Tres criterios para explicar el origen de la belleza
a) El criterio de la armonía. Acabamos de observar que los griegos se inclinaron a pensar que la belleza surge como fruto de la armonía ‒suscitada, a su vez, por la proporción y la medida o mesura‒, fenómeno admirable que se manifiesta y concreta en varias categorías o conceptos básicos ‒repetición, simetría, contraste… ‒, que florecen en un modo singular de luminositas o esplendor. Este criterio de la armonía, el orden, la luz inspiró la orientación estética de Occidente ‒Santos Padres, Edad Media, Renacimiento…‒ hasta nuestros días. El caso del arquitecto Le Corbusier es bien expresivo.
b) El criterio de la expresión. Sin romper con el criterio clásico de la armonía, a lo largo del tiempo se aplicó el criterio de la expresión. Dominado por la angustia al descubrir que su sordera era total e incurable, el joven Beethoven compuso con ardor febril un Cuarteto para cuerdas. Tras el estreno en Viena, Mozart se le acercó y, tras felicitarle por su gran talento, le indicó que esta obra mostraba los sentimientos de forma demasiado descarnada. Beethoven le indicó que «la música debe expresar la vida humana». Mozart asintió, pero añadió: «Con tal de rendir el debido culto a la diosa Belleza». Beethoven se mostró dubitativo, y Mozart, acercándose a él, añadió: «Oye de nuevo el final de mi Don Giovanni, y verás lo que quiero decir». En el decisivo pasaje de la cena, Mozart muestra la implacable catástrofe del triunfante Don Juan ‒representante del nivel 1‒, que no resiste la confrontación con las exigencias éticas de los niveles 2 y 3, y las religiosas del nivel 4, representadas todas ellas en la figura del Comendador.
a) El criterio de la armonía. Acabamos de observar que los griegos se inclinaron a pensar que la belleza surge como fruto de la armonía ‒suscitada, a su vez, por la proporción y la medida o mesura‒, fenómeno admirable que se manifiesta y concreta en varias categorías o conceptos básicos ‒repetición, simetría, contraste… ‒, que florecen en un modo singular de luminositas o esplendor. Este criterio de la armonía, el orden, la luz inspiró la orientación estética de Occidente ‒Santos Padres, Edad Media, Renacimiento…‒ hasta nuestros días. El caso del arquitecto Le Corbusier es bien expresivo.
b) El criterio de la expresión. Sin romper con el criterio clásico de la armonía, a lo largo del tiempo se aplicó el criterio de la expresión. Dominado por la angustia al descubrir que su sordera era total e incurable, el joven Beethoven compuso con ardor febril un Cuarteto para cuerdas. Tras el estreno en Viena, Mozart se le acercó y, tras felicitarle por su gran talento, le indicó que esta obra mostraba los sentimientos de forma demasiado descarnada. Beethoven le indicó que «la música debe expresar la vida humana». Mozart asintió, pero añadió: «Con tal de rendir el debido culto a la diosa Belleza». Beethoven se mostró dubitativo, y Mozart, acercándose a él, añadió: «Oye de nuevo el final de mi Don Giovanni, y verás lo que quiero decir». En el decisivo pasaje de la cena, Mozart muestra la implacable catástrofe del triunfante Don Juan ‒representante del nivel 1‒, que no resiste la confrontación con las exigencias éticas de los niveles 2 y 3, y las religiosas del nivel 4, representadas todas ellas en la figura del Comendador.
Se trata de una escena escalofriante, pero Mozart la narra con una música tan bella que la redime de cuanto pudiera tener de agresiva para el sentimiento. Cumple, así, a perfección el precepto de algunos estetas, según los cuales «el arte o es consolador o no es arte».
El arte literario cultivó con maestría este criterio de la expresión como fuente de belleza. La manifestación luminosa de un mundo ‒aunque sea tan siniestro como la entrega al vértigo de la ambición‒ da lugar a una obra literaria tan adusta y bella a la vez como La tragedia de Macbeth. Parece extraño considerar como bella una obra con un argumento tan destructor de principio a fin. Es cierto, pero el secreto de la honda belleza de esta obra radica en que, más allá del mero argumento, el tema de la obra consiste en plasmar sensiblemente el proceso de vértigo, con sus distintas fases. Esa expresión luminosa e impactante de un proceso espiritual es un acontecimiento bello, con un tipo de belleza honda y fuerte, como es fuerte y honda la vida humana en sus momentos límite.
Los hermanos Goncourt se esforzaron en dar razón de por qué concedieron el papel de protagonista de su obra Germinie Lacerteux a una sencilla sirvienta, atenazada por una gestación prematura… Adujeron, como motivo, «que todos los seres humanos tienen derecho a ser respetados». Ciertamente, es una buena razón sociológica y ética, pero no estética. La razón estética radica en subrayar que esa figura humilde, desechada por su entorno, supone todo un mundo humano, con sus perfiles definidos, sus anhelos, esperanzas, riesgos, humillaciones, insuficiencias. Si está bien plasmado ese mundo, estamos ante una auténtica obra de arte literaria.
c) El criterio de la trascendencia. Actualmente se destaca la importancia de un canon de belleza basado en una forma de luminosidad sólo accesible a una mirada profunda. Esta mirada penetrante y flexible se ha dado en todo tiempo y lugar, pero no siempre fue analizada debidamente. Nos adentramos aquí en un campo tan elevado como ambiguo, pues en él se superan, con frecuencia, las fronteras que dividen el ámbito de la ética y el de la estética, y nos situamos en una franja en la que se integra de modo singular lo bueno y lo bello.
Un niño va corriendo por la calle, ve a un ciego que no se atreve a cruzar la calle, se para y, con toda tranquilidad, le ayuda a vencer el miedo y pasar. Todos comentamos: ¡Qué bien. Qué acción tan bella! En realidad, la acción del pequeño se movió en el campo de la ética; fue una acción buena, una conducta modélica. ¿Por qué nos pasamos del campo de la ética al de la estética? Porque es un gesto que supone una transfiguración de la actitud egoísta en una actitud generosa, y toda transfiguración supone una elevación. Al olvidarse de sí, tal vez de su prisa o, sencillamente, de su ansia de correr y, sin que nadie se lo sugiera, dirigirse al ciego y prestarle su ayuda desinteresada, el niño nos eleva de nivel, deja patente que es posible optar por el mundo de la bondad. Y esta patentización luminosa de la excelencia de un plano superior es fuente de belleza. Pues ya la luz es bella de por sí, y mucho más si hace resplandecer un modo de elevación ética.
Pero todavía podemos superar más nuestros límites. En el mundo desolado de Auschwitz, están diezmando la población reclusa. Uno de cada diez prisioneros ha de entrar en un calabozo para morir de inanición. El silencio es oprimente. Los números suenan como golpes en el patio. …Ocho, nueve, diez. Y un prisionero entraba por la fatídica puerta. …Ocho, nueve, diez. El prisionero señalado rompe a llorar, recordando a su mujer y a sus hijos. De súbito, alguien llama la atención del capitán. «Soy Kolbe, Maximiliano Kolbe. Yo me ofrezco a entrar por él. No tengo familia». El capitán le mira sorprendido, reflexiona y le señala la puerta del calabozo. A ella se dirigió él sin vacilación.
El arte literario cultivó con maestría este criterio de la expresión como fuente de belleza. La manifestación luminosa de un mundo ‒aunque sea tan siniestro como la entrega al vértigo de la ambición‒ da lugar a una obra literaria tan adusta y bella a la vez como La tragedia de Macbeth. Parece extraño considerar como bella una obra con un argumento tan destructor de principio a fin. Es cierto, pero el secreto de la honda belleza de esta obra radica en que, más allá del mero argumento, el tema de la obra consiste en plasmar sensiblemente el proceso de vértigo, con sus distintas fases. Esa expresión luminosa e impactante de un proceso espiritual es un acontecimiento bello, con un tipo de belleza honda y fuerte, como es fuerte y honda la vida humana en sus momentos límite.
Los hermanos Goncourt se esforzaron en dar razón de por qué concedieron el papel de protagonista de su obra Germinie Lacerteux a una sencilla sirvienta, atenazada por una gestación prematura… Adujeron, como motivo, «que todos los seres humanos tienen derecho a ser respetados». Ciertamente, es una buena razón sociológica y ética, pero no estética. La razón estética radica en subrayar que esa figura humilde, desechada por su entorno, supone todo un mundo humano, con sus perfiles definidos, sus anhelos, esperanzas, riesgos, humillaciones, insuficiencias. Si está bien plasmado ese mundo, estamos ante una auténtica obra de arte literaria.
c) El criterio de la trascendencia. Actualmente se destaca la importancia de un canon de belleza basado en una forma de luminosidad sólo accesible a una mirada profunda. Esta mirada penetrante y flexible se ha dado en todo tiempo y lugar, pero no siempre fue analizada debidamente. Nos adentramos aquí en un campo tan elevado como ambiguo, pues en él se superan, con frecuencia, las fronteras que dividen el ámbito de la ética y el de la estética, y nos situamos en una franja en la que se integra de modo singular lo bueno y lo bello.
Un niño va corriendo por la calle, ve a un ciego que no se atreve a cruzar la calle, se para y, con toda tranquilidad, le ayuda a vencer el miedo y pasar. Todos comentamos: ¡Qué bien. Qué acción tan bella! En realidad, la acción del pequeño se movió en el campo de la ética; fue una acción buena, una conducta modélica. ¿Por qué nos pasamos del campo de la ética al de la estética? Porque es un gesto que supone una transfiguración de la actitud egoísta en una actitud generosa, y toda transfiguración supone una elevación. Al olvidarse de sí, tal vez de su prisa o, sencillamente, de su ansia de correr y, sin que nadie se lo sugiera, dirigirse al ciego y prestarle su ayuda desinteresada, el niño nos eleva de nivel, deja patente que es posible optar por el mundo de la bondad. Y esta patentización luminosa de la excelencia de un plano superior es fuente de belleza. Pues ya la luz es bella de por sí, y mucho más si hace resplandecer un modo de elevación ética.
Pero todavía podemos superar más nuestros límites. En el mundo desolado de Auschwitz, están diezmando la población reclusa. Uno de cada diez prisioneros ha de entrar en un calabozo para morir de inanición. El silencio es oprimente. Los números suenan como golpes en el patio. …Ocho, nueve, diez. Y un prisionero entraba por la fatídica puerta. …Ocho, nueve, diez. El prisionero señalado rompe a llorar, recordando a su mujer y a sus hijos. De súbito, alguien llama la atención del capitán. «Soy Kolbe, Maximiliano Kolbe. Yo me ofrezco a entrar por él. No tengo familia». El capitán le mira sorprendido, reflexiona y le señala la puerta del calabozo. A ella se dirigió él sin vacilación.
El P. Maximiliano Kolbe nos hizo patente que existe un mundo dotado de una lógica que nos sorprende, pues transforma nuestros criterios de actuación en otros de una bondad tal que no sólo resultan sorprendentes sino estremecedores. Entonces hablamos de una acción sublime. Pero ésta es una calificación estética, no ética. Cuando una acción ética es tan elevada que se vuelve digna de admiración, entra en el mundo de la contemplación estética.
Estructuras matemáticas elaboradas por un científico en su despacho se aplican ahora a la expresión de realidades elementales, inintuibles, inexpresables con el lenguaje ordinario. Esta enigmática adecuación de la mente del hombre y la realidad externa a él es algo armónico, de un alcance y unas implicaciones tales que superan las que ostenta la relación entre el Partenón y la mente humana que lo contempla. Estamos ante una forma de armonía cósmica, que implica al ser humano, pero lo desborda, no depende de él. El hecho de que haya unas «ciencias físicas matemáticas» (así, sin una y intermedia) nos revela un mundo de una belleza que trasciende cuanto en el mundo nos arrebata por su atractivo estético. Justo, lo trasciende, porque nos transporta a un mundo donde la relación ejerce un poderío benéfico increíble, nada despótico, sino dador de vida. Un filósofo de la ciencia lo expone así:
«La ciencia amplía inmensamente nuestro conocimiento del mundo y nos acerca a la belleza sublime de las leyes de la naturaleza».
Esta tercera forma de belleza es la indicada para elevarnos al plano de la trascendencia religiosa. Por eso conviene cultivarla de manera predominante. Describamos, para ello, algunas de las formas de belleza que surgen en los distintos niveles.
Estructuras matemáticas elaboradas por un científico en su despacho se aplican ahora a la expresión de realidades elementales, inintuibles, inexpresables con el lenguaje ordinario. Esta enigmática adecuación de la mente del hombre y la realidad externa a él es algo armónico, de un alcance y unas implicaciones tales que superan las que ostenta la relación entre el Partenón y la mente humana que lo contempla. Estamos ante una forma de armonía cósmica, que implica al ser humano, pero lo desborda, no depende de él. El hecho de que haya unas «ciencias físicas matemáticas» (así, sin una y intermedia) nos revela un mundo de una belleza que trasciende cuanto en el mundo nos arrebata por su atractivo estético. Justo, lo trasciende, porque nos transporta a un mundo donde la relación ejerce un poderío benéfico increíble, nada despótico, sino dador de vida. Un filósofo de la ciencia lo expone así:
«La ciencia amplía inmensamente nuestro conocimiento del mundo y nos acerca a la belleza sublime de las leyes de la naturaleza».
Esta tercera forma de belleza es la indicada para elevarnos al plano de la trascendencia religiosa. Por eso conviene cultivarla de manera predominante. Describamos, para ello, algunas de las formas de belleza que surgen en los distintos niveles.