EL MARAVILLOSO MUNDO DE LAS FORMAS
Materia y forma
El encanto de las formas llevó a concebir y explicar la realidad con el esquema mental "materia-forma". La materia es vivificada y orlada de sentido por la forma; la forma es sostenida por la materia. Todos los estratos del ser ‒cosas inanimadas, objetos artificiales, seres vivos‒ fueron estructurados, de modo más o menos forzado, conforme a este esquema.
Del poder configurador de la forma recibió el pensamiento occidental luz y orientación. El afán de ampliar los conocimientos y sistematizarlos parecía quedar ampliamente satisfecho por el estilo de pensar que de aquí arranca. Europa se cubrió de obras de arte y dictó al mundo las normas del saber. A través del conocimiento de las formas pareció el hombre adueñarse del universo. Pero, en medio de la carrera espectacular de éxitos, había un ámbito en la Ciencia cuyo conocimiento no guardaba proporción con el de los demás: los seres vivientes. ¿Jugaría, acaso, algún papel en este fenómeno la sumisión multisecular del pensamiento al esquema materia-forma?
La hora en que los pensadores se propusieron seriamente esta pregunta pasó a la historia por derecho propio en el pensamiento contemporáneo, pues, a la vuelta de muchas incidencias, se descubrió bajo dicho esquema un concepto de forma demasiado rígido, unívoco y unilateral, por haber sido tomado preferentemente del ámbito de los artefactos. Un carpintero imprime a una determinada materia la idea que tiene de silla, y produce el objeto de uso cotidiano que lleva este nombre. Un escultor plasma en un determinado material la figura de un héroe, y el pueblo queda enriquecido con una nueva obra de arte. Todo parece indicar que la forma precede al proceso artístico y está dotada de un poder absoluto de dominio sobre la materia, que es reducida a mero soporte pasivo. ¿Sucede esto mismo con los seres vivos?
Etienne Gilson, en su obra Pintura y Realidad (2), subrayó que ni siquiera en el arte se da esto de modo perfecto. En el capítulo, titulado sintomáticamente: Formas germinales, escribe:
«En el caso de la creación artística no puede dudarse que las formas son los gérmenes vivientes de las obras de arte futuras». «Sin embargo, en el caso de las pinturas la forma germina1 es el origen de un proceso orgánico de desarrollo cuyo fin es una obra de arte individual plenamente desarrollada». «Debiéramos recordar que verbum es la traducción del griego logos, estrechamente asociado con las nociones de idea y forma. Sólo hay que añadir, al tratar de pintura, que la forma no debe concebirse primero en sí misma y luego en su esfuerzo para darse ella misma un cuerpo. Según las palabras de Focillón: “La forma no sólo está encarnada, es siempre encarnación”» (3).
Materia y forma
El encanto de las formas llevó a concebir y explicar la realidad con el esquema mental "materia-forma". La materia es vivificada y orlada de sentido por la forma; la forma es sostenida por la materia. Todos los estratos del ser ‒cosas inanimadas, objetos artificiales, seres vivos‒ fueron estructurados, de modo más o menos forzado, conforme a este esquema.
Del poder configurador de la forma recibió el pensamiento occidental luz y orientación. El afán de ampliar los conocimientos y sistematizarlos parecía quedar ampliamente satisfecho por el estilo de pensar que de aquí arranca. Europa se cubrió de obras de arte y dictó al mundo las normas del saber. A través del conocimiento de las formas pareció el hombre adueñarse del universo. Pero, en medio de la carrera espectacular de éxitos, había un ámbito en la Ciencia cuyo conocimiento no guardaba proporción con el de los demás: los seres vivientes. ¿Jugaría, acaso, algún papel en este fenómeno la sumisión multisecular del pensamiento al esquema materia-forma?
La hora en que los pensadores se propusieron seriamente esta pregunta pasó a la historia por derecho propio en el pensamiento contemporáneo, pues, a la vuelta de muchas incidencias, se descubrió bajo dicho esquema un concepto de forma demasiado rígido, unívoco y unilateral, por haber sido tomado preferentemente del ámbito de los artefactos. Un carpintero imprime a una determinada materia la idea que tiene de silla, y produce el objeto de uso cotidiano que lleva este nombre. Un escultor plasma en un determinado material la figura de un héroe, y el pueblo queda enriquecido con una nueva obra de arte. Todo parece indicar que la forma precede al proceso artístico y está dotada de un poder absoluto de dominio sobre la materia, que es reducida a mero soporte pasivo. ¿Sucede esto mismo con los seres vivos?
Etienne Gilson, en su obra Pintura y Realidad (2), subrayó que ni siquiera en el arte se da esto de modo perfecto. En el capítulo, titulado sintomáticamente: Formas germinales, escribe:
«En el caso de la creación artística no puede dudarse que las formas son los gérmenes vivientes de las obras de arte futuras». «Sin embargo, en el caso de las pinturas la forma germina1 es el origen de un proceso orgánico de desarrollo cuyo fin es una obra de arte individual plenamente desarrollada». «Debiéramos recordar que verbum es la traducción del griego logos, estrechamente asociado con las nociones de idea y forma. Sólo hay que añadir, al tratar de pintura, que la forma no debe concebirse primero en sí misma y luego en su esfuerzo para darse ella misma un cuerpo. Según las palabras de Focillón: “La forma no sólo está encarnada, es siempre encarnación”» (3).
Flexibilidad interna de las formas
Este planteamiento permite comprender el alcance de la revolución producida por las investigaciones del joven alemán Hans Driesch que, después de haber hecho largos viajes por el trópico asiático y estudiado Biología en Nápoles, se consagró al estudio de las propiedades vitales del huevo del erizo de mar. Realizó en él toda clase de divisiones, amputaciones y trasplantes, y, ante sus ojos ávidos de demostrar que en el huevo se contiene en estructura molecular todo el ser futuro del organismo adulto, se reveló el prodigioso poder de adaptación v regeneración que late en la vida. No es el crecimiento vital un mero proceso mecánico de desarrollo que responda a leyes causales más o menos complejas. Las experiencias obligan a presuponer la existencia de un algo dotado de capacidad de dirección y organización; una instancia que esté situada en un nivel superior al de los elementos físico-químicos y constituya el principio y el fin del proceso orgánico.
Driesch no dudó en acudir a una venerable palabra griega: “entelequia”. Por razones obvias, los investigadores mecanicistas la calificaron despectivamente de "duende" y "deus ex machina", aludiendo al ingenuo recurso de los trágicos antiguos que en última instancia, al complicarse insalvablemente la situación, descolgaban en medio de la escena una figura divina que resolvía el conflicto con soberana contundencia. Introducir un ser dotado de capacidad organizadora, rectificadora y regeneradora en un mundo mecanicista reducido a un entramado de rígidas leyes físico-químicas es, sin duda, una flagrante inconsecuencia. Driesch no comprendía lo que, en rigor, significaba el nuevo concepto por él aducido, ni lo comprendería nunca. Pero su sinceridad de investigador reconocía firmemente la necesidad del mismo. La experimentación lo había llevado a traspasar el umbral del mundo de lo experimentable con los métodos mecanicistas. ¿No habría que recurrir a algo no-verificable para explicar lo verificable? Tal aparente inconsecuencia, ¿no será la manifestación en el ser de una diferencia de planos que, siendo distintos, se dan en una misteriosa y muy fecunda unión?
«La biología contemporánea, a pesar de sus deseos, se ve obligada ‒escribe Jean Guitton‒ a reinventar conceptos análogos a las antiguas “razones seminales” cuando quiere explicar el desarrollo del embrión. Pero en la macroevolución y en la escala de las especies se encuentra con necesidades semejantes, y forja palabras nuevas para retransmitir los pensamientos antiguos acerca de la idea de forma y de fin» (4).
En definitiva, lo que intentaba dejar Driesch en claro es la existencia de un tipo de realidades dotadas de un singular poder de configuración creadora de seres vivos. Una forma viva lleva en sí el principio y el fin, decide de antemano la figura externa y la contextura interna de un organismo, y goza de una flexibilidad interna que roza los límites de lo asombroso.
A partir de Driesch, los experimentos se multiplicaron y un mundo de sorpresas insospechadas hizo su aparición ante el hombre. Los biólogos actuales describen con asombro la movilidad creadora, la capacidad de adaptación y regeneración de estas formas "entelequiales". Alexis Carrel supo exponer el resultado de tales investigaciones de forma adecuada a los no iniciados en el lenguaje técnico:
"Un órgano se construye a sí mismo por medio de técnicas desconocidas a la mente humana. No está hecho de material extraño, como una casa. Tampoco es una construcción celular, una simple reunión de células. Está naturalmente compuesto de éstas, como una casa lo está de ladrillos. Pero nace de una célula, como si la casa tuviera su origen en un solo ladrillo, un ladrillo mágico que se pusiera a fabricar otros ladrillos. Éstos, sin esperar los planos del arquitecto o la llegada de los albañiles, se unirían unos a otros y formarían los muros. También se metamorfosearían en vidrieras, tejas, carbón para la calefacción y agua para la cocina y el cuarto de baño. Un órgano se desarrolla por procedimientos afines a los atribuidos a las hadas en los cuentos que se contaban antaño a los niños. Está engendrado por células que, a todas luces, conocen el futuro edificio y sintetizan de las substancias que contiene el plasma sanguíneo el material de construcción y hasta los obreros» (5).
Solidaridad interna de las formas
A la unidad de cohesión interna de las formas hay que añadir, como nota determinante de las mismas, lo que podríamos llamar su “tensión comunitaria”, fenómeno subordinado a la misteriosa solidaridad del Universo que Paul Claudel denominó "co-naissance des choses" (co-nacimiento de las cosas). El arquitecto Andreas Feininger describe con palabras emocionadas la “correlación funcional” que une a seres en apariencia independientes:
«…Viviendo en simbiosis en las raíces de muchas plantas, especialmente legumbres, de las que obtienen su carbono, esas bacterias fijadoras de nitrógeno tienen un poder único: pueden absorber el nitrógeno vivificante directamente del aire y transformarlo en proteínas. Estas proteínas son absorbidas por las raíces de las plantas de cuyos protoplasmas las bacterias obtuvieron su alimento. Muertas y en estado de putrefacción, descompuestas por las saprofitas ‒hongos que se alimentan de substancias orgánicas muertas‒ y descompuestas en elementos básicos por las bacterias productoras de amoníaco, esas plantas irán cediendo al suelo el nitrógeno que antes recibieron, y de allí lo tomarán nuevas plantas de acuerdo con sus necesidades. Las plantas procuran a los animales o a los hombres que las comen el nitrógeno que les es esencial y que después de la muerte es devuelto al suelo para iniciar un nuevo ciclo» (6).
Pero no sólo con fines genéticos se relacionan los seres entre sí. Reduciendo a un mismo nivel la figura de seres muy diversos en tamaño, la técnica fotográfica actual nos permite descubrir sorprendentes semejanzas de forma entre ellos, que pueden ser inequívoco signo de un estrecho parentesco. Al estudiar las formas funcionales de la Naturaleza, escribe Feininger:
«He comprobado que ciertos objetos naturales entre los que no existe la menor relación, estaban formados según los mismos principios básicos. Los estratos de unos sedimentos depositados por el agua y los anillos anuales del desarrollo de la madera, por ejemplo, si se reducen a la misma escala ofrecen un aspecto casi idéntico, indicando que los testimonios de tiempo y crecimiento se manifiestan de manera muy igual en la madera como en la roca. Las nervaduras que forman el esqueleto de una hoja y los nervios del ala de un insecto representan el mismo principio, aunque uno se manifieste en una planta y el otro en un animal. Y las defensas punzantes son esencialmente lo mismo, tanto si las hallamos en una planta como en un mamífero, un insecto o un molusco».
«Todo está constituido de los mismos elementos básicos. Y los átomos se combinan para formar moléculas, y las moléculas para formar materia, sólo según un limitado número de patrones. Pero, ¿en qué punto nace la vida?» (7).
Esta ágil visión de las formas del Universo descubre al autor la precariedad del método mecanicista, incapaz de sospechar la prodigiosa flexibilidad interna de los procesos genéticos de los seres vivos, en los cuales las formas se superponen, configurándose mutuamente y generando los organismos en los cuales se "expresan".
Este planteamiento permite comprender el alcance de la revolución producida por las investigaciones del joven alemán Hans Driesch que, después de haber hecho largos viajes por el trópico asiático y estudiado Biología en Nápoles, se consagró al estudio de las propiedades vitales del huevo del erizo de mar. Realizó en él toda clase de divisiones, amputaciones y trasplantes, y, ante sus ojos ávidos de demostrar que en el huevo se contiene en estructura molecular todo el ser futuro del organismo adulto, se reveló el prodigioso poder de adaptación v regeneración que late en la vida. No es el crecimiento vital un mero proceso mecánico de desarrollo que responda a leyes causales más o menos complejas. Las experiencias obligan a presuponer la existencia de un algo dotado de capacidad de dirección y organización; una instancia que esté situada en un nivel superior al de los elementos físico-químicos y constituya el principio y el fin del proceso orgánico.
Driesch no dudó en acudir a una venerable palabra griega: “entelequia”. Por razones obvias, los investigadores mecanicistas la calificaron despectivamente de "duende" y "deus ex machina", aludiendo al ingenuo recurso de los trágicos antiguos que en última instancia, al complicarse insalvablemente la situación, descolgaban en medio de la escena una figura divina que resolvía el conflicto con soberana contundencia. Introducir un ser dotado de capacidad organizadora, rectificadora y regeneradora en un mundo mecanicista reducido a un entramado de rígidas leyes físico-químicas es, sin duda, una flagrante inconsecuencia. Driesch no comprendía lo que, en rigor, significaba el nuevo concepto por él aducido, ni lo comprendería nunca. Pero su sinceridad de investigador reconocía firmemente la necesidad del mismo. La experimentación lo había llevado a traspasar el umbral del mundo de lo experimentable con los métodos mecanicistas. ¿No habría que recurrir a algo no-verificable para explicar lo verificable? Tal aparente inconsecuencia, ¿no será la manifestación en el ser de una diferencia de planos que, siendo distintos, se dan en una misteriosa y muy fecunda unión?
«La biología contemporánea, a pesar de sus deseos, se ve obligada ‒escribe Jean Guitton‒ a reinventar conceptos análogos a las antiguas “razones seminales” cuando quiere explicar el desarrollo del embrión. Pero en la macroevolución y en la escala de las especies se encuentra con necesidades semejantes, y forja palabras nuevas para retransmitir los pensamientos antiguos acerca de la idea de forma y de fin» (4).
En definitiva, lo que intentaba dejar Driesch en claro es la existencia de un tipo de realidades dotadas de un singular poder de configuración creadora de seres vivos. Una forma viva lleva en sí el principio y el fin, decide de antemano la figura externa y la contextura interna de un organismo, y goza de una flexibilidad interna que roza los límites de lo asombroso.
A partir de Driesch, los experimentos se multiplicaron y un mundo de sorpresas insospechadas hizo su aparición ante el hombre. Los biólogos actuales describen con asombro la movilidad creadora, la capacidad de adaptación y regeneración de estas formas "entelequiales". Alexis Carrel supo exponer el resultado de tales investigaciones de forma adecuada a los no iniciados en el lenguaje técnico:
"Un órgano se construye a sí mismo por medio de técnicas desconocidas a la mente humana. No está hecho de material extraño, como una casa. Tampoco es una construcción celular, una simple reunión de células. Está naturalmente compuesto de éstas, como una casa lo está de ladrillos. Pero nace de una célula, como si la casa tuviera su origen en un solo ladrillo, un ladrillo mágico que se pusiera a fabricar otros ladrillos. Éstos, sin esperar los planos del arquitecto o la llegada de los albañiles, se unirían unos a otros y formarían los muros. También se metamorfosearían en vidrieras, tejas, carbón para la calefacción y agua para la cocina y el cuarto de baño. Un órgano se desarrolla por procedimientos afines a los atribuidos a las hadas en los cuentos que se contaban antaño a los niños. Está engendrado por células que, a todas luces, conocen el futuro edificio y sintetizan de las substancias que contiene el plasma sanguíneo el material de construcción y hasta los obreros» (5).
Solidaridad interna de las formas
A la unidad de cohesión interna de las formas hay que añadir, como nota determinante de las mismas, lo que podríamos llamar su “tensión comunitaria”, fenómeno subordinado a la misteriosa solidaridad del Universo que Paul Claudel denominó "co-naissance des choses" (co-nacimiento de las cosas). El arquitecto Andreas Feininger describe con palabras emocionadas la “correlación funcional” que une a seres en apariencia independientes:
«…Viviendo en simbiosis en las raíces de muchas plantas, especialmente legumbres, de las que obtienen su carbono, esas bacterias fijadoras de nitrógeno tienen un poder único: pueden absorber el nitrógeno vivificante directamente del aire y transformarlo en proteínas. Estas proteínas son absorbidas por las raíces de las plantas de cuyos protoplasmas las bacterias obtuvieron su alimento. Muertas y en estado de putrefacción, descompuestas por las saprofitas ‒hongos que se alimentan de substancias orgánicas muertas‒ y descompuestas en elementos básicos por las bacterias productoras de amoníaco, esas plantas irán cediendo al suelo el nitrógeno que antes recibieron, y de allí lo tomarán nuevas plantas de acuerdo con sus necesidades. Las plantas procuran a los animales o a los hombres que las comen el nitrógeno que les es esencial y que después de la muerte es devuelto al suelo para iniciar un nuevo ciclo» (6).
Pero no sólo con fines genéticos se relacionan los seres entre sí. Reduciendo a un mismo nivel la figura de seres muy diversos en tamaño, la técnica fotográfica actual nos permite descubrir sorprendentes semejanzas de forma entre ellos, que pueden ser inequívoco signo de un estrecho parentesco. Al estudiar las formas funcionales de la Naturaleza, escribe Feininger:
«He comprobado que ciertos objetos naturales entre los que no existe la menor relación, estaban formados según los mismos principios básicos. Los estratos de unos sedimentos depositados por el agua y los anillos anuales del desarrollo de la madera, por ejemplo, si se reducen a la misma escala ofrecen un aspecto casi idéntico, indicando que los testimonios de tiempo y crecimiento se manifiestan de manera muy igual en la madera como en la roca. Las nervaduras que forman el esqueleto de una hoja y los nervios del ala de un insecto representan el mismo principio, aunque uno se manifieste en una planta y el otro en un animal. Y las defensas punzantes son esencialmente lo mismo, tanto si las hallamos en una planta como en un mamífero, un insecto o un molusco».
«Todo está constituido de los mismos elementos básicos. Y los átomos se combinan para formar moléculas, y las moléculas para formar materia, sólo según un limitado número de patrones. Pero, ¿en qué punto nace la vida?» (7).
Esta ágil visión de las formas del Universo descubre al autor la precariedad del método mecanicista, incapaz de sospechar la prodigiosa flexibilidad interna de los procesos genéticos de los seres vivos, en los cuales las formas se superponen, configurándose mutuamente y generando los organismos en los cuales se "expresan".
La movilidad interna de las formas y la teoría del conocer
Es obvio que el hallazgo de este género de formas debe plantear graves problemas a la teoría del conocer. Si algo se ve claro a partir de los geniales experimentos de H. Driesch y H. Speeman es que las realidades vitales rehúyen ser reducidas a "ideas claras y distintas", pues no cabe hallar la ecuación de un organismo como se halla la de una curva. El afán prometeico de conocer la génesis de las realidades vivas mediante el descubrimiento de sus leyes constitutivas provoca la mutilación arbitraria de la realidad. La vida es algo inconmensurable, un fenómeno que se evade a todo intento de medición espacio-temporal. Se da en el tiempo y en el espacio, pero una firme intuición nos advierte que algo hay en ella que perdura, es decir, que se halla en un plano superior al de las realidades que están sometidas al espacio y el tiempo.
Pero, si la vida no es mensurable, ¿puede ser objeto-de-conocimiento? He aquí el viejo problema, tan lastrado de equívocos, de la posibilidad del conocimiento de la "interioridad" (8).
Lo decisivo es aquí destacar la necesidad de admitir diversas formas de conocimiento correspondientes a los diferentes modos de realidad. Para lo cual debemos liberarnos de la inercia mental que nos arrastra al univocismo, es decir, a la anulación de toda diferencia jerárquica, que es fuente de orden, equilibrio y fecundidad.
En un principio se tendió a ver la riqueza de lo vital como un nudo de paradojas y antinomias. Lo vital es múltiple y uno a la vez; tiene partes diversas, pero una profunda unidad las preside y armoniza; es cambiante y permanente a la par; ostenta una vertiente externa y otra interna; su extraordinaria agilidad se alía con una desconcertante firmeza; su adaptabilidad es tan grande como su reciedumbre; es extremadamente perfecto y sumamente lábil…
Este carácter contrastado de los seres vivos fue calificado despectivamente de “ambiguo” por un pensamiento ansioso de certezas. Hoy, sin embargo, estamos aprendiendo a analizar serenamente las realidades "ambiguas", pues la experiencia nos lleva a presentir en la ambigüedad una fuente oculta de riqueza. Nuestra época suele amar lo complejo por lo que tiene de profundo, consciente de que, si parece permitir sólo un conocimiento inseguro, fecunda, sin embargo, el espíritu con la amplitud de las perspectivas que descubre.
«La naturaleza del ser no es antinómica ‒escribe Jean Guitton‒, es estructurada. En el ser no hay contrarios, sino una organización elástica, una arquitectura de elementos que se complementan. Es el espíritu el que fabrica la contradicción con la complementariedad que le propone la Naturaleza. En otros términos, el espíritu tiende a transformar las disimetrías estructurales en simetrías homogéneas y anti-típicas. De este modo, su movimiento imita el de la naturaleza, que, según acabamos de ver, marcha por el mismo sentido simétrico. Pero, en toda composición óntica, los dos elementos constituyentes no existen nunca en el mismo nivel y de la misma manera; uno solo de esos elementos es propiamente constituyente, aunque los dos sean constitutivos. Uno solo define, uno solo caracteriza, uno solo propiamente es» (10).
El hombre actual es definido dramáticamente como "incertidumbre y riesgo" (9), y su espíritu florece cuando sube al nivel de los seres cuya nobleza entitativa no permite un conocimiento científicamente transparente.
Si alguna cualidad del espíritu contemporáneo puede hacernos concebir fundadas esperanzas de un futuro mejor es el arrojo para aceptar de modo integral la complejidad de cuanto la ciencia moderna está descubriendo con vertiginosa rapidez. Por eso, las mejores mentes de Occidente no se cansan de advertir que ante la crisis planteada por la inseguridad inherente a toda época de crisis no procede perder la confianza en las propias posibilidades e intentar un retorno al pasado, sino desbordar los problemas por dentro y crear el futuro. Esto sólo es posible si nos decidimos a resolver las dificultades a fuerza de autenticidad intelectual, respetando la tradición, pero asumiendo el presente con toda su tensión creativa. Una de las manifestaciones más fecundas de esta actitud es la atención prestada al mundo siempre nuevo de las formas, cuyo estudio está operando en el pensamiento contemporáneo una transformación decisiva.
Para que ésta llegue a su término se requiere, por parte del hombre actual, el don que distingue a todas las épocas creativas: una extraordinaria dosis de flexibilidad mental. Pero, a su vez, el medio más adecuado para adquirir la movilidad de pensamiento que exige la investigación actual es el estudio abierto y penetrante de la vida de las formas, consideradas, no como un mero diseño o figura externos, sino como un poder interno de configuración.
NOTAS
(1) Véase el estudio de Henri FOCILLON : “L'éloge de la main”, en la obra Vie des formes, (P.U.F, Paris 1955) 92-122.
(2) Cf. o.c. (Aguilar, Madrid 1961).
(3) Cf. o.c., 133-134.
(4) Cf. La existencia temporal (Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1956) 160.
(5) Cf. La incógnita del hombre (Iberia, Barcelona 1952) 112.
(6 ) Cf. A Feininger: Anatomía de la Naturaleza (Jano, Barcelona 1962) 16.
(7) Cf. o.c., 102-103.
(8) Véase, sobre esto, mi Metodología de lo suprasensible (Publicaciones Universidad Francisco de Vitoria, Madrid 2016) 76ss.
(9) Cf. o.c., 59.
(10) Es el título de la obra de Peter Wust Ungewissheit und Wagnis (Kösel, Múnich 1946). Versión española: Incertidumbre y riesgo (Rialp, Madrid). Sobre el fecundo pensamiento antropológico de Peter Wust puede verse mi obra El poder del diálogo y del encuentro (BAC, Madrid 1997) 137-221.
Es obvio que el hallazgo de este género de formas debe plantear graves problemas a la teoría del conocer. Si algo se ve claro a partir de los geniales experimentos de H. Driesch y H. Speeman es que las realidades vitales rehúyen ser reducidas a "ideas claras y distintas", pues no cabe hallar la ecuación de un organismo como se halla la de una curva. El afán prometeico de conocer la génesis de las realidades vivas mediante el descubrimiento de sus leyes constitutivas provoca la mutilación arbitraria de la realidad. La vida es algo inconmensurable, un fenómeno que se evade a todo intento de medición espacio-temporal. Se da en el tiempo y en el espacio, pero una firme intuición nos advierte que algo hay en ella que perdura, es decir, que se halla en un plano superior al de las realidades que están sometidas al espacio y el tiempo.
Pero, si la vida no es mensurable, ¿puede ser objeto-de-conocimiento? He aquí el viejo problema, tan lastrado de equívocos, de la posibilidad del conocimiento de la "interioridad" (8).
Lo decisivo es aquí destacar la necesidad de admitir diversas formas de conocimiento correspondientes a los diferentes modos de realidad. Para lo cual debemos liberarnos de la inercia mental que nos arrastra al univocismo, es decir, a la anulación de toda diferencia jerárquica, que es fuente de orden, equilibrio y fecundidad.
En un principio se tendió a ver la riqueza de lo vital como un nudo de paradojas y antinomias. Lo vital es múltiple y uno a la vez; tiene partes diversas, pero una profunda unidad las preside y armoniza; es cambiante y permanente a la par; ostenta una vertiente externa y otra interna; su extraordinaria agilidad se alía con una desconcertante firmeza; su adaptabilidad es tan grande como su reciedumbre; es extremadamente perfecto y sumamente lábil…
Este carácter contrastado de los seres vivos fue calificado despectivamente de “ambiguo” por un pensamiento ansioso de certezas. Hoy, sin embargo, estamos aprendiendo a analizar serenamente las realidades "ambiguas", pues la experiencia nos lleva a presentir en la ambigüedad una fuente oculta de riqueza. Nuestra época suele amar lo complejo por lo que tiene de profundo, consciente de que, si parece permitir sólo un conocimiento inseguro, fecunda, sin embargo, el espíritu con la amplitud de las perspectivas que descubre.
«La naturaleza del ser no es antinómica ‒escribe Jean Guitton‒, es estructurada. En el ser no hay contrarios, sino una organización elástica, una arquitectura de elementos que se complementan. Es el espíritu el que fabrica la contradicción con la complementariedad que le propone la Naturaleza. En otros términos, el espíritu tiende a transformar las disimetrías estructurales en simetrías homogéneas y anti-típicas. De este modo, su movimiento imita el de la naturaleza, que, según acabamos de ver, marcha por el mismo sentido simétrico. Pero, en toda composición óntica, los dos elementos constituyentes no existen nunca en el mismo nivel y de la misma manera; uno solo de esos elementos es propiamente constituyente, aunque los dos sean constitutivos. Uno solo define, uno solo caracteriza, uno solo propiamente es» (10).
El hombre actual es definido dramáticamente como "incertidumbre y riesgo" (9), y su espíritu florece cuando sube al nivel de los seres cuya nobleza entitativa no permite un conocimiento científicamente transparente.
Si alguna cualidad del espíritu contemporáneo puede hacernos concebir fundadas esperanzas de un futuro mejor es el arrojo para aceptar de modo integral la complejidad de cuanto la ciencia moderna está descubriendo con vertiginosa rapidez. Por eso, las mejores mentes de Occidente no se cansan de advertir que ante la crisis planteada por la inseguridad inherente a toda época de crisis no procede perder la confianza en las propias posibilidades e intentar un retorno al pasado, sino desbordar los problemas por dentro y crear el futuro. Esto sólo es posible si nos decidimos a resolver las dificultades a fuerza de autenticidad intelectual, respetando la tradición, pero asumiendo el presente con toda su tensión creativa. Una de las manifestaciones más fecundas de esta actitud es la atención prestada al mundo siempre nuevo de las formas, cuyo estudio está operando en el pensamiento contemporáneo una transformación decisiva.
Para que ésta llegue a su término se requiere, por parte del hombre actual, el don que distingue a todas las épocas creativas: una extraordinaria dosis de flexibilidad mental. Pero, a su vez, el medio más adecuado para adquirir la movilidad de pensamiento que exige la investigación actual es el estudio abierto y penetrante de la vida de las formas, consideradas, no como un mero diseño o figura externos, sino como un poder interno de configuración.
NOTAS
(1) Véase el estudio de Henri FOCILLON : “L'éloge de la main”, en la obra Vie des formes, (P.U.F, Paris 1955) 92-122.
(2) Cf. o.c. (Aguilar, Madrid 1961).
(3) Cf. o.c., 133-134.
(4) Cf. La existencia temporal (Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1956) 160.
(5) Cf. La incógnita del hombre (Iberia, Barcelona 1952) 112.
(6 ) Cf. A Feininger: Anatomía de la Naturaleza (Jano, Barcelona 1962) 16.
(7) Cf. o.c., 102-103.
(8) Véase, sobre esto, mi Metodología de lo suprasensible (Publicaciones Universidad Francisco de Vitoria, Madrid 2016) 76ss.
(9) Cf. o.c., 59.
(10) Es el título de la obra de Peter Wust Ungewissheit und Wagnis (Kösel, Múnich 1946). Versión española: Incertidumbre y riesgo (Rialp, Madrid). Sobre el fecundo pensamiento antropológico de Peter Wust puede verse mi obra El poder del diálogo y del encuentro (BAC, Madrid 1997) 137-221.