LA EXPRESIVIDAD PECULIAR DE LA MÚSICA
Cuando un pastor toca una melodía en una flauta de construcción casera, ¿qué es lo que intenta? Podemos pensar, en principio, que lo hace para llenar el tiempo vacío y distraerse. Esto es cierto, sin duda. Pero sigamos preguntando: ¿Por qué tocar la flauta le distrae? Si realiza los mismos gestos sobre una simple caña hueca, más bien se aburre, aunque físicamente su actividad se parezca algo a la anterior. Tocar un instrumento nos distrae porque nos eleva a un nivel de vida superior, el nivel de la creatividad. El pastor puede interpretar la melodía de un canto popular, y entonces siente el encanto de esa tonadilla, y se emociona al recordar algunos de los momentos más emotivos de su vida social, sus reuniones con amigos, sus paseos por el campo... Pero tal vez improvise una melodía, y ello lo adentra en la lógica propia de la música, en la que unos sonidos se ensamblan con otros para crear intervalos y ordenarse en forma de tonalidades, que son una especie de hogares expresivos. De este modo, al entonar una melodía, el pastor se ve inmerso en una trama de relaciones y de normas, que posiblemente no conoce pero que existen e influyen sobre él fecundamente. Al dejarse llevar de la lógica musical, observa que las melodías suelen tener un comienzo, un desarrollo y un fin, tienden a prolongarse en una segunda parte, que sirve de contraste a la primera e insta a repetirla... Esta lógica musical da, así, lugar a la forma ABA, típica de los cantos populares.
Todo canto eleva nuestro tono vital, aunque su carácter y el contenido de su texto suscite en nuestro interior sentimientos de tristeza. La música nos atrae y nos mueve a cultivarla porque, debido al carácter de juego creativo que tiene su estructura, nos eleva el ánimo. Una costurera tararea una canción, y crea, con ello, en su interior un espacio de creatividad que la redime de la monotonía banal de su trabajo.
El poder expresivo de la música
Comunicarse es una necesidad básica del ser humano. ¿Qué se nos comunica a través de la música? La música no se puede traducir en palabras; no evoca un lugar preciso, ni alude a acciones concretas, ni describe paisajes, ni expresa directamente la interioridad de los compositores. Sin embargo, cada pieza musical actúa sobre nosotros, nos afecta, nos dice algo; nos sumerge en una atmósfera distinta de la normal, en un ámbito dotado de una contextura propia y una forma de temporalidad cambiante, en un juego de interrelaciones de todo orden.
Al adentrarnos, de modo receptivo y activo a la vez, en ese juego de formas, la obra suscita en nosotros una peculiar actividad interior: vibramos con su modo de ser, sentimos emociones singulares, hacemos la experiencia de los mundos a que nos remite cada obra. Las obras instrumentales puras parecen no decir nada, pero son, en casos, sumamente elocuentes, nos invitan a sumergirnos en mundos diversos, suscitan en nosotros multitud de sentimientos, crean estructuras expresivas de todo orden.
Recordemos el Aria de la «Suite en re» de Juan Sebastián Bach. Si les pregunto «¿qué les dice esta obra?», les hago una pregunta capciosa. Doy por hecho que debe decirles algo de tipo «signitivo» un contenido perfectamente precisable y definible. Lo adecuado sería invitarles a indicar «qué mundo encarna dicha Aria». Su respuesta podría ser afín a ésta: «Funda un espacio lúdico confiado, reposado, nostálgico, merced a su ritmo regular y plácido, a la serenidad de sus modulaciones, a su uniforme color orquestal...». Si oímos seguidamente la Gavota de la misma Suite, nos vemos transportados a un campo de juego exuberante, abierto, alegre y vivaz. El color de las trompetas, la viveza saltarina del ritmo, los saltos de la melodía, la discreción en la forma de modular (de tónica a dominante, y viceversa) crean un ámbito expresivo cascabelero y sereno, a la par.
Este análisis podemos aquilatarlo más, y mostrar los recursos que moviliza Bach para lograr el espacio expresivo del Aria. Comienza con un fa # agudo, que se prolonga durante todo un compás, en tempo lento. Podría pensarse que esta nota sostenida, al comienzo mismo de la pieza, se queda descolgada y falta de vitalidad. Todo lo contrario. Adquiere desde el primer momento una gran viveza por el hecho de ir acompañada de los violonchelos, que parecen alejarse de ella dando saltos de octava, tan queridos por Bach. Ese alejamiento lento y enérgico da al fa # un impulso ascendente. La melodía parece querer elevarse hacia lo alto, sobre todo cuando pasa de ser la tercera del acorde básico de re mayor (re, fa #) a ser la quinta (si, re, fa #). Pero, al comienzo del segundo compás, se convierte en una nota disonante respecto al sol que suena en el bajo. Es una séptima mayor en el acorde de sol, si, re, fa #. Con ello adquiere una posición todavía más fuerte, que nos lleva a practicar un ligero «crescendo» al comienzo del segundo compás para indicar el incremento de la impresión de poderío que nos da esa nota prolongada –el fa # del que comenzó colgada la pieza, por así decir–. El crescendo debe hacerse más bien con la intención que con el aumento del volumen, porque el cambio armónico ya produce, de hecho, una sensación de mayor intensidad expresiva. Esa disonancia la resuelve Bach sustituyendo el fa # por un mi, pero, al hacerlo, cambia el sol del bajo por un sol #, con lo cual modula a tonalidad de «la mayor». La melodía cae hacia el do #, que es la tercera del acorde básico, y cuando reposa en la tónica (la), modula de nuevo en el bajo, cambiando el sol sostenido por el sol.
Vemos cómo el discurso musical no reposa nunca, va siempre hacia delante y a más. Justo cuando, al comienzo del tercer compás, se ha incrementado bastante la energía interior del proceso melódico, Bach acompaña la melodía principal con otra melodía a cargo de los violines segundos, que enriquece el espacio sonoro e incrementa la expresividad de la melodía inicial. Esa energía interior del discurso musical no decrece en ningún momento, porque la melodía se detiene a veces en la quinta o en la tercera, y, cuando intenta reposar en la tónica, la armonía se cambia y prosigue el impulso melódico. Sólo cuando la melodía alcanza la nota fundamental del acorde, la melodía concluye. Pero tampoco se trata de una conclusión definitiva, porque no se aquieta en la tónica sino en el acorde de la dominante –la, mi, do #, la-. Ello invita a la obra a proseguir su camino en una segunda parte.
Bach deja aquí patente que melodía y armonía se potencian, a menudo, mutuamente (1). No podemos concebir a solas la melodía fundamental de esta pieza. Su energía interna y su expresividad dependen de la armonía en todo momento. La melodía se despliega siempre en función de la armonía y viceversa, sin más cambios o modulaciones que los necesarios para dotar a la melodía de la tensión interior suficiente para proseguir la marcha de forma serena. De ahí la impresión de equilibrio, mesura y paz que produce esta joya artística.
El lenguaje poético expresa ámbitos de vida
Se afirma, con frecuencia, que donde terminan las palabras empieza la música, porque ésta expresa lo inefable, lo que no cabe decir con palabras. Esto es cierto si nos referimos al lenguaje prosaico, pero no lo es si aludimos al lenguaje poético. El primero expresa contenidos y desaparece. No reparamos en él incluso cuando se nos está comunicando algo, por ejemplo la puerta de acceso a un avión. El segundo, el lenguaje poético, no sólo transmite contenidos sino que da cuerpo expresivo a ciertos ámbitos.
Cuando un pastor toca una melodía en una flauta de construcción casera, ¿qué es lo que intenta? Podemos pensar, en principio, que lo hace para llenar el tiempo vacío y distraerse. Esto es cierto, sin duda. Pero sigamos preguntando: ¿Por qué tocar la flauta le distrae? Si realiza los mismos gestos sobre una simple caña hueca, más bien se aburre, aunque físicamente su actividad se parezca algo a la anterior. Tocar un instrumento nos distrae porque nos eleva a un nivel de vida superior, el nivel de la creatividad. El pastor puede interpretar la melodía de un canto popular, y entonces siente el encanto de esa tonadilla, y se emociona al recordar algunos de los momentos más emotivos de su vida social, sus reuniones con amigos, sus paseos por el campo... Pero tal vez improvise una melodía, y ello lo adentra en la lógica propia de la música, en la que unos sonidos se ensamblan con otros para crear intervalos y ordenarse en forma de tonalidades, que son una especie de hogares expresivos. De este modo, al entonar una melodía, el pastor se ve inmerso en una trama de relaciones y de normas, que posiblemente no conoce pero que existen e influyen sobre él fecundamente. Al dejarse llevar de la lógica musical, observa que las melodías suelen tener un comienzo, un desarrollo y un fin, tienden a prolongarse en una segunda parte, que sirve de contraste a la primera e insta a repetirla... Esta lógica musical da, así, lugar a la forma ABA, típica de los cantos populares.
Todo canto eleva nuestro tono vital, aunque su carácter y el contenido de su texto suscite en nuestro interior sentimientos de tristeza. La música nos atrae y nos mueve a cultivarla porque, debido al carácter de juego creativo que tiene su estructura, nos eleva el ánimo. Una costurera tararea una canción, y crea, con ello, en su interior un espacio de creatividad que la redime de la monotonía banal de su trabajo.
El poder expresivo de la música
Comunicarse es una necesidad básica del ser humano. ¿Qué se nos comunica a través de la música? La música no se puede traducir en palabras; no evoca un lugar preciso, ni alude a acciones concretas, ni describe paisajes, ni expresa directamente la interioridad de los compositores. Sin embargo, cada pieza musical actúa sobre nosotros, nos afecta, nos dice algo; nos sumerge en una atmósfera distinta de la normal, en un ámbito dotado de una contextura propia y una forma de temporalidad cambiante, en un juego de interrelaciones de todo orden.
Al adentrarnos, de modo receptivo y activo a la vez, en ese juego de formas, la obra suscita en nosotros una peculiar actividad interior: vibramos con su modo de ser, sentimos emociones singulares, hacemos la experiencia de los mundos a que nos remite cada obra. Las obras instrumentales puras parecen no decir nada, pero son, en casos, sumamente elocuentes, nos invitan a sumergirnos en mundos diversos, suscitan en nosotros multitud de sentimientos, crean estructuras expresivas de todo orden.
Recordemos el Aria de la «Suite en re» de Juan Sebastián Bach. Si les pregunto «¿qué les dice esta obra?», les hago una pregunta capciosa. Doy por hecho que debe decirles algo de tipo «signitivo» un contenido perfectamente precisable y definible. Lo adecuado sería invitarles a indicar «qué mundo encarna dicha Aria». Su respuesta podría ser afín a ésta: «Funda un espacio lúdico confiado, reposado, nostálgico, merced a su ritmo regular y plácido, a la serenidad de sus modulaciones, a su uniforme color orquestal...». Si oímos seguidamente la Gavota de la misma Suite, nos vemos transportados a un campo de juego exuberante, abierto, alegre y vivaz. El color de las trompetas, la viveza saltarina del ritmo, los saltos de la melodía, la discreción en la forma de modular (de tónica a dominante, y viceversa) crean un ámbito expresivo cascabelero y sereno, a la par.
Este análisis podemos aquilatarlo más, y mostrar los recursos que moviliza Bach para lograr el espacio expresivo del Aria. Comienza con un fa # agudo, que se prolonga durante todo un compás, en tempo lento. Podría pensarse que esta nota sostenida, al comienzo mismo de la pieza, se queda descolgada y falta de vitalidad. Todo lo contrario. Adquiere desde el primer momento una gran viveza por el hecho de ir acompañada de los violonchelos, que parecen alejarse de ella dando saltos de octava, tan queridos por Bach. Ese alejamiento lento y enérgico da al fa # un impulso ascendente. La melodía parece querer elevarse hacia lo alto, sobre todo cuando pasa de ser la tercera del acorde básico de re mayor (re, fa #) a ser la quinta (si, re, fa #). Pero, al comienzo del segundo compás, se convierte en una nota disonante respecto al sol que suena en el bajo. Es una séptima mayor en el acorde de sol, si, re, fa #. Con ello adquiere una posición todavía más fuerte, que nos lleva a practicar un ligero «crescendo» al comienzo del segundo compás para indicar el incremento de la impresión de poderío que nos da esa nota prolongada –el fa # del que comenzó colgada la pieza, por así decir–. El crescendo debe hacerse más bien con la intención que con el aumento del volumen, porque el cambio armónico ya produce, de hecho, una sensación de mayor intensidad expresiva. Esa disonancia la resuelve Bach sustituyendo el fa # por un mi, pero, al hacerlo, cambia el sol del bajo por un sol #, con lo cual modula a tonalidad de «la mayor». La melodía cae hacia el do #, que es la tercera del acorde básico, y cuando reposa en la tónica (la), modula de nuevo en el bajo, cambiando el sol sostenido por el sol.
Vemos cómo el discurso musical no reposa nunca, va siempre hacia delante y a más. Justo cuando, al comienzo del tercer compás, se ha incrementado bastante la energía interior del proceso melódico, Bach acompaña la melodía principal con otra melodía a cargo de los violines segundos, que enriquece el espacio sonoro e incrementa la expresividad de la melodía inicial. Esa energía interior del discurso musical no decrece en ningún momento, porque la melodía se detiene a veces en la quinta o en la tercera, y, cuando intenta reposar en la tónica, la armonía se cambia y prosigue el impulso melódico. Sólo cuando la melodía alcanza la nota fundamental del acorde, la melodía concluye. Pero tampoco se trata de una conclusión definitiva, porque no se aquieta en la tónica sino en el acorde de la dominante –la, mi, do #, la-. Ello invita a la obra a proseguir su camino en una segunda parte.
Bach deja aquí patente que melodía y armonía se potencian, a menudo, mutuamente (1). No podemos concebir a solas la melodía fundamental de esta pieza. Su energía interna y su expresividad dependen de la armonía en todo momento. La melodía se despliega siempre en función de la armonía y viceversa, sin más cambios o modulaciones que los necesarios para dotar a la melodía de la tensión interior suficiente para proseguir la marcha de forma serena. De ahí la impresión de equilibrio, mesura y paz que produce esta joya artística.
El lenguaje poético expresa ámbitos de vida
Se afirma, con frecuencia, que donde terminan las palabras empieza la música, porque ésta expresa lo inefable, lo que no cabe decir con palabras. Esto es cierto si nos referimos al lenguaje prosaico, pero no lo es si aludimos al lenguaje poético. El primero expresa contenidos y desaparece. No reparamos en él incluso cuando se nos está comunicando algo, por ejemplo la puerta de acceso a un avión. El segundo, el lenguaje poético, no sólo transmite contenidos sino que da cuerpo expresivo a ciertos ámbitos.
• Alberto Durero grabó unas manos de anciana plegadas la una sobre la otra, no para reproducir su figura, sino para encarnar sensiblemente un «ámbito de súplica».
• Desde el arte bizantino hasta Picasso, innumerables artistas dibujaron o esculpieron una figura de mujer con un niño en brazos. Su meta era expresar de forma sensible un «ámbito de maternidad».
La música de calidad implica siempre un lenguaje poético. Expresa ámbitos de ternura o de hosquedad, de amor o de odio, de serenidad o de dramatismo. Cuando estos ámbitos se vinculan a los ámbitos expresados por un texto literario, se potencian dos fuentes de expresividad y obtenemos un medio de comunicación profundo y preciso. Se ha discutido, a menudo, si hemos de dar la primacía al texto o a la música. Más allá de todo gusto particular, se impone afirmar que ambos colaboran por igual al logro de formas eminentes de expresión. En los casos más relevantes, el texto no es mero pretexto para tejer una trama musical. Es un «campo de expresividad», un ámbito, y, por ello, se abre de por sí a otros campos expresivos a fin de incrementar su potencia comunicativa. No procede elegir entre ambos o dar la primacía al uno sobre el otro. Hemos de conceder a cada uno todo su valor.
Lo comprendió lúcidamente Richard Wagner, en su búsqueda de “la obra de arte integral”. Una vez que asimilaba profundamente un tema –casi siempre un mito o una leyenda–, lo exponía en un lenguaje literario poético, es decir, creador de ámbitos. Al leer y releer esos textos, brotaban en su interior, como de por sí, las melodías y las armonías. De ahí la admirable articulación de música y texto que observamos en sus óperas.
• Desde el arte bizantino hasta Picasso, innumerables artistas dibujaron o esculpieron una figura de mujer con un niño en brazos. Su meta era expresar de forma sensible un «ámbito de maternidad».
La música de calidad implica siempre un lenguaje poético. Expresa ámbitos de ternura o de hosquedad, de amor o de odio, de serenidad o de dramatismo. Cuando estos ámbitos se vinculan a los ámbitos expresados por un texto literario, se potencian dos fuentes de expresividad y obtenemos un medio de comunicación profundo y preciso. Se ha discutido, a menudo, si hemos de dar la primacía al texto o a la música. Más allá de todo gusto particular, se impone afirmar que ambos colaboran por igual al logro de formas eminentes de expresión. En los casos más relevantes, el texto no es mero pretexto para tejer una trama musical. Es un «campo de expresividad», un ámbito, y, por ello, se abre de por sí a otros campos expresivos a fin de incrementar su potencia comunicativa. No procede elegir entre ambos o dar la primacía al uno sobre el otro. Hemos de conceder a cada uno todo su valor.
Lo comprendió lúcidamente Richard Wagner, en su búsqueda de “la obra de arte integral”. Una vez que asimilaba profundamente un tema –casi siempre un mito o una leyenda–, lo exponía en un lenguaje literario poético, es decir, creador de ámbitos. Al leer y releer esos textos, brotaban en su interior, como de por sí, las melodías y las armonías. De ahí la admirable articulación de música y texto que observamos en sus óperas.
• ¿Cabe relatar la historia de Senta de forma distinta a como lo hace Wagner en El holandés errante, o el origen de Lohengrin en el famoso “racconto” o relato de la ópera homónima del mismo autor? El apogeo de la música supone el triunfo del texto, y viceversa.
• Algo semejante cabe decir del drama psicológico expuesto magistralmente por Mozart en el duetto «La ci darem la mano» de su genial Don Giovanni. La zozobra de la joven que se entrega, sin quererlo del todo, al vértigo de la seducción amorosa no podría expresarse más adecuadamente ni con otro texto ni con otra música.
• En el momento culminante de su Novena Sinfonía, Beethoven quiere manifestar a todos los hombres su profundo afecto y su decidida solidaridad. Toma, para ello, dos versos de Schiller:
«Seid umschlungen, Millionen!
Diesen Kuss der ganzen Welt!»
[¡Os abrazo, millones (de seres)!
¡Este beso al mundo entero!]
Parecen palabras e ideas vulgares, mil veces repetidas y hoy casi anodinas, pero en la interioridad del poeta Schiller y del músico Beethoven cobraron, en este momento de la obra, una significación de enorme alcance. Este alcance lo vislumbramos sólo al oír la música y advertir cómo orquesta y coro unen la grandiosidad del abrazo a la humanidad y la ternura de un afecto acendrado. Una vez más y de forma modélica, texto y música ensamblan sus poderes expresivos peculiares para lograr una forma de comunicación sobrecogedora. Al sentir vivamente cómo Beethoven, a pesar de su estado menesteroso en diversos aspectos, levanta el ánimo y entrelaza la solidaridad y la alegría para convertirlas en un cántico de alabanza al Creador, comprendemos lúcidamente que la palabra y la música son dos inmensos dones que hemos de cultivar con igual entusiasmo y agradecimiento.
NOTAS
(1) «Está fuera de duda –escribe Frank Martín- que muchas melodías no obtienen su verdadero sentido sino por el bajo y la armonía que las acompañan» (Cf. Frank Martín y Jean Claude Piguet: Entretiens sur la musique, À la Baconnière, Neuchatel 1967, p. 83). Una contestación del compositor suizo Frank Martín al profesor Jean Claude Piguet me ha inspirado, en buena medida, el análisis que figura en el texto.
• Algo semejante cabe decir del drama psicológico expuesto magistralmente por Mozart en el duetto «La ci darem la mano» de su genial Don Giovanni. La zozobra de la joven que se entrega, sin quererlo del todo, al vértigo de la seducción amorosa no podría expresarse más adecuadamente ni con otro texto ni con otra música.
• En el momento culminante de su Novena Sinfonía, Beethoven quiere manifestar a todos los hombres su profundo afecto y su decidida solidaridad. Toma, para ello, dos versos de Schiller:
«Seid umschlungen, Millionen!
Diesen Kuss der ganzen Welt!»
[¡Os abrazo, millones (de seres)!
¡Este beso al mundo entero!]
Parecen palabras e ideas vulgares, mil veces repetidas y hoy casi anodinas, pero en la interioridad del poeta Schiller y del músico Beethoven cobraron, en este momento de la obra, una significación de enorme alcance. Este alcance lo vislumbramos sólo al oír la música y advertir cómo orquesta y coro unen la grandiosidad del abrazo a la humanidad y la ternura de un afecto acendrado. Una vez más y de forma modélica, texto y música ensamblan sus poderes expresivos peculiares para lograr una forma de comunicación sobrecogedora. Al sentir vivamente cómo Beethoven, a pesar de su estado menesteroso en diversos aspectos, levanta el ánimo y entrelaza la solidaridad y la alegría para convertirlas en un cántico de alabanza al Creador, comprendemos lúcidamente que la palabra y la música son dos inmensos dones que hemos de cultivar con igual entusiasmo y agradecimiento.
NOTAS
(1) «Está fuera de duda –escribe Frank Martín- que muchas melodías no obtienen su verdadero sentido sino por el bajo y la armonía que las acompañan» (Cf. Frank Martín y Jean Claude Piguet: Entretiens sur la musique, À la Baconnière, Neuchatel 1967, p. 83). Una contestación del compositor suizo Frank Martín al profesor Jean Claude Piguet me ha inspirado, en buena medida, el análisis que figura en el texto.