Los alumnos de Historia de la Música se hallan en una sala fría y sórdida del Conservatorio Nacional de una ciudad de los Países Bajos. La adustez del ambiente es correlativa a la profunda depresión que sufren las gentes debido a la fulminante derrota y a la consiguiente ocupación militar. Estamos en la desolación de 1943. De pronto, llega el profesor y hace oír a los alumnos varias obras polifónicas del italiano Giovanni Perluigi da Palestrina y del español Tomás Luis de Victoria. La transformación está hecha.
«Ya no hay paredes feas y frías ‒comenta un testigo presencial‒, sino el despertar de un mundo desconocido que no tiene límites ni en el espacio ni en el tiempo». «El arte de los polifonistas del siglo XVI, en esto muy próximo aún al canto gregoriano, es un arte perfectamente objetivo, inspirado, en el total sentido de la palabra. La personalidad del compositor está como borrada y parece únicamente transmitirnos una voz que viene de muy lejos, de muy arriba. Sin duda por esto tuve como una revelación aquel año…»(1) .
El arte sacro auténtico viene de lo alto y nos eleva a lo alto. Esta idea es la que inspira de parte a parte la Carta a los artistas de Juan Pablo II. En rigor, no está dirigida a todos los que se consagran a la creación artística, sino a quienes configuran su vida e impulsan su actividad profesional con la energía y la luz que les otorga la fe en Dios Padre, revelado en Jesucristo.
El origen de la creatividad artística
En su afán de tomar las aguas muy arriba, Juan Pablo II comienza su escrito invitando a los artistas a ver su labor de artífices asociada estrechamente a la altísima tarea creadora de Dios. Pone, así, ante sus ojos desde el principio la gran dignidad que se les ha concedido y la grave responsabilidad que ella implica, pues, como solía decir Goethe, «no se camina gratuitamente bajo palmas».
«Dios ha llamado al hombre a la existencia, transmitiéndole la tarea de ser artífice. En la creación artística el hombre se revela, más que nunca, imagen de Dios y lleva a cabo esta tarea, ante todo, plasmando la estupenda materia de la propia humanidad y, después, ejerciendo un dominio creativo sobre el universo que le rodea» (nº 1). «Quien percibe en sí mismo esta especie de destello divino que es la vocación artística ‒de poeta, escritor, pintor, arquitecto, músico, actor…‒ advierte al mismo tiempo la obligación de no malgastar ese talento, sino de desarrollarlo para ponerlo al servicio del prójimo y de toda la Humanidad (n° 3).
Este desarrollo ha de llevarse a cabo en dos aspectos: 1) la configuración justa de la propia personalidad, que ha de constituir, por su armonía y su belleza, una auténtica obra de arte; 2) el cultivo de la experiencia estética en todas sus facetas: creación de formas artísticas, contemplación de obras de arte, consideración estética del paisaje e incluso de la vida humana, vista como realidad que ha de configurarse bajo el impulso de una idea rectora.
El criterio o canon de belleza
Frente a la tendencia actual a dejar de lado el cultivo de la belleza y dedicarse en exclusiva a "crear obras", entendidas reductivamente como un objeto real que simplemente está ahí (2) , Juan Pablo II destaca que la reflexión sobre el arte tiene como objeto primario el tema de la belleza, y se apresura a poner ésta en relación profunda con la bondad.
«El artista vive una relación peculiar con la belleza. En un sentido muy real, puede decirse que la belleza es la vocación a la que el Creador le llama con el don del talento artístico». «La belleza es, en cierto sentido, la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza» (nº 3).
En este punto, el Papa sigue la tendencia griega a vincular íntimamente la belleza y la bondad. Pero el canon de la belleza-bondad (en griego, "kalokagathía") no lo sitúa básicamente en la armonía, al modo griego, sino en la expresividad, la plasmación sensible de realidades que se remontan hasta el Ser Infinito.
«Toda forma auténtica de arte es, a su modo, una vía de acceso a la realidad más profunda del hombre y del mundo. Por ello, constituye un acercamiento muy válido al horizonte de la fe, donde la vicisitud humana encuentra su interpretación completa. Éste es el motivo por el que la plenitud evangélica de la verdad suscitó desde el principio el interés de los artistas, particularmente sensibles a todas las manifestaciones de la íntima belleza de la realidad» (nº 6).
«El arte que el cristianismo encontró en sus comienzos era el fruto maduro del mundo clásico, manifestaba sus cánones estéticos y, al mismo tiempo, transmitía sus valores. La fe imponía a los cristianos, tanto en el campo de la vida y del pensamiento como en el del arte, un discernimiento que no permitía una recepción automática de este patrimonio (3) . Así, el arte de inspiración cristiana comenzó de forma silenciosa, estrechamente vinculado a la necesidad de los creyentes de buscar signos con los que expresar, basándose en la Escritura, los misterios de la fe y disponer, a la vez, de un código simbólico, gracias al cual poder reconocerse e identificarse, especialmente en los tiempos difíciles de persecución. ¿Quién no recuerda aquellos símbolos que fueron también los primeros inicios de un arte pictórico o plástico? El pez, los panes o el pastor evocaban el misterio, llegando a ser, casi insensiblemente, los esbozos de un nuevo arte» (nº 7).
Todo símbolo remite a una realidad metasensible que se expresa en él. Los símbolos cristianos remiten al misterio religioso, en definitiva a la realidad personal de Dios Padre que se nos reveló en la figura humano-divina de Jesucristo. En ella resplandece la capacidad de lo sensible corpóreo de ser medio en el cual se nos hace presente la persona excelsa del Hijo de Dios. El arte sacro se convierte, así, en el apogeo de lo sensible corpóreo, es decir, en su transfiguración (4). La meta de los artistas cristianos será convertir la materia y las formas sensibles en lugar viviente de revelación de lo sagrado. No olvidemos que la sensibilidad, cuando es asumida en un campo dinámico de expresividad, se eleva de condición e incrementa su poder expresivo.
«La auténtica intuición artística va más allá de lo que perciben los sentidos y, penetrando la realidad, intenta interpretar su misterio escondido. Dicha intuición brota de lo más íntimo del alma humana, allí donde la aspiración a dar sentido a la propia vida se ve acompañada por la percepción fugaz de la belleza y de la unidad misteriosa de las cosas" (n° 6).
El icono o el arte de hacer presente lo divino
Esta elevación de las figuras corpóreas, convertidas en imágenes de lo sacro, se da de modo eminente en el arte oriental del icono, en el que no sólo se representan ciertas realidades sagradas sino que se las hace presentes. Esa presencia otorga a las imágenes una dimensión altísima. Por eso es fuente inagotable de inspiración. La inspiración es como una voz de lo alto que da profundidad a cuanto se expresa artísticamente. Toda imagen sacra, fruto de tal inspiración, adquiere una dimensión trascendente, se abre a un horizonte ilimitado. Esa fuerza expresiva que dinamiza las figuras y les da el poder simbólico propio de las imágenes vuelve transparentes los medios sensibles y les otorga un carácter mediacional. Un elemento expresivo sensible es mediatizador cuando se interpone entre el sujeto contemplador y la realidad contemplada. Es mediacional cuando constituye el lugar viviente de presencialización de la realidad expresada (nº 5).
Los símbolos presentan una condición relacional. Se hallan en la línea de todo el universo ‒¬que se asienta en energías estructuradas, interrelacionadas (5)‒ y, singularmente, del mundo personal, que se configura merced a la relación de encuentro. El pensamiento relacional dialógico está en la base del Personalismo que cultivó de modo penetrante Max Scheler y que ahondó la corriente iniciada por Ferdinand Ebner y Martín Buber, dos pensadores inspirados en la Religión de la alianza y el amor (6). En esta línea de pensamiento trabajó desde joven Juan Pablo lI, cuyo lema intelectual y espiritual viene dado, de hecho, por la famosa sentencia de San Ireneo: «El hombre es la gloria de Dios». Desde su primera encíclica dejó patente que «el hombre en la plena verdad de su existencia [...] es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión» (7).
«Ya no hay paredes feas y frías ‒comenta un testigo presencial‒, sino el despertar de un mundo desconocido que no tiene límites ni en el espacio ni en el tiempo». «El arte de los polifonistas del siglo XVI, en esto muy próximo aún al canto gregoriano, es un arte perfectamente objetivo, inspirado, en el total sentido de la palabra. La personalidad del compositor está como borrada y parece únicamente transmitirnos una voz que viene de muy lejos, de muy arriba. Sin duda por esto tuve como una revelación aquel año…»(1) .
El arte sacro auténtico viene de lo alto y nos eleva a lo alto. Esta idea es la que inspira de parte a parte la Carta a los artistas de Juan Pablo II. En rigor, no está dirigida a todos los que se consagran a la creación artística, sino a quienes configuran su vida e impulsan su actividad profesional con la energía y la luz que les otorga la fe en Dios Padre, revelado en Jesucristo.
El origen de la creatividad artística
En su afán de tomar las aguas muy arriba, Juan Pablo II comienza su escrito invitando a los artistas a ver su labor de artífices asociada estrechamente a la altísima tarea creadora de Dios. Pone, así, ante sus ojos desde el principio la gran dignidad que se les ha concedido y la grave responsabilidad que ella implica, pues, como solía decir Goethe, «no se camina gratuitamente bajo palmas».
«Dios ha llamado al hombre a la existencia, transmitiéndole la tarea de ser artífice. En la creación artística el hombre se revela, más que nunca, imagen de Dios y lleva a cabo esta tarea, ante todo, plasmando la estupenda materia de la propia humanidad y, después, ejerciendo un dominio creativo sobre el universo que le rodea» (nº 1). «Quien percibe en sí mismo esta especie de destello divino que es la vocación artística ‒de poeta, escritor, pintor, arquitecto, músico, actor…‒ advierte al mismo tiempo la obligación de no malgastar ese talento, sino de desarrollarlo para ponerlo al servicio del prójimo y de toda la Humanidad (n° 3).
Este desarrollo ha de llevarse a cabo en dos aspectos: 1) la configuración justa de la propia personalidad, que ha de constituir, por su armonía y su belleza, una auténtica obra de arte; 2) el cultivo de la experiencia estética en todas sus facetas: creación de formas artísticas, contemplación de obras de arte, consideración estética del paisaje e incluso de la vida humana, vista como realidad que ha de configurarse bajo el impulso de una idea rectora.
El criterio o canon de belleza
Frente a la tendencia actual a dejar de lado el cultivo de la belleza y dedicarse en exclusiva a "crear obras", entendidas reductivamente como un objeto real que simplemente está ahí (2) , Juan Pablo II destaca que la reflexión sobre el arte tiene como objeto primario el tema de la belleza, y se apresura a poner ésta en relación profunda con la bondad.
«El artista vive una relación peculiar con la belleza. En un sentido muy real, puede decirse que la belleza es la vocación a la que el Creador le llama con el don del talento artístico». «La belleza es, en cierto sentido, la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza» (nº 3).
En este punto, el Papa sigue la tendencia griega a vincular íntimamente la belleza y la bondad. Pero el canon de la belleza-bondad (en griego, "kalokagathía") no lo sitúa básicamente en la armonía, al modo griego, sino en la expresividad, la plasmación sensible de realidades que se remontan hasta el Ser Infinito.
«Toda forma auténtica de arte es, a su modo, una vía de acceso a la realidad más profunda del hombre y del mundo. Por ello, constituye un acercamiento muy válido al horizonte de la fe, donde la vicisitud humana encuentra su interpretación completa. Éste es el motivo por el que la plenitud evangélica de la verdad suscitó desde el principio el interés de los artistas, particularmente sensibles a todas las manifestaciones de la íntima belleza de la realidad» (nº 6).
«El arte que el cristianismo encontró en sus comienzos era el fruto maduro del mundo clásico, manifestaba sus cánones estéticos y, al mismo tiempo, transmitía sus valores. La fe imponía a los cristianos, tanto en el campo de la vida y del pensamiento como en el del arte, un discernimiento que no permitía una recepción automática de este patrimonio (3) . Así, el arte de inspiración cristiana comenzó de forma silenciosa, estrechamente vinculado a la necesidad de los creyentes de buscar signos con los que expresar, basándose en la Escritura, los misterios de la fe y disponer, a la vez, de un código simbólico, gracias al cual poder reconocerse e identificarse, especialmente en los tiempos difíciles de persecución. ¿Quién no recuerda aquellos símbolos que fueron también los primeros inicios de un arte pictórico o plástico? El pez, los panes o el pastor evocaban el misterio, llegando a ser, casi insensiblemente, los esbozos de un nuevo arte» (nº 7).
Todo símbolo remite a una realidad metasensible que se expresa en él. Los símbolos cristianos remiten al misterio religioso, en definitiva a la realidad personal de Dios Padre que se nos reveló en la figura humano-divina de Jesucristo. En ella resplandece la capacidad de lo sensible corpóreo de ser medio en el cual se nos hace presente la persona excelsa del Hijo de Dios. El arte sacro se convierte, así, en el apogeo de lo sensible corpóreo, es decir, en su transfiguración (4). La meta de los artistas cristianos será convertir la materia y las formas sensibles en lugar viviente de revelación de lo sagrado. No olvidemos que la sensibilidad, cuando es asumida en un campo dinámico de expresividad, se eleva de condición e incrementa su poder expresivo.
«La auténtica intuición artística va más allá de lo que perciben los sentidos y, penetrando la realidad, intenta interpretar su misterio escondido. Dicha intuición brota de lo más íntimo del alma humana, allí donde la aspiración a dar sentido a la propia vida se ve acompañada por la percepción fugaz de la belleza y de la unidad misteriosa de las cosas" (n° 6).
El icono o el arte de hacer presente lo divino
Esta elevación de las figuras corpóreas, convertidas en imágenes de lo sacro, se da de modo eminente en el arte oriental del icono, en el que no sólo se representan ciertas realidades sagradas sino que se las hace presentes. Esa presencia otorga a las imágenes una dimensión altísima. Por eso es fuente inagotable de inspiración. La inspiración es como una voz de lo alto que da profundidad a cuanto se expresa artísticamente. Toda imagen sacra, fruto de tal inspiración, adquiere una dimensión trascendente, se abre a un horizonte ilimitado. Esa fuerza expresiva que dinamiza las figuras y les da el poder simbólico propio de las imágenes vuelve transparentes los medios sensibles y les otorga un carácter mediacional. Un elemento expresivo sensible es mediatizador cuando se interpone entre el sujeto contemplador y la realidad contemplada. Es mediacional cuando constituye el lugar viviente de presencialización de la realidad expresada (nº 5).
Los símbolos presentan una condición relacional. Se hallan en la línea de todo el universo ‒¬que se asienta en energías estructuradas, interrelacionadas (5)‒ y, singularmente, del mundo personal, que se configura merced a la relación de encuentro. El pensamiento relacional dialógico está en la base del Personalismo que cultivó de modo penetrante Max Scheler y que ahondó la corriente iniciada por Ferdinand Ebner y Martín Buber, dos pensadores inspirados en la Religión de la alianza y el amor (6). En esta línea de pensamiento trabajó desde joven Juan Pablo lI, cuyo lema intelectual y espiritual viene dado, de hecho, por la famosa sentencia de San Ireneo: «El hombre es la gloria de Dios». Desde su primera encíclica dejó patente que «el hombre en la plena verdad de su existencia [...] es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión» (7).
Esta mentalidad abierta, que integra lo humano y lo divino en una relación de contemplación y amor, cobró una expresión admirable en la Capilla Redemptoris Mater de Juan Pablo II, consagrada en el Vaticano en el año 2000. Lo expresó brillantemente el autor de la misma, el Padre esloveno Marco Ivan Rupnik, que contó con la colaboración del artista ruso Alexander Komooukhov y el asesoramiento del cardenal Tomas Spidlic, teólogo moravo. Adviértase cómo vincula en su exposición el pensamiento relacional, la integración de los diversos niveles de realidad ‒materia, cuerpo, persona, vida en comunión‒, y la condición dinámica de la vida del espíritu (8).
«La materia tiene un sentido propio y [...] éste, cuando emerge, se expresa como vida, como dinamismo, como vitalidad. No como una vitalidad desordenada, un vitalismo pagano, orgiástico [...], una vitalidad pasional, instintiva, sino como una vitalidad que es ritmo, orientación, sentido, camino de la gloria, canto". "Por este motivo, uno de los elementos fundamentales del arte de esta Capilla es el movimiento. La vida de la materia se percibe sobre todo en el movimiento. El movimiento dibuja la orientación, la meta hacia la que se tiende. Y me parece que se puede ver también entre bastidores un movimiento material de las piedras que converge hacia el encuentro con las personas. [...] Toda la materia converge en la figura personal, para ser penetrada por el Espíritu como cuerpo humano. Cuando la materia de lo creado es asumida en el cuerpo, sufre un salto de cualidad. El cuerpo no es simplemente materia. [...] El cuerpo es portador del espíritu y tiene una orientación, un movimiento hacia el Espíritu. [...]. En las paredes vemos, por tanto, estos grandes movimientos de materia que confluyen en las personas, mientras que las personas, a su vez, hacen un gesto de orientación radical hacia Cristo. [...]. Lo creado vive su verdad cuando es el espacio de amor entre las personas. Y la materia se siente realizada cuando es don entre las personas».
«En esta capilla me he inspirado en este estilo, en este ritmo, para proponer nuevamente un ambiente de vida para el hombre. Estos espacios rítmicos en que la materia, aunque pesada, con frecuencia se eleva en impulsos casi musicales, son un ámbito real, verdadero y palpable, de la belleza en la que vive el hombre salvado. La Iglesia es esta belleza en la que es colocado el hombre generado por el bautismo» (9).
Si bien se miran, los grandes estilos arquitectónicos cristianos, occidentales y orientales, intentan subrayar el dinamismo que vincula a los fieles entre sí y los orienta hacia Quien es la meta de su vida. En las iglesias orientales, el juego de las bóvedas orienta todos los espacios hacia lo alto. En cierta ocasión, un grupo de amigos del arte sacro entonamos un himno griego en la pequeña iglesia bizantina que se conserva entre las ruinas del ágora ateniense. Quedamos sobrecogidos al notar que nuestro canto ascendía, en oleadas sucesivas, hacia lo más alto del templo. Comprendimos entonces lo que significa exactamente pedir, con el salmista: «Suba mi oración, como incienso, en tu presencia».
Este tipo de comprensión se logra a través de una forma de experiencia comprometida, abierta con sencillez al asombro que produce lo valioso, respetuosa con la verdad de todos los seres. Este amor a la verdad de la vida humana y la vida sobrenatural es uno de los elementos inspiradores de la Capilla Redemptoris Mater:
«Ha sido un deseo mío que la Capilla hiciera ver una inteligencia contemplativa, no posesiva, no de dominio, a pesar de tanto movimiento y tanta fuerza. Una inteligencia liberada del cientifismo ideológico que con frecuencia domina también, del mismo modo. que lo creado, el pensamiento de los hombres. Ante la mirada contemplativa se desvela el mundo. Ver a Dios es encontrar el Rostro, no una energía impersonal, amorfa, sino un Rostro, precisamente, porque el amor siempre tiene un rostro. [...] Para conseguir que surgiera este espacio litúrgico de la transfiguración del mundo y de la historia en la convergencia hacia Cristo de todos los personajes representados, las figuras se concentran en la mirada. Y la mirada es el rostro, y el rostro es la expresión personal, es la victoria de la comunión. Así, en las paredes, hay todo un relato de miradas, y los ojos son extremadamente importantes. [...] La mirada (después de la encarnación) es la verdadera fuerza expresiva del Espíritu y de la vida espiritual» (10).
El arte relacional de Rupnik, inspirado en buena medida en los escritos personalistas de Juan Pablo II, quiere expresar la fuerza unificadora de la belleza, vinculada radicalmente a la bondad y la unidad, y entendida como esa "tercera potencia" de la que habla un autor oriental admirado por él: Vladimir Soloviev. Se trata de una nueva fuente de conocimiento, basada en la atracción de la belleza. Entramos en una catedral ortodoxa o en la capilla de la Conferencia Episcopal Española en Madrid ‒ambas recubiertas de mosaicos con temas religiosos‒ y nos vemos envueltos en un mundo simbólico, en el cual tramas de ámbitos expresivos interactúan y se potencian. Ahí resalta la vinculación profunda de la materia y el espíritu, la unidad y la verdad, la unidad, la verdad y la bondad, y todas ellas con la belleza. No advertimos esto en virtud de un razonamiento penetrante; nos entra por los sentidos, vemos esa vinculación, la palpamos, como se palpa la unidad dinámica entre materia y formas, materia, formas y espíritu, pleno sentido y vinculación activa al ideal de la unidad, la belleza, la bondad. Lo decisivo en la vida humana es vivir dentro de tales campos de juego y de iluminación. En ellos sentimos el influjo de una fuente de conocimiento que supera todo peligro de relativismo y subjetivismo constructivista (11).
«La materia tiene un sentido propio y [...] éste, cuando emerge, se expresa como vida, como dinamismo, como vitalidad. No como una vitalidad desordenada, un vitalismo pagano, orgiástico [...], una vitalidad pasional, instintiva, sino como una vitalidad que es ritmo, orientación, sentido, camino de la gloria, canto". "Por este motivo, uno de los elementos fundamentales del arte de esta Capilla es el movimiento. La vida de la materia se percibe sobre todo en el movimiento. El movimiento dibuja la orientación, la meta hacia la que se tiende. Y me parece que se puede ver también entre bastidores un movimiento material de las piedras que converge hacia el encuentro con las personas. [...] Toda la materia converge en la figura personal, para ser penetrada por el Espíritu como cuerpo humano. Cuando la materia de lo creado es asumida en el cuerpo, sufre un salto de cualidad. El cuerpo no es simplemente materia. [...] El cuerpo es portador del espíritu y tiene una orientación, un movimiento hacia el Espíritu. [...]. En las paredes vemos, por tanto, estos grandes movimientos de materia que confluyen en las personas, mientras que las personas, a su vez, hacen un gesto de orientación radical hacia Cristo. [...]. Lo creado vive su verdad cuando es el espacio de amor entre las personas. Y la materia se siente realizada cuando es don entre las personas».
«En esta capilla me he inspirado en este estilo, en este ritmo, para proponer nuevamente un ambiente de vida para el hombre. Estos espacios rítmicos en que la materia, aunque pesada, con frecuencia se eleva en impulsos casi musicales, son un ámbito real, verdadero y palpable, de la belleza en la que vive el hombre salvado. La Iglesia es esta belleza en la que es colocado el hombre generado por el bautismo» (9).
Si bien se miran, los grandes estilos arquitectónicos cristianos, occidentales y orientales, intentan subrayar el dinamismo que vincula a los fieles entre sí y los orienta hacia Quien es la meta de su vida. En las iglesias orientales, el juego de las bóvedas orienta todos los espacios hacia lo alto. En cierta ocasión, un grupo de amigos del arte sacro entonamos un himno griego en la pequeña iglesia bizantina que se conserva entre las ruinas del ágora ateniense. Quedamos sobrecogidos al notar que nuestro canto ascendía, en oleadas sucesivas, hacia lo más alto del templo. Comprendimos entonces lo que significa exactamente pedir, con el salmista: «Suba mi oración, como incienso, en tu presencia».
Este tipo de comprensión se logra a través de una forma de experiencia comprometida, abierta con sencillez al asombro que produce lo valioso, respetuosa con la verdad de todos los seres. Este amor a la verdad de la vida humana y la vida sobrenatural es uno de los elementos inspiradores de la Capilla Redemptoris Mater:
«Ha sido un deseo mío que la Capilla hiciera ver una inteligencia contemplativa, no posesiva, no de dominio, a pesar de tanto movimiento y tanta fuerza. Una inteligencia liberada del cientifismo ideológico que con frecuencia domina también, del mismo modo. que lo creado, el pensamiento de los hombres. Ante la mirada contemplativa se desvela el mundo. Ver a Dios es encontrar el Rostro, no una energía impersonal, amorfa, sino un Rostro, precisamente, porque el amor siempre tiene un rostro. [...] Para conseguir que surgiera este espacio litúrgico de la transfiguración del mundo y de la historia en la convergencia hacia Cristo de todos los personajes representados, las figuras se concentran en la mirada. Y la mirada es el rostro, y el rostro es la expresión personal, es la victoria de la comunión. Así, en las paredes, hay todo un relato de miradas, y los ojos son extremadamente importantes. [...] La mirada (después de la encarnación) es la verdadera fuerza expresiva del Espíritu y de la vida espiritual» (10).
El arte relacional de Rupnik, inspirado en buena medida en los escritos personalistas de Juan Pablo II, quiere expresar la fuerza unificadora de la belleza, vinculada radicalmente a la bondad y la unidad, y entendida como esa "tercera potencia" de la que habla un autor oriental admirado por él: Vladimir Soloviev. Se trata de una nueva fuente de conocimiento, basada en la atracción de la belleza. Entramos en una catedral ortodoxa o en la capilla de la Conferencia Episcopal Española en Madrid ‒ambas recubiertas de mosaicos con temas religiosos‒ y nos vemos envueltos en un mundo simbólico, en el cual tramas de ámbitos expresivos interactúan y se potencian. Ahí resalta la vinculación profunda de la materia y el espíritu, la unidad y la verdad, la unidad, la verdad y la bondad, y todas ellas con la belleza. No advertimos esto en virtud de un razonamiento penetrante; nos entra por los sentidos, vemos esa vinculación, la palpamos, como se palpa la unidad dinámica entre materia y formas, materia, formas y espíritu, pleno sentido y vinculación activa al ideal de la unidad, la belleza, la bondad. Lo decisivo en la vida humana es vivir dentro de tales campos de juego y de iluminación. En ellos sentimos el influjo de una fuente de conocimiento que supera todo peligro de relativismo y subjetivismo constructivista (11).
Sobre este “principio estético de conocimiento” escribe el P. Marco Iván Rupnik, inspirado artista, creador de los mosaicos de la capilla de la Conferencia Episcopal Española y de la Capilla Redemptoris Mater del papa Juan Pablo II:
«El principio estético es, más bien, una invitación a entrar. La belleza envuelve su contenido de manera que éste se presente con encanto y ejerza una atracción. Si uno se deja atraer y se encamina tras este encanto, entonces se le desvelan los contenidos, los misterios, muchas realidades: las paredes, las piedras, los colores, los ojos, los gestos, todo se hace camino de la verdadera vida. Es un principio contemplativo y, por tanto, no violento. El principio estético, entendido de esta manera, tiene como coordenada base la relacionalidad y, por ello, actúa según la libre adhesión. La persona que se deja enamorar por la belleza es invitada a salir de su mundo individual y a entrar en la relación con el otro, pero permanece libre de aceptarlo o no. La belleza suscita el amor, y el amor es, para nosotros, cristianos, el principio cognitivo verdadero y justo que abre las puertas del conocimiento» .
El artista que diseña y realiza los mosaicos no impone su propia voluntad y sus propios proyectos; acepta la capacidad expresiva de los materiales y el poder expresante de las realidades religiosas; les deja espacio para que puedan revelar su verdadero ser y potenciar su capacidad expresiva al vincularse entre sí y crear un ámbito de elevación religiosa.
La meta que se propuso Juan Pablo II
Al estar imbuido de esta idea trascendente del arte, Juan Pablo II se dirige a los artistas para instarlos a superar la tendencia a la horizontalidad superficial y a no abdicar de la profundidad inherente a toda creación artística valiosa.
«La mía es una invitación a redescubrir la profundidad de la dimensión espiritual y religiosa que ha caracterizado el arte de todos los tiempos, en sus más nobles formas expresivas». «La alianza establecida desde siempre entre el Evangelio y el arte [...] implica la invitación a adentrarse con intuición creativa en el misterio del Dios encarnado y, al mismo tiempo, en el misterio del hombre» (nº 14):
«En la perspectiva del tercer milenio, quisiera que todos los artistas reciban abundantemente el don de las inspiraciones creativas, de las que surge toda auténtica obra de arte» (nº 15).
Esta inspiración la recibe el artista a través de una "iluminación interior", que moviliza las energías de la mente y el corazón cuando se compromete incondicionalmente con el bien y con lo bello y hace de algún modo la experiencia del Absoluto que lo trasciende. Al adentrarse en esa "patria del alma" que es la vida religiosa, el artista se pone en "estado de gracia" y es capaz de dar forma sensible a las realidades misteriosas cuya grandeza logra entrever (nº 13).
Consciente de que «la Humanidad de todos los tiempos ‒también la de hoy‒ espera ser iluminada sobre el propio rumbo y el propio destino» (nº 14), a fin de que el caos sea superado por el mundo del espíritu, Juan Pablo II concluye su Carta deseando que el trabajo de los artistas «contribuya a la consolidación de una auténtica belleza que, casi como un destello del Espíritu de Dios, transfigure la materia, abriendo las almas al sentido de lo eterno» (nº 16).
En un momento dramático para Polonia, Adam Michiewicz escribió una frase que Juan Pablo II subraya en su Carta: "Surge del caos el mundo del espíritu".
«El principio estético es, más bien, una invitación a entrar. La belleza envuelve su contenido de manera que éste se presente con encanto y ejerza una atracción. Si uno se deja atraer y se encamina tras este encanto, entonces se le desvelan los contenidos, los misterios, muchas realidades: las paredes, las piedras, los colores, los ojos, los gestos, todo se hace camino de la verdadera vida. Es un principio contemplativo y, por tanto, no violento. El principio estético, entendido de esta manera, tiene como coordenada base la relacionalidad y, por ello, actúa según la libre adhesión. La persona que se deja enamorar por la belleza es invitada a salir de su mundo individual y a entrar en la relación con el otro, pero permanece libre de aceptarlo o no. La belleza suscita el amor, y el amor es, para nosotros, cristianos, el principio cognitivo verdadero y justo que abre las puertas del conocimiento» .
El artista que diseña y realiza los mosaicos no impone su propia voluntad y sus propios proyectos; acepta la capacidad expresiva de los materiales y el poder expresante de las realidades religiosas; les deja espacio para que puedan revelar su verdadero ser y potenciar su capacidad expresiva al vincularse entre sí y crear un ámbito de elevación religiosa.
La meta que se propuso Juan Pablo II
Al estar imbuido de esta idea trascendente del arte, Juan Pablo II se dirige a los artistas para instarlos a superar la tendencia a la horizontalidad superficial y a no abdicar de la profundidad inherente a toda creación artística valiosa.
«La mía es una invitación a redescubrir la profundidad de la dimensión espiritual y religiosa que ha caracterizado el arte de todos los tiempos, en sus más nobles formas expresivas». «La alianza establecida desde siempre entre el Evangelio y el arte [...] implica la invitación a adentrarse con intuición creativa en el misterio del Dios encarnado y, al mismo tiempo, en el misterio del hombre» (nº 14):
«En la perspectiva del tercer milenio, quisiera que todos los artistas reciban abundantemente el don de las inspiraciones creativas, de las que surge toda auténtica obra de arte» (nº 15).
Esta inspiración la recibe el artista a través de una "iluminación interior", que moviliza las energías de la mente y el corazón cuando se compromete incondicionalmente con el bien y con lo bello y hace de algún modo la experiencia del Absoluto que lo trasciende. Al adentrarse en esa "patria del alma" que es la vida religiosa, el artista se pone en "estado de gracia" y es capaz de dar forma sensible a las realidades misteriosas cuya grandeza logra entrever (nº 13).
Consciente de que «la Humanidad de todos los tiempos ‒también la de hoy‒ espera ser iluminada sobre el propio rumbo y el propio destino» (nº 14), a fin de que el caos sea superado por el mundo del espíritu, Juan Pablo II concluye su Carta deseando que el trabajo de los artistas «contribuya a la consolidación de una auténtica belleza que, casi como un destello del Espíritu de Dios, transfigure la materia, abriendo las almas al sentido de lo eterno» (nº 16).
En un momento dramático para Polonia, Adam Michiewicz escribió una frase que Juan Pablo II subraya en su Carta: "Surge del caos el mundo del espíritu".