NIEBLA, DE MIGUEL DE UNAMUNO (2ª parte)
En busca de seguridad
Cuanto acontece en el Diario íntimo con Unamuno en cuanto persona real sucede aquí con su criatura de ficción, Augusto, que vive encapsulado en una posición más bien individualista, poco creativa, pero intuye que la autenticidad humana comienza cuando se desbordan los límites del yo. La relación de Augusto con su madre, ya viuda, fue de atenimiento casi fusional. La madre convertía la relación de tutela en una atención constante y atosigadora, que apenas dejaba huelgo al hijo para el desarro¬llo de su libertad y su capacidad de iniciativa. De esta suerte, al morir su madre, Augusto se sintió indefenso ante la vida. Al encontrarse con las primeras dificultades planteadas por la necesidad de tomar decisiones personales, Augusto se halla carente de recursos y no hace sino añorar la presencia de la madre: “¡Si estuviera aquí ella para hacer florecer en rosa a esta primera espina!” (44).
En su línea de indefensión, Augusto recoge compasiva¬mente a un perro abandonado, no tanto, sin duda, por darle protección cuanto por contar con un confidente sumiso que escuche sus monólogos y acoja sus desahogos. Desde esta posición inestable, lábil, extremadamente quebradiza, Augusto responde con cierta energía a la apelación que significa la mera presencia física de una joven atractiva, y este gesto -siquiera mínimo- de creatividad despierta en su interior un sentimiento de seguridad en sí mismo.
“Y ahora me brillan en el cielo de mi soledad los dos ojos de Eugenia (...). Y me hacen creer que existo. ¡Dulce ilusión! ¡Amo, ergo sum! Este amor, Orfeo, es como lluvia bienhechora en que se deshace y concreta la niebla de la existencia. Gracias al amor, siento al alma de bulto, la toco” (50-51).
El amor es el impulso que insta a los hombres a fundar ámbitos, a entreverarlos entre sí e instaurar otros nuevos de mayor envergadura. Esta trama de ámbitos reales, aunque no “objetivos”, confiere solidez a la existencia del hombre, ser ambital que no limita, se expande a modo de atmósfera y logra su plenitud de sentido por vía de entreveramiento de ámbitos (nivel 2). El hombre es un ser temporal, decurrente, que se ve instado desde el nacimiento a abrirse a los demás y fundar con ellos ámbitos de amor y tutela. ¿Qué es lo que confiere a este ser dinámico e inquieto su definitiva, radical y nuclear consistencia que lo convierte en una realidad firme? “¿Donde está el enjullo a que se arrolla la tela de nuestra existencia, dónde?” (51).
Ya en sus meditaciones anteriores había observado Augusto que “hay que vivir para amar” y “hay que amar para vivir” (41). Estas contraposiciones, tan caras a Unamuno, no son meros juegos de palabras; son formas de tensar el lenguaje para expresar la dialéctica fundamental de la existencia humana: la que vincula el buscar y el hallar, el configurar ciertas realidades y el ser configurado por ellas. Tales realidades son, entre otras, el lenguaje, los estilos, las instituciones, las relaciones de amistad, las diferentes formas de juego: el deportivo, el estético, el amoroso, el litúrgico... Augusto entrevé que el ser humano busca con inquietud las realidades que, por ley natural, están llamadas a colaborar con él en el proceso de desarrollo de la personalidad. En un plano de pensamiento objetivista -atenido a la relación del hombre con meros objetos, realidades delimitables, asibles, manejables…-, la existencia del fenómeno de la sed no prueba la existencia de la realidad llamada “fuente”. Pero en el plano del pensamiento relacional –basado en un análisis aquilatado del juego y de los ámbitos o realidades abiertas-, la experiencia diaria revela que los procesos creadores no serían posibles si el hombre no estuviera desde el principio instalado en un entorno de realidades que lo apelan a una tarea creadora y, al apelarlo, le confieren el dinamismo necesario para responder eficazmente.
Esta fecunda idea late, siquiera sólo barruntada, en las consideraciones de Augusto acerca de su primer encuentro con Eugenia: “(...) Es la que yo buscaba hace años, aun sin saberlo; es la que me buscaba. Estábamos destinados uno a otro en armonía preestablecida; somos dos mónadas complementaria una de otra” (41). El lugar viviente donde acontece por primera vez el encuentro que supera el ser individual y lo instala en su auténtico entorno nutricio, fecundante, es el hogar. “La familia es la verdadera célula social. Y yo no soy más que una molécula. ¡Qué poética es la ciencia, Dios mío” (41).
El amor, aunque sea incipiente e inmaduro, por no haberse creado todavía un auténtico encuentro, abre un espacio de comunicación, de entreveramiento de ámbitos, al menos en la imaginación creadora, que no es facultad de lo irreal, sino de lo ambital. Este campo de juego esponja el ánimo del que participa en su instauración y produce una peculiar iluminación del sentido de todas las realidades del entorno. Tras la primera entrevista con Eugenia, a Augusto “el mundo le parecía más grande, el aire más puro y más azul el cielo. Era como si respirase por vez primera. En lo más íntimo de sus oídos cantaba aquella palabra de su madre: cásate” (55).
Eugenia, la joven que ha suscitado este movimiento de apertura hacia el otro iniciado por Augusto, aparece desde el principio al margen de toda creatividad. A pesar de haber sido introducida en el mundo de la música, manifiesta abiertamente que la utiliza solamente como medio de subsistencia, y la odia (58). Unamuno deja entrever que este sentimiento aversivo se basa en la sumisión de la música al tiempo, en su poder sugestivo que no acaba de concretarse en nada definitivo, contante y sonante. Esta explicación es, por fortuna, insatisfactoria. La música nos sumerge en un mundo de armonía, que sugiere modos de plenitud personal. Tal plenitud sólo la alcanza realmente quien orienta su existencia por una vía creadora de ámbitos armónicos. Si Eugenia “estaba harta de música”, no era porque ésta fuera una “preparación a un advenimiento que nunca llega”, sino porque la invitaba al ejercicio de una actividad creadora que la obligaba a elevarse a un nivel distinto de aquel en que se movía (nivel 1).
Esta actitud de Eugenia hará inviable el encuentro con Augusto, que, si no había llevado una vida creadora en sentido cabal, tampoco se mostraba hostil hacia ella, o cerrado, o indiferente. Cuando las personas que empiezan a tratarse, aunque sea de modo fortuito y poco profundo, cumplen las condiciones del encuentro -disponibilidad, apertura, sinceridad, voluntad de compromiso, respeto, renuncia al afán de manipulación...-, suelen ir afinando su sensibilidad a medida que se relacionan, pues la instauración de un campo de juego común alumbra luz para penetrar en el secreto de las realidades y acontecimientos, y acrecienta el interés por asumirlos activamente en la propia vida.
Al sentir la necesidad de la apertura y el encuentro -acontecimiento que se da entre una persona y otra que, siendo en principio distinta y distante, externa y extraña, acaba convirtiéndose en “íntima”-, Augusto se ve enfrentado abruptamente con el grave tema planteado por “el otro”. Si el ser distinto y distante no se torna íntimo, se mantiene en la distancia propia de lo que es “otro”. Los delicados matices que separan al “tú” del “otro” confieren un doloroso dramatismo a la experiencia que va realizando Augusto de la relación que su adorada Eugenia mantiene con él y con su novio, Mauricio. “(...) El otro no es el novio de Eugenia, no es aquel a quien ella quiere; el otro soy yo. ¡Sí, soy yo el otro; yo soy otro!” (59). Otro no significa uno más, sino el que está fuera del campo de juego, de intimidad y mutua comprensión. Por eso no sirve a Augusto de consuelo pensar que hay muchas otras jóvenes hermosas, porque todas ellas “no son sino remedos de ella, de la una, de la única, ¡de mi dulce Eugenia!” (60).
El carácter de único lo adquiere para nosotros una persona o una realidad a medida que pacientemente vamos haciendo juego con ella, como le advirtió el zorro al “principito” en el conocido relato de Saint-Exupéry. Sin embargo, puede ocurrir que desde el principio tengamos el presentimiento de que la persona a quien acabamos de conocer está como llamada a ser para nosotros única en el mundo. Augusto, desde que conoció a Eugenia e inició el camino de la apertura y el amor, tiene la sensibilidad a flor de piel y repara, como nunca lo había hecho, en la belleza de cuantas mujeres se mueven a su lado. Siente preocupación por lo que parece un enamoramiento múltiple, universal. Sin embargo, su atención sigue fija en una mujer singular: Eugenia.
En este estado de delicuescencia amorosa, en el que Augusto carece de ideas claras acerca de su enamoramiento, todo se torna nebuloso. Augusto solicita el consejo de su amigo Víctor, que acrecienta su zozobra al sugerirle que su enamoramiento es sólo cerebral, y que todo él, Augusto, no es sino una pura idea, un ente de ficción (62). Al oír los pasos de Eugenia, Augusto “sintió un puñal de hierro atravesarle el pecho y como una bruma invadirle la cabeza” (63). “Los ojos de Eugenia se le borraron de la vista y no vio ya nada sino una niebla, una niebla roja” (64).
Niebla equivale en este contexto a confusión, mareo, vértigo. Algo más adelante, significará un estado de obcecamiento espiritual (68). Se lo dice Augusto a Rosario, la planchadora, una joven de humilde condición que se encandila cuando se ve acariciada súbitamente por su “señorito”, aunque teme que éste la utilice para experimentar las sensaciones que desearía compartir con Eugenia (67). “Tú dirás que el señorito Augusto se ha vuelto loco. (...) Es que lo ha estado hasta ahora, o mejor dicho, es que ha estado hasta ahora tonto, tonto del todo, perdido en una niebla, ciego...” (68).
Pero tampoco logra Augusto ver con claridad los acontecimientos que tejen su vida. Se siente a medio camino hacia la plenitud, suspendido en una situación desgarrada, preso de la fascinación -que es vértigo-, pero ansioso de realizar una auténtica experiencia de amor -que es éxtasis-.
“¡Ay, Rosario, Rosario, yo no sé lo que me pasa, yo no sé lo que es de mí! Esa mujer que tú dices que es mala, sin conocerla, me ha vuelto ciego al darme la vista. Yo no vivía, y ahora vivo; pero ahora que vivo es cuando siento lo que es morir. Tengo que defenderme de esa mujer, tengo que defenderme de su mirada” (69).
Estas aparentes “paradojas” muestran una perfecta lógica cuando son vistas en nivel creador (nivel 2). Augusto vive ahora en cuanto está abierto al amor, pero no vive por no ser correspondido y no poder fundar una relación de riguroso encuentro. Desde que murió su madre, había vivido “dormido”, ocluído en sí mismo (nivel 1). La visión de Eugenia provocó en él una actitud de apertura hacia modos de comunicación fundadores de campos de juego comunes (nivel 2). A esta labor creadora alude la expresión “dormir juntos el mismo sueño” (69-70). “El sueño de uno solo es la ilusión, la apariencia; el sueño de dos es ya la verdad, la realidad. ¿Qué es el mundo real sino el sueño que soñamos todos, el sueño común?”.
Soñar, en este contexto, no se contrapone tanto a actividad en vigilia cuanto a actividad objetivista (nivel 1). Soñar entre todos significa instaurar modos nuevos de realidad mediante el entreveramiento de ámbitos (nivel 2). Esta interpretación encierra la mayor importancia para comprender a dónde apunta Unamuno cuando subraya la singular autonomía de los entes de ficción y la influencia que los mismos ejercen sobre el autor que los ha configurado en su imaginación creadora.
La realidad “objetiva” -manipulable, mensurable, localizable- es considerada por Unamuno, a través del conturbado Don Avito Carrascal, como la realidad que se da en el presente y la ciencia estudia y analiza. Pero hay otro modo de realidad, la que existe en el recuerdo o en la esperanza. Un lugar apropiado para dar cuerpo a este género de realidad es el templo, lugar alejado del bullicio producido por la manipulación de objetos y orientado hacia las realidades que sólo existen cuando el hombre siente la caducidad de lo objetivo y se abre a realidades superiores (niveles 2, 3 y 4). En este sentido, la iglesia, el templo, es el hogar de “todas las ilusiones y todos los desengaños” (74).
Esa apertura a realidades cuya existencia se presiente y se necesita, aunque no sean susceptibles de un conocimiento exacto al modo de las realidades “objetivas”, cobra forma expresiva en la plegaria, sobre todo la plegaria comunitaria que funda un clima de solidaridad y de apertura a la trascendencia. En la misma línea que el Unamuno confidente del Diario íntimo, don Avito le confiesa a Augusto: “No sé si creo o no creo; sé que rezo” (74).
Esta actitud de súplica está iluminada por una luz muy honda, enigmática, porque no procede de una fuente constatable empíricamente por el hombre, como sucede con las realidades objetivas, localizadas en el espacio y el tiempo. Es la luz que brota al hilo de experiencias conmovedoras que quiebran la confianza del hombre en las realidades manejables (nivel 1) y afinan su sensibilidad para las realidades superiores (niveles 2, 3 y 4), que no se dejan localizar en el tiempo y el espacio pero son eminentemente reales.
Dicha luz permite adivinar la existencia de una realidad trascendente, a la que cabe dirigir una súplica, y la condición “maternal” de la propia esposa, que en casos de gran desvalimiento sabe acoger al esposo y fundar con él un ámbito tutelar (74). Sin embargo, casarse con el fin más o menos inexplícito de volver a tener una madre (79) delata un espíritu infantilmente desvalido, menesteroso -por falta de creatividad- de un ser maternalmente acogedor.
En busca de seguridad
Cuanto acontece en el Diario íntimo con Unamuno en cuanto persona real sucede aquí con su criatura de ficción, Augusto, que vive encapsulado en una posición más bien individualista, poco creativa, pero intuye que la autenticidad humana comienza cuando se desbordan los límites del yo. La relación de Augusto con su madre, ya viuda, fue de atenimiento casi fusional. La madre convertía la relación de tutela en una atención constante y atosigadora, que apenas dejaba huelgo al hijo para el desarro¬llo de su libertad y su capacidad de iniciativa. De esta suerte, al morir su madre, Augusto se sintió indefenso ante la vida. Al encontrarse con las primeras dificultades planteadas por la necesidad de tomar decisiones personales, Augusto se halla carente de recursos y no hace sino añorar la presencia de la madre: “¡Si estuviera aquí ella para hacer florecer en rosa a esta primera espina!” (44).
En su línea de indefensión, Augusto recoge compasiva¬mente a un perro abandonado, no tanto, sin duda, por darle protección cuanto por contar con un confidente sumiso que escuche sus monólogos y acoja sus desahogos. Desde esta posición inestable, lábil, extremadamente quebradiza, Augusto responde con cierta energía a la apelación que significa la mera presencia física de una joven atractiva, y este gesto -siquiera mínimo- de creatividad despierta en su interior un sentimiento de seguridad en sí mismo.
“Y ahora me brillan en el cielo de mi soledad los dos ojos de Eugenia (...). Y me hacen creer que existo. ¡Dulce ilusión! ¡Amo, ergo sum! Este amor, Orfeo, es como lluvia bienhechora en que se deshace y concreta la niebla de la existencia. Gracias al amor, siento al alma de bulto, la toco” (50-51).
El amor es el impulso que insta a los hombres a fundar ámbitos, a entreverarlos entre sí e instaurar otros nuevos de mayor envergadura. Esta trama de ámbitos reales, aunque no “objetivos”, confiere solidez a la existencia del hombre, ser ambital que no limita, se expande a modo de atmósfera y logra su plenitud de sentido por vía de entreveramiento de ámbitos (nivel 2). El hombre es un ser temporal, decurrente, que se ve instado desde el nacimiento a abrirse a los demás y fundar con ellos ámbitos de amor y tutela. ¿Qué es lo que confiere a este ser dinámico e inquieto su definitiva, radical y nuclear consistencia que lo convierte en una realidad firme? “¿Donde está el enjullo a que se arrolla la tela de nuestra existencia, dónde?” (51).
Ya en sus meditaciones anteriores había observado Augusto que “hay que vivir para amar” y “hay que amar para vivir” (41). Estas contraposiciones, tan caras a Unamuno, no son meros juegos de palabras; son formas de tensar el lenguaje para expresar la dialéctica fundamental de la existencia humana: la que vincula el buscar y el hallar, el configurar ciertas realidades y el ser configurado por ellas. Tales realidades son, entre otras, el lenguaje, los estilos, las instituciones, las relaciones de amistad, las diferentes formas de juego: el deportivo, el estético, el amoroso, el litúrgico... Augusto entrevé que el ser humano busca con inquietud las realidades que, por ley natural, están llamadas a colaborar con él en el proceso de desarrollo de la personalidad. En un plano de pensamiento objetivista -atenido a la relación del hombre con meros objetos, realidades delimitables, asibles, manejables…-, la existencia del fenómeno de la sed no prueba la existencia de la realidad llamada “fuente”. Pero en el plano del pensamiento relacional –basado en un análisis aquilatado del juego y de los ámbitos o realidades abiertas-, la experiencia diaria revela que los procesos creadores no serían posibles si el hombre no estuviera desde el principio instalado en un entorno de realidades que lo apelan a una tarea creadora y, al apelarlo, le confieren el dinamismo necesario para responder eficazmente.
Esta fecunda idea late, siquiera sólo barruntada, en las consideraciones de Augusto acerca de su primer encuentro con Eugenia: “(...) Es la que yo buscaba hace años, aun sin saberlo; es la que me buscaba. Estábamos destinados uno a otro en armonía preestablecida; somos dos mónadas complementaria una de otra” (41). El lugar viviente donde acontece por primera vez el encuentro que supera el ser individual y lo instala en su auténtico entorno nutricio, fecundante, es el hogar. “La familia es la verdadera célula social. Y yo no soy más que una molécula. ¡Qué poética es la ciencia, Dios mío” (41).
El amor, aunque sea incipiente e inmaduro, por no haberse creado todavía un auténtico encuentro, abre un espacio de comunicación, de entreveramiento de ámbitos, al menos en la imaginación creadora, que no es facultad de lo irreal, sino de lo ambital. Este campo de juego esponja el ánimo del que participa en su instauración y produce una peculiar iluminación del sentido de todas las realidades del entorno. Tras la primera entrevista con Eugenia, a Augusto “el mundo le parecía más grande, el aire más puro y más azul el cielo. Era como si respirase por vez primera. En lo más íntimo de sus oídos cantaba aquella palabra de su madre: cásate” (55).
Eugenia, la joven que ha suscitado este movimiento de apertura hacia el otro iniciado por Augusto, aparece desde el principio al margen de toda creatividad. A pesar de haber sido introducida en el mundo de la música, manifiesta abiertamente que la utiliza solamente como medio de subsistencia, y la odia (58). Unamuno deja entrever que este sentimiento aversivo se basa en la sumisión de la música al tiempo, en su poder sugestivo que no acaba de concretarse en nada definitivo, contante y sonante. Esta explicación es, por fortuna, insatisfactoria. La música nos sumerge en un mundo de armonía, que sugiere modos de plenitud personal. Tal plenitud sólo la alcanza realmente quien orienta su existencia por una vía creadora de ámbitos armónicos. Si Eugenia “estaba harta de música”, no era porque ésta fuera una “preparación a un advenimiento que nunca llega”, sino porque la invitaba al ejercicio de una actividad creadora que la obligaba a elevarse a un nivel distinto de aquel en que se movía (nivel 1).
Esta actitud de Eugenia hará inviable el encuentro con Augusto, que, si no había llevado una vida creadora en sentido cabal, tampoco se mostraba hostil hacia ella, o cerrado, o indiferente. Cuando las personas que empiezan a tratarse, aunque sea de modo fortuito y poco profundo, cumplen las condiciones del encuentro -disponibilidad, apertura, sinceridad, voluntad de compromiso, respeto, renuncia al afán de manipulación...-, suelen ir afinando su sensibilidad a medida que se relacionan, pues la instauración de un campo de juego común alumbra luz para penetrar en el secreto de las realidades y acontecimientos, y acrecienta el interés por asumirlos activamente en la propia vida.
Al sentir la necesidad de la apertura y el encuentro -acontecimiento que se da entre una persona y otra que, siendo en principio distinta y distante, externa y extraña, acaba convirtiéndose en “íntima”-, Augusto se ve enfrentado abruptamente con el grave tema planteado por “el otro”. Si el ser distinto y distante no se torna íntimo, se mantiene en la distancia propia de lo que es “otro”. Los delicados matices que separan al “tú” del “otro” confieren un doloroso dramatismo a la experiencia que va realizando Augusto de la relación que su adorada Eugenia mantiene con él y con su novio, Mauricio. “(...) El otro no es el novio de Eugenia, no es aquel a quien ella quiere; el otro soy yo. ¡Sí, soy yo el otro; yo soy otro!” (59). Otro no significa uno más, sino el que está fuera del campo de juego, de intimidad y mutua comprensión. Por eso no sirve a Augusto de consuelo pensar que hay muchas otras jóvenes hermosas, porque todas ellas “no son sino remedos de ella, de la una, de la única, ¡de mi dulce Eugenia!” (60).
El carácter de único lo adquiere para nosotros una persona o una realidad a medida que pacientemente vamos haciendo juego con ella, como le advirtió el zorro al “principito” en el conocido relato de Saint-Exupéry. Sin embargo, puede ocurrir que desde el principio tengamos el presentimiento de que la persona a quien acabamos de conocer está como llamada a ser para nosotros única en el mundo. Augusto, desde que conoció a Eugenia e inició el camino de la apertura y el amor, tiene la sensibilidad a flor de piel y repara, como nunca lo había hecho, en la belleza de cuantas mujeres se mueven a su lado. Siente preocupación por lo que parece un enamoramiento múltiple, universal. Sin embargo, su atención sigue fija en una mujer singular: Eugenia.
En este estado de delicuescencia amorosa, en el que Augusto carece de ideas claras acerca de su enamoramiento, todo se torna nebuloso. Augusto solicita el consejo de su amigo Víctor, que acrecienta su zozobra al sugerirle que su enamoramiento es sólo cerebral, y que todo él, Augusto, no es sino una pura idea, un ente de ficción (62). Al oír los pasos de Eugenia, Augusto “sintió un puñal de hierro atravesarle el pecho y como una bruma invadirle la cabeza” (63). “Los ojos de Eugenia se le borraron de la vista y no vio ya nada sino una niebla, una niebla roja” (64).
Niebla equivale en este contexto a confusión, mareo, vértigo. Algo más adelante, significará un estado de obcecamiento espiritual (68). Se lo dice Augusto a Rosario, la planchadora, una joven de humilde condición que se encandila cuando se ve acariciada súbitamente por su “señorito”, aunque teme que éste la utilice para experimentar las sensaciones que desearía compartir con Eugenia (67). “Tú dirás que el señorito Augusto se ha vuelto loco. (...) Es que lo ha estado hasta ahora, o mejor dicho, es que ha estado hasta ahora tonto, tonto del todo, perdido en una niebla, ciego...” (68).
Pero tampoco logra Augusto ver con claridad los acontecimientos que tejen su vida. Se siente a medio camino hacia la plenitud, suspendido en una situación desgarrada, preso de la fascinación -que es vértigo-, pero ansioso de realizar una auténtica experiencia de amor -que es éxtasis-.
“¡Ay, Rosario, Rosario, yo no sé lo que me pasa, yo no sé lo que es de mí! Esa mujer que tú dices que es mala, sin conocerla, me ha vuelto ciego al darme la vista. Yo no vivía, y ahora vivo; pero ahora que vivo es cuando siento lo que es morir. Tengo que defenderme de esa mujer, tengo que defenderme de su mirada” (69).
Estas aparentes “paradojas” muestran una perfecta lógica cuando son vistas en nivel creador (nivel 2). Augusto vive ahora en cuanto está abierto al amor, pero no vive por no ser correspondido y no poder fundar una relación de riguroso encuentro. Desde que murió su madre, había vivido “dormido”, ocluído en sí mismo (nivel 1). La visión de Eugenia provocó en él una actitud de apertura hacia modos de comunicación fundadores de campos de juego comunes (nivel 2). A esta labor creadora alude la expresión “dormir juntos el mismo sueño” (69-70). “El sueño de uno solo es la ilusión, la apariencia; el sueño de dos es ya la verdad, la realidad. ¿Qué es el mundo real sino el sueño que soñamos todos, el sueño común?”.
Soñar, en este contexto, no se contrapone tanto a actividad en vigilia cuanto a actividad objetivista (nivel 1). Soñar entre todos significa instaurar modos nuevos de realidad mediante el entreveramiento de ámbitos (nivel 2). Esta interpretación encierra la mayor importancia para comprender a dónde apunta Unamuno cuando subraya la singular autonomía de los entes de ficción y la influencia que los mismos ejercen sobre el autor que los ha configurado en su imaginación creadora.
La realidad “objetiva” -manipulable, mensurable, localizable- es considerada por Unamuno, a través del conturbado Don Avito Carrascal, como la realidad que se da en el presente y la ciencia estudia y analiza. Pero hay otro modo de realidad, la que existe en el recuerdo o en la esperanza. Un lugar apropiado para dar cuerpo a este género de realidad es el templo, lugar alejado del bullicio producido por la manipulación de objetos y orientado hacia las realidades que sólo existen cuando el hombre siente la caducidad de lo objetivo y se abre a realidades superiores (niveles 2, 3 y 4). En este sentido, la iglesia, el templo, es el hogar de “todas las ilusiones y todos los desengaños” (74).
Esa apertura a realidades cuya existencia se presiente y se necesita, aunque no sean susceptibles de un conocimiento exacto al modo de las realidades “objetivas”, cobra forma expresiva en la plegaria, sobre todo la plegaria comunitaria que funda un clima de solidaridad y de apertura a la trascendencia. En la misma línea que el Unamuno confidente del Diario íntimo, don Avito le confiesa a Augusto: “No sé si creo o no creo; sé que rezo” (74).
Esta actitud de súplica está iluminada por una luz muy honda, enigmática, porque no procede de una fuente constatable empíricamente por el hombre, como sucede con las realidades objetivas, localizadas en el espacio y el tiempo. Es la luz que brota al hilo de experiencias conmovedoras que quiebran la confianza del hombre en las realidades manejables (nivel 1) y afinan su sensibilidad para las realidades superiores (niveles 2, 3 y 4), que no se dejan localizar en el tiempo y el espacio pero son eminentemente reales.
Dicha luz permite adivinar la existencia de una realidad trascendente, a la que cabe dirigir una súplica, y la condición “maternal” de la propia esposa, que en casos de gran desvalimiento sabe acoger al esposo y fundar con él un ámbito tutelar (74). Sin embargo, casarse con el fin más o menos inexplícito de volver a tener una madre (79) delata un espíritu infantilmente desvalido, menesteroso -por falta de creatividad- de un ser maternalmente acogedor.
Nostalgia de la vida espiritual
Una vez y otra advertimos la posición inestable y ambivalente de Augusto. Frente a la actitud alicorta de Víctor, que se mueve en nivel meramente objetivista, infracreador, apegado a la mera comodidad, a la seguridad de una vida sin problemas (nivel 1) (77-79), Augusto siente la necesidad de elevarse por encima del plano corpóreo y moverse en un campo impulsado por la fuerza del espíritu (niveles 2, 3 y 4).
“Lo que yo necesito es alma, alma, alma. Y un alma de fuego, como la que irradiaba de los ojos de ella, de Eugenia (...). Su cuerpo es alma, alma pura, todo él vida, todo él significación, todo él idea. A mí me sobra el cuerpo, Orfeo, me sobra el cuerpo porque me falta alma” (80).
Este anhelo de Augusto no logra cuajar en voluntad creadora, la única que puede llevar al hombre a vivir una vida en el espíritu. Sigue tratando a Rosarito como a un medio para desahogar su afectividad represada (nivel 1), sin la menor intención de fundar con ella una relación personal estable (nivel 2) (93-95). Él mismo confiesa que ha estado mintiendo a la joven y mintiéndose a sí mismo (96). La vida humana creadora -que toma cuerpo en la palabra-, al ser vista por Augusto desde ese nivel objetivista de manipulación se le aparece como algo falto de consistencia, meramente fantástico, ilusorio, falaz. “La palabra, este producto social, se ha hecho para mentir”. “La única verdad es el hombre fisiológico, el que no habla, el que no miente” (96).
La falta de creatividad lleva al hombre de temple vitalista a sentir añoranza por la vida infracreadora, infrarreflexiva, animal o incluso vegetal. La opción vitalista es una de las tentaciones básicas del hombre del siglo XX, y resulta tanto más peligrosa cuanto más hábilmente sabe presentarse como salvadora de la vida, vista en su aspecto multicolor concreto. Al plantear la cuestión de la unidad con lo real en plan fusional, por el prejuicio de que sólo la unión sin distancia es inmediata, el vitalismo suele ir aliado con el objetivismo, tendencia infracreadora que no persigue la unión de integración con las realidades del entorno, sino la unión de dominio o bien la de entrega empastante, fusional, dos formas de relación que son opuestas, pero se hallan en el mismo nivel (nivel 1).
Augusto, consecuente con su posición vitalista, no acaba de renunciar a su orientación objetivista, manipuladora. El que adopta esta actitud reduce de rango las realidades del entorno y la suya propia. Augusto trató a la infeliz planchadora como un banco de pruebas, pero él se rebela de antemano contra la posibilidad de que Eugenia le manipule a él.
“(...) Que yo no soy un piano en que se puede tocar a todo antojo, que no soy un hombre de hoy te dejo y luego te tomo, que no soy sustituto ni viceno¬vio, que no soy plato de segunda mesa...” (99).
Para sentirse sólidamente afirmado en sí mismo, repite en su interior: “¡Y yo tengo mi carácter, vaya si lo tengo, yo soy yo! Sí, ¡soy yo! ¡Yo soy yo!”. “Mi alma será pequeña, ero es mía” (99).
Exaltado con la fuerza expresiva de tales afirmaciones, Augusto se sintió tan crecido que la casa le resultó pequeña, asfixiante, y tuvo que salir a la calle para desahogarse. Pero, al “perderse en la masa de los hombres que iban y venían sin conocerle ni percatarse de él, tuvo la impresión de diluirse en la muchedumbre y alienarse”. “Sólo a solas se sentía él, sólo a solas podía decirse a sí mismo, tal vez para convencerse: ¡Yo soy yo!”.
Ante Eugenia, Augusto experimentaba la sensación exaltante y a la vez deprimente, aniquiladora, del vértigo, la fascinación que zarandea y, tras una leve fulguración, catapulta a una persona al vacío. “Eres tú, que me traes y me llevas y me haces dar vueltas como un argandillo; eres tú que me vuelves loco; eres tú que me haces quebrantar mis más firmes propósitos; eres tú que haces que no sea yo...” (104).
En el plano objetivista de conducta, hay experiencias cotidianas que se convierten en un tormento, porque avivan la duda acerca de la condición real de la propia existencia. Ello acontece al mirarse al espejo fijamente, con una forma de relax que amengua al máximo la tensión creadora. Al anularse el campo de juego entre el que mira y la imagen contemplada estáticamente en el espejo, ésta se sale del ámbito de la intimidad, se convierte en algo distinto, distante, ajeno y extraño.
“(...) Una de las cosas que me da más pavor es quedar mirándome al espejo, a solas, cuando nadie me ve. Acabo por dudar de mi propia existencia e imaginarme, viéndome como otro, que soy un sueño, un ente de ficción...” (114).
NOTAS
( 1) Cf. El Principito, Alianza, Madrid 1972, 2ª ed., p. 86; Le petit Prince, Harbrace Paperbound Library, Nueva York 1943, p. 86.
(2) Este párrafo está tomado de la edición de Niebla que figura en el vol. II de los Obras completas de Unamuno, Escelicer, Madrid 1966, 596-597. La edición de Espasa-Calpe omite una frase.
(3) Sobre el carácter de vértigo que presenta la experiencia de mirarse fijamente al espejo en diversas obras de Jean-Paul Sartre y Albert Camus puede verse mi obra Estética de la creatividad, Rialp, Madrid 1998, 3ª ed., págs. 394-395.
Una vez y otra advertimos la posición inestable y ambivalente de Augusto. Frente a la actitud alicorta de Víctor, que se mueve en nivel meramente objetivista, infracreador, apegado a la mera comodidad, a la seguridad de una vida sin problemas (nivel 1) (77-79), Augusto siente la necesidad de elevarse por encima del plano corpóreo y moverse en un campo impulsado por la fuerza del espíritu (niveles 2, 3 y 4).
“Lo que yo necesito es alma, alma, alma. Y un alma de fuego, como la que irradiaba de los ojos de ella, de Eugenia (...). Su cuerpo es alma, alma pura, todo él vida, todo él significación, todo él idea. A mí me sobra el cuerpo, Orfeo, me sobra el cuerpo porque me falta alma” (80).
Este anhelo de Augusto no logra cuajar en voluntad creadora, la única que puede llevar al hombre a vivir una vida en el espíritu. Sigue tratando a Rosarito como a un medio para desahogar su afectividad represada (nivel 1), sin la menor intención de fundar con ella una relación personal estable (nivel 2) (93-95). Él mismo confiesa que ha estado mintiendo a la joven y mintiéndose a sí mismo (96). La vida humana creadora -que toma cuerpo en la palabra-, al ser vista por Augusto desde ese nivel objetivista de manipulación se le aparece como algo falto de consistencia, meramente fantástico, ilusorio, falaz. “La palabra, este producto social, se ha hecho para mentir”. “La única verdad es el hombre fisiológico, el que no habla, el que no miente” (96).
La falta de creatividad lleva al hombre de temple vitalista a sentir añoranza por la vida infracreadora, infrarreflexiva, animal o incluso vegetal. La opción vitalista es una de las tentaciones básicas del hombre del siglo XX, y resulta tanto más peligrosa cuanto más hábilmente sabe presentarse como salvadora de la vida, vista en su aspecto multicolor concreto. Al plantear la cuestión de la unidad con lo real en plan fusional, por el prejuicio de que sólo la unión sin distancia es inmediata, el vitalismo suele ir aliado con el objetivismo, tendencia infracreadora que no persigue la unión de integración con las realidades del entorno, sino la unión de dominio o bien la de entrega empastante, fusional, dos formas de relación que son opuestas, pero se hallan en el mismo nivel (nivel 1).
Augusto, consecuente con su posición vitalista, no acaba de renunciar a su orientación objetivista, manipuladora. El que adopta esta actitud reduce de rango las realidades del entorno y la suya propia. Augusto trató a la infeliz planchadora como un banco de pruebas, pero él se rebela de antemano contra la posibilidad de que Eugenia le manipule a él.
“(...) Que yo no soy un piano en que se puede tocar a todo antojo, que no soy un hombre de hoy te dejo y luego te tomo, que no soy sustituto ni viceno¬vio, que no soy plato de segunda mesa...” (99).
Para sentirse sólidamente afirmado en sí mismo, repite en su interior: “¡Y yo tengo mi carácter, vaya si lo tengo, yo soy yo! Sí, ¡soy yo! ¡Yo soy yo!”. “Mi alma será pequeña, ero es mía” (99).
Exaltado con la fuerza expresiva de tales afirmaciones, Augusto se sintió tan crecido que la casa le resultó pequeña, asfixiante, y tuvo que salir a la calle para desahogarse. Pero, al “perderse en la masa de los hombres que iban y venían sin conocerle ni percatarse de él, tuvo la impresión de diluirse en la muchedumbre y alienarse”. “Sólo a solas se sentía él, sólo a solas podía decirse a sí mismo, tal vez para convencerse: ¡Yo soy yo!”.
Ante Eugenia, Augusto experimentaba la sensación exaltante y a la vez deprimente, aniquiladora, del vértigo, la fascinación que zarandea y, tras una leve fulguración, catapulta a una persona al vacío. “Eres tú, que me traes y me llevas y me haces dar vueltas como un argandillo; eres tú que me vuelves loco; eres tú que me haces quebrantar mis más firmes propósitos; eres tú que haces que no sea yo...” (104).
En el plano objetivista de conducta, hay experiencias cotidianas que se convierten en un tormento, porque avivan la duda acerca de la condición real de la propia existencia. Ello acontece al mirarse al espejo fijamente, con una forma de relax que amengua al máximo la tensión creadora. Al anularse el campo de juego entre el que mira y la imagen contemplada estáticamente en el espejo, ésta se sale del ámbito de la intimidad, se convierte en algo distinto, distante, ajeno y extraño.
“(...) Una de las cosas que me da más pavor es quedar mirándome al espejo, a solas, cuando nadie me ve. Acabo por dudar de mi propia existencia e imaginarme, viéndome como otro, que soy un sueño, un ente de ficción...” (114).
NOTAS
( 1) Cf. El Principito, Alianza, Madrid 1972, 2ª ed., p. 86; Le petit Prince, Harbrace Paperbound Library, Nueva York 1943, p. 86.
(2) Este párrafo está tomado de la edición de Niebla que figura en el vol. II de los Obras completas de Unamuno, Escelicer, Madrid 1966, 596-597. La edición de Espasa-Calpe omite una frase.
(3) Sobre el carácter de vértigo que presenta la experiencia de mirarse fijamente al espejo en diversas obras de Jean-Paul Sartre y Albert Camus puede verse mi obra Estética de la creatividad, Rialp, Madrid 1998, 3ª ed., págs. 394-395.