Cuaderno de Bitácora

Errar y mentir. Una distinción ineludible

Redactado por Alfonso López Quintás el 29/02/2012 a las 11:42

Actualmente se confunde, a menudo, errar y mentir. Esta confusión ha tenido repercusiones muy graves, incluso en la vida política. De ahí la urgencia de distinguir cuidadosamente ambos términos.


El que dice algo que no se ajusta a la realidad comete un error. El que afirma algo, a sabiendas de que es falso, con objeto de engañar a alguien miente. No todo el que comete un error puede ser acusado de mentir. El que induce a otro a equivocarse para luego acusarlo de mentir riza el rizo de la maldad y se adentra en el reino tenebroso de la perfidia. La perfidia es un caso extremo de mala fe que corroe la convivencia humana. Si se montan campañas electorales sobre una base de mala fe, se corrompe la política hasta extremos alarmantes.

Por eso es tan urgente clarificar bien los términos. Apoyémonos en algún ejemplo instructivo. Si un Ministro del Interior piensa y dice que cierto atentado fue cometido por determinada banda terrorista y, más tarde, se descubre que el autor fue otro grupo, comete un error. Si un ministro/a de economía afirma que terminará la legislatura con un déficit sólo de 6, a sabiendas de que esa cifra será muy superada, miente como un bellaco/a. Si además lo hace para sembrar la confusión en el gobierno entrante y arrojarlo de bruces contra un muro de dificultades y conflictos, tal ministro/a se convierte en un manifiesto peligro público.

El que diga que Galileo Galilei es un jugador del Milán Club de Fútbol –y delantero por más señas- yerra gravemente. El que asegure que la Iglesia maltrató al tal Galileo encerrándolo en los temidos calabozos romanos de Sant´Angelo, bien consciente de que es falso, miente con un descaro mayúsculo. Puede que no sepa que es falso, pero lo dice precipitadamente para dañar la reputación de la Iglesia. En ese caso, no miente en sentido estricto, pero une a la insipiencia una frivolidad maligna. Antes de alabar a alguien, se te perdona fácilmente que no lo pienses mucho. Si no lo haces antes de criticar, zaherir o vilipendiar, tienes que avergonzarte de ti mismo.

Errar es de hombres, porque somos seres finitos, menesterosos, limitados. Mentir es propio de bellacos, que lo tergiversan todo, para, a río revuelto, sacar provecho para sí mismos. El que se aprovecha del mal ajeno ha de saber que abdica de su condición de persona, porque –según la ciencia actual más calificada- los seres humanos somos “seres de encuentro”. Y la mentira destruye el encuentro de raíz porque engendra desconfianza y siembra discordia.

Por eso la mentira deforma nuestra figura de personas. Lo intuyó Carlo Collodi –y más tarde, Walt Disney- al hacerle crecer la nariz al bueno de Pinocho cuando mentía. La nariz decide la figura del rostro, y el rostro es la expresión por excelencia de una persona. Cuando se altera la nariz a causa de la mentira, quiere indicarse con el lenguaje de las imágenes que mentir deforma nuestra persona.

Una de las formas más letales de mentir consiste en aceptar un cargo de gran responsabilidad sin tener la debida preparación. Te pones los galones con mucho desparpajo, para proclamar ante todo el país que puedes ejercer bien tu alta función, pero sabes bien que eso es falso de toda falsedad. Has mentido y vas a arruinar al país. Esa temeridad tuya nos causa escalofríos a los ciudadanos. Imagínate que vas en un avión a mil por hora, entras en una zona de turbulencias, el aparato salta, gime, se contornea, amaga con caerse de cuando en cuando furioso contra el viento que le da de cara, y de repente, alguien te dice al oído que el comandante –del que depende tu vida- es un indocumentado, viejo compañero de pupitre del Ministro de Fomento. El miedo que tenías se convierte en pánico y hasta las oraciones más conocidas se te olvidan. Pues esto es lo que nos pasa a todos cuando nos vemos gobernados por un alguien que suple con mentiras el esfuerzo de las carreras, las múltiples horas de prácticas, las oposiciones, la madurez que se adquiriere en el desempeño de tareas cada día más exigentes.

La gran mentira de la democracia radica, algunas veces dramáticas, en seleccionar a las gentes a través de elecciones y no de pruebas bien contrastadas. En esa gran mentira participan multitudes, pero, sobre todo, el que se pone al final unos galones que no significan preparación, mérito, capacidad de iniciativa, sino a lo sumo osadía y temeridad. La osadía va unida a menudo con la ineptitud para medir el riesgo. El osado suele considerar que sólo él es capaz de vencer el miedo, la pusilanimidad, la timidez sana del hombre prudente. Pero eso no es valentía; es altanería chulesca que se suele pagar muy cara.

¿Cómo será que la ignorancia no suscite actitudes de humildad sino osadía, es decir, desenfreno en la aceptación de cometidos que superan abismalmente la propia preparación? ¿Cuesta tanto percibir el abismo que media entre lo que uno quiere ostentar y lo que realmente es?

Acabamos de ver algunas de las consecuencias prácticas de la mentira. Pero, en un nivel más alto, mentir causa devastaciones en nuestra vida porque al alejarnos de la verdad enferma nuestro espíritu. El ser humano vive centrado cuando se mueve en relación de armonía con su entorno, y tal armonía se manifiesta en forma de justicia, amor y verdad. Por eso solía decir mi admirado maestro de Munich, Romano Guardini, un virtuoso de la pedagogía, que, cuando uno se desgaja del amor, la justicia, la verdad, su espíritu enferma, la persona se descentra, se desquicia literalmente porque el quicio en torno al cual gira nuestra vida y madura es el encuentro auténtico.

No hay que temer que la atenencia a la verdad nos robe la libertad. Limita nuestra libertad de maniobra –de hacer lo que nos apetece en cada momento-,pero promueve nuestra libertad creativa, la de hacer lo que nos promociona al máximo como personas. En este sentido nos dice el Evangelio que “la verdad nos hará libres”, libres para ser creativos, en estética, ética y religión. De ahí la necesidad de amar la verdad, porque es nuestra gran fuente de posibilidades para llevar una vida fecunda. Y no sólo admirarla y amarla desde fuera de ella, sino vivir de ella y en ella. Estas expresiones -de tan gran abolengo- las comprendemos perfectamente cuando, tras oír una buena interpretación del gran genial Juan Sebastián Bach, decimos, admirados: “Esto es verdadero Bach”, es Bach en toda su espléndida verdad, su fecundísima y asombrosa verdad. ¿Puede atemorizar a alguien la verdad, así entendida? No nos infunde miedo, sino entusiasmo, que va unido con la plenitud de vida. La verdad, vista como la manifestación luminosa de la realidad más alta, es la base de una vida desbordante de creatividad, en todos los órdenes, y por tanto, de alegría, de mutuo entendimiento y de concordia.
| Alfonso López Quintás
| 29/02/2012