Hace unos meses, al entrar en un campus universitario, me sorprendió ver pintadas en una pared estas tres palabras: ¡VIVA EL MAL! Yo me pregunté a qué tipo de mal se refiere el autor de esta pintada. ¿Será el mal físico, el fisiológico, el social, el espiritual? No creo que dé vivas al hambre de los niños, a los desalmados que los arman y mandan a la guerra… Es difícil pensar que aluda al mal temible de una enfermedad incurable. ¿A qué mal vitorea ese ciudadano, que nos interpela con ese exabrupto? ¿Se refiere, acaso, al mal que inspira a quienes provocan guerras para vender más armas?
Cuando cierto político enarboló, en su día, la bandera de la lucha como principio de progreso, vislumbraba tal vez que esa convocatoria belicosa inflamaría los pueblos y causaría devastaciones. Pero podría también pensar que era un mal ineludible para superar una situación tan horrenda como es la miseria endémica de la sociedad. Se defendía, pues, el mal de la lucha como la primera fase de un proceso que, a la postre, abocaría al bien de la humanidad.
En la escueta y siniestra frase ¡Viva el mal! no se condiciona el mal al logro de un bien. Se habla del mal a solas, como un absoluto, y se lo glorifica. Si, en un tiempo, se postuló el “arte por el arte”, ahora se pide larga vida para el mal, el mal a solas, el mal absolutizado, el mal como principio del obrar.
No sé cuánto tiempo llevaba allí esa proclama, pero allí estaba. Aunque sólo fuera un día, sería excesivo tiempo, pues lo que no tiene sentido sobra en todo momento. No se ataca, en ella, lo religioso, ni a los religiosos, como está ahora pasando en tantos países. Se magnifica el mal; se le desea vida suficiente para imponerse en todo el mundo. Tal vez sea esto peor que aquello, pues en tal proclama se agita el espíritu que inspira todos los males.
Pienso en la interioridad de quien ha escrito eso y lo mantiene a la puerta de un centro llamado a ser cuna de sabiduría, una alma Mater o “madre santa”. Cuando voy a la universidad antigua de Salamanca y visito el aula del Padre Francisco de Vitoria, me siento emocionado, porque allí fue concebido el Derecho de Gentes, que contribuyó a mejorar la suerte de los aborígenes de América y a estructurar las leyes que rigieron la vida de los pueblos desde la modernidad. Si entro en una universidad presidida por el siniestro grito de “¡Viva el mal!”, me apena pensar a dónde llegará el poder destructivo de quienes, en la eterna lucha entre el bien y el mal, se inclinan por éste.
Dicho brevemente, desear que “viva el mal” es destruirse como persona. Proclamarlo ante los demás es invitarlos a una especie de suicidio. ¡Fíjense qué estropicio!