1. Lo decisivo es la actitud humana ante los distintos modos de realidad
Hemos visto anteriormente que, en el nivel 2, podemos establecer relaciones cada vez más valiosas y creativas con realidades de rango progresivamente superior (el ordenador, el piano, el libro, la persona...). Si las tratamos con actitud dominadora y posesiva, tendemos a hacer tabla rasa de esas diferencias y reducimos tales realidades al nivel 1, tomándolas como medios para nuestros fines, simples “objetos que están ahí a nuestra disposición”. Sabemos bien que son relaciones distintas las que creamos con un ordenador, con un instrumento musical, con un libro, con una persona, y que, al tomarlos como simples utensilios para cubrir nuestras necesidades, no los reducimos a meros objetos. Pero lo cierto es que, si adoptamos una actitud egoísta, no reparamos tanto en la valía de dichas realidades -en su capacidad de ofrecernos posibilidades con cierto poder de iniciativa- cuanto en el hecho de que pueden satisfacer nuestras necesidades y deseos.
Es importante distinguir los diversos modos de realidad con los que entramos en relación, pero lo decisivo es si adoptamos ante ellos una actitud de respeto, de adecuación a sus exigencias, o bien una actitud banalmente utilitarista. Sabemos bien que la tendencia egoísta al dominio suele volvernos toscos, elementales, insensibles al análisis cuidadoso de cuanto implican las distintas realidades de nuestro entorno. Por eso nos lleva a reducirlas a simples medios para satisfacer nuestros intereses. Con frecuencia, nos acostumbramos desde niños a manejar objetos de manera expeditiva (nivel 1) y luego aplicamos esa forma de trato a realidades -utensilios, instrumentos, libros, personas, instituciones- que, merced a las posibilidades que pueden ofrecernos, están llamadas a ejercer en nuestra vida un papel relevante si las tratamos con el debido espíritu colaborador (nivel 2).
Esta actitud empobrecedora nos quita libertad interior y nos somete a las situaciones externas en que nos hallemos. Si éstas son desconsoladoras, no sabremos cómo levantar el ánimo. Ello explica que en situaciones límite, como las propias de los campos de concentración, la única salvación posible sea mirar hacia lo alto, es decir: asumir el ideal de la unidad y consagrar la vida a realizarlo. Esta consagración permitió a no pocos reclusos orientar todo su dinamismo personal hacia el bien, situarse por encima de la mezquindad espiritual de quien pretendía envilecerlos mediante el poder destructivo de las vejaciones y alcanzar cotas de gran dignidad (1). Estamos, con ello, en el nivel 3. (En la Sección "Conferencias y artículos" puede leerse un texto magistral de Romano Guardini sobre la vinculación de nuestra salud espiritual y la fidelidad a la verdad y al amor).
2. Integración de los niveles positivos
La experiencia propia del nivel 4 -el religioso- hace posible la del nivel 3 -el axiológico-, que es, a su vez, la base de la vida de encuentro propia del nivel 2, el antropológico. En un ser corpóreo-espiritual como es el hombre, estos tres niveles se apoyan en el nivel 1. Y, viceversa, la vida en el nivel 1 adquiere un sentido personal en las experiencias propias del nivel 2, que, para ser auténticas, remiten al nivel 3, que, a su vez, requiere la fundamentación última del nivel 4. Esta implicación mutua y jerarquizada de los cuatro niveles es la base de su interna riqueza y del papel decisivo que juegan en nuestro desarrollo personal. Veámoslo sucintamente.
1. Por nuestra condición corpórea, los seres humanos debemos cubrir ciertas necesidades materiales. Para satisfacerlas, hemos de movilizar a menudo los servicios de otras personas. Si alguien trabaja fuera de casa para aportar a ésta un salario, tiene derecho a esperar que alguien dedicado a las labores domésticas le prepare la comida y le arregle la ropa. Esto no implica egoísmo ni afán de dominio, pues viene exigido por el reparto de papeles y puede y debe hacerse con una actitud de mutuo respeto y estima.
2. Sucede, no obstante, que, al estar dotados de espíritu, no podemos quedarnos en una relación de mero trueque de servicios. Al tiempo que gratificamos el servicio que se nos presta, debemos otorgar felicidad a los demás, que son personas, no meros robots destinados a realizar una función determinada. La felicidad se da en el encuentro, y éste exige ante todo una actitud de generosidad, desprendimiento y abnegación. No basta adoptar una actitud de pura reciprocidad, según la cual tanto doy cuanto recibo, o doy para recibir. Hay que optar por dar y darse. Esta opción nos eleva al nivel 2. Vemos aquí con claridad cómo se entretejen los niveles. La persona humana es muy compleja, y ninguna actitud se da en estado puro; remite a otras que la fundamentan y colman de sentido.
3. Por su condición corpórea y espiritual, el ser humano tiende por naturaleza a integrar sus diversas potencias, las instintivas y las espirituales, y a procurar que éstas orienten aquéllas hacia el encuentro, y por tanto, hacia el bien, la justicia, la belleza, la verdad y la unidad. El hombre vive como persona y se perfecciona ascendiendo a los niveles superiores, a través del proceso de éxtasis o de encuentro, que lo eleva a lo mejor de sí mismo porque lo aúna consigo y con los demás. Al ordenar nuestras potencias de abajo arriba -lo que implica una jerarquización-, establecemos paz en nosotros mismos y en nuestro entorno. En cambio, si autonomizamos nuestra tendencia a poseer y dominar y poner todas las realidades a nuestro servicio –actitud propia del nivel 1-, nos volvemos inauténticos, falsos, porque nuestra verdad de hombres se patentiza cuando nos abrimos para crear encuentros (nivel 2) de modo bondadoso, justo y bello (nivel 3). Ese poder de ordenar todas las potencias a la creación de modos de unidad relevantes es privilegio del espíritu. Bien entendida, la energía que procede de la opción por el ideal de la unidad no se opone a la energía que albergan las fuerzas instintivas. Cuando nuestra meta es lograr los modos más valiosos de unión, ambas formas de energía se complementan, no se oponen.
4. Nuestro organismo biológico se halla cerrado en sí. Aunque te quiera con toda el alma, mi corazón no puede bombear tu sangre si el tuyo enferma. Estamos aislados. Pero nuestro organismo, para subsistir, debe abrirse al entorno pues necesita aire, sol, alimento, agua... En cuanto personas, tenemos el privilegio único de poder contemplar todos los seres como algo distinto de nosotros, y decidir en nombre propio. Esta sorprendente autonomía se expresa en la breve partícula “yo”. La conciencia de poder decir “yo pienso esto y decido hacerlo porque lo quiero...”, nos inclina a sentirnos el centro de universo y olvidar que, si bien nuestro yo puede distanciarse de todos los seres del entorno, no puede alejarse de ellos. No hemos de olvidar nunca que nuestro ser es dinámico y su energía procede de dos centros: el yo y el tú, visto como el conjunto de las demás personas, las instituciones, los valores, todas las realidades que son para nosotros fuente de posibilidades.
5. Quedarse en el yo aislado reduce el alcance de nuestra realidad personal y la empobrece. Limita nuestro haz de relaciones al campo de nuestros intereses vitales, más egoístas que altruistas. Nos retiene en el nivel 1, frenando la tendencia natural hacia los niveles 2, 3 y 4. Lo ajustado a nuestra naturaleza espiritual es ejercitar la fuerza de unificación que proviene del espíritu. Hoy sabemos por la ciencia que los seres humanos somos “seres de encuentro”. Lo somos por ser “ambitales”, ya que cada ámbito tiende de por sí a abrirse a los demás, ofreciéndoles posibilidades y recibiendo las que ellos le otorgan. Al tender por naturaleza a vivir creando encuentros, somos seres “ambitalizables” y “ambitalizadores”, es decir, podemos recibir ayuda de otros ámbitos para enriquecer nuestra vida y podemos –y debemos- ayudar a otros a vivir plenamente su condición ambital, abierta. Por presentar estas tres condiciones, lo normal es vivir ascendiendo, unificando energías, creciendo al unirnos a cuanto nos rodea de forma bondadosa, justa y bella.
6. Este movimiento ascendente o “extático” viene promovido por las normas juiciosas que recibimos, desde niños, de personas dotadas de sabiduría, expertas en el conocimiento de las leyes del crecimiento personal. Esas normas nos instan a integrar nuestras energías en orden a la creación de unidad: “No nos cansemos de hacer el bien”, nos exhorta San Pablo. “Por tanto, siempre que tengamos oportunidad , hagamos el bien a todos...” (Gal. 6, 9-10). Las normas de este género nos instan a subir a niveles altos, vivir creativamente, considerar los niveles 2 y 3 como nuestro hogar. Si alguien nos dice que la cultura, el arte, la religión deben servir a la vida –entendida, de modo pseudoromántico, como una forma de actividad espontánea, no reglada por las normas procedentes del espíritu-, ya sabemos desde ahora que se nos sugiere, de modo reduccionista, renunciar al movimiento de ascenso que viene dado por el proceso de éxtasis y ponernos en peligro de caer por el tobogán del vértigo.
La vida biológica, con toda su trama de pulsiones vitales, encierra un gran valor. Toda actividad realizada con buena salud suscita cierta dosis de agrado. Lo agradable es valioso, no sólo por ser placentero sino por indicarnos que estamos ante algo saludable. Pero reducir toda actividad a fuente de goce es un reduccionismo ilegítimo, ya que el valor de lo agradable debe supeditarse a otros valores superiores; pensemos en la propia salud y en el bien de los demás. Para realizar un valor superior –por ejemplo, cuidar a un enfermo-, debemos con frecuencia renunciar a valores inferiores, como puede ser un rato de descanso. Pero esa renuncia no implica una represión –el bloqueo de nuestro desarrollo personal-, sino un ascenso a los niveles donde se da el encuentro. Supone, por tanto, la elevación a lo mejor de nosotros mismos. No hay aquí conflicto alguno entre lo que, de forma un tanto vaga, se denomina vida y espíritu. Hay colaboración en orden al logro del ideal de la persona. Lo ha visto Gustavo Thibon con perspicacia:
“El verdadero conflicto no se plantea entre la vida y el espíritu, sino entre (...) la comunión y el aislamiento (...). Y la solución del conflicto no consiste en escoger entre el espíritu y la vida, que no son más que partes del hombre, sino en optar por el amor, que es el todo del hombre. El amor y su unidad se adueñan de todo en el hombre, incluso del conflicto” (2).
De lo antedicho se desprende que nuestra forma de vivir es éticamente valiosa -es decir, justa- cuando se ajusta a nuestra realidad personal y a las realidades vinculadas con nosotros. Los problemas morales son, en buena medida, cuestiones ontológicas, relativas al modo de ser de nuestra realidad y de las realidades de nuestro entorno vital.
Nuestra realidad humana es auténtica y verdadera cuando se traduce en vida generosa de encuentro, y ésta no puede darse plenamente si no hacemos una opción decidida a favor del bien, la verdad, la justicia, la belleza y la unidad. Necesitamos el nivel 1 porque debemos cubrir múltiples necesidades, pero no hemos de considerar la satisfacción de éstas como nuestra meta en la vida. Ese nivel nos sirve de apoyo para ascender a niveles superiores (el 2, el 3, el 4), que vienen exigidos por nuestra realidad de personas, si la vemos en su última raíz.
Hemos visto anteriormente que, en el nivel 2, podemos establecer relaciones cada vez más valiosas y creativas con realidades de rango progresivamente superior (el ordenador, el piano, el libro, la persona...). Si las tratamos con actitud dominadora y posesiva, tendemos a hacer tabla rasa de esas diferencias y reducimos tales realidades al nivel 1, tomándolas como medios para nuestros fines, simples “objetos que están ahí a nuestra disposición”. Sabemos bien que son relaciones distintas las que creamos con un ordenador, con un instrumento musical, con un libro, con una persona, y que, al tomarlos como simples utensilios para cubrir nuestras necesidades, no los reducimos a meros objetos. Pero lo cierto es que, si adoptamos una actitud egoísta, no reparamos tanto en la valía de dichas realidades -en su capacidad de ofrecernos posibilidades con cierto poder de iniciativa- cuanto en el hecho de que pueden satisfacer nuestras necesidades y deseos.
Es importante distinguir los diversos modos de realidad con los que entramos en relación, pero lo decisivo es si adoptamos ante ellos una actitud de respeto, de adecuación a sus exigencias, o bien una actitud banalmente utilitarista. Sabemos bien que la tendencia egoísta al dominio suele volvernos toscos, elementales, insensibles al análisis cuidadoso de cuanto implican las distintas realidades de nuestro entorno. Por eso nos lleva a reducirlas a simples medios para satisfacer nuestros intereses. Con frecuencia, nos acostumbramos desde niños a manejar objetos de manera expeditiva (nivel 1) y luego aplicamos esa forma de trato a realidades -utensilios, instrumentos, libros, personas, instituciones- que, merced a las posibilidades que pueden ofrecernos, están llamadas a ejercer en nuestra vida un papel relevante si las tratamos con el debido espíritu colaborador (nivel 2).
Esta actitud empobrecedora nos quita libertad interior y nos somete a las situaciones externas en que nos hallemos. Si éstas son desconsoladoras, no sabremos cómo levantar el ánimo. Ello explica que en situaciones límite, como las propias de los campos de concentración, la única salvación posible sea mirar hacia lo alto, es decir: asumir el ideal de la unidad y consagrar la vida a realizarlo. Esta consagración permitió a no pocos reclusos orientar todo su dinamismo personal hacia el bien, situarse por encima de la mezquindad espiritual de quien pretendía envilecerlos mediante el poder destructivo de las vejaciones y alcanzar cotas de gran dignidad (1). Estamos, con ello, en el nivel 3. (En la Sección "Conferencias y artículos" puede leerse un texto magistral de Romano Guardini sobre la vinculación de nuestra salud espiritual y la fidelidad a la verdad y al amor).
2. Integración de los niveles positivos
La experiencia propia del nivel 4 -el religioso- hace posible la del nivel 3 -el axiológico-, que es, a su vez, la base de la vida de encuentro propia del nivel 2, el antropológico. En un ser corpóreo-espiritual como es el hombre, estos tres niveles se apoyan en el nivel 1. Y, viceversa, la vida en el nivel 1 adquiere un sentido personal en las experiencias propias del nivel 2, que, para ser auténticas, remiten al nivel 3, que, a su vez, requiere la fundamentación última del nivel 4. Esta implicación mutua y jerarquizada de los cuatro niveles es la base de su interna riqueza y del papel decisivo que juegan en nuestro desarrollo personal. Veámoslo sucintamente.
1. Por nuestra condición corpórea, los seres humanos debemos cubrir ciertas necesidades materiales. Para satisfacerlas, hemos de movilizar a menudo los servicios de otras personas. Si alguien trabaja fuera de casa para aportar a ésta un salario, tiene derecho a esperar que alguien dedicado a las labores domésticas le prepare la comida y le arregle la ropa. Esto no implica egoísmo ni afán de dominio, pues viene exigido por el reparto de papeles y puede y debe hacerse con una actitud de mutuo respeto y estima.
2. Sucede, no obstante, que, al estar dotados de espíritu, no podemos quedarnos en una relación de mero trueque de servicios. Al tiempo que gratificamos el servicio que se nos presta, debemos otorgar felicidad a los demás, que son personas, no meros robots destinados a realizar una función determinada. La felicidad se da en el encuentro, y éste exige ante todo una actitud de generosidad, desprendimiento y abnegación. No basta adoptar una actitud de pura reciprocidad, según la cual tanto doy cuanto recibo, o doy para recibir. Hay que optar por dar y darse. Esta opción nos eleva al nivel 2. Vemos aquí con claridad cómo se entretejen los niveles. La persona humana es muy compleja, y ninguna actitud se da en estado puro; remite a otras que la fundamentan y colman de sentido.
3. Por su condición corpórea y espiritual, el ser humano tiende por naturaleza a integrar sus diversas potencias, las instintivas y las espirituales, y a procurar que éstas orienten aquéllas hacia el encuentro, y por tanto, hacia el bien, la justicia, la belleza, la verdad y la unidad. El hombre vive como persona y se perfecciona ascendiendo a los niveles superiores, a través del proceso de éxtasis o de encuentro, que lo eleva a lo mejor de sí mismo porque lo aúna consigo y con los demás. Al ordenar nuestras potencias de abajo arriba -lo que implica una jerarquización-, establecemos paz en nosotros mismos y en nuestro entorno. En cambio, si autonomizamos nuestra tendencia a poseer y dominar y poner todas las realidades a nuestro servicio –actitud propia del nivel 1-, nos volvemos inauténticos, falsos, porque nuestra verdad de hombres se patentiza cuando nos abrimos para crear encuentros (nivel 2) de modo bondadoso, justo y bello (nivel 3). Ese poder de ordenar todas las potencias a la creación de modos de unidad relevantes es privilegio del espíritu. Bien entendida, la energía que procede de la opción por el ideal de la unidad no se opone a la energía que albergan las fuerzas instintivas. Cuando nuestra meta es lograr los modos más valiosos de unión, ambas formas de energía se complementan, no se oponen.
4. Nuestro organismo biológico se halla cerrado en sí. Aunque te quiera con toda el alma, mi corazón no puede bombear tu sangre si el tuyo enferma. Estamos aislados. Pero nuestro organismo, para subsistir, debe abrirse al entorno pues necesita aire, sol, alimento, agua... En cuanto personas, tenemos el privilegio único de poder contemplar todos los seres como algo distinto de nosotros, y decidir en nombre propio. Esta sorprendente autonomía se expresa en la breve partícula “yo”. La conciencia de poder decir “yo pienso esto y decido hacerlo porque lo quiero...”, nos inclina a sentirnos el centro de universo y olvidar que, si bien nuestro yo puede distanciarse de todos los seres del entorno, no puede alejarse de ellos. No hemos de olvidar nunca que nuestro ser es dinámico y su energía procede de dos centros: el yo y el tú, visto como el conjunto de las demás personas, las instituciones, los valores, todas las realidades que son para nosotros fuente de posibilidades.
5. Quedarse en el yo aislado reduce el alcance de nuestra realidad personal y la empobrece. Limita nuestro haz de relaciones al campo de nuestros intereses vitales, más egoístas que altruistas. Nos retiene en el nivel 1, frenando la tendencia natural hacia los niveles 2, 3 y 4. Lo ajustado a nuestra naturaleza espiritual es ejercitar la fuerza de unificación que proviene del espíritu. Hoy sabemos por la ciencia que los seres humanos somos “seres de encuentro”. Lo somos por ser “ambitales”, ya que cada ámbito tiende de por sí a abrirse a los demás, ofreciéndoles posibilidades y recibiendo las que ellos le otorgan. Al tender por naturaleza a vivir creando encuentros, somos seres “ambitalizables” y “ambitalizadores”, es decir, podemos recibir ayuda de otros ámbitos para enriquecer nuestra vida y podemos –y debemos- ayudar a otros a vivir plenamente su condición ambital, abierta. Por presentar estas tres condiciones, lo normal es vivir ascendiendo, unificando energías, creciendo al unirnos a cuanto nos rodea de forma bondadosa, justa y bella.
6. Este movimiento ascendente o “extático” viene promovido por las normas juiciosas que recibimos, desde niños, de personas dotadas de sabiduría, expertas en el conocimiento de las leyes del crecimiento personal. Esas normas nos instan a integrar nuestras energías en orden a la creación de unidad: “No nos cansemos de hacer el bien”, nos exhorta San Pablo. “Por tanto, siempre que tengamos oportunidad , hagamos el bien a todos...” (Gal. 6, 9-10). Las normas de este género nos instan a subir a niveles altos, vivir creativamente, considerar los niveles 2 y 3 como nuestro hogar. Si alguien nos dice que la cultura, el arte, la religión deben servir a la vida –entendida, de modo pseudoromántico, como una forma de actividad espontánea, no reglada por las normas procedentes del espíritu-, ya sabemos desde ahora que se nos sugiere, de modo reduccionista, renunciar al movimiento de ascenso que viene dado por el proceso de éxtasis y ponernos en peligro de caer por el tobogán del vértigo.
La vida biológica, con toda su trama de pulsiones vitales, encierra un gran valor. Toda actividad realizada con buena salud suscita cierta dosis de agrado. Lo agradable es valioso, no sólo por ser placentero sino por indicarnos que estamos ante algo saludable. Pero reducir toda actividad a fuente de goce es un reduccionismo ilegítimo, ya que el valor de lo agradable debe supeditarse a otros valores superiores; pensemos en la propia salud y en el bien de los demás. Para realizar un valor superior –por ejemplo, cuidar a un enfermo-, debemos con frecuencia renunciar a valores inferiores, como puede ser un rato de descanso. Pero esa renuncia no implica una represión –el bloqueo de nuestro desarrollo personal-, sino un ascenso a los niveles donde se da el encuentro. Supone, por tanto, la elevación a lo mejor de nosotros mismos. No hay aquí conflicto alguno entre lo que, de forma un tanto vaga, se denomina vida y espíritu. Hay colaboración en orden al logro del ideal de la persona. Lo ha visto Gustavo Thibon con perspicacia:
“El verdadero conflicto no se plantea entre la vida y el espíritu, sino entre (...) la comunión y el aislamiento (...). Y la solución del conflicto no consiste en escoger entre el espíritu y la vida, que no son más que partes del hombre, sino en optar por el amor, que es el todo del hombre. El amor y su unidad se adueñan de todo en el hombre, incluso del conflicto” (2).
De lo antedicho se desprende que nuestra forma de vivir es éticamente valiosa -es decir, justa- cuando se ajusta a nuestra realidad personal y a las realidades vinculadas con nosotros. Los problemas morales son, en buena medida, cuestiones ontológicas, relativas al modo de ser de nuestra realidad y de las realidades de nuestro entorno vital.
Nuestra realidad humana es auténtica y verdadera cuando se traduce en vida generosa de encuentro, y ésta no puede darse plenamente si no hacemos una opción decidida a favor del bien, la verdad, la justicia, la belleza y la unidad. Necesitamos el nivel 1 porque debemos cubrir múltiples necesidades, pero no hemos de considerar la satisfacción de éstas como nuestra meta en la vida. Ese nivel nos sirve de apoyo para ascender a niveles superiores (el 2, el 3, el 4), que vienen exigidos por nuestra realidad de personas, si la vemos en su última raíz.
3. Un ejemplo de integración de los niveles positivos
En El Alcalde de Zalamea -de Pedro Calderón de la Barca, figura señera del Siglo de Oro español-, un campesino hacendado y honrado, de nombre Pedro Crespo, se solivianta ante los peligros que corren las jóvenes debido a la obligación que tienen los “villanos” de alojar en sus casas a las tropas reales. Don Lope de Figueroa, general del ejército que acampa en Zalamea, le replica:
"¿Sabéis que estáis obligado
a sufrir, por ser quien sois,
estas cargas?"
Pedro Crespo responde:
"Con mi hacienda,
Pero con mi fama, no.
Al rey la hacienda y la vida
se ha de dar; pero el honor
es patrimonio del alma,
y el alma sólo es de Dios".
(Jornada I, escena XVIII)
En este texto se alude a cinco niveles de realidad y de conducta. Con el término “cargas” se refiere Don Lope a la obligación que tenían los campesinos de albergar a las tropas transeúntes en sus casas (nivel 1), lo que implicaba no sólo incomodidades y gastos, sino riesgos nada leves para la honra de las hijas de cada familia (nivel –1). Don Lope, al hablar de esa forma, se mueve en el nivel 1: alude al mero hecho de tener que albergar a los soldados.
Pedro Crespo, preocupado por el peligro que corre el honor de su hija Isabel (nivel –1), se eleva rápidamente a niveles superiores. Reconoce que es deber de todo ciudadano servir al rey con lo que uno posee (la propia hacienda e incluso la vida -nivel 1-) (3). Pero el honor, entendido como el valor de la conducta moral recta –nivel 2-, no lo podemos entregar a nadie como si fuera un objeto o una posesión (nivel 1), pues “es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios”. El término “alma” alude aquí a la persona como ser creado por Dios a su imagen y semejanza y llamado a servirle exclusivamente a Él. El ser humano está tan obligado a cuidar su honor como a realizar el bien, la justicia, la belleza, la unidad (nivel 3), pues es la forma de actuar propia de quien viene de Dios y está llamado a volver a Él (nivel 4). El nivel 3 surge al relacionarse dinámicamente la persona con el Creador. Al tomar conciencia de esa vinculación radical, nos vemos ob-ligados –vinculados de raíz- a realizar acciones bellas, buenas, justas y auténticas, es decir, verdaderas.
Se dice que la conciencia es la que nos obliga a servir al bien, la justicia, la verdad, la belleza, la unidad (nivel 3). Es cierto, a condición de que se entienda la conciencia como “el heraldo de Dios”, en expresión del cardenal Newman (nivel 4). San Pablo, desde la cercanía en que vivía con su Maestro, Jesús –con el que se sentía identificado-, exhorta así a sus fieles cristianos: “Por lo demás, hermanos, tened en cuenta lo que hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, de virtuoso y laudable” (Fil 4, 8). Alude, con ello, claramente a la necesidad de vivir en el nivel 2, inspirados en todo momento por el compromiso radical que implica el nivel 3, bien fundamentado en el Ser absolutamente bueno, justo, verdadero y bello (nivel 4).
Según algunos eruditos, en el teatro del Siglo de Oro español el término honor se identifica con la honra, la fama, la opinión o estimación de los demás (4). En la moral cristiana se subraya la importancia de regir la conducta por criterios propios, internos, iluminados por la propia conciencia, independientemente de lo que piensen y juzguen las gentes del entorno. Dada la importancia que tiene para una persona que vive en sociedad la opinión de los demás sobre ella, se tendió en el teatro –afanoso siempre de reflejar las tendencias populares- a confundir el honor con la fama (término procedente del sustantivo latino fama -voz pública-). En sus inspirados versos, Calderón quiere delatar esa confusión banal y restablecer el sentido primigenio y profundo del honor (5).
4. El análisis de los niveles positivos nos da una clave metodológica decisiva
El estudio de estos niveles nos permitió advertir que, si una persona adopta generalmente la actitud de dominio, posesión y disfrute propia del nivel 1, para ponerlo todo a su servicio, no acertará a captar de modo preciso lo que significa el encuentro y la eficacia que muestra la actitud de respeto, estima y colaboración, propia del nivel 2.
Este descubrimiento básico nos hace ver que, antes de iniciar a una persona en el conocimiento razonado de lo que implica la vida ética, debemos ayudarle a adoptar la actitud correspondiente al nivel 2, es decir, a las realidades que son superiores a los objetos y no deben ser manejadas de modo arbitrario e interesado, sino respetadas y valoradas conforme a su rango.
De modo análogo, para adentrarse en el campo de los valores más altos –verdad, bondad, belleza...- es necesario ascender al nivel 3, que halla su fundamentación última en el nivel 4, el religioso. De aquí se infiere que, antes de proclamar ante alguien la Buena Nueva evangélica, sea necesario ayudarle a realizar el ascenso desde el nivel 1 al nivel 2 y de éste al nivel 3. Esto no significa, en modo alguno, una confusión de las áreas propias del conocimiento y de la conducta ética. Significa, sencillamente, cumplir las condiciones básicas del conocimiento de las realidades que pertenecen a los niveles 2, 3 y 4. El drama de la figura de Don Juan, el Burlador de Sevilla, radica en que se movió siempre en el nivel 1 y no conoció la riqueza del encuentro. Por eso bloqueó su desarrollo personal y destruyó su personalidad. Dicho en lenguaje religioso, muy popular sobre todo en tiempos de la Contrarreforma, “condenó su alma” (6). Por eso entró en conflicto con Don Gonzalo, el Comendador, portavoz –digamos así- de los niveles 2, 3 y 4, que son los niveles ético, axiológico y religioso, respectivamente.
(1) Da testimonio emotivo de ello un testigo excepcional, el psiquiatra Víktor Frankl, en su bellísimo libro El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona 1979, págs. 74-75. Versión original: Man´s search for meaning. An introduction to logotherapie, Pocket Books, Nueva York, s.f., p. 114.
(2) Cf. Sobre el amor humano, Rialp, Madrid 1961, p. 75.
(3) Sabemos que la propia vida está situada en un nivel muy superior a la hacienda, pero da la impresión de que para el buen campesino es algo que uno tiene y que está dispuesto a dar si viene exigido por el bien común.
(4) Véase, por ejemplo, el prólogo de Domingo Ynduráin a El alcalde de Zalamea, Alianza Editorial, Madrid 1989, págs. 23 ss.
(5) Véase el prólogo de Gabriel Espino a El alcalde de Zalamea, Editorial Ebro (Clásicos Españoles), Madrid 1956, págs. 15 ss.
(6)Un amplio estudio sobre El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina, Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, y el Don Giovanni, de Mozart, puede verse en mi obra Cómo formarse en ética a través de la literatura, Rialp, Madrid 1994, 2ª ed., págs. 93-151.
En El Alcalde de Zalamea -de Pedro Calderón de la Barca, figura señera del Siglo de Oro español-, un campesino hacendado y honrado, de nombre Pedro Crespo, se solivianta ante los peligros que corren las jóvenes debido a la obligación que tienen los “villanos” de alojar en sus casas a las tropas reales. Don Lope de Figueroa, general del ejército que acampa en Zalamea, le replica:
"¿Sabéis que estáis obligado
a sufrir, por ser quien sois,
estas cargas?"
Pedro Crespo responde:
"Con mi hacienda,
Pero con mi fama, no.
Al rey la hacienda y la vida
se ha de dar; pero el honor
es patrimonio del alma,
y el alma sólo es de Dios".
(Jornada I, escena XVIII)
En este texto se alude a cinco niveles de realidad y de conducta. Con el término “cargas” se refiere Don Lope a la obligación que tenían los campesinos de albergar a las tropas transeúntes en sus casas (nivel 1), lo que implicaba no sólo incomodidades y gastos, sino riesgos nada leves para la honra de las hijas de cada familia (nivel –1). Don Lope, al hablar de esa forma, se mueve en el nivel 1: alude al mero hecho de tener que albergar a los soldados.
Pedro Crespo, preocupado por el peligro que corre el honor de su hija Isabel (nivel –1), se eleva rápidamente a niveles superiores. Reconoce que es deber de todo ciudadano servir al rey con lo que uno posee (la propia hacienda e incluso la vida -nivel 1-) (3). Pero el honor, entendido como el valor de la conducta moral recta –nivel 2-, no lo podemos entregar a nadie como si fuera un objeto o una posesión (nivel 1), pues “es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios”. El término “alma” alude aquí a la persona como ser creado por Dios a su imagen y semejanza y llamado a servirle exclusivamente a Él. El ser humano está tan obligado a cuidar su honor como a realizar el bien, la justicia, la belleza, la unidad (nivel 3), pues es la forma de actuar propia de quien viene de Dios y está llamado a volver a Él (nivel 4). El nivel 3 surge al relacionarse dinámicamente la persona con el Creador. Al tomar conciencia de esa vinculación radical, nos vemos ob-ligados –vinculados de raíz- a realizar acciones bellas, buenas, justas y auténticas, es decir, verdaderas.
Se dice que la conciencia es la que nos obliga a servir al bien, la justicia, la verdad, la belleza, la unidad (nivel 3). Es cierto, a condición de que se entienda la conciencia como “el heraldo de Dios”, en expresión del cardenal Newman (nivel 4). San Pablo, desde la cercanía en que vivía con su Maestro, Jesús –con el que se sentía identificado-, exhorta así a sus fieles cristianos: “Por lo demás, hermanos, tened en cuenta lo que hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, de virtuoso y laudable” (Fil 4, 8). Alude, con ello, claramente a la necesidad de vivir en el nivel 2, inspirados en todo momento por el compromiso radical que implica el nivel 3, bien fundamentado en el Ser absolutamente bueno, justo, verdadero y bello (nivel 4).
Según algunos eruditos, en el teatro del Siglo de Oro español el término honor se identifica con la honra, la fama, la opinión o estimación de los demás (4). En la moral cristiana se subraya la importancia de regir la conducta por criterios propios, internos, iluminados por la propia conciencia, independientemente de lo que piensen y juzguen las gentes del entorno. Dada la importancia que tiene para una persona que vive en sociedad la opinión de los demás sobre ella, se tendió en el teatro –afanoso siempre de reflejar las tendencias populares- a confundir el honor con la fama (término procedente del sustantivo latino fama -voz pública-). En sus inspirados versos, Calderón quiere delatar esa confusión banal y restablecer el sentido primigenio y profundo del honor (5).
4. El análisis de los niveles positivos nos da una clave metodológica decisiva
El estudio de estos niveles nos permitió advertir que, si una persona adopta generalmente la actitud de dominio, posesión y disfrute propia del nivel 1, para ponerlo todo a su servicio, no acertará a captar de modo preciso lo que significa el encuentro y la eficacia que muestra la actitud de respeto, estima y colaboración, propia del nivel 2.
Este descubrimiento básico nos hace ver que, antes de iniciar a una persona en el conocimiento razonado de lo que implica la vida ética, debemos ayudarle a adoptar la actitud correspondiente al nivel 2, es decir, a las realidades que son superiores a los objetos y no deben ser manejadas de modo arbitrario e interesado, sino respetadas y valoradas conforme a su rango.
De modo análogo, para adentrarse en el campo de los valores más altos –verdad, bondad, belleza...- es necesario ascender al nivel 3, que halla su fundamentación última en el nivel 4, el religioso. De aquí se infiere que, antes de proclamar ante alguien la Buena Nueva evangélica, sea necesario ayudarle a realizar el ascenso desde el nivel 1 al nivel 2 y de éste al nivel 3. Esto no significa, en modo alguno, una confusión de las áreas propias del conocimiento y de la conducta ética. Significa, sencillamente, cumplir las condiciones básicas del conocimiento de las realidades que pertenecen a los niveles 2, 3 y 4. El drama de la figura de Don Juan, el Burlador de Sevilla, radica en que se movió siempre en el nivel 1 y no conoció la riqueza del encuentro. Por eso bloqueó su desarrollo personal y destruyó su personalidad. Dicho en lenguaje religioso, muy popular sobre todo en tiempos de la Contrarreforma, “condenó su alma” (6). Por eso entró en conflicto con Don Gonzalo, el Comendador, portavoz –digamos así- de los niveles 2, 3 y 4, que son los niveles ético, axiológico y religioso, respectivamente.
(1) Da testimonio emotivo de ello un testigo excepcional, el psiquiatra Víktor Frankl, en su bellísimo libro El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona 1979, págs. 74-75. Versión original: Man´s search for meaning. An introduction to logotherapie, Pocket Books, Nueva York, s.f., p. 114.
(2) Cf. Sobre el amor humano, Rialp, Madrid 1961, p. 75.
(3) Sabemos que la propia vida está situada en un nivel muy superior a la hacienda, pero da la impresión de que para el buen campesino es algo que uno tiene y que está dispuesto a dar si viene exigido por el bien común.
(4) Véase, por ejemplo, el prólogo de Domingo Ynduráin a El alcalde de Zalamea, Alianza Editorial, Madrid 1989, págs. 23 ss.
(5) Véase el prólogo de Gabriel Espino a El alcalde de Zalamea, Editorial Ebro (Clásicos Españoles), Madrid 1956, págs. 15 ss.
(6)Un amplio estudio sobre El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina, Don Juan Tenorio, de José Zorrilla, y el Don Giovanni, de Mozart, puede verse en mi obra Cómo formarse en ética a través de la literatura, Rialp, Madrid 1994, 2ª ed., págs. 93-151.