Debemos contemplar nuestra figura inserta en nuestro proceso de desarrollo, en el cual se coordinan dos tipos de transfiguración: la de ciertas realidades y la de nuestra conducta respecto a ellas.
3. El bañista que se adentra en el agua acaba entregándose del todo a ella y, en esa entrega al líquido envolvente, siente que éste actúa sobre él como una energía vivificante, y lo torna exultante y juvenil (vs. 34–42). El agua es una realidad «envolvente», no sólo porque rodea al bañista por todas partes, sino porque le ofrece posibilidades de nadar. El que se fija exclusivamente en las condiciones físicas del agua –por ejemplo, su carácter refrescante– siente las sensaciones gozosas propias del nivel 1. Si atiende a las posibilidades lúdicas que le ofrece el agua y realiza la experiencia reversible de nadar, se eleva al nivel 2 y experimenta el gozo inherente a toda forma de creatividad. Se trata, más bien, de un gozo que de un goce.
4. En el nivel 1 hay dos formas de unirse a un grupo de personas: la de «perdernos» en él, para disfrutar del poder succionante de la masa, y la de mantenernos «alejados», para sentir el goce de dominarlo como una «masa» indefensa. Parecen dos actitudes opuestas, y lo son, pero pertenecen al mismo nivel 1. Sólo si tratamos a ese grupo en el nivel 2, de forma creativa, estableceremos con sus miembros una forma de unión verdaderamente valiosa, merecedora del elogio que le rinde el poeta Aleixandre al pedirnos que entremos en el «torrente». Pero, entonces, dejaría de ser un torrente que arrastra para convertirse en una fuente de posibilidades creativas.
5. Al sumarnos a una multitud en marcha podemos vivir un proceso de éxtasis, que nos transfigura y nos eleva a lo mejor de nosotros mismos, o bien, por el contrario, seguir un proceso de vértigo que nos desfigura, nos priva de libertad creativa y nos despeña por la vía del envilecimiento que suponen los cuatro niveles negativos. Sólo en el primer caso acrecentamos nuestra valía personal y, consiguientemente, nuestra propia autoestima.
6. Al final del poema recomienda Aleixandre al lector anónimo que entre con pies desnudos en el hervor de la multitud, en la «plaza», en virtud de la apelación que le hace el «torrente», a fin de ganar allí su identidad personal y ser él mismo, al sintonizar con el latido unánime del corazón colectivo (vs. 43–46).
La llamada de una multitud que fluye como un torrente ¿puede ser una apelación personal? ¿Es suficiente latir al unísono con una multitud, vista como masa, para sentirse afirmado en el propio ser? Si por masa entendemos, aquí, una multitud de personas que van por la vida llevadas por la inercia de la vida social, adentrarnos en ella como en un torrente nos privará, en buena medida, de la identidad personal, la autonomía, la libertad interior, la capacidad de iniciativa. No hay motivo para sentir el menor regocijo, pues falta la esperanza de vivir algún tipo de rejuvenecimiento.
Conclusión
Nos vemos instados en este poema a superar la soledad –entendida como reclusión en nosotros mismos– y unirnos a los demás con voluntad de participación. La utilización de ciertos términos como «fundirse», «perderse», «arrasarse», «masa»... nos hace sospechar que no se trata de una participación creativa, sino de una mera inmersión pasiva en el río de la vida. Esta forma de inmersión no será para nosotros una fuente de energía espiritual y, por tanto, de desarrollo; más bien bloqueará todo proceso de crecimiento.
NOTAS
(1) Cf. El hombre y la gente (Revista de Occidente, Madrid 1957) 73.
(2) Cf. La poesía de Vicente Aleixandre (Gredos, Madrid 31977) 96.
(3) Cf. V. ALEIXANDRE: Historia del corazón (Espasa–Calpe, Madrid, 1977) 55.
(4) Al mirarse en el espejo con un tipo de mirada empastante o fusional, diversos autores confiesan que ven su figura como algo absurdo. «Pensamos en nosotros de ordinario como en un extraño – escribe Miguel de Unamuno–. Y llegan momentos en que nos vemos fuera de nosotros mismos, como sujetos extraños, visión que entristece porque nos aparecemos en toda nuestra vanidad como sombras pasajeras. Yo recuerdo haberme quedado alguna vez mirándome al espejo hasta desdoblarme y ver mi propia imagen como un sujeto extraño, y una vez en que estando así pronuncié quedo mi propio nombre, oí como una voz extraña que me llamaba, y me sobrecogí todo como si sintiera el abismo de la nada y me sintiera una vana sombra pasajera. ¡Qué tristeza entonces! Parece que se sumerge uno en aguas insondables que le cortan toda respiración y que, disipándose todo, avanza la nada, muerte eterna». (Cf. Diario íntimo [Alianza Editorial, Madrid 1972] 49–50). «Una de las cosas que me da más pavor ‒confiesa un personaje de Unamuno‒ es quedar mirándome al espejo, a solas, cuando nadie me ve. Acabo por dudar de mi propia existencia e imaginarme, viéndome como otro, que soy un sueño, un ente de ficción» (Niebla, o.c., 114). Véase, asimismo, La esfinge, en Teatro Completo de Miguel de Unamuno (Aguilar, Madrid 1959) 235–236. «Acerco mi cara al espejo hasta tocarlo ‒dice Roquentin, protagonista de La Náusea, de Sartre‒. Los ojos, la nariz y la boca desaparece