EL CULTIVO CREATIVO DE LA MÚSICA
El sentido del oído, en cuanto lo usamos para detectar ruidos sospechosos y defendernos, se halla en el nivel 1. Tener oído musical significa ser capaz de percibir y reproducir los intervalos, que son la base primaria de la música. Esta capacidad hace posible el sentido musical, que pertenece al nivel 2 porque nos permite crear estructuras sonoras, expresar en ellas toda suerte de sentimientos, estilos de vida, anhelos. El oído del nivel 1 se desarrolla por instinto de conservación biológica. El sentido musical del nivel 2 se cultiva por afán de creatividad, de instaurar tramas de sonidos desbordantes de sentido.
Los ornitólogos destacan que los pájaros cantan para expresar su gozo de vivir, afirmar el territorio que han acotado en torno al nido, dar cauce a su plenitud vital. El ser humano, cuando se halla exuberante, lleno de energía, abierto al encanto de la amistad, afanoso de mostrar sus sentimientos ante la persona amada o ante el Señor de todas las cosas, rompe a cantar, que es una forma de lenguaje tan poderoso como fácilmente accesible.
El sentido del oído, en cuanto lo usamos para detectar ruidos sospechosos y defendernos, se halla en el nivel 1. Tener oído musical significa ser capaz de percibir y reproducir los intervalos, que son la base primaria de la música. Esta capacidad hace posible el sentido musical, que pertenece al nivel 2 porque nos permite crear estructuras sonoras, expresar en ellas toda suerte de sentimientos, estilos de vida, anhelos. El oído del nivel 1 se desarrolla por instinto de conservación biológica. El sentido musical del nivel 2 se cultiva por afán de creatividad, de instaurar tramas de sonidos desbordantes de sentido.
Los ornitólogos destacan que los pájaros cantan para expresar su gozo de vivir, afirmar el territorio que han acotado en torno al nido, dar cauce a su plenitud vital. El ser humano, cuando se halla exuberante, lleno de energía, abierto al encanto de la amistad, afanoso de mostrar sus sentimientos ante la persona amada o ante el Señor de todas las cosas, rompe a cantar, que es una forma de lenguaje tan poderoso como fácilmente accesible.
Durante siglos, la expresión musical estuvo ligada a la palabra. Esta vinculación logró en el canto gregoriano cotas de altísima expresividad. De esta cumbre emanaron dos torrentes de expresividad sonora: el canto trovadoresco, monódico, individual y localista, y la polifonía sacra, de espíritu comunitario y universalista. Todavía en el Renacimiento, la música instrumental estaba sujeta a la placenta polifónica. Hubo que esperar a que, en pleno siglo XVIII, el estilo barroco concediera a los instrumentos unos cauces expresivos propios, que iban a conseguir en breve, con el Clasicismo vienés, logros de una grandeza insospechada. Al observar la grandiosidad –cualitativa y cuantitativa- de las grandes obras corales del barroco y las corales y sinfónicas del Clasicismo vienés, no podemos sino pensar que esta evolución sorprendente sólo es posible porque el fenómeno musical responde a tendencias y afanes muy profundos del hombre. Para comprender hasta el fondo estas obras cumbre, debemos estar familiarizados con los deseos más elevados del ser humano.
La audición creativa o “contemplación”
Al oír una obra musical, no debemos quedarnos en la impresión que nos produce y el goce que tal vez nos reporta. Todo ello significa mucho para nosotros, pero sin duda tendrá una significación todavía mayor si situamos esa obra dentro del campo de la música, y vinculamos la experiencia musical –vista como una trama de interrelaciones de sonidos- con el hecho impresionante de que el universo está basado en energías estructuradas, es decir, interrelacionadas. Entonces, la audición adquiere un carácter de contemplación muy honda y formativa, que es fuente de sabiduría.
Hoy sabemos que el universo entero fue creado conforme a un orden, y por eso obedece a leyes y puede ser expresado en lenguaje matemático. Si a ese orden lo denominamos con el término logos –que en los antiguos griegos significaba palabra, pensamiento, ordenación...–, podemos afirmar que el logos que sostiene el mundo y lo hace comprensible es el mismo que inspira a los artistas. Durante siglos y mediante el esfuerzo mancomunado de diversos genios, se fueron descubriendo las leyes de la melodía, la armonía, la composición..., que permiten configurar obras proporcionadas, expresivas y bellas, que emocionan a quien vive en este mundo creado por el logos y sostenido radicalmente por él.
Al pensar esto, no podemos sino hacernos muy en serio esta pregunta: El hecho de que, poco a poco, se hayan podido componer las formas de música que conocemos y admiramos ¿tiene alguna relación con el hecho de hallarnos instalados en un mundo bien ordenado -basado en energías interrelacionadas-, inmersos en campos de diverso orden que condicionan nuestra existencia? Sabemos que la quintaesencia de la música es la categoría de relación. Sumergirse en la música es tocar fondo en el misterio de la realidad. El gran músico vibra con toda la creación cuando compone, aunque no lo sepa. El buen intérprete colabora con él en la gran tarea de perfeccionar la creación dando nueva vida a las obras musicales. El melómano que revive las obras creativamente, como si las estuviera gestando, participa de esa actividad colaboradora y ve su vida desbordante de sentido.
Necesidad de oír creativamente la música, reviviéndola en su génesis
Debemos oír la música de forma genética, viviéndola desde su origen, como si fuéramos los compositores de cada obra. «No hay creación que no sea al mismo tiempo una invitación a crear -escribe Gabriel Marcel-, y, efectivamente, el oyente verdadero recrea la música que escucha”. Sirve, para ello, de gran ayuda conocer de cerca algún instrumento. Permítaseme aportar una pequeña experiencia, bastante significativa. Estoy algo familiarizado con la música de órgano, y esta sintonía me ayuda no poco en mis experiencias musicales. Por ejemplo, las sinfonías de Anton Bruckner se me resistieron durante un tiempo porque no lograba hallar la perspectiva adecuada para introducirme en ese frondoso bosque sonoro, a primera vista laberíntico. Hasta que un día me propuse oír la Séptima Sinfonía como si la estuviera interpretando al órgano mientras recorría los amplios espacios de una catedral e iba descubriendo los innumerables ámbitos espaciales que se crean al ir contemplando el templo desde ángulos diversos. El resultado fue entusiasmante. Sosegué el ánimo, no tuve prisa alguna en recorrer las avenidas de ese bosque; sentía gozo en demorarme en cada vista, en cada oleada de sonido, en cada contraste y cada arrebato del discurso sonoro. Todo el enigma de este buen hombre contemplativo se convirtió para mí en una fuente de luz y conmovedora belleza. Me parecía estar, como él, ante la consola del gran órgano del monasterio austríaco de San Florián, gestando este monumento sonoro a la gloria del Todopoderoso. Fue una experiencia inolvidable.
Al revivir una obra y darle cuerpo expresivo, debemos correr el riesgo que implica toda actividad creativa, pero cuidándonos de seguir los dictados de la partitura. Toda obra de arte es una «realidad abierta», porque es un ámbito, y como tal nos ofrece posibilidades expresivas. Al asumirlas activamente, nos sumergimos en la obra, entramos en su campo de juego creador, nos unimos profundamente a ella, nos vemos envueltos por ella, en el sentido de que nos impulsa, nos orienta en nuestra labor interpretativa, al tiempo que le damos forma y cuerpo sensible. Es una actividad reversible, bidireccional, por tratarse de un juego creativo. Al vivir una experiencia artística, sobre todo la musical, aprendemos a jugar en sentido profundo, a relacionarnos fecundamente con las realidades más valiosas del entorno. Entre tales realidades destacan las obras musicales. Cada obra musical es un ámbito de sentido que descubro al tiempo que contribuyo a darle vida. Ese ir creando una realidad en virtud de la energía que ella misma irradia es una fuente de la más alta creatividad para toda la vida.
Esta actividad creativa reversible implica una forma de libertad en vinculación. Soy creativo en cuanto me atengo a las posibilidades que recibo y asumo activamente. La creatividad nos eleva al nivel 2, y en éste pueden vincularse fecundamente aspectos de la vida que se oponen en el nivel 1; por ejemplo, libertad creativa y normas, atenencia a la partitura y soltura interpretativa, fidelidad a la tradición e impulso creativo novedoso.
Para realizar esta vinculación, debe el intérprete “dominar” la técnica de tal forma que no necesite prestarle una atención expresa y pueda dedicarse intensamente a la comprensión profunda de la obra. Los grandes virtuosos de los distintos instrumentos resuelven con pasmosa facilidad las mayores dificultades técnicas y entran en una relación de diálogo directo con la obra. Pensemos, por ejemplo, en la agilidad y precisión con que el pianista ruso Sviatowslav Richter ejecuta los pasajes más difíciles de El clave bien temperado de Juan Sebastián Bach. Sentimos, al oírlo, que nos invita a captar y vivir el espíritu peculiar que da vida a cada preludio y cada fuga. De golpe nos vemos instalados en presencia de estas obras maestras, que ostentan una personalidad autónoma, al tiempo que se insertan en el conjunto. Las diferentes voces en las fugas tienen vida propia, y el intérprete las realza de tal forma que parecen surgir como de la nada. Por ello, la trama contrapuntística que forman entre todas aparece en su albor, en estado naciente.
La audición creativa o “contemplación”
Al oír una obra musical, no debemos quedarnos en la impresión que nos produce y el goce que tal vez nos reporta. Todo ello significa mucho para nosotros, pero sin duda tendrá una significación todavía mayor si situamos esa obra dentro del campo de la música, y vinculamos la experiencia musical –vista como una trama de interrelaciones de sonidos- con el hecho impresionante de que el universo está basado en energías estructuradas, es decir, interrelacionadas. Entonces, la audición adquiere un carácter de contemplación muy honda y formativa, que es fuente de sabiduría.
Hoy sabemos que el universo entero fue creado conforme a un orden, y por eso obedece a leyes y puede ser expresado en lenguaje matemático. Si a ese orden lo denominamos con el término logos –que en los antiguos griegos significaba palabra, pensamiento, ordenación...–, podemos afirmar que el logos que sostiene el mundo y lo hace comprensible es el mismo que inspira a los artistas. Durante siglos y mediante el esfuerzo mancomunado de diversos genios, se fueron descubriendo las leyes de la melodía, la armonía, la composición..., que permiten configurar obras proporcionadas, expresivas y bellas, que emocionan a quien vive en este mundo creado por el logos y sostenido radicalmente por él.
Al pensar esto, no podemos sino hacernos muy en serio esta pregunta: El hecho de que, poco a poco, se hayan podido componer las formas de música que conocemos y admiramos ¿tiene alguna relación con el hecho de hallarnos instalados en un mundo bien ordenado -basado en energías interrelacionadas-, inmersos en campos de diverso orden que condicionan nuestra existencia? Sabemos que la quintaesencia de la música es la categoría de relación. Sumergirse en la música es tocar fondo en el misterio de la realidad. El gran músico vibra con toda la creación cuando compone, aunque no lo sepa. El buen intérprete colabora con él en la gran tarea de perfeccionar la creación dando nueva vida a las obras musicales. El melómano que revive las obras creativamente, como si las estuviera gestando, participa de esa actividad colaboradora y ve su vida desbordante de sentido.
Necesidad de oír creativamente la música, reviviéndola en su génesis
Debemos oír la música de forma genética, viviéndola desde su origen, como si fuéramos los compositores de cada obra. «No hay creación que no sea al mismo tiempo una invitación a crear -escribe Gabriel Marcel-, y, efectivamente, el oyente verdadero recrea la música que escucha”. Sirve, para ello, de gran ayuda conocer de cerca algún instrumento. Permítaseme aportar una pequeña experiencia, bastante significativa. Estoy algo familiarizado con la música de órgano, y esta sintonía me ayuda no poco en mis experiencias musicales. Por ejemplo, las sinfonías de Anton Bruckner se me resistieron durante un tiempo porque no lograba hallar la perspectiva adecuada para introducirme en ese frondoso bosque sonoro, a primera vista laberíntico. Hasta que un día me propuse oír la Séptima Sinfonía como si la estuviera interpretando al órgano mientras recorría los amplios espacios de una catedral e iba descubriendo los innumerables ámbitos espaciales que se crean al ir contemplando el templo desde ángulos diversos. El resultado fue entusiasmante. Sosegué el ánimo, no tuve prisa alguna en recorrer las avenidas de ese bosque; sentía gozo en demorarme en cada vista, en cada oleada de sonido, en cada contraste y cada arrebato del discurso sonoro. Todo el enigma de este buen hombre contemplativo se convirtió para mí en una fuente de luz y conmovedora belleza. Me parecía estar, como él, ante la consola del gran órgano del monasterio austríaco de San Florián, gestando este monumento sonoro a la gloria del Todopoderoso. Fue una experiencia inolvidable.
Al revivir una obra y darle cuerpo expresivo, debemos correr el riesgo que implica toda actividad creativa, pero cuidándonos de seguir los dictados de la partitura. Toda obra de arte es una «realidad abierta», porque es un ámbito, y como tal nos ofrece posibilidades expresivas. Al asumirlas activamente, nos sumergimos en la obra, entramos en su campo de juego creador, nos unimos profundamente a ella, nos vemos envueltos por ella, en el sentido de que nos impulsa, nos orienta en nuestra labor interpretativa, al tiempo que le damos forma y cuerpo sensible. Es una actividad reversible, bidireccional, por tratarse de un juego creativo. Al vivir una experiencia artística, sobre todo la musical, aprendemos a jugar en sentido profundo, a relacionarnos fecundamente con las realidades más valiosas del entorno. Entre tales realidades destacan las obras musicales. Cada obra musical es un ámbito de sentido que descubro al tiempo que contribuyo a darle vida. Ese ir creando una realidad en virtud de la energía que ella misma irradia es una fuente de la más alta creatividad para toda la vida.
Esta actividad creativa reversible implica una forma de libertad en vinculación. Soy creativo en cuanto me atengo a las posibilidades que recibo y asumo activamente. La creatividad nos eleva al nivel 2, y en éste pueden vincularse fecundamente aspectos de la vida que se oponen en el nivel 1; por ejemplo, libertad creativa y normas, atenencia a la partitura y soltura interpretativa, fidelidad a la tradición e impulso creativo novedoso.
Para realizar esta vinculación, debe el intérprete “dominar” la técnica de tal forma que no necesite prestarle una atención expresa y pueda dedicarse intensamente a la comprensión profunda de la obra. Los grandes virtuosos de los distintos instrumentos resuelven con pasmosa facilidad las mayores dificultades técnicas y entran en una relación de diálogo directo con la obra. Pensemos, por ejemplo, en la agilidad y precisión con que el pianista ruso Sviatowslav Richter ejecuta los pasajes más difíciles de El clave bien temperado de Juan Sebastián Bach. Sentimos, al oírlo, que nos invita a captar y vivir el espíritu peculiar que da vida a cada preludio y cada fuga. De golpe nos vemos instalados en presencia de estas obras maestras, que ostentan una personalidad autónoma, al tiempo que se insertan en el conjunto. Las diferentes voces en las fugas tienen vida propia, y el intérprete las realza de tal forma que parecen surgir como de la nada. Por ello, la trama contrapuntística que forman entre todas aparece en su albor, en estado naciente.
Necesidad de oír creativamente la música, reviviéndola en su génesis
Debemos oír la música de forma genética, viviéndola desde su origen, como si fuéramos los compositores de cada obra. «No hay creación que no sea al mismo tiempo una invitación a crear -escribe Gabriel Marcel-, y, efectivamente, el oyente verdadero recrea la música que escucha”. Sirve, para ello, de gran ayuda conocer de cerca algún instrumento. Permítaseme aportar una pequeña experiencia, bastante significativa. Estoy algo familiarizado con la música de órgano, y esta sintonía me ayuda no poco en mis experiencias musicales. Por ejemplo, las sinfonías de Anton Bruckner se me resistieron durante un tiempo porque no lograba hallar la perspectiva adecuada para introducirme en ese frondoso bosque sonoro, a primera vista laberíntico. Hasta que un día me propuse oír la Séptima Sinfonía como si la estuviera interpretando al órgano mientras recorría los amplios espacios de una catedral e iba descubriendo los innumerables ámbitos espaciales que se crean al ir contemplando el templo desde ángulos diversos. El resultado fue entusiasmante. Sosegué el ánimo, no tuve prisa alguna en recorrer las avenidas de ese bosque; sentía gozo en demorarme en cada vista, en cada oleada de sonido, en cada contraste y cada arrebato del discurso sonoro. Todo el enigma de este buen hombre contemplativo se convirtió para mí en una fuente de luz y conmovedora belleza. Me parecía estar, como él, ante la consola del gran órgano del monasterio austríaco de San Florián, gestando este monumento sonoro a la gloria del Todopoderoso. Fue una experiencia inolvidable.
Al revivir una obra y darle cuerpo expresivo, debemos correr el riesgo que implica toda actividad creativa, pero cuidándonos de seguir los dictados de la partitura. Toda obra de arte es una «realidad abierta», porque es un ámbito, y como tal nos ofrece posibilidades expresivas. Al asumirlas activamente, nos sumergimos en la obra, entramos en su campo de juego creador, nos unimos profundamente a ella, nos vemos envueltos por ella, en el sentido de que nos impulsa, nos orienta en nuestra labor interpretativa, al tiempo que le damos forma y cuerpo sensible. Es una actividad reversible, bidireccional, por tratarse de un juego creativo. Al vivir una experiencia artística, sobre todo la musical, aprendemos a jugar en sentido profundo, a relacionarnos fecundamente con las realidades más valiosas del entorno. Entre tales realidades destacan las obras musicales. Cada obra musical es un ámbito de sentido que descubro al tiempo que contribuyo a darle vida. Ese ir creando una realidad en virtud de la energía que ella misma irradia es una fuente de la más alta creatividad para toda la vida.
Esta actividad creativa reversible implica una forma de libertad en vinculación. Soy creativo en cuanto me atengo a las posibilidades que recibo y asumo activamente. La creatividad nos eleva al nivel 2, y en éste pueden vincularse fecundamente aspectos de la vida que se oponen en el nivel 1; por ejemplo, libertad creativa y normas, atenencia a la partitura y soltura interpretativa, fidelidad a la tradición e impulso creativo novedoso.
Para realizar esta vinculación, debe el intérprete “dominar” la técnica de tal forma que no necesite prestarle una atención expresa y pueda dedicarse intensamente a la comprensión profunda de la obra. Los grandes virtuosos de los distintos instrumentos resuelven con pasmosa facilidad las mayores dificultades técnicas y entran en una relación de diálogo directo con la obra. Pensemos, por ejemplo, en la agilidad y precisión con que el pianista ruso Sviatowslav Richter ejecuta los pasajes más difíciles de El clave bien temperado de Juan Sebastián Bach. Sentimos, al oírlo, que nos invita a captar y vivir el espíritu peculiar que da vida a cada preludio y cada fuga. De golpe nos vemos instalados en presencia de estas obras maestras, que ostentan una personalidad autónoma, al tiempo que se insertan en el conjunto. Las diferentes voces en las fugas tienen vida propia, y el intérprete las realza de tal forma que parecen surgir como de la nada. Por ello, la trama contrapuntística que forman entre todas aparece en su albor, en estado naciente.
Debemos oír la música de forma genética, viviéndola desde su origen, como si fuéramos los compositores de cada obra. «No hay creación que no sea al mismo tiempo una invitación a crear -escribe Gabriel Marcel-, y, efectivamente, el oyente verdadero recrea la música que escucha”. Sirve, para ello, de gran ayuda conocer de cerca algún instrumento. Permítaseme aportar una pequeña experiencia, bastante significativa. Estoy algo familiarizado con la música de órgano, y esta sintonía me ayuda no poco en mis experiencias musicales. Por ejemplo, las sinfonías de Anton Bruckner se me resistieron durante un tiempo porque no lograba hallar la perspectiva adecuada para introducirme en ese frondoso bosque sonoro, a primera vista laberíntico. Hasta que un día me propuse oír la Séptima Sinfonía como si la estuviera interpretando al órgano mientras recorría los amplios espacios de una catedral e iba descubriendo los innumerables ámbitos espaciales que se crean al ir contemplando el templo desde ángulos diversos. El resultado fue entusiasmante. Sosegué el ánimo, no tuve prisa alguna en recorrer las avenidas de ese bosque; sentía gozo en demorarme en cada vista, en cada oleada de sonido, en cada contraste y cada arrebato del discurso sonoro. Todo el enigma de este buen hombre contemplativo se convirtió para mí en una fuente de luz y conmovedora belleza. Me parecía estar, como él, ante la consola del gran órgano del monasterio austríaco de San Florián, gestando este monumento sonoro a la gloria del Todopoderoso. Fue una experiencia inolvidable.
Al revivir una obra y darle cuerpo expresivo, debemos correr el riesgo que implica toda actividad creativa, pero cuidándonos de seguir los dictados de la partitura. Toda obra de arte es una «realidad abierta», porque es un ámbito, y como tal nos ofrece posibilidades expresivas. Al asumirlas activamente, nos sumergimos en la obra, entramos en su campo de juego creador, nos unimos profundamente a ella, nos vemos envueltos por ella, en el sentido de que nos impulsa, nos orienta en nuestra labor interpretativa, al tiempo que le damos forma y cuerpo sensible. Es una actividad reversible, bidireccional, por tratarse de un juego creativo. Al vivir una experiencia artística, sobre todo la musical, aprendemos a jugar en sentido profundo, a relacionarnos fecundamente con las realidades más valiosas del entorno. Entre tales realidades destacan las obras musicales. Cada obra musical es un ámbito de sentido que descubro al tiempo que contribuyo a darle vida. Ese ir creando una realidad en virtud de la energía que ella misma irradia es una fuente de la más alta creatividad para toda la vida.
Esta actividad creativa reversible implica una forma de libertad en vinculación. Soy creativo en cuanto me atengo a las posibilidades que recibo y asumo activamente. La creatividad nos eleva al nivel 2, y en éste pueden vincularse fecundamente aspectos de la vida que se oponen en el nivel 1; por ejemplo, libertad creativa y normas, atenencia a la partitura y soltura interpretativa, fidelidad a la tradición e impulso creativo novedoso.
Para realizar esta vinculación, debe el intérprete “dominar” la técnica de tal forma que no necesite prestarle una atención expresa y pueda dedicarse intensamente a la comprensión profunda de la obra. Los grandes virtuosos de los distintos instrumentos resuelven con pasmosa facilidad las mayores dificultades técnicas y entran en una relación de diálogo directo con la obra. Pensemos, por ejemplo, en la agilidad y precisión con que el pianista ruso Sviatowslav Richter ejecuta los pasajes más difíciles de El clave bien temperado de Juan Sebastián Bach. Sentimos, al oírlo, que nos invita a captar y vivir el espíritu peculiar que da vida a cada preludio y cada fuga. De golpe nos vemos instalados en presencia de estas obras maestras, que ostentan una personalidad autónoma, al tiempo que se insertan en el conjunto. Las diferentes voces en las fugas tienen vida propia, y el intérprete las realza de tal forma que parecen surgir como de la nada. Por ello, la trama contrapuntística que forman entre todas aparece en su albor, en estado naciente.