El enigma de la inspiración
Este proceso duraba, en casos, largo tiempo, como parece haber sucedido con el tema principal del Cuarto Tiempo de la Novena Sinfonía. Sin embargo, el resultado del proceso de composición de la obra -ensamblaje y desarrollo de los temas...- es un todo coherente, espontáneo, lleno de sentido. Aquí descubrimos un nexo fecundo entre la inspiración que procede del inconsciente y la labor de composición racional –que combina varios temas, los desarrolla en melodías, practica diversas modulaciones...–. Al compositor le vienen dadas diversas ideas musicales, pero es él quien debe dirigir esa fuerza interior que le inspira y le transporta, es decir, le impulsa a «engendrar obras en la belleza» (Platón) (1). Esta labor de configuración era, a veces, en Beethoven muy ardua: luchaba con los temas, corregía, tachaba febrilmente pasajes enteros, comenzaba de nuevo y se extenuaba buscando la expresión adecuada.
Contrasta este laborioso procedimiento con el proceder rápido y contundente de otros compositores –presididos por el increíble Mozart–a los que parecía venirles prodigiosamente dado tal proceso -con su trama de temas, melodías y armonías, todo bien ensamblado y desarrollado-, de tal forma que, al componer, parecían escribir al dictado. A Schubert le brotaban las melodías a borbotones, de modo que su gran trabajo era seleccionarlas y encuadrarlas en una forma bien definida. El mismo Beethoven, sorprendido al oír una de sus obras, exclamó: “Verdaderamente, en este Schubert hay un destello divino” (2).
Asombra ver con qué tino los grandes compositores consiguen formas perfectas sin perder el frescor de las melodías y la emoción profunda de las armonías. Sus obras son mesuradas y conservan la palpitación primera; tienen el fuego de los orígenes, y muestran, al mismo tiempo, una impresionante madurez.
Se dice de André M. Grétry (1712-1813) que antes de ir a dormir se proponía realizar una determinada composición, y a la mañana siguiente se limitaba a transcribir lo que su interior le dictaba. El gran liederista Hugo Wolf (1860-1903) solía leer y releer un poema hasta que le conmovía; al día siguiente, la melodía brotaba en él de modo espontáneo y decidido. En estos casos es patente la colaboración del inconsciente. También cuenta Tchaikowski que, a veces, en medio de una conversación notaba que se estaba gestando en su interior un tema o un pasaje entero de una obra. De F. Chopin cuenta George Sand que “la creación era en él espontánea, milagrosa; la hallaba sin buscarla, sin preverla, le venía completa, súbita, sublime” (3).
Este tipo de inspiración es el que dio lugar al concepto romántico de artista transportado por las “musas” a un plano de genialidad. Sin embargo, el mayor o menor esfuerzo por parte del compositor no da la medida de la calidad de una obra. En definitiva, a la Estética musical no le interesa tanto el enigmático tema de la potencia inventiva de los diversos compositores cuanto el resultado de la misma, el legado de obras que nos han dejado y que podemos reactualizar creativamente. En qué medida esa capacidad creativa la deben los compositores a la contribución de su inconsciente y a la riqueza de las experiencias que hayan realizado en todos los órdenes de la vida es tarea propia de la Psicología. El cometido de la Estética musical consiste, más bien, en descubrir toda la envergadura de las obras: su belleza, el sentido musical que en ellas late, su capacidad formativa y la intención de fondo que movió al compositor.
El sentido musical nos ayuda a descubrir la lógica propia de cada obra, el modo peculiar de ordenar los temas, desarrollarlos y crear un todo coherente. Es una forma de lógica distinta a la que guía nuestros razonamientos, pero no inferior en coherencia. Canto un tema, y la lógica del canto me lleva a prolongar ese tema en uno segundo en tonalidad distinta, para regresar de nuevo al primero y conseguir, así, realizar la categoría estética de la “unidad en la variedad”. Comienzo una obra en una tonalidad determinada, y el sentido musical me sugiere que realice diversas modulaciones -para diversificar la expresión- y vuelva de nuevo a la tonalidad primera, que juega el papel de fundamento de todo el discurso.
Este proceso duraba, en casos, largo tiempo, como parece haber sucedido con el tema principal del Cuarto Tiempo de la Novena Sinfonía. Sin embargo, el resultado del proceso de composición de la obra -ensamblaje y desarrollo de los temas...- es un todo coherente, espontáneo, lleno de sentido. Aquí descubrimos un nexo fecundo entre la inspiración que procede del inconsciente y la labor de composición racional –que combina varios temas, los desarrolla en melodías, practica diversas modulaciones...–. Al compositor le vienen dadas diversas ideas musicales, pero es él quien debe dirigir esa fuerza interior que le inspira y le transporta, es decir, le impulsa a «engendrar obras en la belleza» (Platón) (1). Esta labor de configuración era, a veces, en Beethoven muy ardua: luchaba con los temas, corregía, tachaba febrilmente pasajes enteros, comenzaba de nuevo y se extenuaba buscando la expresión adecuada.
Contrasta este laborioso procedimiento con el proceder rápido y contundente de otros compositores –presididos por el increíble Mozart–a los que parecía venirles prodigiosamente dado tal proceso -con su trama de temas, melodías y armonías, todo bien ensamblado y desarrollado-, de tal forma que, al componer, parecían escribir al dictado. A Schubert le brotaban las melodías a borbotones, de modo que su gran trabajo era seleccionarlas y encuadrarlas en una forma bien definida. El mismo Beethoven, sorprendido al oír una de sus obras, exclamó: “Verdaderamente, en este Schubert hay un destello divino” (2).
Asombra ver con qué tino los grandes compositores consiguen formas perfectas sin perder el frescor de las melodías y la emoción profunda de las armonías. Sus obras son mesuradas y conservan la palpitación primera; tienen el fuego de los orígenes, y muestran, al mismo tiempo, una impresionante madurez.
Se dice de André M. Grétry (1712-1813) que antes de ir a dormir se proponía realizar una determinada composición, y a la mañana siguiente se limitaba a transcribir lo que su interior le dictaba. El gran liederista Hugo Wolf (1860-1903) solía leer y releer un poema hasta que le conmovía; al día siguiente, la melodía brotaba en él de modo espontáneo y decidido. En estos casos es patente la colaboración del inconsciente. También cuenta Tchaikowski que, a veces, en medio de una conversación notaba que se estaba gestando en su interior un tema o un pasaje entero de una obra. De F. Chopin cuenta George Sand que “la creación era en él espontánea, milagrosa; la hallaba sin buscarla, sin preverla, le venía completa, súbita, sublime” (3).
Este tipo de inspiración es el que dio lugar al concepto romántico de artista transportado por las “musas” a un plano de genialidad. Sin embargo, el mayor o menor esfuerzo por parte del compositor no da la medida de la calidad de una obra. En definitiva, a la Estética musical no le interesa tanto el enigmático tema de la potencia inventiva de los diversos compositores cuanto el resultado de la misma, el legado de obras que nos han dejado y que podemos reactualizar creativamente. En qué medida esa capacidad creativa la deben los compositores a la contribución de su inconsciente y a la riqueza de las experiencias que hayan realizado en todos los órdenes de la vida es tarea propia de la Psicología. El cometido de la Estética musical consiste, más bien, en descubrir toda la envergadura de las obras: su belleza, el sentido musical que en ellas late, su capacidad formativa y la intención de fondo que movió al compositor.
El sentido musical nos ayuda a descubrir la lógica propia de cada obra, el modo peculiar de ordenar los temas, desarrollarlos y crear un todo coherente. Es una forma de lógica distinta a la que guía nuestros razonamientos, pero no inferior en coherencia. Canto un tema, y la lógica del canto me lleva a prolongar ese tema en uno segundo en tonalidad distinta, para regresar de nuevo al primero y conseguir, así, realizar la categoría estética de la “unidad en la variedad”. Comienzo una obra en una tonalidad determinada, y el sentido musical me sugiere que realice diversas modulaciones -para diversificar la expresión- y vuelva de nuevo a la tonalidad primera, que juega el papel de fundamento de todo el discurso.
(Iglesia de Santo Tomás en Leipzig)
Al sentido musical compete adecuar el tempo a la densidad expresiva de cada tema, frase y período. Esa adecuación es condición indispensable para que resulte emotivo el discurso musical. Si se precipita, por ejemplo, el tempo del conocido coral “Jesu, meine Freude” (Jesús, mi alegría”) de la Cantata 147 de Bach, se lo priva, en buena medida, de su peculiar carácter meditativo y su poder emotivo.
El sentido musical es esa enigmática capacidad de ciertos compositores para convertir las tramas de sonidos en una fuente inagotable de emociones y gozo espiritual.
“El sentido musical –escribe Cuvelier– juega el papel de una maravillosa piedra filosofal que transmuta la agitada danza de múltiples e indiferentes vibraciones de moléculas de aire, pronto desvanecidas, en un gozo indefinible, en alegría espiritual, en sueños tan deliciosos como imprecisos, ajenos a la actividad de los demás sentidos” (4).
Esa transmutación admirable es fruto de la inspiración, que consiste en un peculiar enardecimiento de las facultades que constituyen el sentido musical y las llevan a su pleno poder de creación. Es el soplo creador que otorgan a las obras vida, coherencia interna, poder emotivo, capacidad de elevar a quien las revive a cotas muy altas de realización personal.
Componer en frío es difícil; se necesita enardecer el ánimo de alguna forma. Beethoven lo lograba paseando por el campo, que él veía como la huella del Creador. Haydn necesitaba oír el tintineo producido por la lluvia al caer sobre un techo de cristal. Cesar Franck interpretaba algo al piano. Un cielo puro, una sonrisa, un recuerdo agradable, una buena nueva... disponen el corazón para entrar en estado de gracia y conseguir grandes logros.
La composición, fruto de la imaginación creadora y la inserción histórica
Los grandes hallazgos de la historia de la música pertenecen a la humanidad. No podemos decidir nosotros si asumirlos o dejarlos de lado y privarlos de toda vigencia. Sería desechar un patrimonio común inestimable. La melodía, la armonía, las distintas formas musicales... son un tesoro que nunca estimaremos lo suficiente. Reducir la armonía a mero barullo; rebajar el ritmo que es expresión de grandes sentimientos a puro vértigo electrizante que nos saca de nosotros mismos para masificarnos (como resalta en ciertos conciertos multitudinarios, donde una multitud mimetiza los gestos mecánicos de unos cantantes exaltados) es un reduccionismo injustificable, porque rebaja la calidad de la vida humana. Los grandes compositores se comportaron con la tradición de forma muy positiva: la asumieron creativamente, única forma noble de recibir las posibilidades transmitidas por el pasado.
Richard Wagner realizó una verdadera revolución en cuanto a armonía, formas musicales, concepción de la ópera..., pero no olvidemos que la meta de su tarea creativa se iluminó en su mente al oír, bien interpretada por Felix Mendelssohn, la Novena Sinfonía de Beethoven. En ese momento, el joven que había sido rechazado como alumno de piano por un genio de la adivinación que no le vio futuro alguno en el campo de la música se empeñó en reformar la ópera por la vía abierta a la humanidad en esa obra genial. Al hacerlo, realizó una labor “histórica”, en el sentido más profundo de este vocablo.
Si advertimos que cada estilo pervive en otros posteriores en cuanto les otorga diversas posibilidades expresivas, cobramos una idea muy precisa y honda de lo que significa vivir históricamente: asumir las posibilidades creativas que nos han transmitido las generaciones anteriores, crear en el presente nuevas posibilidades y legarlas a las generaciones venideras. “Transmitir” se dice en latín “tradere”, de donde deriva el sustantivo “tradición”. La tradición, bien entendida, no es un lastre que gravita sobre nuestros hombros; es una fuente incesante de inspiración para nuestra labor creativa en el presente.
«Bien lejos de involucrar la repetición de lo pasado –escribe Igor Strawinsky–, la tradición supone la realidad de lo que dura. Aparece como un bien familiar, una herencia que se recibe con la condición de hacerla fructificar antes de transmitirla a la descendencia» (5).
Esta asimilación creadora de posibilidades es la mejor forma de no olvidar ese legado, sino de “recordarlo”, en el sentido activo de “volver a pasarlo por el corazón”, y prepararnos, así, para transmitir, agradecidamente, a los venideros las posibilidades de diverso orden que logremos crear. Desmentiremos, de esta forma, a José de Maistre, para el cual “la posteridad es una ingrata que se aprovecha y olvida”.
En una entrevista publicada en el diario ABC (18-10-2002, p. 9), el gran violoncelista y director de orquesta M. Rostropovich manifestó lo siguiente:
«El arte es una parte esencial de la vida humana. Como la religión. Es una fuente de libertad y enriquecimiento moral. La salvación misma del hombre, de la humanidad entera, dependen de la belleza y el arte. Es la belleza la que da un sentido a la vida humana. A través del arte nos comunicamos con nuestros antepasados, con nuestros muertos, y transmitimos a los hombres que vendrán el legado de nuestra vida espiritual.»
Estas palabras le fueron inspiradas por la emoción que le produjo dirigir el Requiem de Benjamin Britten en el lugar del norte de Alemania de donde, en la Segunda Guerra Mundial, fueron lanzados los mortíferos misiles contra Londres. Tras recordar ese acto de memoria y reconciliación, agrega:
“El hombre del siglo XX bajó a los infiernos más duros de la historia; pero, finalmente, a través del arte, a través del perdón y la compasión, podemos seguir viviendo y trasmitiendo nuestra fe, nuestra confianza y nuestra esperanza en el arte y la belleza, que nos harán libres».
Como todo auténtico artista, el buen compositor no actúa individualmente, desgajado de su entorno social e histórico. Configura las obras vinculado activamente a cuanto le ofrece algún valor. Como hemos visto, quien compone no es la persona retraída en sí misma, desvinculada del entorno; es la persona vista como “ámbito”, abierta creativamente a las realidades circundantes de todo orden. Por eso, lo que nos revelan las obras no es tanto el carácter del compositor, tal como se revela en su vida cotidiana, cuanto el conjunto de ideas, sentimientos, actitudes e interrelaciones que constituyen su ámbito de vida. Si oímos de forma penetrante El viaje de invierno (“Winterreise”) de Franz Schubert, sabemos más de su personalidad integral que si aprendemos de memoria los numerosos escritos que han descrito su figura. Las biografías de Bach nos hablan de su amor a la vida, su honda religiosidad, su convicción de que el orden, visto activamente como ordenación de elementos, articulación interna y coherencia, es fuente de vida, de fuerza e indefinible belleza. Pero esta información sólo se convierte en conocimiento vivo cuando oímos, por ejemplo, los vibrantes Conciertos de Brandenburgo y las luminosas Cantatas de Pascua.
La genialidad
Es venturoso sentirse de cuando en cuando en presencia de la genialidad, percibir su hálito, dejarse rozar por el ala de su ángel inspirador. Estás oyendo el Concierto para piano en re menor, nº 20 (KV 466) de Mozart. Tras el inquietante comienzo, que, sin previo aviso, te introduce en un mundo de zozobra, llegas al remanso del Andante y te sumerges serenamente en la Romanza, con su andadura tranquila y su carácter cordial. Cuando menos lo esperas, surge el vendaval delicioso de la genialidad. No sabes de dónde viene y cómo surge ese arranque inspirado que da lugar a una especie de tormenta lúdica. Y te llenas de un asombro feliz. Aquí genialidad significa potencia de invención, valentía –incluso arrojo– para dejarse llevar de la capacidad de romper moldes y crear estructuras novedosas llenas de sentido, aparición enigmática de algo insospechado. Entendemos por genial la forma prodigiosa de crear algo, un modo de actuar relampagueante, tan llamativo por su contundencia como por su capacidad de sorprender con algo novedoso y sumamente expresivo.
Al sentido musical compete adecuar el tempo a la densidad expresiva de cada tema, frase y período. Esa adecuación es condición indispensable para que resulte emotivo el discurso musical. Si se precipita, por ejemplo, el tempo del conocido coral “Jesu, meine Freude” (Jesús, mi alegría”) de la Cantata 147 de Bach, se lo priva, en buena medida, de su peculiar carácter meditativo y su poder emotivo.
El sentido musical es esa enigmática capacidad de ciertos compositores para convertir las tramas de sonidos en una fuente inagotable de emociones y gozo espiritual.
“El sentido musical –escribe Cuvelier– juega el papel de una maravillosa piedra filosofal que transmuta la agitada danza de múltiples e indiferentes vibraciones de moléculas de aire, pronto desvanecidas, en un gozo indefinible, en alegría espiritual, en sueños tan deliciosos como imprecisos, ajenos a la actividad de los demás sentidos” (4).
Esa transmutación admirable es fruto de la inspiración, que consiste en un peculiar enardecimiento de las facultades que constituyen el sentido musical y las llevan a su pleno poder de creación. Es el soplo creador que otorgan a las obras vida, coherencia interna, poder emotivo, capacidad de elevar a quien las revive a cotas muy altas de realización personal.
Componer en frío es difícil; se necesita enardecer el ánimo de alguna forma. Beethoven lo lograba paseando por el campo, que él veía como la huella del Creador. Haydn necesitaba oír el tintineo producido por la lluvia al caer sobre un techo de cristal. Cesar Franck interpretaba algo al piano. Un cielo puro, una sonrisa, un recuerdo agradable, una buena nueva... disponen el corazón para entrar en estado de gracia y conseguir grandes logros.
La composición, fruto de la imaginación creadora y la inserción histórica
Los grandes hallazgos de la historia de la música pertenecen a la humanidad. No podemos decidir nosotros si asumirlos o dejarlos de lado y privarlos de toda vigencia. Sería desechar un patrimonio común inestimable. La melodía, la armonía, las distintas formas musicales... son un tesoro que nunca estimaremos lo suficiente. Reducir la armonía a mero barullo; rebajar el ritmo que es expresión de grandes sentimientos a puro vértigo electrizante que nos saca de nosotros mismos para masificarnos (como resalta en ciertos conciertos multitudinarios, donde una multitud mimetiza los gestos mecánicos de unos cantantes exaltados) es un reduccionismo injustificable, porque rebaja la calidad de la vida humana. Los grandes compositores se comportaron con la tradición de forma muy positiva: la asumieron creativamente, única forma noble de recibir las posibilidades transmitidas por el pasado.
Richard Wagner realizó una verdadera revolución en cuanto a armonía, formas musicales, concepción de la ópera..., pero no olvidemos que la meta de su tarea creativa se iluminó en su mente al oír, bien interpretada por Felix Mendelssohn, la Novena Sinfonía de Beethoven. En ese momento, el joven que había sido rechazado como alumno de piano por un genio de la adivinación que no le vio futuro alguno en el campo de la música se empeñó en reformar la ópera por la vía abierta a la humanidad en esa obra genial. Al hacerlo, realizó una labor “histórica”, en el sentido más profundo de este vocablo.
Si advertimos que cada estilo pervive en otros posteriores en cuanto les otorga diversas posibilidades expresivas, cobramos una idea muy precisa y honda de lo que significa vivir históricamente: asumir las posibilidades creativas que nos han transmitido las generaciones anteriores, crear en el presente nuevas posibilidades y legarlas a las generaciones venideras. “Transmitir” se dice en latín “tradere”, de donde deriva el sustantivo “tradición”. La tradición, bien entendida, no es un lastre que gravita sobre nuestros hombros; es una fuente incesante de inspiración para nuestra labor creativa en el presente.
«Bien lejos de involucrar la repetición de lo pasado –escribe Igor Strawinsky–, la tradición supone la realidad de lo que dura. Aparece como un bien familiar, una herencia que se recibe con la condición de hacerla fructificar antes de transmitirla a la descendencia» (5).
Esta asimilación creadora de posibilidades es la mejor forma de no olvidar ese legado, sino de “recordarlo”, en el sentido activo de “volver a pasarlo por el corazón”, y prepararnos, así, para transmitir, agradecidamente, a los venideros las posibilidades de diverso orden que logremos crear. Desmentiremos, de esta forma, a José de Maistre, para el cual “la posteridad es una ingrata que se aprovecha y olvida”.
En una entrevista publicada en el diario ABC (18-10-2002, p. 9), el gran violoncelista y director de orquesta M. Rostropovich manifestó lo siguiente:
«El arte es una parte esencial de la vida humana. Como la religión. Es una fuente de libertad y enriquecimiento moral. La salvación misma del hombre, de la humanidad entera, dependen de la belleza y el arte. Es la belleza la que da un sentido a la vida humana. A través del arte nos comunicamos con nuestros antepasados, con nuestros muertos, y transmitimos a los hombres que vendrán el legado de nuestra vida espiritual.»
Estas palabras le fueron inspiradas por la emoción que le produjo dirigir el Requiem de Benjamin Britten en el lugar del norte de Alemania de donde, en la Segunda Guerra Mundial, fueron lanzados los mortíferos misiles contra Londres. Tras recordar ese acto de memoria y reconciliación, agrega:
“El hombre del siglo XX bajó a los infiernos más duros de la historia; pero, finalmente, a través del arte, a través del perdón y la compasión, podemos seguir viviendo y trasmitiendo nuestra fe, nuestra confianza y nuestra esperanza en el arte y la belleza, que nos harán libres».
Como todo auténtico artista, el buen compositor no actúa individualmente, desgajado de su entorno social e histórico. Configura las obras vinculado activamente a cuanto le ofrece algún valor. Como hemos visto, quien compone no es la persona retraída en sí misma, desvinculada del entorno; es la persona vista como “ámbito”, abierta creativamente a las realidades circundantes de todo orden. Por eso, lo que nos revelan las obras no es tanto el carácter del compositor, tal como se revela en su vida cotidiana, cuanto el conjunto de ideas, sentimientos, actitudes e interrelaciones que constituyen su ámbito de vida. Si oímos de forma penetrante El viaje de invierno (“Winterreise”) de Franz Schubert, sabemos más de su personalidad integral que si aprendemos de memoria los numerosos escritos que han descrito su figura. Las biografías de Bach nos hablan de su amor a la vida, su honda religiosidad, su convicción de que el orden, visto activamente como ordenación de elementos, articulación interna y coherencia, es fuente de vida, de fuerza e indefinible belleza. Pero esta información sólo se convierte en conocimiento vivo cuando oímos, por ejemplo, los vibrantes Conciertos de Brandenburgo y las luminosas Cantatas de Pascua.
La genialidad
Es venturoso sentirse de cuando en cuando en presencia de la genialidad, percibir su hálito, dejarse rozar por el ala de su ángel inspirador. Estás oyendo el Concierto para piano en re menor, nº 20 (KV 466) de Mozart. Tras el inquietante comienzo, que, sin previo aviso, te introduce en un mundo de zozobra, llegas al remanso del Andante y te sumerges serenamente en la Romanza, con su andadura tranquila y su carácter cordial. Cuando menos lo esperas, surge el vendaval delicioso de la genialidad. No sabes de dónde viene y cómo surge ese arranque inspirado que da lugar a una especie de tormenta lúdica. Y te llenas de un asombro feliz. Aquí genialidad significa potencia de invención, valentía –incluso arrojo– para dejarse llevar de la capacidad de romper moldes y crear estructuras novedosas llenas de sentido, aparición enigmática de algo insospechado. Entendemos por genial la forma prodigiosa de crear algo, un modo de actuar relampagueante, tan llamativo por su contundencia como por su capacidad de sorprender con algo novedoso y sumamente expresivo.
En la penúltima escena de su Don Giovanni, Mozart se encuentra con un argumento extraño que puede parecer inverosímil –por puramente fantástico- a los espectadores. Sin embargo, con el poder de su música consigue no sólo prender su atención sino causarles un hondo estremecimiento, al sentir que no se dirime ahí una querella entre dos personas, sino que entran en conflicto tres niveles de vida: el “estético” o meramente sensorial, por una parte, y el ético y el religioso, por otra. Lo que pudiera haberse reducido a un argumento arcaico de una vieja leyenda adquiere, así, una vitalidad y una actualidad sobrecogedoras. Una música capaz de realizar esa transfiguración la consideramos, sin vacilación alguna, como genial.
Cuando experimentamos la fuerza arrebatadora de Beethoven en el último tiempo de la Sonata para piano en do sostenido menor (“Claro de luna”) o de Wagner en el Preludio al Acto III de Lohengrin, nos sentimos en vecindad con la energía enigmática de la genialidad.
Oyes en Semana Santa los «Responsorios» de Tomás Luis de Victoria, y, a partir de entonces, el clima del Triduo Santo queda determinado en buena medida por los acordes inolvidables del abulense. Ello nos revela que este devoto sacerdote y profundo compositor supo ahondar en la quintaesencia de esos cultos religiosos. Tal poder de penetración es privilegio exclusivo de quienes en algún momento traspasaron el umbral de la genialidad.
NOTAS
(1) Transportado se halla también el que improvisa en un instrumento, por ejemplo, el piano o el órgano. Le parece estar navegando sobre un mar que lo impulsa y nutre. Ese dejarse llevar de la fuerza interna de la música produce una singular emoción. Robert Schumann gustaba de improvisar al piano, y un día confesó que le producía intenso gozo expresar así sus sentimientos íntimos, pero es necesario someter la expresión musical a un cauce formal, a fin de no sólo producir bellos y expresivos sonidos sino crear verdaderas obras de arte. Al filósofo Gabriel Marcel le ayudaron los ejercicios de improvisación a comprender la forma en que los seres humanos estamos nutridos por el ser, del que recibimos energía y sentido. Véase, sobre ello, mi obra La experiencia estética y su poder formativo, Universidad de Deusto, Bilbao, 22004, págs. 125-160.
(2) Cf. Annette Kolb: Schubert, Albin Michel, Paris 1952, p. 143.
(3) Cf. D. Huisman : L’estéthique, PUF, Paris 1967, p. 81.
(4) La musique et l´homme ou Relativité de la chose musicale, Presses Universitaire de France, Paris, 1949, p. 73.
(5) Poética musical, p. 60.
Cuando experimentamos la fuerza arrebatadora de Beethoven en el último tiempo de la Sonata para piano en do sostenido menor (“Claro de luna”) o de Wagner en el Preludio al Acto III de Lohengrin, nos sentimos en vecindad con la energía enigmática de la genialidad.
Oyes en Semana Santa los «Responsorios» de Tomás Luis de Victoria, y, a partir de entonces, el clima del Triduo Santo queda determinado en buena medida por los acordes inolvidables del abulense. Ello nos revela que este devoto sacerdote y profundo compositor supo ahondar en la quintaesencia de esos cultos religiosos. Tal poder de penetración es privilegio exclusivo de quienes en algún momento traspasaron el umbral de la genialidad.
NOTAS
(1) Transportado se halla también el que improvisa en un instrumento, por ejemplo, el piano o el órgano. Le parece estar navegando sobre un mar que lo impulsa y nutre. Ese dejarse llevar de la fuerza interna de la música produce una singular emoción. Robert Schumann gustaba de improvisar al piano, y un día confesó que le producía intenso gozo expresar así sus sentimientos íntimos, pero es necesario someter la expresión musical a un cauce formal, a fin de no sólo producir bellos y expresivos sonidos sino crear verdaderas obras de arte. Al filósofo Gabriel Marcel le ayudaron los ejercicios de improvisación a comprender la forma en que los seres humanos estamos nutridos por el ser, del que recibimos energía y sentido. Véase, sobre ello, mi obra La experiencia estética y su poder formativo, Universidad de Deusto, Bilbao, 22004, págs. 125-160.
(2) Cf. Annette Kolb: Schubert, Albin Michel, Paris 1952, p. 143.
(3) Cf. D. Huisman : L’estéthique, PUF, Paris 1967, p. 81.
(4) La musique et l´homme ou Relativité de la chose musicale, Presses Universitaire de France, Paris, 1949, p. 73.
(5) Poética musical, p. 60.