El conocimiento, aunque sólo sea mediano, del griego y el latín nos abre innumerables puertas en la vida cultural. A San Agustín se atribuye, profusamente, la frase “Ama y haz lo que quieras”, y se da por hecho que la versión original es “ama et quod vis fac”. Esta formulación ha desquiciado la idea original y causado no leves malentendidos. El genio del obispo de Hipona les salió al paso escribiendo: «Dilige et quod vis fac», ama con el amor expresado por el término “dilectio” ‒amor oblativo, generoso‒, y lo que quieras hazlo tranquilo, pues amando de este modo no puedes sino hacer el bien. («Dilige, et non potes nisi bene facere»). Esta matización es ineludible, y se puede hacer con un conocimiento somero del latín.
Te maravillan las armonías de la polifonía romana, con el genial italiano Pierluigi da Palestrina y el insigne español Tomás Luis de Victoria. Pero, si no captas el texto latino, con su peculiar expresividad, no entrarás en el reino de lo sublime en que ellos se movían. Algo semejante, pero todavía más relevante si cabe, podemos decir de las cantatas barrocas de Schütz y Bustehude, y las grandes misas de Bach, Mozart y Beethoven. No es suficiente leer una traducción del texto, pues las traducciones no suelen reflejar la musicalidad del original. Hay que percibir el sorprendente valor expresivo del conjunto de música y texto. Oye atentamente el Agnus dei de la Missa solemnis de Beethoven y verás la vibración que adquieren los distintos vocablos del texto: agnus, tollis, miserere… No puedes figurarte en qué medida crecería tu gozo si pudieras advertir cómo se complementan el texto y la melodía en todo tipo de música desbordante de sentido.
Te gusta viajar y conocer ciudades y monumentos. Pero, de pronto, te encuentras con una lápida a la entrada de un edificio notable, y en ella figuran estas dos palabras con caracteres destacados: Siste viator (párate, caminante). Si no sabes latín, prosigues la marcha. Pero justamente lo que se te pedía era que te parases, para comunicarte un mensaje muy significativo. Entras en Madrid por la famosa Puerta de Hierro, y al llegar a la Moncloa te recibe un gran arco de triunfo, presidido por una cuadriga victoriosa. Debajo de ella figura una inscripción: Hic victricibus armis… Si la sabes leer, te enteras de lo que sucedió en ese lugar en un momento decisivo de la historia de la capital y de toda España. Y se ensancha tu horizonte espiritual de visitante.
Vete a Roma, contempla los diversos arcos de triunfo, memorial perenne del imponente imperio romano. Si no entiendes las inscripciones, verás la ciudad a lo largo y a lo ancho, pero no a lo profundo. Tu mirada se quedará a las puertas de la gran cultura. Esas puertas te las hubiera abierto el conocimiento del latín.
Elevémonos a las cimas del pensamiento y supongamos que te gusta penetrar en la historia de las ideas que determinaron la marcha de la humanidad hasta el día de hoy. Te verás frenado penosamente si, por desconocer el latín, no puedes adentrarte en el mundo intelectual de mentes privilegiadas -juristas, filósofos, científicos, historiadores, literatos…-, como Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Ockam, Descartes, Copérnico, Leibniz, Francisco de Vitoria, Francisco Suárez… ¿Qué puede saber de primera mano sobre la Edad antigua, la Media y la Moderna de España –al menos hasta el siglo XVIII‒ el que no conoce el latín? ¿Cómo puede un filósofo del derecho sumergirse en ese monumento de sabiduría y gloria de España que es el Corpus hispanorum de pace si no tiene un conocimiento siquiera mediano del latín eclesiástico?
Los hispanohablantes venimos del latín y del griego. No conocerlos es ignorar nuestro origen y quedarnos en buena medida sin raíces. La pérdida que esto significa para nuestra vida intelectual resalta cuando estudiamos el origen de nuestros vocablos españoles, es decir, su etimología. Es una delicia analizar, por ejemplo, la palabra "autoridad" y descubrir que procede del verbo latino augere, que significa promocionar, aumentar. Tiene autoridad, aunque no disponga de mando, el que, con sus indicaciones y pautas de conducta, nos enriquece en uno u otro aspecto y nos eleva a niveles de mayor calidad. Por eso el que ejerce la autoridad, vista de esta forma, no irrita; suscita agradecimiento.
Conocer la etimología de las palabras de nuestro idioma es una deliciosa fuente de sabiduría, pues nos permite ahondar en nuestras raíces espirituales. Si sabemos que “recordar” se deriva del sustantivo latino “cor” (corazón) y significa “volver a pasar por el corazón” ‒es decir, traer de nuevo a la existencia‒, descubrimos un hecho de suma importancia: que la memoria no se reduce a un mero almacenaje de datos, antes presenta un carácter eminentemente creativo. Al enterarnos de que el vocablo “generosidad” procede del verbo latino “generare” (generar, engendrar, promover), cobramos una idea lúcida de la fecundidad de este concepto decisivo. Es generoso el que da vida, el que la incrementa y lleva a plenitud. Si quieres conocer a fondo el significado de la fidelidad, te basta descubrir que está emparentado con los términos fe, fiable, confianza, confidencia que se apoyan en la misma raíz latina fid, y, bien articulados entre sí, hacen posible el encuentro, que ‒como sabemos‒ constituye uno de los ejes decisivos de nuestro desarrollo personal. Sin esta clarificación radical podemos merodear largo tiempo en torno al secreto de nuestro crecimiento como personas y no adentrarnos nunca en él.
En un nivel más sencillo, pero también harto significativo, el conocimiento del latín y el griego nos descubre el origen etimológico de numerosos vocablos científicos, el significado exacto de diversos lemas jurídicos –compendio del inmenso legado romano –, y nos podría liberar del bochorno de observar que multitud de compatriotas repiten, impávidos, el término "Sanítas" (bien acentuado en la í) para designar una conocida Sociedad sanitaria. De tal manera se ha generalizado el pronunciar mal las palabras latinas que uno tiene reparo en pronunciarlas bien en público, por temor a ser tachado de sujeto poco enterado, es decir, paleto.
Cuando uno observa cómo personas de todos los niveles dicen y escriben, por ejemplo, «contra natura» -sin una m al final-, «urbi et orbe» -cambiando la i final por una e-, «manu militare» -insistiendo en el mismo error-, «mutatis mutandi» -comiéndose la s final-..., se sonroja y ruega que, si no se estudia latín, se lo olvide al menos del todo. Hablar y escribir en latín no es obligatorio, pero, de hacerlo, lo decoroso es hacerlo bien.
Lo grave es que quienes desconocen el latín y el griego no saben lo que se pierden, pues no acceden a los mundos que ellas nos abren. El que ignora las lenguas clásicas conoce el español muy a medias, aunque sea doctor en lenguas románicas, y corre riesgo de vivir también a medias como persona, porque el lenguaje da cuerpo expresivo a la trama de realidades e interrelaciones que constituye la vida plena del ser humano. No tiene, en consecuencia, sentido afirmar que el latín y el griego son lenguas muertas. Perviven en el lenguaje –que es nuestro “elemento vital” por excelencia, pues en él accedemos al mundo del sentido‒ y, derivadamente, en multitud de documentos decisivos para la cultura. Vas al puente de Alcántara, vecino a Portugal, y, si no sabes latín, no puedes recibir el mensaje que te trasmiten quienes erigieron esa obra de arte sobrecogedora, al escribir “ars ubi natura vincitur ipsa sua”; lema que viene a decir: he aquí el arte que vence a la naturaleza con sus propios medios.
Los reformadores de los planes de estudio debieran tener todo esto muy en cuenta. Se afirma, a menudo, que debemos primar lo actual sobre lo antiguo, entendido superficialmente como lo pasado. Se olvida que, según la Filosofía de la historia, somos creativos en el presente cuando asumimos activamente las posibilidades que cada generación del pasado ha ido entregando a las siguientes. Esa entrega se dice en latín traditio. De ahí que la tradición no sea un peso muerto que gravita sobre los hombres del presente; es un legado que impulsa su actividad creativa. Si no acogemos creadoramente la tradición, no podemos configurar el futuro. Además, todo lo relativo al lenguaje merece ser cuidadosamente cultivado, porque la Antropología filosófica nos enseña que el lenguaje es el vehículo viviente de la creatividad humana. Al hacer quiebra el lenguaje, se quebranta la creatividad.
Una vez dicho esto, he de indicar con la misma firmeza que es ineludible mejorar las formas de enseñanza del griego y el latín. Someter a todos los estudiantes al estudio prematuro de los grandes clásicos puede convertirse en un tormento, en vez de constituir una delicia. Hay que precisar bien qué tipo de latín y de griego van a necesitar los futuros profesionales e introducirlos, de modo sugestivo, en los textos correspondientes. Los alumnos más sensibles se dejarán prender por el encanto de esta lengua y se abrirán al estudio de sus clásicos: Cum subit illius tristíssima noctis imago… La configuración de este método exige un tratamiento pormenorizado que aquí no puedo ni siquiera pespuntear. Pero colaboraría gustosamente a ello si fuera requerido.
Te maravillan las armonías de la polifonía romana, con el genial italiano Pierluigi da Palestrina y el insigne español Tomás Luis de Victoria. Pero, si no captas el texto latino, con su peculiar expresividad, no entrarás en el reino de lo sublime en que ellos se movían. Algo semejante, pero todavía más relevante si cabe, podemos decir de las cantatas barrocas de Schütz y Bustehude, y las grandes misas de Bach, Mozart y Beethoven. No es suficiente leer una traducción del texto, pues las traducciones no suelen reflejar la musicalidad del original. Hay que percibir el sorprendente valor expresivo del conjunto de música y texto. Oye atentamente el Agnus dei de la Missa solemnis de Beethoven y verás la vibración que adquieren los distintos vocablos del texto: agnus, tollis, miserere… No puedes figurarte en qué medida crecería tu gozo si pudieras advertir cómo se complementan el texto y la melodía en todo tipo de música desbordante de sentido.
Te gusta viajar y conocer ciudades y monumentos. Pero, de pronto, te encuentras con una lápida a la entrada de un edificio notable, y en ella figuran estas dos palabras con caracteres destacados: Siste viator (párate, caminante). Si no sabes latín, prosigues la marcha. Pero justamente lo que se te pedía era que te parases, para comunicarte un mensaje muy significativo. Entras en Madrid por la famosa Puerta de Hierro, y al llegar a la Moncloa te recibe un gran arco de triunfo, presidido por una cuadriga victoriosa. Debajo de ella figura una inscripción: Hic victricibus armis… Si la sabes leer, te enteras de lo que sucedió en ese lugar en un momento decisivo de la historia de la capital y de toda España. Y se ensancha tu horizonte espiritual de visitante.
Vete a Roma, contempla los diversos arcos de triunfo, memorial perenne del imponente imperio romano. Si no entiendes las inscripciones, verás la ciudad a lo largo y a lo ancho, pero no a lo profundo. Tu mirada se quedará a las puertas de la gran cultura. Esas puertas te las hubiera abierto el conocimiento del latín.
Elevémonos a las cimas del pensamiento y supongamos que te gusta penetrar en la historia de las ideas que determinaron la marcha de la humanidad hasta el día de hoy. Te verás frenado penosamente si, por desconocer el latín, no puedes adentrarte en el mundo intelectual de mentes privilegiadas -juristas, filósofos, científicos, historiadores, literatos…-, como Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Ockam, Descartes, Copérnico, Leibniz, Francisco de Vitoria, Francisco Suárez… ¿Qué puede saber de primera mano sobre la Edad antigua, la Media y la Moderna de España –al menos hasta el siglo XVIII‒ el que no conoce el latín? ¿Cómo puede un filósofo del derecho sumergirse en ese monumento de sabiduría y gloria de España que es el Corpus hispanorum de pace si no tiene un conocimiento siquiera mediano del latín eclesiástico?
Los hispanohablantes venimos del latín y del griego. No conocerlos es ignorar nuestro origen y quedarnos en buena medida sin raíces. La pérdida que esto significa para nuestra vida intelectual resalta cuando estudiamos el origen de nuestros vocablos españoles, es decir, su etimología. Es una delicia analizar, por ejemplo, la palabra "autoridad" y descubrir que procede del verbo latino augere, que significa promocionar, aumentar. Tiene autoridad, aunque no disponga de mando, el que, con sus indicaciones y pautas de conducta, nos enriquece en uno u otro aspecto y nos eleva a niveles de mayor calidad. Por eso el que ejerce la autoridad, vista de esta forma, no irrita; suscita agradecimiento.
Conocer la etimología de las palabras de nuestro idioma es una deliciosa fuente de sabiduría, pues nos permite ahondar en nuestras raíces espirituales. Si sabemos que “recordar” se deriva del sustantivo latino “cor” (corazón) y significa “volver a pasar por el corazón” ‒es decir, traer de nuevo a la existencia‒, descubrimos un hecho de suma importancia: que la memoria no se reduce a un mero almacenaje de datos, antes presenta un carácter eminentemente creativo. Al enterarnos de que el vocablo “generosidad” procede del verbo latino “generare” (generar, engendrar, promover), cobramos una idea lúcida de la fecundidad de este concepto decisivo. Es generoso el que da vida, el que la incrementa y lleva a plenitud. Si quieres conocer a fondo el significado de la fidelidad, te basta descubrir que está emparentado con los términos fe, fiable, confianza, confidencia que se apoyan en la misma raíz latina fid, y, bien articulados entre sí, hacen posible el encuentro, que ‒como sabemos‒ constituye uno de los ejes decisivos de nuestro desarrollo personal. Sin esta clarificación radical podemos merodear largo tiempo en torno al secreto de nuestro crecimiento como personas y no adentrarnos nunca en él.
En un nivel más sencillo, pero también harto significativo, el conocimiento del latín y el griego nos descubre el origen etimológico de numerosos vocablos científicos, el significado exacto de diversos lemas jurídicos –compendio del inmenso legado romano –, y nos podría liberar del bochorno de observar que multitud de compatriotas repiten, impávidos, el término "Sanítas" (bien acentuado en la í) para designar una conocida Sociedad sanitaria. De tal manera se ha generalizado el pronunciar mal las palabras latinas que uno tiene reparo en pronunciarlas bien en público, por temor a ser tachado de sujeto poco enterado, es decir, paleto.
Cuando uno observa cómo personas de todos los niveles dicen y escriben, por ejemplo, «contra natura» -sin una m al final-, «urbi et orbe» -cambiando la i final por una e-, «manu militare» -insistiendo en el mismo error-, «mutatis mutandi» -comiéndose la s final-..., se sonroja y ruega que, si no se estudia latín, se lo olvide al menos del todo. Hablar y escribir en latín no es obligatorio, pero, de hacerlo, lo decoroso es hacerlo bien.
Lo grave es que quienes desconocen el latín y el griego no saben lo que se pierden, pues no acceden a los mundos que ellas nos abren. El que ignora las lenguas clásicas conoce el español muy a medias, aunque sea doctor en lenguas románicas, y corre riesgo de vivir también a medias como persona, porque el lenguaje da cuerpo expresivo a la trama de realidades e interrelaciones que constituye la vida plena del ser humano. No tiene, en consecuencia, sentido afirmar que el latín y el griego son lenguas muertas. Perviven en el lenguaje –que es nuestro “elemento vital” por excelencia, pues en él accedemos al mundo del sentido‒ y, derivadamente, en multitud de documentos decisivos para la cultura. Vas al puente de Alcántara, vecino a Portugal, y, si no sabes latín, no puedes recibir el mensaje que te trasmiten quienes erigieron esa obra de arte sobrecogedora, al escribir “ars ubi natura vincitur ipsa sua”; lema que viene a decir: he aquí el arte que vence a la naturaleza con sus propios medios.
Los reformadores de los planes de estudio debieran tener todo esto muy en cuenta. Se afirma, a menudo, que debemos primar lo actual sobre lo antiguo, entendido superficialmente como lo pasado. Se olvida que, según la Filosofía de la historia, somos creativos en el presente cuando asumimos activamente las posibilidades que cada generación del pasado ha ido entregando a las siguientes. Esa entrega se dice en latín traditio. De ahí que la tradición no sea un peso muerto que gravita sobre los hombres del presente; es un legado que impulsa su actividad creativa. Si no acogemos creadoramente la tradición, no podemos configurar el futuro. Además, todo lo relativo al lenguaje merece ser cuidadosamente cultivado, porque la Antropología filosófica nos enseña que el lenguaje es el vehículo viviente de la creatividad humana. Al hacer quiebra el lenguaje, se quebranta la creatividad.
Una vez dicho esto, he de indicar con la misma firmeza que es ineludible mejorar las formas de enseñanza del griego y el latín. Someter a todos los estudiantes al estudio prematuro de los grandes clásicos puede convertirse en un tormento, en vez de constituir una delicia. Hay que precisar bien qué tipo de latín y de griego van a necesitar los futuros profesionales e introducirlos, de modo sugestivo, en los textos correspondientes. Los alumnos más sensibles se dejarán prender por el encanto de esta lengua y se abrirán al estudio de sus clásicos: Cum subit illius tristíssima noctis imago… La configuración de este método exige un tratamiento pormenorizado que aquí no puedo ni siquiera pespuntear. Pero colaboraría gustosamente a ello si fuera requerido.