I. Qué es la belleza. El ascenso a la metafísica
Los antiguos griegos crearon una literatura y un arte admirables: arquitectura, pintura, escultura, música... Su legado musical, lamentablemente, se perdió, pero tuvimos la suerte de que el canto gregoriano haya asumido la genialidad de los siete modos que supo crear la música griega.
Al tiempo que realizaban esa labor creativa, reflexionaron intensamente sobre las condiciones que hacen posible “generar obras en la belleza” ‒como indicó genialmente Platón‒, es decir, crear obras artísticas bajo la inspiración y el impulso de la belleza intuida interiormente. Analizaron las distintas categorías estéticas y pusieron, con ello, las bases de la Estética occidental.
No satisfechos con ello, se elevaron al plano metafísico y se preguntaron “qué es la belleza”, esa realidad que hace bellas todas las realidades que admiramos como tales. Con esta pregunta decisiva iniciaron la Metafísica de la belleza.
Búsqueda socrática de la belleza
Nos cuenta Platón, en el chispeante y profundo diálogo Hipias Major (288 a), que un día Sócrates encomió en público la belleza de algunas cosas, y uno de los presentes le preguntó a bocajarro: «¿Podrías decirme qué es la belleza?». El gran Sócrates se quedó perplejo y no supo qué contestar. Por su afán de mejorar, acudió rápidamente a Hipias, uno de esos jóvenes brillantes que a sí mismos se denominaban “sofistas” ‒“sabios”‒, y le pidió que le explicara «qué es la belleza». Hipias no consiguió elevarse, así de pronto, al alto nivel que pretendía Sócrates, y pensó que le preguntaba “qué cosa es bella”. Sócrates le advirtió con firmeza que no le preocupaba eso, sino «qué es la belleza». Y para subrayarlo bien, agregó: «¿No ves la diferencia?»
Hipias no conseguía verla, pero, como su amor propio le impulsaba a quedar bien, contestó:
Los antiguos griegos crearon una literatura y un arte admirables: arquitectura, pintura, escultura, música... Su legado musical, lamentablemente, se perdió, pero tuvimos la suerte de que el canto gregoriano haya asumido la genialidad de los siete modos que supo crear la música griega.
Al tiempo que realizaban esa labor creativa, reflexionaron intensamente sobre las condiciones que hacen posible “generar obras en la belleza” ‒como indicó genialmente Platón‒, es decir, crear obras artísticas bajo la inspiración y el impulso de la belleza intuida interiormente. Analizaron las distintas categorías estéticas y pusieron, con ello, las bases de la Estética occidental.
No satisfechos con ello, se elevaron al plano metafísico y se preguntaron “qué es la belleza”, esa realidad que hace bellas todas las realidades que admiramos como tales. Con esta pregunta decisiva iniciaron la Metafísica de la belleza.
Búsqueda socrática de la belleza
Nos cuenta Platón, en el chispeante y profundo diálogo Hipias Major (288 a), que un día Sócrates encomió en público la belleza de algunas cosas, y uno de los presentes le preguntó a bocajarro: «¿Podrías decirme qué es la belleza?». El gran Sócrates se quedó perplejo y no supo qué contestar. Por su afán de mejorar, acudió rápidamente a Hipias, uno de esos jóvenes brillantes que a sí mismos se denominaban “sofistas” ‒“sabios”‒, y le pidió que le explicara «qué es la belleza». Hipias no consiguió elevarse, así de pronto, al alto nivel que pretendía Sócrates, y pensó que le preguntaba “qué cosa es bella”. Sócrates le advirtió con firmeza que no le preocupaba eso, sino «qué es la belleza». Y para subrayarlo bien, agregó: «¿No ves la diferencia?»
Hipias no conseguía verla, pero, como su amor propio le impulsaba a quedar bien, contestó:
«Yo te diré qué es la belleza, y no me refutarás. La belleza es, sábelo bien, Sócrates, si hemos de hablar con verdad, una joven bella» (o.c., 287 d).
Entonces Sócrates, hablando en nombre de alguien que «sólo se cuida de la verdad», le indica que no sólo existen jóvenes bellas, sino también yeguas, liras, ánforas…, pero estas realidades son bellas «porque existe una belleza en sí, por la cual son bellas todas las cosas que lo son». Y qué sea esta belleza todavía no se lo ha explicado. Espoleado por este reproche, Hipias intenta abordar el asunto a fondo, y afirma que «la belleza ‒eso que da realce a todas las cosas y que con su presencia las hace aparecer bellas‒ no es otra cosa que el oro, pues todos sabemos que cualquier objeto al que se añada el oro, aunque antes sea feo, se torna bello, por el oro que lo realza» (o. c., 289 e).
Implacable, Sócrates le hace ver que ni el oro ni el mármol ni el marfil son la belleza en sí. Ni tampoco lo es la adecuación de una realidad a su función, porque «una cuchara de madera de higuera es más adecuada para cocer unas bellas legumbres que una cuchara de oro» (o. c., 288 a ‒ 291 d).
Hipias advierte que se le cierran todas las vías hacia una respuesta correcta, y opta por acudir a un tipo de belleza universalmente aceptada y querida:
«Digo, pues, que, en juicio de todos y en todo tiempo, lo que hay de más bello para todo hombre es el ser rico, tener buena salud, ser honrado en toda Grecia, llegar a la ancianidad después de haber hecho bellos funerales a sus progenitores y recibir de sus propios hijos unas bellas y magníficas honras fúnebres».
Sócrates le hace ver que la persona en nombre de quien le está preguntando se reirá no poco de ese ditirambo y le dirá:
«Estoy preguntando por la belleza en sí, y ya no puedo gritarte más que si tuviese delante una piedra de molino, sin oídos ni cerebro» (o.c., 291-294 a).
Desconcertado ante los callejones sin salida en los que le mete Sócrates no bien da una respuesta desacertada, Hipias descalifica los razonamientos del maestro, tachándolos de «recortes y raspaduras de discursos que se lleva el viento». Y, tomando aliento, prosigue:
«Lo bello, lo digno de toda estima es el saber hablar bien ante los tribunales, ante el senado o ante cualquier magistratura, conseguir la persuasión y retirarse con una recompensa, no mediocre sino la más grande, la conservación de la propia salud, de nuestra fortuna y de nuestros amigos. A esas cosas hay que dedicar nuestra atención, dando de mano a esas minucias, si no quieres que te tengan por imbécil por tu persistencia en esas charlatanerías y bagatelas» (oc., 304 a).
En la cima de su sabiduría, Sócrates no se enoja con Hipias; le hace ver que se halla perplejo ante los enigmas de la realidad, y, cuando se lo comunica a ellos, los “sabios”, no recibe sino insultos, y, si cede a sus opiniones superficiales, se ve enfrentado con su voz interior que le reprocha la incoherencia de hablar de bellas ocupaciones estando desprovisto de todo conocimiento sobre la belleza:
¿«Cómo podrás, me dice, juzgar si un discurso o cualquier otra cosa es bella si no sabes qué es lo bello? Viviendo así, ¿no te parece preferible la muerte a la vida?» (o.c., 304 d).
Sócrates supera este cerco espiritual por vía de elevación, orientándose hacia el ideal de buscar la verdad incondicionalmente. Por eso termina el diálogo con estas profundas palabras:
«Me ha sucedido, como te decía, tener que oír cosas desagradables y ser injuriado de vuestra parte y de la de él; pero tal vez sea necesario que yo soporte todos esos reproches, y no sería nada extraño que de ellos sacase algún provecho. Éste, al menos, creo haber obtenido, Hipias, de la conversación que he mantenido con vosotros: comprender lo que dice el proverbio: “lo bello es difícil” » (o.c., 304 c - 304 d).
Ciertamente, la belleza es esquiva, pero ‒como todos los grandes valores‒ se nos muestra de modo resplandeciente cuando le salimos al encuentro. Por eso afirma el mismo Sócrates, en el Fedón (250 d, e), que «la belleza brilla con suma claridad (…) y, de todas las realidades dignas de amarse, es la más manifiesta y más amable».
Lo bello sigue siendo difícil
Entonces Sócrates, hablando en nombre de alguien que «sólo se cuida de la verdad», le indica que no sólo existen jóvenes bellas, sino también yeguas, liras, ánforas…, pero estas realidades son bellas «porque existe una belleza en sí, por la cual son bellas todas las cosas que lo son». Y qué sea esta belleza todavía no se lo ha explicado. Espoleado por este reproche, Hipias intenta abordar el asunto a fondo, y afirma que «la belleza ‒eso que da realce a todas las cosas y que con su presencia las hace aparecer bellas‒ no es otra cosa que el oro, pues todos sabemos que cualquier objeto al que se añada el oro, aunque antes sea feo, se torna bello, por el oro que lo realza» (o. c., 289 e).
Implacable, Sócrates le hace ver que ni el oro ni el mármol ni el marfil son la belleza en sí. Ni tampoco lo es la adecuación de una realidad a su función, porque «una cuchara de madera de higuera es más adecuada para cocer unas bellas legumbres que una cuchara de oro» (o. c., 288 a ‒ 291 d).
Hipias advierte que se le cierran todas las vías hacia una respuesta correcta, y opta por acudir a un tipo de belleza universalmente aceptada y querida:
«Digo, pues, que, en juicio de todos y en todo tiempo, lo que hay de más bello para todo hombre es el ser rico, tener buena salud, ser honrado en toda Grecia, llegar a la ancianidad después de haber hecho bellos funerales a sus progenitores y recibir de sus propios hijos unas bellas y magníficas honras fúnebres».
Sócrates le hace ver que la persona en nombre de quien le está preguntando se reirá no poco de ese ditirambo y le dirá:
«Estoy preguntando por la belleza en sí, y ya no puedo gritarte más que si tuviese delante una piedra de molino, sin oídos ni cerebro» (o.c., 291-294 a).
Desconcertado ante los callejones sin salida en los que le mete Sócrates no bien da una respuesta desacertada, Hipias descalifica los razonamientos del maestro, tachándolos de «recortes y raspaduras de discursos que se lleva el viento». Y, tomando aliento, prosigue:
«Lo bello, lo digno de toda estima es el saber hablar bien ante los tribunales, ante el senado o ante cualquier magistratura, conseguir la persuasión y retirarse con una recompensa, no mediocre sino la más grande, la conservación de la propia salud, de nuestra fortuna y de nuestros amigos. A esas cosas hay que dedicar nuestra atención, dando de mano a esas minucias, si no quieres que te tengan por imbécil por tu persistencia en esas charlatanerías y bagatelas» (oc., 304 a).
En la cima de su sabiduría, Sócrates no se enoja con Hipias; le hace ver que se halla perplejo ante los enigmas de la realidad, y, cuando se lo comunica a ellos, los “sabios”, no recibe sino insultos, y, si cede a sus opiniones superficiales, se ve enfrentado con su voz interior que le reprocha la incoherencia de hablar de bellas ocupaciones estando desprovisto de todo conocimiento sobre la belleza:
¿«Cómo podrás, me dice, juzgar si un discurso o cualquier otra cosa es bella si no sabes qué es lo bello? Viviendo así, ¿no te parece preferible la muerte a la vida?» (o.c., 304 d).
Sócrates supera este cerco espiritual por vía de elevación, orientándose hacia el ideal de buscar la verdad incondicionalmente. Por eso termina el diálogo con estas profundas palabras:
«Me ha sucedido, como te decía, tener que oír cosas desagradables y ser injuriado de vuestra parte y de la de él; pero tal vez sea necesario que yo soporte todos esos reproches, y no sería nada extraño que de ellos sacase algún provecho. Éste, al menos, creo haber obtenido, Hipias, de la conversación que he mantenido con vosotros: comprender lo que dice el proverbio: “lo bello es difícil” » (o.c., 304 c - 304 d).
Ciertamente, la belleza es esquiva, pero ‒como todos los grandes valores‒ se nos muestra de modo resplandeciente cuando le salimos al encuentro. Por eso afirma el mismo Sócrates, en el Fedón (250 d, e), que «la belleza brilla con suma claridad (…) y, de todas las realidades dignas de amarse, es la más manifiesta y más amable».
Lo bello sigue siendo difícil
Es curioso que, tras siglos de búsquedas y estudios, vivimos hoy, a menudo, la misma experiencia que Sócrates. De niño, abría al alba las ventanas de mi cuarto que daban a la ría de Ferrol. Algunos días, el agua brillaba, a la primera luz, como un espejo. Comenzaban los primeros balandros a lucir sus amplias velas, y algún barco de guerra se alzaba majestuoso en la mitad de la ría, imponiendo respeto. Al ver todo esto, solía exclamar: « ¡Qué bonita está hoy la ría!». Si alguien me hubiera preguntado qué es para mí la belleza, hubiera quedado perplejo. Sin embargo, no tenía la menor duda de que la ría estaba preciosa. Esa seguridad me la daba un recurso milagroso que nos distingue como seres humanos: el lenguaje. Él nos sumerge en campos de sentido, y hablamos de realidades bellas, buenas, encantadoras…, sin saber a punto cierto lo que es el encanto, la bondad, la belleza. Pero la maravilla del lenguaje nos da seguridad de que es cierto lo que decimos.
Nos confirmamos, así, en la idea de Platón sobre la dificultad de comprender lo bello, pero lo sentimos, lo expresamos mediante el lenguaje, creamos obras en la belleza ‒como él decía‒, aunque no seamos capaces de crear la belleza y ni siquiera definirla, marcar sus límites, apresarla con la inteligencia para dominarla y ponerla a nuestro servicio. La belleza se nos escapa si queremos adueñarnos de ella. En cambio, viene a nosotros, se nos manifiesta radiantemente, nos envuelve y embelesa si nos acercamos a ella por aproximaciones sucesivas, menos preocupados de dominarla con la inteligencia que de entusiasmarnos con ella, participar de ella y hacer de su encanto y su capacidad de elevarnos un elemento esencial de nuestra vida.
Por eso volvemos una vez y otra a encontrarnos con la belleza y hablar de ella sin temor a repetirnos, porque son intentos de captar algunos de los rayos de ese foco de luz inagotable. Gabriel Marcel solía decir que «la música es, en cierta medida, la patria del alma» (1). Y nada más cierto. Pero esa bella observación podemos extenderla con toda justicia a la belleza, en general. Al contemplar algo bello ‒artístico, paisajístico, moral, matemático…‒, nos encontramos en terreno confiado, pues una voz interior nos asegura que nos pertenece, por ser nuestro “paraíso perdido”, la tierra que nos acoge siempre porque es nuestro ideal, el que nos atrae y llena de sentido hasta los bordes.
Por eso, al sumergirnos en el campo de la belleza nos sentimos elevados a una cota elevada, y nos llenamos de consuelo porque se alumbra en nosotros la certeza de que el valor existe, y el mundo está bien hecho, y esto aviva en nosotros la esperanza de que vale la pena buscar la verdad de este mundo y de la vida humana, para vivir en ella y de ella. He aquí el gran legado de los griegos, que fundieron en una sola palabra ‒”kalokagathía”‒ dos palabras admirables: belleza ‒kalón‒ y bondad ‒agathón‒. El que las asume como su canon de vida se convierte en un verdadero hombre, porque ser bueno y bello es la verdad de su ser, la revelación de su modo auténtico de ser.
Hoy se dice que una persona es bellísima para indicar que es muy buena. También se decía en Roma de un hombre sobresaliente que era un clarissimus vir, expresión que hoy traducimos en español con otra afín: un hombre preclaro (2) .
La belleza se ofrece luminosamente, sin dejarse apresar por la inteligencia
A lo largo de la Historia del Arte y de la Estética, mentes poderosas han intentado delimitar el concepto de belleza y marcar sus límites, dando una definición. Así se ha dicho que es «el resplandor de la verdad, de la realidad, de la forma» (splendor veritatis, realitatis, formae). Con su poder de troquelar fórmulas certeras, Tomás de Aquino indicó que «son bellas las cosas que, vistas, agradan» (pulchra sunt quae visa placent) y que la belleza es una «luz que resplandece sobre lo que está bien configurado» (lux splendens supra formatum). Siempre van unidos con la belleza la luminosidad, el esplendor, la forma que da luz para conocer los seres por ella configurados.
En nuestros días, renombrados autores ‒entre ellos, Martin Heidegger‒ cuando describen el surgir de la belleza movilizan términos relativos a la luz: Schein, scheinen, zum Schein bringen…(brillo, brillar, hacer brillar…). Ésta es una de las características esenciales de la belleza: su vinculación con la luz, la relucencia, el resplandor, lo espléndido… Ya los pensadores de la famosa escuela medieval de Chartres solían decir, lúcidamente: «Lux ipsa pulchra est» (la luz es bella en sí misma). Esta admiración sobrecogida ante el fenómeno de la luz dio lugar en Saint-Denis, extramuros de Paris, al sorprendente estilo gótico, que nos asombra por la transfiguración que sufre la luz al compenetrarse con el mundo sobrenatural plasmado en las imágenes de las vidrieras.
Nos confirmamos, así, en la idea de Platón sobre la dificultad de comprender lo bello, pero lo sentimos, lo expresamos mediante el lenguaje, creamos obras en la belleza ‒como él decía‒, aunque no seamos capaces de crear la belleza y ni siquiera definirla, marcar sus límites, apresarla con la inteligencia para dominarla y ponerla a nuestro servicio. La belleza se nos escapa si queremos adueñarnos de ella. En cambio, viene a nosotros, se nos manifiesta radiantemente, nos envuelve y embelesa si nos acercamos a ella por aproximaciones sucesivas, menos preocupados de dominarla con la inteligencia que de entusiasmarnos con ella, participar de ella y hacer de su encanto y su capacidad de elevarnos un elemento esencial de nuestra vida.
Por eso volvemos una vez y otra a encontrarnos con la belleza y hablar de ella sin temor a repetirnos, porque son intentos de captar algunos de los rayos de ese foco de luz inagotable. Gabriel Marcel solía decir que «la música es, en cierta medida, la patria del alma» (1). Y nada más cierto. Pero esa bella observación podemos extenderla con toda justicia a la belleza, en general. Al contemplar algo bello ‒artístico, paisajístico, moral, matemático…‒, nos encontramos en terreno confiado, pues una voz interior nos asegura que nos pertenece, por ser nuestro “paraíso perdido”, la tierra que nos acoge siempre porque es nuestro ideal, el que nos atrae y llena de sentido hasta los bordes.
Por eso, al sumergirnos en el campo de la belleza nos sentimos elevados a una cota elevada, y nos llenamos de consuelo porque se alumbra en nosotros la certeza de que el valor existe, y el mundo está bien hecho, y esto aviva en nosotros la esperanza de que vale la pena buscar la verdad de este mundo y de la vida humana, para vivir en ella y de ella. He aquí el gran legado de los griegos, que fundieron en una sola palabra ‒”kalokagathía”‒ dos palabras admirables: belleza ‒kalón‒ y bondad ‒agathón‒. El que las asume como su canon de vida se convierte en un verdadero hombre, porque ser bueno y bello es la verdad de su ser, la revelación de su modo auténtico de ser.
Hoy se dice que una persona es bellísima para indicar que es muy buena. También se decía en Roma de un hombre sobresaliente que era un clarissimus vir, expresión que hoy traducimos en español con otra afín: un hombre preclaro (2) .
La belleza se ofrece luminosamente, sin dejarse apresar por la inteligencia
A lo largo de la Historia del Arte y de la Estética, mentes poderosas han intentado delimitar el concepto de belleza y marcar sus límites, dando una definición. Así se ha dicho que es «el resplandor de la verdad, de la realidad, de la forma» (splendor veritatis, realitatis, formae). Con su poder de troquelar fórmulas certeras, Tomás de Aquino indicó que «son bellas las cosas que, vistas, agradan» (pulchra sunt quae visa placent) y que la belleza es una «luz que resplandece sobre lo que está bien configurado» (lux splendens supra formatum). Siempre van unidos con la belleza la luminosidad, el esplendor, la forma que da luz para conocer los seres por ella configurados.
En nuestros días, renombrados autores ‒entre ellos, Martin Heidegger‒ cuando describen el surgir de la belleza movilizan términos relativos a la luz: Schein, scheinen, zum Schein bringen…(brillo, brillar, hacer brillar…). Ésta es una de las características esenciales de la belleza: su vinculación con la luz, la relucencia, el resplandor, lo espléndido… Ya los pensadores de la famosa escuela medieval de Chartres solían decir, lúcidamente: «Lux ipsa pulchra est» (la luz es bella en sí misma). Esta admiración sobrecogida ante el fenómeno de la luz dio lugar en Saint-Denis, extramuros de Paris, al sorprendente estilo gótico, que nos asombra por la transfiguración que sufre la luz al compenetrarse con el mundo sobrenatural plasmado en las imágenes de las vidrieras.
Como la luz, la belleza se expande y vemos con asombro los múltiples nexos que establece con otras realidades: el bien, la verdad, la felicidad… Lo que procede, por ello, no es marcar los límites del concepto de belleza, sino descubrir sus implicaciones, sus vínculos, su inmensa eficacia en la vida humana.
Por eso, en este libro intento contemplar la belleza desde distintas perspectivas, a tempo lento, como pedía Platón en su famosa Carta Séptima, y eso nos hace esperar ‒como él vaticina respecto a toda cuestión filosófica‒ que, «como resultado de una prolongada intimidad con ella y de la convivencia con ella, de repente, como por un relámpago, se hace luz en el alma y ya se alimenta por sí misma» (Cartas 341 c, d, e). Esa luz que nos permite descubrir la verdad es la filosofía, el conocimiento de las esencias, entre las que destaca y resplandece la de la belleza.
El kairós de la belleza
Nos hallamos actualmente en un momento propicio ‒un kairós‒ para esta búsqueda esperanzada. Un gran pensador suizo, Hans Urs von Balthasar, parte a buen paso de la experiencia de la belleza para la elaboración de un magno tratado teológico. Altas instancias de la Iglesia sugieren la via pulchritudinis ‒vía de la belleza‒ como camino hacia el conocimiento y reconocimiento del Creador. Tres pontífices clarividentes ‒Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI‒ dirigen mensajes a los artistas y a los creyentes en los que no se sabe qué admirar más: si la capacidad de vibración ante el fenómeno de lo bello o la capacidad de trascender esa maravilla de la creación para lograr las cotas más altas de nuestra vida creyente:
«Este mundo en que vivimos ‒indica Paulo VI a los artistas‒ tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, es quien pone la alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste la usura del tiempo, que une las generaciones y las hace comunicarse en la admiración. Y todo ello por vuestras manos (…) ». «Recordad que sois los guardianes de la belleza en el mundo» (3).
Al final de su Carta a los artistas, Juan Pablo II les trasmite este intenso mensaje:
« […] Os deseo a todos, queridos artistas, que os lleguen con particular intensidad estas inspiraciones creativas. Que la belleza que trasmitáis a las generaciones del mañana provoque asombro en ellas. Ante la sacralidad de la vida y del ser humano, ante las maravillas del universo, la única actitud apropiada es el asombro» (4).
Benedicto XVI muestra, a menudo, la fecundidad de la via pulchritudinis y subraya el nexo de la belleza con el acceso a la fe y el logro de una permanente juventud de espíritu. A propósito de la afirmación de Franz Kafka: «Quien mantiene la capacidad de ver la belleza no envejece jamás» (5), comenta:
«Si nuestros ojos permanecen abiertos a la belleza de la creación de Dios y nuestras mentes a la belleza de su verdad, podemos ciertamente esperar mantenernos jóvenes y construir un mundo que refleje algo de la belleza divina, con vistas a inspirar a las generaciones futuras para que hagan lo propio» (6).
Es de celebrar este nuevo interés por el tema de la belleza, pues lo bello no sólo es ‒como indicaba Platón‒ «lo más luminoso y lo más amable, a la vez» (Fedro 250 d 7); es una clave certera ‒pese a su carácter enigmático‒ para adentrarnos en el enigma del hombre, este ser cuyas inmensas posibilidades de crecimiento nos está revelando la antropología filosófica contemporánea.
Si esto es así, nada extraño que hoy se atribuya a la belleza una sorprendente capacidad de elevarnos a alturas en las que se entretejen la sublimidad y la alegría. Hermann Hesse lo expresa en estos términos:
«No hay nada más alegre ni regocijante que la belleza y el arte; a saber, cuando estamos tan entregados a la belleza y al arte que nos olvidamos de nosotros mismos y del ardiente pesar del mundo. No es preciso que sea una fuga de Bach, un cuadro de Giorgione; basta una islita de azul en el cielo nublado, el abanico móvil de la cola de una gaviota; bastan los colores del arco iris de una mancha de aceite en el asfalto. Basta con mucho menos.
Y cuando regresemos de la felicidad a la conciencia del yo y al conocimiento de la miseria de la vida, la alegría se convierte en tristeza; el mundo, en lugar de mostrarnos su cielo azul, nos enseña su negro abismo, y el arte se vuelve entristecedor. Pero permanece bello, permanece divino, ya sea fuga, cuadro, plumas de cola de gaviota, mancha de aceite en el asfalto o aún menos.
Y si la beatitud de esta felicidad ajena al yo y al mundo sólo puede durar instantes, el encantamiento saturado de tristeza, gracias al milagro de la belleza, puede durar horas, días, toda una vida” (7).
Desde la plenitud de su contemplativa vida rural, Gustave Thibon intuye que la belleza y la bondad se dan hermanadas, pero, cuando la bondad cobra mucha altura, se expresa en términos de belleza:
«Belleza y bondad. ¿Por qué ante una gran acción moral o un sacrificio heroico ‒ante estas cumbres del bien‒ no decimos: he ahí una buena acción, sino ¡eso es hermoso! ? A partir de cierta altura, el lenguaje de la moral desemboca espontáneamente en el de la estética. Dar limosna al pobre que pasa está bien; inmolarse como el Padre Damián es bello, es sublime. Otras tantas expresiones tomadas de la estética.
(…) La acción heroica no sólo tiene un valor de utilidad; posee, sobre todo, un valor trascendente de ejemplo. Instintivamente se siente que existe menos para servir a alguien o a algo que para ser contemplada. A la nobleza y al heroísmo corresponde unir en las alturas la belleza y el bien, y, en la cumbre, realizar la síntesis de lo bello y de lo bueno. Incluso si se hace abstracción del punto de vista sobrenatural, la belleza de una vida heroica y sana supera siempre en profundidad y plenitud a la belleza de la obra de arte. Cuando la virtud, cuando el bien son lo bastante altos, puros y libres para hacer su esclava a la belleza, ninguna otra hermosura iguala a la suya» (8).
La belleza es esquiva en cuanto a dejarse definir, pero nos sale alegre al paso cuando vivimos abiertos a los valores, dispuestos a responder positivamente a la invitación que nos hacen a asumirlos y realizarlos en nuestra vida.
NOTAS
(1) Cf. J. Parain-Vial (ed.): L´esthétique musicale de Gabriel Marcel (Aubier, Paris 1980) 133.
(2) Ya sabemos que, en latín, el afijo pre refuerza el sentido del sustantivo. Preclaro equivale, así, a clarísimo, es decir, brillantísimo, excelente.
(3) Cf. Concilio Vaticano II. Constituciones. Decretos. Declaraciones. (BAC, Madrid 1966) 738. Sobre la belleza y el arte se hallan valiosas precisiones en la sugerente obra de Jean Guitton: Diálogos con Pablo VI (Cristiandad, Madrid 1967) 309-325.
(4) Cf. Carta a los artistas, nº 16.
(5) Está frase es citada por Gustav Janouch en su obra Conversaciones con Kafka (Destino, Barcelona 2006).
(6) Cf. Ecclesia, nº 3.488 (17 oct 2009) 30.
(7) Cf. Lecturas para minutos (Alianza Editorial, Madrid 1994) 94.
(8) Cf. El pan de cada día (Rialp, Madrid 1952) 48-50.
Por eso, en este libro intento contemplar la belleza desde distintas perspectivas, a tempo lento, como pedía Platón en su famosa Carta Séptima, y eso nos hace esperar ‒como él vaticina respecto a toda cuestión filosófica‒ que, «como resultado de una prolongada intimidad con ella y de la convivencia con ella, de repente, como por un relámpago, se hace luz en el alma y ya se alimenta por sí misma» (Cartas 341 c, d, e). Esa luz que nos permite descubrir la verdad es la filosofía, el conocimiento de las esencias, entre las que destaca y resplandece la de la belleza.
El kairós de la belleza
Nos hallamos actualmente en un momento propicio ‒un kairós‒ para esta búsqueda esperanzada. Un gran pensador suizo, Hans Urs von Balthasar, parte a buen paso de la experiencia de la belleza para la elaboración de un magno tratado teológico. Altas instancias de la Iglesia sugieren la via pulchritudinis ‒vía de la belleza‒ como camino hacia el conocimiento y reconocimiento del Creador. Tres pontífices clarividentes ‒Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI‒ dirigen mensajes a los artistas y a los creyentes en los que no se sabe qué admirar más: si la capacidad de vibración ante el fenómeno de lo bello o la capacidad de trascender esa maravilla de la creación para lograr las cotas más altas de nuestra vida creyente:
«Este mundo en que vivimos ‒indica Paulo VI a los artistas‒ tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, es quien pone la alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste la usura del tiempo, que une las generaciones y las hace comunicarse en la admiración. Y todo ello por vuestras manos (…) ». «Recordad que sois los guardianes de la belleza en el mundo» (3).
Al final de su Carta a los artistas, Juan Pablo II les trasmite este intenso mensaje:
« […] Os deseo a todos, queridos artistas, que os lleguen con particular intensidad estas inspiraciones creativas. Que la belleza que trasmitáis a las generaciones del mañana provoque asombro en ellas. Ante la sacralidad de la vida y del ser humano, ante las maravillas del universo, la única actitud apropiada es el asombro» (4).
Benedicto XVI muestra, a menudo, la fecundidad de la via pulchritudinis y subraya el nexo de la belleza con el acceso a la fe y el logro de una permanente juventud de espíritu. A propósito de la afirmación de Franz Kafka: «Quien mantiene la capacidad de ver la belleza no envejece jamás» (5), comenta:
«Si nuestros ojos permanecen abiertos a la belleza de la creación de Dios y nuestras mentes a la belleza de su verdad, podemos ciertamente esperar mantenernos jóvenes y construir un mundo que refleje algo de la belleza divina, con vistas a inspirar a las generaciones futuras para que hagan lo propio» (6).
Es de celebrar este nuevo interés por el tema de la belleza, pues lo bello no sólo es ‒como indicaba Platón‒ «lo más luminoso y lo más amable, a la vez» (Fedro 250 d 7); es una clave certera ‒pese a su carácter enigmático‒ para adentrarnos en el enigma del hombre, este ser cuyas inmensas posibilidades de crecimiento nos está revelando la antropología filosófica contemporánea.
Si esto es así, nada extraño que hoy se atribuya a la belleza una sorprendente capacidad de elevarnos a alturas en las que se entretejen la sublimidad y la alegría. Hermann Hesse lo expresa en estos términos:
«No hay nada más alegre ni regocijante que la belleza y el arte; a saber, cuando estamos tan entregados a la belleza y al arte que nos olvidamos de nosotros mismos y del ardiente pesar del mundo. No es preciso que sea una fuga de Bach, un cuadro de Giorgione; basta una islita de azul en el cielo nublado, el abanico móvil de la cola de una gaviota; bastan los colores del arco iris de una mancha de aceite en el asfalto. Basta con mucho menos.
Y cuando regresemos de la felicidad a la conciencia del yo y al conocimiento de la miseria de la vida, la alegría se convierte en tristeza; el mundo, en lugar de mostrarnos su cielo azul, nos enseña su negro abismo, y el arte se vuelve entristecedor. Pero permanece bello, permanece divino, ya sea fuga, cuadro, plumas de cola de gaviota, mancha de aceite en el asfalto o aún menos.
Y si la beatitud de esta felicidad ajena al yo y al mundo sólo puede durar instantes, el encantamiento saturado de tristeza, gracias al milagro de la belleza, puede durar horas, días, toda una vida” (7).
Desde la plenitud de su contemplativa vida rural, Gustave Thibon intuye que la belleza y la bondad se dan hermanadas, pero, cuando la bondad cobra mucha altura, se expresa en términos de belleza:
«Belleza y bondad. ¿Por qué ante una gran acción moral o un sacrificio heroico ‒ante estas cumbres del bien‒ no decimos: he ahí una buena acción, sino ¡eso es hermoso! ? A partir de cierta altura, el lenguaje de la moral desemboca espontáneamente en el de la estética. Dar limosna al pobre que pasa está bien; inmolarse como el Padre Damián es bello, es sublime. Otras tantas expresiones tomadas de la estética.
(…) La acción heroica no sólo tiene un valor de utilidad; posee, sobre todo, un valor trascendente de ejemplo. Instintivamente se siente que existe menos para servir a alguien o a algo que para ser contemplada. A la nobleza y al heroísmo corresponde unir en las alturas la belleza y el bien, y, en la cumbre, realizar la síntesis de lo bello y de lo bueno. Incluso si se hace abstracción del punto de vista sobrenatural, la belleza de una vida heroica y sana supera siempre en profundidad y plenitud a la belleza de la obra de arte. Cuando la virtud, cuando el bien son lo bastante altos, puros y libres para hacer su esclava a la belleza, ninguna otra hermosura iguala a la suya» (8).
La belleza es esquiva en cuanto a dejarse definir, pero nos sale alegre al paso cuando vivimos abiertos a los valores, dispuestos a responder positivamente a la invitación que nos hacen a asumirlos y realizarlos en nuestra vida.
NOTAS
(1) Cf. J. Parain-Vial (ed.): L´esthétique musicale de Gabriel Marcel (Aubier, Paris 1980) 133.
(2) Ya sabemos que, en latín, el afijo pre refuerza el sentido del sustantivo. Preclaro equivale, así, a clarísimo, es decir, brillantísimo, excelente.
(3) Cf. Concilio Vaticano II. Constituciones. Decretos. Declaraciones. (BAC, Madrid 1966) 738. Sobre la belleza y el arte se hallan valiosas precisiones en la sugerente obra de Jean Guitton: Diálogos con Pablo VI (Cristiandad, Madrid 1967) 309-325.
(4) Cf. Carta a los artistas, nº 16.
(5) Está frase es citada por Gustav Janouch en su obra Conversaciones con Kafka (Destino, Barcelona 2006).
(6) Cf. Ecclesia, nº 3.488 (17 oct 2009) 30.
(7) Cf. Lecturas para minutos (Alianza Editorial, Madrid 1994) 94.
(8) Cf. El pan de cada día (Rialp, Madrid 1952) 48-50.