TITANIC, de James Cameron (1)
Presentación
James Francis Cameron (Canadá, 1954) se sintió llamado a la dirección cinematográfica al ver la obra de Stanley Kubrick 2001. Una odisea del espacio. Durante un tiempo de penuria económica, sólo podía cultivar por las noches su afición a pintar y narrar historias. Después de escribir y dirigir varias películas, se sintió preparado para abordar el gigantesco empeñó de escribir, dirigir, montar y producir Titanic, una de las obras más galardonadas y mejor recibidas por el público de numerosos países. Recibió el Oscar a la dirección, al montaje y a la mejor película.
Con notable arrojo, el director entrelaza en esta obra tres historias: la investigación actual de los restos del buque en el fondo del océano; la tormentosa relación amorosa de dos pasajeros; la representación del viaje y el hundimiento del gigante de los mares. Lo hace con tal maestría que el relato se dinamiza y cobra una actualidad impresionante.
Para que nos sumerjamos nuevamente en la tragedia del hundimiento del Titanic, se nos invita a realizar una inmersión en las aguas del Atlántico Norte para contemplar, de cerca y en pormenor, los restos del inmenso navío, hundido el 15 de abril de 1912. Al ir descubriendo, en estado ruinoso, el gran salón de primera clase, el piano, unas botas, una muñeca, una caja fuerte, una puerta, una bañera, unas gafas..., nos parece palpar la tragedia en cada rincón de ese buque fantasma, que yace en el mar a dos millas y media de profundidad. Esta visión realista de los hechos que vamos a revivir es acrecentada por la proyección de las escenas históricas de la salida del gran buque.
Análisis de la obra
Instalados en el presente, asistimos al comienzo del viaje inaugural de ese colosal trasatlántico. Llama la atención el ajetreo de los pasajeros que se arremolinan en el muelle, el aire solemne de quienes suben la pasarela que lleva a los departamentos de primera clase, la impresión de grandeza que produce el navío y contagia a todos los viajeros. “Es insumergible. Ni Dios podría hundirlo”, exclama uno de ellos, que luego destacará por ser el potentado novio de la protagonista.
Al margen de tal bullicio, en un tugurio del puerto cuatro jóvenes de porte humilde se juegan a las cartas dos billetes de tercera clase para ese viaje. Los ganadores, dos jóvenes italianos, suben raudos la rampa de acceso al buque en el último instante, mientras lanzan vítores al aire por verse en camino hacia la ansiada América de forma tan inesperada y solemne.
Al zarpar y poner rumbo hacia alta mar, el capitán rebosa satisfacción y confianza. Siente legítimo orgullo por conducir esta maravilla de la técnica. Se mueve, por ello, con aire de soberanía, consciente del inmenso poder que alberga en sus manos de tripulante. Al ver ante sí el horizonte abierto del océano, ordena que pongan las máquinas casi a pleno rendimiento para suscitar el asombro de todos ante la velocidad que puede alcanzar el navío. Cuando, un poco más tarde, un marino le advierte que hay noticias de icebergs, no parece dispuesto a tomar precauciones. En la misma línea de despreocupación, el constructor del barco dirá, algo más tarde, que prescindieron de la mitad de los botes salvavidas porque ocupaban demasiado espacio en la cubierta, y el mejor salvavidas es, a su entender, la condición de “insumergible” que tiene este barco. Buena prueba de esta autosuficiencia es el hecho de que los vigías no disponían de prismáticos y avistaron el iceberg cuando ya estaban frente a él. Los directivos de la compañía se sienten triunfadores, y, para vencer a la competencia mediante la colosal energía del buque, fuerzan las máquinas para llegar a Nueva York un día antes de lo usual.
Es penoso el contraste entre la grandeza espectacular del navío y la estrechez de miras de ciertos viajeros adinerados. Marcan rígidamente las distancias respecto a los pasajeros de clases inferiores y se entregan a banales conversaciones y pasatiempos. Vistos desde fuera, no parecen superar la altura del nivel 1. Son personas refinadas, pero, con raras excepciones, de una hosca rudeza espiritual. Es llamativo que al pobre Jack –humilde pasajero de tercera clase– no le permitan entrar en la sala de primera clase donde están celebrando, con aire solemne, los oficios religiosos.
Una relación amorosa apasionada
La monotonía del viaje es rota por una relación amorosa que se establece entre dos jóvenes (Rose y Jack) y aparece tensionada por el hecho de pertenecer a clases sociales muy distintas y venir la joven acompañada de su novio. Éste es de buena presencia y goza de excelente posición social, pero muestra una actitud dominadora (nivel 1) y no suscita sino aversión en Rose (Kate Winslet). Ésta se veía cercada por los intereses de su madre, el afán posesivo del novio, el utilitarismo prosaico de esa sociedad opulenta que se mostraba tan rica de posesiones como escasa de sentimiento poético de la vida. Sentía angustia al pensar que ese viaje iba a marcar el final de su vida de soltera.
Presa de una grave depresión, parece dispuesta a arrojarse al agua (nivel -3), pero aparece un joven simpático y decidido que la ayuda a salir del trance. Se trata de Jack (Leonardo Di Caprio), uno de los dos italianos que embarcaron a última hora. Durante esa escena se oye la melodía melancólica que servirá de “Leitmotiv” de las escenas más emotivas de la obra.
A partir de ese momento se alternan dramáticamente los momentos en los que Rose descubre alguna faceta atractiva del carácter de Jack y las escenas en las que el novio la insta o, incluso, la fuerza a mantenerse unida a él, y su madre la angustia diciéndole que, si deja al novio, hundirá a la familia. Le reprocha su conducta egoísta y le pregunta con dureza: “¿Acaso te gustaría verme trabajando de costurera?”. Al observar que su hija se queda bloqueada ante la perspectiva de un matrimonio indeseado, la invita a la resignación con estas palabras: “Somos mujeres, y nuestras elecciones nunca son fáciles”. Rose se siente acosada, ya que presiente que la están llevando suavemente a la infelicidad. Cuando parece decidida a dejarse llevar, le dice a Jack: “Debo regresar. Tienes que olvidarme”. Y se va con los suyos, pero su mirada está ausente. Ve de nuevo a Jack, y se siente conmovida por la actitud abierta y espontánea que adopta ante la vida. Le encanta contemplar la gracia de sus dibujos, oírle hablar de los viajes con que sueña, captar el brillo de su ojos al contemplar el mar. Ello acrecienta su afán de verlo a escondidas. Le gustan sus modales toscos pero francos, y la enardece asistir con él a la vibrante fiesta popular que celebran espontáneamente los emigrantes hacinados en una humilde sala de tercera clase. Se desinhibe rápidamente y baila con desenfado y alegría, contagiada por la exuberancia y la peculiar creatividad de esos artistas populares.
Esta euforia se trueca rápidamente en angustia al encontrarse con la hosquedad casi hostil de los suyos, que le reprochan ásperamente su conducta. Para contrarrestar la violencia de estas escenas, el novio quiere atraerla con regalos deslumbrantes. “No hay nada que no pueda darte si no te alejas de mí”, le dice cuando le entrega un espectacular brillante, que había merecido el honor de tener un nombre propio: “El corazón del mar”.
En el momento de mayor zozobra interior, Rose y Jack se encuentran en la proa. Jack, cuando se viste elegantemente –gracias a los buenos oficios de una amable señora adinerada–, “podría pasar por un caballero”, en frase mordaz del novio de Rose. Pero no tiene nada que ofrecer a ésta, a no ser su carácter abierto y su sensibilidad poética. Guiado por ésta, al ver tan abatida a Rose, le sugiere que se acerque al borde del buque, cierre los ojos, confíe en él y avance todavía un poco más, al tiempo que abre los brazos hacia lo ancho como para abarcar el océano...; y luego le pide que abra los ojos. Ante ella apareció, entonces, el océano en toda su magnificencia, y tuvo la impresión de volar sobre él de forma ingrávida. “Estoy volando, Jack”, exclama entusiasmada. Toda la potencia del barco parece auparla sobre las olas y lanzarla con fuerza hacia el bello y sereno horizonte crepuscular. Jack le canta al oído: “¡Vuela conmigo, vuela alto, muy alto!”.
En ese momento, la melancólica melodía que creaba de cuando en cuando un clima enigmático en torno a ciertas escenas significativas se expandió en un bellísimo canto que elevó el ánimo de los protagonistas hacia lo alto. El encanto poético de esa experiencia los dejó fascinados. El beso con el que cierran la escena muestra claramente que la suerte de ambos estaba echada. La melancolía de ese canto podía haberles hecho presentir la tragedia, pero a ellos no hizo sino enardecerlos e invitarlos a escalar rápidamente la cima de la pasión erótica.
No hubo tiempo para comprobar si esa atracción primera (nivel 1) iba a florecer en un auténtico encuentro, una relación de amistad y compromiso creador (nivel 2), porque pronto –ya entrada la noche– colisiona el buque con un iceberg y se desencadena la tragedia.
Presentación
James Francis Cameron (Canadá, 1954) se sintió llamado a la dirección cinematográfica al ver la obra de Stanley Kubrick 2001. Una odisea del espacio. Durante un tiempo de penuria económica, sólo podía cultivar por las noches su afición a pintar y narrar historias. Después de escribir y dirigir varias películas, se sintió preparado para abordar el gigantesco empeñó de escribir, dirigir, montar y producir Titanic, una de las obras más galardonadas y mejor recibidas por el público de numerosos países. Recibió el Oscar a la dirección, al montaje y a la mejor película.
Con notable arrojo, el director entrelaza en esta obra tres historias: la investigación actual de los restos del buque en el fondo del océano; la tormentosa relación amorosa de dos pasajeros; la representación del viaje y el hundimiento del gigante de los mares. Lo hace con tal maestría que el relato se dinamiza y cobra una actualidad impresionante.
Para que nos sumerjamos nuevamente en la tragedia del hundimiento del Titanic, se nos invita a realizar una inmersión en las aguas del Atlántico Norte para contemplar, de cerca y en pormenor, los restos del inmenso navío, hundido el 15 de abril de 1912. Al ir descubriendo, en estado ruinoso, el gran salón de primera clase, el piano, unas botas, una muñeca, una caja fuerte, una puerta, una bañera, unas gafas..., nos parece palpar la tragedia en cada rincón de ese buque fantasma, que yace en el mar a dos millas y media de profundidad. Esta visión realista de los hechos que vamos a revivir es acrecentada por la proyección de las escenas históricas de la salida del gran buque.
Análisis de la obra
Instalados en el presente, asistimos al comienzo del viaje inaugural de ese colosal trasatlántico. Llama la atención el ajetreo de los pasajeros que se arremolinan en el muelle, el aire solemne de quienes suben la pasarela que lleva a los departamentos de primera clase, la impresión de grandeza que produce el navío y contagia a todos los viajeros. “Es insumergible. Ni Dios podría hundirlo”, exclama uno de ellos, que luego destacará por ser el potentado novio de la protagonista.
Al margen de tal bullicio, en un tugurio del puerto cuatro jóvenes de porte humilde se juegan a las cartas dos billetes de tercera clase para ese viaje. Los ganadores, dos jóvenes italianos, suben raudos la rampa de acceso al buque en el último instante, mientras lanzan vítores al aire por verse en camino hacia la ansiada América de forma tan inesperada y solemne.
Al zarpar y poner rumbo hacia alta mar, el capitán rebosa satisfacción y confianza. Siente legítimo orgullo por conducir esta maravilla de la técnica. Se mueve, por ello, con aire de soberanía, consciente del inmenso poder que alberga en sus manos de tripulante. Al ver ante sí el horizonte abierto del océano, ordena que pongan las máquinas casi a pleno rendimiento para suscitar el asombro de todos ante la velocidad que puede alcanzar el navío. Cuando, un poco más tarde, un marino le advierte que hay noticias de icebergs, no parece dispuesto a tomar precauciones. En la misma línea de despreocupación, el constructor del barco dirá, algo más tarde, que prescindieron de la mitad de los botes salvavidas porque ocupaban demasiado espacio en la cubierta, y el mejor salvavidas es, a su entender, la condición de “insumergible” que tiene este barco. Buena prueba de esta autosuficiencia es el hecho de que los vigías no disponían de prismáticos y avistaron el iceberg cuando ya estaban frente a él. Los directivos de la compañía se sienten triunfadores, y, para vencer a la competencia mediante la colosal energía del buque, fuerzan las máquinas para llegar a Nueva York un día antes de lo usual.
Es penoso el contraste entre la grandeza espectacular del navío y la estrechez de miras de ciertos viajeros adinerados. Marcan rígidamente las distancias respecto a los pasajeros de clases inferiores y se entregan a banales conversaciones y pasatiempos. Vistos desde fuera, no parecen superar la altura del nivel 1. Son personas refinadas, pero, con raras excepciones, de una hosca rudeza espiritual. Es llamativo que al pobre Jack –humilde pasajero de tercera clase– no le permitan entrar en la sala de primera clase donde están celebrando, con aire solemne, los oficios religiosos.
Una relación amorosa apasionada
La monotonía del viaje es rota por una relación amorosa que se establece entre dos jóvenes (Rose y Jack) y aparece tensionada por el hecho de pertenecer a clases sociales muy distintas y venir la joven acompañada de su novio. Éste es de buena presencia y goza de excelente posición social, pero muestra una actitud dominadora (nivel 1) y no suscita sino aversión en Rose (Kate Winslet). Ésta se veía cercada por los intereses de su madre, el afán posesivo del novio, el utilitarismo prosaico de esa sociedad opulenta que se mostraba tan rica de posesiones como escasa de sentimiento poético de la vida. Sentía angustia al pensar que ese viaje iba a marcar el final de su vida de soltera.
Presa de una grave depresión, parece dispuesta a arrojarse al agua (nivel -3), pero aparece un joven simpático y decidido que la ayuda a salir del trance. Se trata de Jack (Leonardo Di Caprio), uno de los dos italianos que embarcaron a última hora. Durante esa escena se oye la melodía melancólica que servirá de “Leitmotiv” de las escenas más emotivas de la obra.
A partir de ese momento se alternan dramáticamente los momentos en los que Rose descubre alguna faceta atractiva del carácter de Jack y las escenas en las que el novio la insta o, incluso, la fuerza a mantenerse unida a él, y su madre la angustia diciéndole que, si deja al novio, hundirá a la familia. Le reprocha su conducta egoísta y le pregunta con dureza: “¿Acaso te gustaría verme trabajando de costurera?”. Al observar que su hija se queda bloqueada ante la perspectiva de un matrimonio indeseado, la invita a la resignación con estas palabras: “Somos mujeres, y nuestras elecciones nunca son fáciles”. Rose se siente acosada, ya que presiente que la están llevando suavemente a la infelicidad. Cuando parece decidida a dejarse llevar, le dice a Jack: “Debo regresar. Tienes que olvidarme”. Y se va con los suyos, pero su mirada está ausente. Ve de nuevo a Jack, y se siente conmovida por la actitud abierta y espontánea que adopta ante la vida. Le encanta contemplar la gracia de sus dibujos, oírle hablar de los viajes con que sueña, captar el brillo de su ojos al contemplar el mar. Ello acrecienta su afán de verlo a escondidas. Le gustan sus modales toscos pero francos, y la enardece asistir con él a la vibrante fiesta popular que celebran espontáneamente los emigrantes hacinados en una humilde sala de tercera clase. Se desinhibe rápidamente y baila con desenfado y alegría, contagiada por la exuberancia y la peculiar creatividad de esos artistas populares.
Esta euforia se trueca rápidamente en angustia al encontrarse con la hosquedad casi hostil de los suyos, que le reprochan ásperamente su conducta. Para contrarrestar la violencia de estas escenas, el novio quiere atraerla con regalos deslumbrantes. “No hay nada que no pueda darte si no te alejas de mí”, le dice cuando le entrega un espectacular brillante, que había merecido el honor de tener un nombre propio: “El corazón del mar”.
En el momento de mayor zozobra interior, Rose y Jack se encuentran en la proa. Jack, cuando se viste elegantemente –gracias a los buenos oficios de una amable señora adinerada–, “podría pasar por un caballero”, en frase mordaz del novio de Rose. Pero no tiene nada que ofrecer a ésta, a no ser su carácter abierto y su sensibilidad poética. Guiado por ésta, al ver tan abatida a Rose, le sugiere que se acerque al borde del buque, cierre los ojos, confíe en él y avance todavía un poco más, al tiempo que abre los brazos hacia lo ancho como para abarcar el océano...; y luego le pide que abra los ojos. Ante ella apareció, entonces, el océano en toda su magnificencia, y tuvo la impresión de volar sobre él de forma ingrávida. “Estoy volando, Jack”, exclama entusiasmada. Toda la potencia del barco parece auparla sobre las olas y lanzarla con fuerza hacia el bello y sereno horizonte crepuscular. Jack le canta al oído: “¡Vuela conmigo, vuela alto, muy alto!”.
En ese momento, la melancólica melodía que creaba de cuando en cuando un clima enigmático en torno a ciertas escenas significativas se expandió en un bellísimo canto que elevó el ánimo de los protagonistas hacia lo alto. El encanto poético de esa experiencia los dejó fascinados. El beso con el que cierran la escena muestra claramente que la suerte de ambos estaba echada. La melancolía de ese canto podía haberles hecho presentir la tragedia, pero a ellos no hizo sino enardecerlos e invitarlos a escalar rápidamente la cima de la pasión erótica.
No hubo tiempo para comprobar si esa atracción primera (nivel 1) iba a florecer en un auténtico encuentro, una relación de amistad y compromiso creador (nivel 2), porque pronto –ya entrada la noche– colisiona el buque con un iceberg y se desencadena la tragedia.
El momento de la prueba y el ascenso a los niveles superiores
Al iniciarse el hundimiento del barco, se crea un clima de pavor, y el instinto de conservación lleva a los pasajeros a situaciones de extremo nerviosismo. Incluso en ese momento de emergencia se da prevalencia a los pasajeros de primera clase, y esa discriminación provoca escenas de agitación y violencia.
El inmenso navío empieza a hundirse lentamente y acaba partiéndose en dos, en medio del desesperado griterío de quienes buscan un lugar todavía no anegado por las aguas. Impresiona observar la impotencia de todos, pobres y ricos, marineros y altos marinos, ante esta fatalidad inesperada.
En ese clima agitado (nivel 1) apenas tienen encaje las bellísimas obras musicales interpretadas por un cuarteto de cuerda (niveles 2 y 3). Los pasajeros no pueden tomar ese tipo de “distancia” que los estetas denominan “desinterés estético”. La urgencia de ponerse a salvo lo arrolla todo, invade los sentidos y la mente, domina la persona entera. Incluso los músicos parecen tocar sin convicción, como para cumplir hasta el final una función que en ese momento ha dejado de tener sentido. Pero es admirable observar cómo se adentran, no obstante, en el mundo de la belleza y no pierden la compostura entre la masa enloquecida por el miedo. Tocan piezas alegres para que no cunda el pánico, pero no lo logran pues la realidad se impone. El director exclama, abatido: “¿Para qué sirve esto si nadie nos escucha? Los tres compañeros hacen ademán de irse. Pero, al advertir que el director se dispone a seguir tocando, se vuelven para acompañarle. Al terminar la breve pieza, el director se despide emotivamente, diciéndoles: “¡Ha sido para mí un honor, caballeros, tocar con ustedes esta noche!”.
Esa fidelidad de los músicos a su tarea artística fue muy significativa porque dio cierta elevación espiritual a una situación caótica y desesperada. Vino a ser un testimonio de que, cuando todo perece en el nivel 1 y se quiebran las seguridades básicas, permanece intacta la solidaridad con los compañeros (nivel 2) y la belleza, a la que estamos vinculados de raíz (nivel 3).
El capitán del navío pasa de la complacencia a la desolación. Sube serenamente al puesto de mando y enfrenta allí la muerte con dignidad. Un chorro potente de agua lo envolvió en la tragedia colectiva. Los oficiales cumplieron su deber con la debida profesionalidad. Uno de ellos, afanoso de contener la avalancha de los pasajeros, perdió la calma, disparó contra uno de ellos y, desesperado, se quitó la vida. Un sacerdote reza en voz alta un Ave María y recita textos del Apocalipsis. La madre de Rose, desde el bote salvavidas, mira hacia el buque con la mirada perdida. En él sabe que se agitan en ese instante su hija y el novio.
Rose y Jack pasan, en pocos minutos, del deliquio erótico (nivel 1) a la zozobra desesperada. Luchan valientemente por ayudarse (nivel 2). Ella se olvida de sí para socorrer a su amigo, a quien habían encerrado por haber sido acusado falsamente de robar el gran diamante. A instancias de su novio y de Jack, Rose accede a saltar a uno de los contados botes salvavidas, pero, antes de llegar éste al agua, salta hacia el barco a través de una de las ventanas y une definitivamente su suerte a la de Jack (nivel 2). Al verlos juntos, el novio, encolerizado, intenta matarlos (nivel -3).
La escena final es sobrecogedora, pues a la agitación y el bullicio sucede una patética calma sobre un mar cubierto de cadáveres, una multitud de rostros que flotan tranquilos con la mirada perdida. Jack, apoyado en un tablón, se despide de Rose rogándole que sobreviva, que tenga muchos hijos y no se rinda nunca. De pronto deja de hablar y se hunde lentamente hacia el abismo. Sobre el rumor del mar helado, sólo se oye una voz: la del marino que pregunta a gritos si hay todavía alguien con vida. Rose, movida por el ruego de Jack, se esfuerza por sobrevivir, se hace con un pito y reclama auxilio con su último aliento. Al fin, es rescatada, mientras, sobre el paisaje desolado, suena por última vez el melancólico “Leitmotiv” que subrayó, durante el viaje, el carácter sombrío del estreno del Titanic.
Ya en el buque salvador, Rose vio cómo su novio iba buscando a alguien, pero ella procuró pasar inadvertida...
Valoración de la obra
Los dos protagonistas, Rose y Jack, maduran a medida que se suceden los acontecimientos. Parecían al principio superficiales, atenidos sólo a sus gustos inmediatos. Pero, al llegar la desgracia, mantienen una fidelidad a prueba de sacrificios. Al final, Rose erige en su interior al amigo muerto un recuerdo imperecedero.
Tras la tragedia, el director parece no resignarse a perder para siempre a los personajes de esta emotiva historia; los vuelve a la vida y los reúne en la gran sala del buque para rendir un homenaje afectuoso a los dos protagonistas. Al encontrarse éstos en la gran escalera y volver a besarse –ahora ante todos–, reciben un caluroso aplauso de sus compañeros de rodaje. En verdad, los espectadores sentimos un gran alivio al ver que todo ha sido una representación cinematográfica y nos congratula observar que ese beso final de Jack y Rose tiene un sentido muy distinto al que tenía cuando se lo daban furtivamente en los bajos del buque. Ahora su personalidad parece haber cobrado una intensa fuerza, por haber sido forjada a través de un extremo sacrificio.
Cuestiones para meditar
1. ¿Podemos extraer de esta película alguna lección de ética?
2. ¿Hay algunas virtudes que destacar?
3. ¿Qué ideal predomina en cada uno de los personajes principales?
4. ¿Puede competir siempre la fortuna material con una manera “poética” de abordar la vida?
5. ¿Es posible que una persona comience tratando a otra de forma egoísta, pero, al verla necesitada, se movilice totalmente en su ayuda?
NOTAS
(1) Casa Productora: Twentieth Century Fox, 1997
Al iniciarse el hundimiento del barco, se crea un clima de pavor, y el instinto de conservación lleva a los pasajeros a situaciones de extremo nerviosismo. Incluso en ese momento de emergencia se da prevalencia a los pasajeros de primera clase, y esa discriminación provoca escenas de agitación y violencia.
El inmenso navío empieza a hundirse lentamente y acaba partiéndose en dos, en medio del desesperado griterío de quienes buscan un lugar todavía no anegado por las aguas. Impresiona observar la impotencia de todos, pobres y ricos, marineros y altos marinos, ante esta fatalidad inesperada.
En ese clima agitado (nivel 1) apenas tienen encaje las bellísimas obras musicales interpretadas por un cuarteto de cuerda (niveles 2 y 3). Los pasajeros no pueden tomar ese tipo de “distancia” que los estetas denominan “desinterés estético”. La urgencia de ponerse a salvo lo arrolla todo, invade los sentidos y la mente, domina la persona entera. Incluso los músicos parecen tocar sin convicción, como para cumplir hasta el final una función que en ese momento ha dejado de tener sentido. Pero es admirable observar cómo se adentran, no obstante, en el mundo de la belleza y no pierden la compostura entre la masa enloquecida por el miedo. Tocan piezas alegres para que no cunda el pánico, pero no lo logran pues la realidad se impone. El director exclama, abatido: “¿Para qué sirve esto si nadie nos escucha? Los tres compañeros hacen ademán de irse. Pero, al advertir que el director se dispone a seguir tocando, se vuelven para acompañarle. Al terminar la breve pieza, el director se despide emotivamente, diciéndoles: “¡Ha sido para mí un honor, caballeros, tocar con ustedes esta noche!”.
Esa fidelidad de los músicos a su tarea artística fue muy significativa porque dio cierta elevación espiritual a una situación caótica y desesperada. Vino a ser un testimonio de que, cuando todo perece en el nivel 1 y se quiebran las seguridades básicas, permanece intacta la solidaridad con los compañeros (nivel 2) y la belleza, a la que estamos vinculados de raíz (nivel 3).
El capitán del navío pasa de la complacencia a la desolación. Sube serenamente al puesto de mando y enfrenta allí la muerte con dignidad. Un chorro potente de agua lo envolvió en la tragedia colectiva. Los oficiales cumplieron su deber con la debida profesionalidad. Uno de ellos, afanoso de contener la avalancha de los pasajeros, perdió la calma, disparó contra uno de ellos y, desesperado, se quitó la vida. Un sacerdote reza en voz alta un Ave María y recita textos del Apocalipsis. La madre de Rose, desde el bote salvavidas, mira hacia el buque con la mirada perdida. En él sabe que se agitan en ese instante su hija y el novio.
Rose y Jack pasan, en pocos minutos, del deliquio erótico (nivel 1) a la zozobra desesperada. Luchan valientemente por ayudarse (nivel 2). Ella se olvida de sí para socorrer a su amigo, a quien habían encerrado por haber sido acusado falsamente de robar el gran diamante. A instancias de su novio y de Jack, Rose accede a saltar a uno de los contados botes salvavidas, pero, antes de llegar éste al agua, salta hacia el barco a través de una de las ventanas y une definitivamente su suerte a la de Jack (nivel 2). Al verlos juntos, el novio, encolerizado, intenta matarlos (nivel -3).
La escena final es sobrecogedora, pues a la agitación y el bullicio sucede una patética calma sobre un mar cubierto de cadáveres, una multitud de rostros que flotan tranquilos con la mirada perdida. Jack, apoyado en un tablón, se despide de Rose rogándole que sobreviva, que tenga muchos hijos y no se rinda nunca. De pronto deja de hablar y se hunde lentamente hacia el abismo. Sobre el rumor del mar helado, sólo se oye una voz: la del marino que pregunta a gritos si hay todavía alguien con vida. Rose, movida por el ruego de Jack, se esfuerza por sobrevivir, se hace con un pito y reclama auxilio con su último aliento. Al fin, es rescatada, mientras, sobre el paisaje desolado, suena por última vez el melancólico “Leitmotiv” que subrayó, durante el viaje, el carácter sombrío del estreno del Titanic.
Ya en el buque salvador, Rose vio cómo su novio iba buscando a alguien, pero ella procuró pasar inadvertida...
Valoración de la obra
Los dos protagonistas, Rose y Jack, maduran a medida que se suceden los acontecimientos. Parecían al principio superficiales, atenidos sólo a sus gustos inmediatos. Pero, al llegar la desgracia, mantienen una fidelidad a prueba de sacrificios. Al final, Rose erige en su interior al amigo muerto un recuerdo imperecedero.
Tras la tragedia, el director parece no resignarse a perder para siempre a los personajes de esta emotiva historia; los vuelve a la vida y los reúne en la gran sala del buque para rendir un homenaje afectuoso a los dos protagonistas. Al encontrarse éstos en la gran escalera y volver a besarse –ahora ante todos–, reciben un caluroso aplauso de sus compañeros de rodaje. En verdad, los espectadores sentimos un gran alivio al ver que todo ha sido una representación cinematográfica y nos congratula observar que ese beso final de Jack y Rose tiene un sentido muy distinto al que tenía cuando se lo daban furtivamente en los bajos del buque. Ahora su personalidad parece haber cobrado una intensa fuerza, por haber sido forjada a través de un extremo sacrificio.
Cuestiones para meditar
1. ¿Podemos extraer de esta película alguna lección de ética?
2. ¿Hay algunas virtudes que destacar?
3. ¿Qué ideal predomina en cada uno de los personajes principales?
4. ¿Puede competir siempre la fortuna material con una manera “poética” de abordar la vida?
5. ¿Es posible que una persona comience tratando a otra de forma egoísta, pero, al verla necesitada, se movilice totalmente en su ayuda?
NOTAS
(1) Casa Productora: Twentieth Century Fox, 1997