Método tercero

Artículo n°120

Redactado por Alfonso López Quintás el 21/07/2020 a las 16:13

A veces, tras oír una interpretación especialmente lograda de una obra, por ejemplo de Bach, exclamamos: “¡Esto es verdadero Bach!”. Tuve esta experiencia cuando oí por primera vez la Pasión según San Mateo al Coro y Orquesta Bach de Munich, bajo la dirección del llorado Karl Richter, en una iglesia evangélica muniquesa, un día de Viernes Santo. La interpretación formaba parte del oficio litúrgico. De ahí que en el templo reinara un silencio absoluto en todo momento. Karl Richter, con su sentido privilegiado para determinar los tempi y ajustar el discurso musical al sentido profundo de los textos, nos ayudó a vivir emocionadamente el drama de la Pasión del Salvador. Al final, me dije espontáneamente: “¡Esto sí que es verdadero Bach!”. Su orientación estética, su acendrado sentimiento religioso, su adhesión cordial al culto evangélico..., todo Bach quedó patente de forma luminosa en esa interpretación. Tal patentización luminosa constituye su verdad, o, dicho en griego, su “aletheia” o “desocultación”.


La verdad de la música

Para descubrir que una interpretación es auténtica y verdadera, no hace falta confrontarla con otra considerada como modélica; basta advertir que todo en ella es coherente, expresivo, desbordante de sentido, fiel a una especie de alma que inspira la obra y la desarrolla. Cuando, al empezar a oír la Pasión antedicha, te sientes inmerso en la atmósfera sombría de la noche del prendimiento y vibras con los grupos de fieles que se comunican su zozobra, y al final te sientas con ellos ante el sepulcro para decirle al Señor con la más dulce de las melodías: “¡Mein Jesu, gute Nacht! ¡Ruhe sanfte, sanfte Ruh!” (¡Jesús mío, buenas noches; descansa dulcemente!”), puedes estar seguro de que la intención de Bach al ofrecernos su versión musical de la Pasión se ha cumplido plenamente. Ese propósito es difícil que se logre cuando la interpretación de esta magna obra es privada del sexto de los ocho modos de realidad que la componen: «la situación vital para la que fue compuesta». En este caso, esa situación fue la adecuada, y, como la calidad de los intérpretes garantizó la presencia de los siete niveles restantes, la audición constituyó una verdadera “vivencia”, una de esas experiencias decisivas que no sólo te conmueven sino que quedan en tu memoria como un referente incuestionable.

Como ya se indicó, Herbert von Karajan quiso ofrecer, poco antes de morir, una Misa solemne por la paz del mundo y dirigió en San Pedro de Roma la Misa de la Coronación de Mozart. Me sorprendió el énfasis con que interpretó el «Agnus dei», como si la paz de los pueblos dependiera de esa oración. Cuanto más voy comprendiendo la figura enigmática de Mozart, más me convenzo de que fue un “verdadero Mozart” lo que oímos esa mañana del día de Resurrección. El compositor que llamamos “Mozart” no se reduce a un joven salzburgués disgustado con el arzobispo Coloredo, aficionado al billar, amigo de bromas y chistes banales... Era también, y sobre todo, el hombre maduro que, en 1789 -dos años antes de morir-, le dijo a Johann Fiedrich Doles, Cantor de la Iglesia de Santo Tomás en Leipzig, que los protestantes no pueden adivinar lo que significa rezar el “Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo”, y le confesó la profunda conmoción que le produjo desde niño rezar en la Misa el “Bendito el que viene en nombre del Señor”, y antes de comulgar pedir por la paz al cordero de Dios que nos trajo la salvación (1). Quien compone una obra musical es todo el “ámbito de vida” que cada uno va gestando a lo largo de su existencia. Por eso, el mundo que reflejan ciertas composiciones supera inmensamente la apariencia banal o incluso frívola de sus compositores en la vida diaria. Sin duda tuvo esto en cuenta Karajan al interpretar el «Agnus dei». Por eso, al oír cómo la soprano suplica al Señor por la paz, y el coro entero se une luego de forma intensa a la plegaria hasta culminar en los vibrantes acordes finales, no pudimos sino sentir que en ese momento la música de Mozart había alcanzado una altísima cota de belleza, precisamente porque había mostrado esplendorosamente sus ocho modos de realidad y había aparecido, por tanto, en su verdad plena.

Tampoco Beethoven se reducía, en Viena, a ser un forastero alemán, sordo y desvalido, que discutía con las sirvientas a diario y las despedía precipitadamente. Era el hombre que superó la tentación de suicidio merced a su amor a la virtud y al arte musical, se sentía profundamente solidario con los demás y con el Creador, se desvivía por ayudar a unas monjas menesterosas, sufría hondamente por los conflictos sociales, y, cuando a la altura de los maduros 50 años, se vio convertido en un despojo humano –totalmente sordo, casi ciego, arruinado económicamente, incluso depreciado estéticamente–, se retiró a una aldea de la frontera austrohúngara para “realizar un acto de agradecimiento y alabanza al Supremo Hacedor”. El fruto de este retiro fue unas de las cimas del arte universal: la Missa Solemnis». Quien de verdad compone es esa realidad compleja que ensambla toda una vida de sentimientos, anhelos, decepciones, creencias, superaciones de todo orden... La capacidad de sufrir, anhelar, amar, saborear los pequeños goces de la vida diaria... que tuvieron estas grandes personalidades enigmáticas nunca podremos descubrirla del todo. Son sus obras las que nos acercan a ese misterio, que merece por nuestra parte un gran respeto y un profundo agradecimiento.

En un Diario póstumo, Romano Guardini, el gran pensador y escritor italiano alemán, confiesa que le costaba muy caro realizar la labor que estaba llevando a cabo. ¿Qué nos hubieran podido decir acerca de sus luchas íntimas los grandes compositores cuyas obras nos alegran y dignifican la vida a diario? Leamos, a este respecto, las palabras de la Postdata del testamento de Beethoven, fechado en Heiligenstadt -extramuros de Viena- el 10 de octubre de 1802:

“Me despido, pues, de ti –y, por cierto, triste–. Sí, la amada esperanza que traje aquí conmigo de curarme al menos hasta cierto punto debo ahora abandonarla del todo; así como las hojas del otoño caen, están marchitas, así se me ha marchitado la esperanza; casi como he venido me voy. Incluso el buen ánimo que me inundaba a menudo en los días hermosos del verano ha desaparecido. ¡Oh Providencia, haz que brille por una vez un día puro de alegría! Tan largo tiempo me es ajeno el eco íntimo de la verdadera alegría. Oh, ¿cuándo –cuándo, oh divinidad- podré volver a sentirlo en el templo de la naturaleza y de los hombres? ¿Nunca? ¡No! Oh, sería demasiado duro” (2).

Testimonios como éste nos ponen en la perspectiva adecuada para comprender qué hondos sentimientos inspiraron las obras de carácter “pastoral” de Beethoven: la Sexta Sinfonía (“Pastoral”), la Sonata para piano en re mayor nº 15 (“Pastoral), el Cuarteto nº 132, la Sonata para piano en do mayor, nº 21 (“Aurora”), la Sonata para violín, nº 5, op. 24 (“Primavera”).

La interpretación y el juego creativo

Toda experiencia de interpretación musical es una forma de juego creativo, en el cual asumimos activamente las posibilidades que nos ofrece una partitura -que es una «realidad abierta», un «ámbito»- a fin de dar lugar a algo nuevo valioso, que son las formas y estructuras musicales de una obra. Esa recepción activa de posibilidades constituye una actividad creativa y participativa, que nos permite establecer modos profundos de unión con las obras. Son profundos porque la obra a la que nos unimos cuando participamos en ella creativamente deja de estar fuera de nosotros para entrar en un mismo campo de juego y ganar, así, intimidad. Este logro de formas elevadas de unidad es la meta de la auténtica cultura. Ésta se da en el nivel 2, el de la creatividad.

Para captar adecuadamente lo que es el juego creador, se requiere una concepción relacional de la realidad y una concepción sólida de los ámbitos o realidades abiertas. Sin esto, el juego se reduce a mera diversión (nivel 1), sin actividad creadora fecunda, transformante (nivel 2). Ser creativo significa en rigor asumir activamente las posibilidades de tales ámbitos o realidades abiertas. Si queremos crecer como personas, debemos hacer juego con una serie de realidades que nos ofrecen posibilidades y a menudo nos desbordan (3).

Necesitamos del entorno para ser creativos, y lo somos tanto más cuanto más ricos son los seres circundantes y más nos unimos a ellos. A mayor riqueza por su parte y mayor creatividad por la nuestra, mayor unidad podemos lograr. Por eso debemos superar la tendencia al aislamiento, que suele ir unida con la voluntad de dominio. El que quiere dominar es poco inclinado a dejarse configurar por realidades en principio externas. De ahí que la actitud dominadora amengüe la capacidad creativa progresivamente. La unidad verdadera se logra activamente, dando y recibiendo posibilidades, no sólo eliminando las distancias físicas. La unidad se logra en el juego creador.

Esto nos permite unir la vida interior y el diálogo con realidades valiosas del entorno, así como vincular la actitud de recogimiento y de sobrecogimiento. Silencio y recogimiento no indican retracción a una esfera interior solitaria, sino apertura a realidades que nos permiten realizar experiencias reversibles –interaccionales–, como declamar un poema, interpretar una obra musical, sostener un diálogo, contemplar una obra de arte o un paisaje... Al realizar esta actividad, no salimos de nosotros mismos, no nos alienamos o enajenamos; al contrario, incrementamos nuestra identidad personal, porque vamos determinando lo que somos verdaderamente en cada momento, lo que damos de sí, la figura de hombre que vamos adquiriendo al relacionarnos con diversos tipos de ámbitos, de realidades que nos ofrecen posibilidades y pueden recibir, en alguna medida, las que nosotros les otorgamos. Por eso, si nos movemos preferentemente entre objetos dominables, poseíbles y manejables, no podemos unirnos estrechamente -por vía de participación fecunda- con los seres circundantes e incrementar en la misma medida nuestra capacidad creativa.

De lo antedicho se desprende que el verdadero entorno del ser humano –su “elemento” vital– es el constituido por «realidades abiertas», que son fuente de posibilidades creativas. Esto lo experimentamos con toda lucidez cuando vivimos musicalmente, abiertos activamente a obras musicales de calidad. Éstas nos nutren espiritualmente; por eso podemos unirnos a ellas de modo creativo. Cuando vivimos esta unión y nos dejamos nutrir, hacemos la experiencia profunda de nuestra condición personal. Vinculamos el estar dentro de nosotros y el salir de nosotros, salir para crear campos de juego y ámbitos de mayor envergadura, en los que podemos distendernos, crecer por vía de una mayor «ambitalización». Las personas crecemos comunitariamente, ganamos libertad interior, sentido, creatividad y lucidez cuando hacemos juego con otras realidades y logramos la unidad propia de la actividad participativa, la unidad del encuentro verdadero.

Pero el encuentro –todo tipo de encuentro– es fuente de luz. Conocemos de veras a una persona cuando la tratamos; conocemos a fondo una obra musical cuando la interpretamos o, al menos, la oímos con actitud creativa. Al ir estudiando una obra de forma tanteante, avanzamos en su conocimiento gracias a la luz que irradia el juego mismo de la interpretación. Con razón escribió Gabriel Marcel que “vivir comunitariamente es estar juntos en la luz”, la luz que brota en el juego creador (4). Cuando unos cantores interpretan una obra polifónica de forma decidida, suelta, ajustada al espíritu de la obra, lo hacen a la luz que irradia la obra misma a medida que la configuran. Sin su actividad no habría obra real; sin la obra, ellos no podrían configurarla. Es una experiencia reversible sumamente fecunda, como sucede con los distintos modos de encuentro.

Para interpretar bien una obra, debemos «encontrarnos» con ella. Y este encuentro se da en el juego creador, que es fuente de luz. Cuando el intérprete recorre las avenidas de una obra orientado por esta luz, actúa de modo coherente y otorga sentido a cuanto realiza. No quedan rincones oscuros en las obras. Incluso los pormenores cuyo sentido no habíamos logrado captar en otras versiones, adquieren bajo su dirección un sentido preciso y se engarzan espontáneamente en el conjunto. Por eso tenemos la sensación de estar habitando esa obra, como se habita una casa que nos es familiar. Esa impresión la tengo siempre que oigo a Richter interpretar las obras corales de Bach. Otras versiones pueden suscitar mi admiración, incluso deslumbrarme, por una u otra razón. Pienso, por ejemplo, en las interpretaciones de John Eliot Gardiner con su Coro Monteverdi y sus Solistas Barrocos Ingleses. Pero ninguna me inspira esa firme sensación de que lo que estoy viviendo es lo justo, lo coherente, lo desbordante de sentido, lo familiar. Me sucede con las Cantatas, las Pasiones, la Misa en si menor, el Oratorio de Navidad...

Vista como una forma de participación creativa, la experiencia musical es una escuela inigualable de formación para la vida cotidiana, que debe estar constituida por una trama de vínculos en constante formación y transformación.

No sabemos bien lo que es la música. Tras múltiples estudios y multitud de experiencias de alta calidad, sigue siendo en parte un enigma indescifrable. Pero es un enigma que irradia luz y nos ayuda a trascender nuestra condición menesterosa y alcanzar niveles de plenitud espiritual, felicidad y autoestima. En esta dirección han de ser orientadas las nuevas generaciones si queremos dirigirlas hacia la plenitud y no hacia el vacío. Con razón ha escrito G. Wallace Woodworth: «La educación de las nuevas legiones de oyentes constituye una necesidad ineludible si queremos que las audiciones múltiples de hoy supongan una «fecundación del alma», y no una «maldición para el arte de la verdadera música”» (5). «La fecundación del alma -escribe el conocido filósofo de la ciencia A. N. Whitehead- es la razón misma de ser del arte» (6).


NOTAS
(1) Cf. Kans Küng: Mozart: Spuren der Transzendenz, Munich 1992, págs. 33-34.
(2) Puede verse el texto completo del testamento al final del capítulo 19. Para conservar el sabor del original, apenas he alterado la puntuación.
(3) Puede verse sobre esto mi obra «La formación por el arte y la literatura», Rialp, Madrid 1993, p. 73.
(4) Présence et inmortalité, Flammarion, Paris 1959, p. 256.
(5) El mundo de la música, Editorial bibliográfica argentina , Buenos Aires 1968, p. 32.
(6) Science and the modern World , Macmillan, Nueva York 1925, p. 290. `
| Alfonso López Quintás
| 21/07/2020