Método tercero

Artículo n°116

Redactado por Alfonso López Quintás el 04/07/2019 a las 18:17

Para oír creativamente una obra musical, debemos considerarla como un todo orgánico formado por el entreveramiento de ámbitos expresivos que se potencian entre sí. Cuando nosotros ‒seres expresivos, sensibles al lenguaje musical‒ entramos en relación con el todo expresivo de una obra, vibramos con sus valores estéticos y sentimos una peculiar emoción. No necesita una obra ser «romántica» para emocionar. Pensemos –entre mil posibles ejemplos- en el canto gregoriano. Es sereno, sobrio, contenido, y nos conmueve profundamente porque nos sitúa en un nivel hondo y denso de sentido, y nos orienta hacia un estado de plenitud humana.


EXPRESIVIDAD EMINENTE DE LA UNIÓN DE MÚSICA Y TEXTO

1. La meta de la música no es conmover a los oyentes

La música es un arte llamado a conmover; consiguientemente, la expresividad tiene en ella un valor primordial. Pero no debemos olvidar que su función primaria no es la de emocionar, sino la de crear un espacio de elevación, de interrelación del hombre y los grandes valores. El gregoriano –para ahondar en el mismo ejemplo‒ no tiene entre sus principales cometidos conmover a las personas. Se cantan vísperas, en la penumbra de la iglesia abacial. Los monjes llegan recogidos, se inclinan profundamente ante el altar, y empiezan a cantar con pausa y buena entonación, silabeando con cuidado y dando a cada palabra su sentido pleno. Por su carácter recitativo y reiterativo, los salmos pueden invitar a la distracción rutinaria. Pero aquí la repetición tiene un valor creativo; no intenta insistir en lo mismo, ya que el texto es distinto en cada versículo, pero sobre todo porque lo que intenta el rezo de los salmos es crear un ámbito de alabanza a la divina majestad. Si el monje se mueve en el nivel 2, que es el del encuentro, se siente tanto más creativo cuanto más avanza en el canto, y conjura, así, la rutina y el aburrimiento. Ambos surgen cuando se desciende al nivel 1.

Algo parecido sucede en el canto polifónico. Bach, por ejemplo, no intenta en sus motetes conmover a los oyentes, sino crear una obra perfecta, que, por serlo, dé gloria a Dios y contentamiento a los hombres, como él solía decir. Oigo el versículo “Gute Nacht” (Buenas noches) del motete Jesu meine Freude (Jesús, mi alegría), y lo que siento en primer lugar es la gracilidad de sus formas, el contrapunto elegante de las voces, la decisión cordial con que el alma se despide de los vicios... Sabemos que esta obra de Bach es –como todas las suyas‒ fiel reflejo de su alma, pero él no intentó dejar aquí su impronta personal, sino un testimonio de la grandeza de los valores más elevados. Adentrarse en este mundo de excelencia espiritual produce emoción, sin duda, pero la meta de Bach no era emocionarnos, sino incrementar la calidad de nuestra vida personal mediante la realización de experiencias muy elevadas.

Conviene advertir que la emoción producida por las obras de calidad no se reduce a una mera impresión subjetiva; tiene un alto valor cognoscitivo, porque nos revela el valor de las realidades que han suscitado en nosotros una intensa vibración. Está muy lejos, por tanto, de ser un sentimiento “irracional”, como a veces se afirma precipitadamente.

2. La música encarna el «ordo amoris»

La experiencia musical implica, básicamente, interrelación, expresión conjunta, entreveramiento armónico, y, derivadamente, amor. Constituye la expresión más inmediata, viva y universalmente comprensible, del ordo amoris, el ámbito de vinculación afectuosa en el que alentamos desde antes de nacer. Somos locuentes porque venimos de un encuentro amoroso y estamos llamados a crear toda suerte de encuentros. Podemos, por ello, afirmar que somos seres musicales en cuanto estamos desde siempre inmersos en tramas de interrelaciones. Al crearlas en la música, nos sentimos en nuestro verdadero «elemento espiritual». No se puede prescindir del tema amoroso en música, incluso en la puramente instrumental. Encarna luminosamente el ordo amoris, ese estado de interrelación cordial al que fuimos llamados cuando nuestros progenitores hicieron un proyecto de hogar abierto a la vida. Si lo oímos a la distancia propia de la contemplación –forma de atención profunda y global‒, el canon de Pachelbel –por citar una obra bien conocida‒ es un himno al amor, a ese poder enigmático que entrelaza a los distintos seres para potenciarlos y enriquecerlos.

3. Música y texto se potencian al máximo

Cuando leemos un texto y luego lo oímos en una obra musical de calidad, tenemos la impresión de que ahondamos más en él, lo penetramos hasta el fondo y descubrimos pormenores sorprendentes que enriquecen nuestro espíritu. Esto nos lleva, con frecuencia, a indicar que la música supera al texto literario en poder expresivo. Estamos ante la eterna cuestión de determinar quién puede mostrar mejor lo inefable y misterioso, los sentimientos más hondos del alma humana: si la música o bien el texto poético que le sirve, a veces, de base.

Se cuenta que Beethoven, cuando visitó a la baronesa Dorotea Ertmann para consolarla por la muerte de su hijo, no le dijo una sola palabra; la saludó en silencio y se puso a improvisar en el piano. Sin duda estimaba que podía expresar mejor su sentimiento de condolencia con notas que con palabras. Y es posible que así fuera. Pero en la Novena Sinfonía, a la hora de expresar inequívocamente que la discordia debe dar paso a la concordia y la solidaridad, acudió a la precisión expresiva de la palabra; a la palabra potenciada por la música, pero en definitiva a la palabra.

Se atribuye al mismo Beethoven la conocida frase de que «donde terminan las palabras, comienza la música». Ciertamente, hay ámbitos de la vida en los cuales apenas puede penetrar la palabra; sí lo hacen la música y la poesía. Pero ello no quiere decir que la música tenga mayor poder expresivo que la palabra. Al recordar la frase del Evangelio de San Juan (16, 22): «Ahora estáis tristes, pero volveré a veros y entonces estaréis alegres...», comprendemos que se trata de una relación sucesiva de dos sentimientos en apariencia opuestos, suscitados por sendos acontecimientos misteriosos de la vida de Jesús. Sin la palabra sería imposible dirigir la atención a esos ámbitos de vida tan profundos como enigmáticos. Un buen lector de la Biblia, Johannes Brahms, asume este texto y lo expresa con una música inspiradísima. El conjunto de música y texto nos permite vivir, al mismo tiempo, la tristeza provocada por la marcha del Señor y la alegría de su retorno. Es una tristeza teñida de esperanza y matizada por un tipo peculiar de gozo. Esta situación de inefable ambigüedad no puede expresarla el texto solo, pero, sin el texto, la música sería incapaz de abrirnos, de forma precisa, al estado espiritual en que se hallaron los discípulos de Jesús entre la Pasión y la Resurrección. No tiene sentido conceder la primacía a uno de estos ámbitos expresivos: la música y el texto.

Leo un texto teológico sobre la Eucaristía y me hago cargo de lo que ésta significa como memorial del sacrificio redentor de Cristo. Luego oigo el Ave verum de Mozart y tengo la impresión de unirme al misterio eucarístico con una intensidad de sentimiento inédita. Tiendo entonces a pensar que «donde termina la palabra, empieza la música». Y es verdad en buena medida, pero no lo es menos que, sin la palabra bíblica y teológica, esa sugerente melodía mozartiana y su certero apoyo armónico, sólo suscitaría en mí un sentimiento indefinido de devota entrega, carente de contornos bien delimitados.

Al oír el tema inicial del último tiempo de la Sonata en do mayor de Beethoven denominada “Aurora”, nos vemos inmersos en un ambiente luminoso y alegre, que ninguna palabra humana puede reproducir. Pero, si bien lo miramos, esa expresividad viene determinada en buena medida por la sugestión que nos produce la palabra aurora.

Algo semejante sucede con la relación entre la palabra y el silencio. Si no hacemos silencio en nuestro interior, a fin de captar simultáneamente el haz de relaciones que confluyen en cada palabra, ésta se queda medio vacía de contenido. El silencio otorga una peculiar vibración y relieve a cada palabra auténtica. Dices pan, y esta sencilla palabra nos remite al campesino que depositó la semilla en la madre tierra, y al océano que un día y otro desprendió vapor de agua, y al viento que arrastró las nubes para que éstas se convirtieran en agua que empapara la tierra y sirviera de elemento vinculante entre las sales y la semilla, para que, finalmente, el padre sol ‒origen de toda energía‒ dore la mies... Esta confluencia de elementos resuena en la palabra pan cuando ésta es pronunciada desde el recogimiento del silencio. La palabra auténtica necesita el ámbito de resonancia del silencio. Pero el silencio, a su vez, queda vacío sin la capacidad de la palabra de remitirnos a toda la riqueza de la realidad.

Dosificar las audiciones es vincular el silencio con la palabra. Si oigo, por ejemplo, un concierto para piano de Beethoven o una sinfonía de Brahms, con su multiplicidad de elementos expresivos y su profundo contenido, no debo proceder inmediatamente a entrar en otro mundo artístico. Debo darme cierto reposo interior, entrar en un espacio de silencio activo, en el que resuene la obra oída y me comunique todo su mensaje humanístico. La superabundancia de impresiones da lugar a la saturación, y ésta embota el espíritu. Tal embotamiento ocurre con frecuencia en la ruidosa sociedad actual. Bach recorría largas distancias sólo para oír en Hamburgo un concierto del gran organista Dietrich Buxtehude. Tenía tiempo sobrado para preparar el espíritu antes de la audición y lograr, después, que las obras se adensaran en su alma. Así se comprende que esos conciertos hayan ejercido un influjo decisivo en su producción organística.

Los compositores y los intérpretes necesitan un clima de silencio exterior e interior para consagrarse a la tarea de componer obras musicales, en las cuales cada acorde nos hace vibrar con el todo, como sucede con cada frase de una conferencia bien articulada o un poema de calidad. Recordemos el comienzo de las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique:

«Recuerde el alma dormida
avive el seso y despierte,
contemplando
cómo se pasa la vida
cómo se viene la muerte
tan callando»
...

Esta primera amonestación, que nos invita a reavivar nuestra capacidad creativa y recordar, es la «célula germinal» –en palabras de Etienne Gilson (1)‒ de todo el largo poema. Si no abordamos su declamación con el debido recogimiento, no advertiremos la capacidad que tiene de hacernos vibrar con las cuestiones esenciales de la vida humana. Si conseguimos tal vibración, todas sus palabras, por cotidianas y aún desgastadas que estén, cobran nueva vida y una capacidad sorprendente de elevarnos a la elevado región en la que se juega el sentido de nuestra existencia.

El buen compositor sabe crear el clima de recogimiento y acogimiento necesario para que cada palabra adquiera todo su relieve y su densidad de sentido. El Requiem alemán de Brahms no es sino el espacio de luz en el que resalta con fuerza inusitada el sentido de siete frases bíblicas.

No procede, por tanto, afirmar –en la línea de Henri Bergson- que la palabra está «presa dentro de unos límites rígidos», y debe venir la música a abrirla hacia horizontes ilimitados. Eso puede suceder cuando se trata de palabras meramente signitivas, que desaparecen en cuanto transmiten un contenido e incluso pasan inadvertidas mientras se recibe el mensaje. Pero las palabras poéticas perduran, porque llevan dentro la vida de quien las ha configurado y pronunciado. En dicho Requiem, el coro nos recuerda que «toda carne es como heno del campo, y toda la gloria del hombre es como la flor del heno; el heno se seca y la flor se cae. Pero la palabra del Señor dura por siempre». Esta palabra perdura porque se da en el nivel 2, el propio de la creatividad. Cuando se pronuncia con intención creativa, una palabra puede construir una vida. Si se dice con voluntad dominadora, una palabra rebaja al destinatario al nivel 1 y puede destruirlo. El poder constructivo de las palabras es impresionante cuando proceden de una persona que es consciente de la alta significación del lenguaje. A ello se alude cuando se da una «palabra de honor». Tal palabra es garantía de vigencia perenne.

El adjetivo «eterno» que acompaña al sustantivo «descanso» en la Misa de difuntos es una palabra muy significativa pero puede pasar un tanto inadvertida cuando la pronunciamos en la liturgia. Mozart, en su Requiem, le otorga una expresividad impresionante, que nos recuerda al Sören Kierkegaard más inspirado, el que nos habla del «instante eterno» con la carga infinita de sentido que implica.

Esto nos puede llevar a pensar que la música supera en expresividad a la palabra. Tal superación se da respecto a la intensidad de la emoción, la capacidad de aunar diversos sentimientos, el poder para expresar emociones inefables. Pero no podemos olvidar que, en la base de este torrente expresivo, se halla la capacidad de la palabra para remitir nuestra atención a realidades de gran alcance. ¿Podría Mozart haber alcanzado esa cumbre expresiva si no se hubiera abierto tempranamente a la trascendencia religiosa, al sumergirse en el campo de luz de las palabras «Dales, Señor, el descanso eterno»?

Se ha dicho que nadie expresó mejor lo que será la paz, la dulzura y la luminosidad del Paraíso descrito por el Dante que Giovanni Perluigi da Palestrina en sus Misas y Motetes. Lo mismo cabe afirmar del dolor contenido de Cristo en la Pasión, que halla en los Motetes de Tomás Luis de Victoria una expresión inigualable. Pero sin el texto del “O bone Jesu” y del “Vere languores” no hubieran logrado ambos genios elevarse a esas alturas expresivas.

El motete de Bach “Singet dem Herrn ein neues Lied” (Cantad al Señor un cántico nuevo) despierta una honda emoción en el alma creyente porque no habla sólo de la necesidad de alabar al Señor; nos sumerge en un campo de alabanza entusiasta, desbordante de júbilo, y parece convertirte en una criatura nueva. Cuanto se diga de esta obra parece insuficiente para reflejar su grandeza, pero tal logro genial fue inspirado, en principio, por la riqueza inmensa que albergan sus palabras: Cantad al Señor un cántico nuevo. Si aunamos cuanto sugiere el término «Señor» a un conocedor de la Sagrada Escritura, y todo lo que significa cantar, rendir alabanza, elevar el voltaje de nuestro agradecimiento hasta el nivel del cántico inspirado, tenemos las bases de un proceso creador admirable.

En el aria «¿Qué faró senza Euridice?» ‒de la ópera Orfeo y Eurídice‒ logra Ch. W. Gluck una expresión dramática insuperable. Las palabras del texto palidecen, ciertamente, al lado de esa música inspiradísima. Pero el marco expresivo en el que se alza el compositor a tan alta cota es configurado por dicho texto, que revela una perplejidad dramática rayana en la desesperación. Abre un espacio expresivo que la música amplía y eleva al máximo. Tal elevación y alcance ya está, radicalmente, en las palabras, cuando se las ve con una inteligencia de largo alcance, comprehensión y profundidad.

Resulta evidente que la música presenta una libertad de movimientos que parece insuperable. Y lo es en un aspecto. Pero nadie que conozca a fondo el lenguaje afirmará que es inferior el poder de las palabras poéticas para remitirnos con precisión a mundos de sentido, a entreveramientos de ámbitos que pueden suponer el logro de una vida intensa o la destrucción de una trama valiosa de vínculos. Pensemos en ciertas obras de cámara de Vivaldi, Corelli, Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert, Schumann y Mendelsohn...; resulta admirable el entrelazamiento de las voces, la potenciación expresiva de unas tonalidades y otras, los cambios de todo orden que se suceden para lograr un conjunto unitario dentro de la variedad... Pero no resulta menos sorprendente advertir de cerca la multiplicidad de ámbitos de sentido que confluyen en este sencillo verso de Jorge Guillén: «No hay soledad. Hay luz entre todos. Soy vuestro». ¿Puede alguien afirmar que las palabras de este verso «están encerradas en un circuito cerrado y limitado»? Al contrario, nos abren un horizonte de comprensión de las honduras del alma humana si las vemos con la amplitud y hondura que confiere al lenguaje la teoría de los ámbitos, del juego y el encuentro. De ahí que las palabras poéticas abran ilimitadas posibilidades a nuestra vida.

Recordemos los Lieder de Richard Strauss. Las palabras decisivas de los poemas que les sirven de base son un nudo de relaciones, y, como tales, nos remiten a diversas realidades que en ellas confluyen de alguna forma y constituyen un ámbito de gran riqueza. Esas realidades las recordamos e imaginamos si oímos las palabras desde el silencio, el silencio desde el que brotaron en el interior del poeta. Puede servirnos de ejemplo la segunda estrofa de la Canción opus 27, nº 1: “Ruhe, meine Seele” (Descansa, alma mía), con texto de Henckell:

“Ruhe, ruhe, meine Seele,
Deine Stürme gingen wild,
Hast getobt und hast gezittert,
Wie die Brandung, wenn sie schwillt!


(Descansa, descansa, alma mía;
Tus tormentas fueron salvajes,
Te has enfurecido y has temblado,
Como el oleaje cuando se encrespa).

Estas palabras suscitan en nuestra imaginación creadora muy distintas imágenes, sentimientos y recuerdos. Todo ello lo plasma sensiblemente la música. Ésta aporta algo que la palabra no puede darnos de forma sensible, pero que sugiere a nuestra memoria y nuestra imaginación.

En la Canción de cuna («Wiegenlied», opus 41, nº 1), la inspiradísima música parece superar el alcance de los versos de Dehmel. Los supera con creces, pero no los aniquila; no anula el inmenso poder expresivo de unas sencillas palabras que vinculan el sueño del bebé con el cielo que hace florecer las flores y el encanto de la nana que entona la madre. Por desgastados que parezcan estar estos conceptos, a un espíritu poético como Richard Strauss lo elevan a la región donde los más altos valores se unen en su raíz.

“Träume, träume, du mein süsses Leben,
von dem Himmel, der die Blumen bringt.
Blüten schimmern da, die beben
Von dem Lied das deine Mutter singt”
.

Sueña, sueña tú, dulce vida mía,
Con el cielo, que trae las flores.
Los capullos brillan, se estremecen
Con la canción que tu madre canta.

La música no se «contamina» al vincularse a un texto. Nada que enriquezca a un ámbito expresivo resulta «espurio» para él. Por eso debemos ser muy cuidadosos al hablar de «música pura», como si toda vinculación de la misma a recursos expresivos no estrictamente musicales resultara contaminante para ella. Esa pretendida «pureza» no sería, en este caso, sino un despojo y un empobrecimiento. Piense el lector en el aria de Orfeo «Ach, ich habe sie verloren» (Ay, la he perdido) de la ópera Orfeo y Eurídice, de Gluck, o en el duetto «La ci darem la mano» del Don Giovanni, de Mozart, y dígame si la música se aliena o enajena al unirse al texto, o si, más bien, estamos ante un enriquecimiento insospechado de ambos, texto y música. ¿Podría expresarse el contenido de estos textos de forma tan intensa sin el concurso de la música? ¿Ha perdido capacidad expresiva la música por vincularse al cauce marcado por dichos textos? Es obvio que no.

La música y el texto, al unirse creativamente, adquieren un poder expresivo nuevo. El mismo origen del canto –que marcó el comienzo de la experiencia musical‒ muestra el carácter natural de esta unión. Toda palabra hablada presenta, cuando se la pronuncia con autenticidad, un elemento rítmico, dinámico, expresivo. En momentos festivos, en los que se vive lúdicamente y se acrecienta la intensidad creativa en la comunicación, se incrementan al máximo esas cualidades del lenguaje, que despega, da un salto cualitativo y se convierte en canto. Esta transfiguración del hablar en cantar viene inspirada por el amor, la camaradería, el afán de festejar algo, el encanto de regresar juntos a casa tras una jornada de trabajo o de fiesta. “Cantare amantis est”, decía bella y certeramente San Agustín: Cantar es propio del que ama.

No es ilógico que el canto, en Occidente, haya florecido de modo especial al amparo de los cultos litúrgicos del monacato cristiano. Resulta muy significativo que en los llamados «tiempos bárbaros» –siglos I al XI d.C.‒, en los que se liquidaba un imperio grandioso y no se vislumbraba todavía un recambio, se haya llevado a perfección un género de canto tan sutil y elevado como el gregoriano. Sólo se explica porque fue cultivado en un medio cultural y religioso dedicado a cultivar las formas más elevadas de oración. Ello determinó que se concediera todo su valor expresivo tanto a la música como al texto. Ese respeto mutuo de texto y música dio lugar a un auténtico encuentro entre ambos, y el fruto es esa cima estética del canto gregoriano, que, tras la benemérita restauración realizada en diversas abadías benedictinas –sobre todo, la francesa de Solesmes-, podemos hoy comprender y valorar en su justa medida. Toda la fuerza expresiva del latín, con su peculiar concisión y sensibilidad rítmica, se une a una monodia inspirada por un fino sentido estético, una voluntad acendrada de trascendencia y la prodigiosa técnica griega de los ocho modos. El resultado es un canto sereno, ingrávido, abierto a mil posibilidades expresivas.

Es lástima que muchos melómanos no conozcan las lenguas en que están escritas innumerables canciones de gran calidad. Sabemos que el alma de la palabra es su sentido. Y la música cobra inspiración al asumirlo. No podemos entender a fondo una canción cuyo texto no entendemos palabra a palabra. No basta tener a mano una traducción, porque, aun siendo excelente, no nos dispone para captar la expresividad propia de cada término. La contundencia con que arrancan ciertas cantatas de Heinrich Schütz (1585-1672) y Dietrich Buxtehude (1637-1707) –dentro de la sencillez de su técnica- se debe en buena medida al carácter acerado de la lengua latina que les sirve de base expresiva. Recuérdese la decisión con que comienza el primer coro de la cantata Membra Jesu nostri. 4. Ad latus (Los miembros de Jesucristo. 4. Al costado) de Buxtehude: «Surge, amica mea, speciosa mea, et veni...» (levántate, amiga mía, hermosa mía, y ven). Algo semejante, pero en grado todavía mayor, podemos decir del coro inicial de la cantata de Bach denominada –infundadamente‒ «Actus tragicus»: «Gottes Zeit ist die allerbeste Zeit» (El tiempo de Dios es el tiempo mejor). Si se advierte la eficacia con que colaboran las consonantes de este texto a lograr la firmeza del canto, se descubre que no se puede vivir «genéticamente» la música coral si se desconoce la lengua del texto. El inefable arioso «In deine Hände» (En tus manos) difícilmente será captado en toda su inmensa belleza si no se vive la lograda conjunción de texto y música que logra el autor. Por cierto, la inmensa esperanza que irradia este salmo contradice radicalmente cualquier interpretación tragicista de esta obra del joven Bach, que tiene la muerte como tema, pero la muerte del justo al que Cristo promete el paraíso.

Los textos permiten a la música expresar de forma precisa, cercana y viva, los diversos sentimientos humanos. La música instrumental puede expresar intensos sentimientos humanos: tristeza, alegría, amor, nostalgia, desesperación... Pero estos afectos se mantienen bastante indefinidos, de modo que no se concreta si el amor, por ejemplo, es de carácter sacro o profano.

NOTAS

(1) Cf. Pintura y realidad, Aguilar, Madrid
| Alfonso López Quintás
| 04/07/2019