Carácter relacional de las categorías estéticas griegas
Suele decirse que las categorías estéticas representan las «condiciones objetivas» de la belleza. Objetivas, en el sentido de que no dependen exclusivamente del sujeto cognoscente, sino que están arraigadas en el “objeto de conocimiento” que es la obra de arte. Pero la obra de arte ‒por pertenecer al nivel 2, como la persona‒ no es un mero objeto, sino un “ámbito”, una realidad abierta, relacional, por ser capaz de ofrecer ciertas posibilidades y recibir otras.
Las categorías estéticas –armonía, simetría, repetición, unidad en la variedad...- no pertenecen ni al sujeto ni al objeto, tomados aparte, sino al juego que hacen entre sí. Jugar significa, exactamente, recibir activamente posibilidades para crear algo nuevo dotado de cierto valor.
Suele decirse que las categorías estéticas representan las «condiciones objetivas» de la belleza. Objetivas, en el sentido de que no dependen exclusivamente del sujeto cognoscente, sino que están arraigadas en el “objeto de conocimiento” que es la obra de arte. Pero la obra de arte ‒por pertenecer al nivel 2, como la persona‒ no es un mero objeto, sino un “ámbito”, una realidad abierta, relacional, por ser capaz de ofrecer ciertas posibilidades y recibir otras.
Las categorías estéticas –armonía, simetría, repetición, unidad en la variedad...- no pertenecen ni al sujeto ni al objeto, tomados aparte, sino al juego que hacen entre sí. Jugar significa, exactamente, recibir activamente posibilidades para crear algo nuevo dotado de cierto valor.
Es muy significativo que El Partenón ‒el emblemático templo griego‒ implique en sí mismo la relación al posible espectador. Fue construido de tal modo que las líneas verticales y horizontales presenten al contemplador la forma de un cuadrilátero perfecto, a pesar de las deformaciones visuales que produce la luz sobre los materiales. Para ello, las columnas fueron ligeramente inclinadas hacia dentro. De haber sido construidas en forma vertical perfecta, aparecerían desplazadas hacia fuera. Las columnas que quedan en sombra fueron dotadas de una mayor anchura, pues, al no incidir en ellas la luz, dan impresión de mayor delgadez. Algo semejante sucede con el arquitrabe y la base. Los constructores de esta obra modélica tuvieron muy en cuenta que toda obra de arte es relacional, ni objetiva ni subjetiva, sino ambas cosas a la vez. En el nivel de la creatividad se superan muchas paradojas y múltiples falsos dilemas.
Esta condición relacional se da ya en el proceso de búsqueda de la belleza. Por genial que sea, el artista griego tiene clara conciencia de que no crea la belleza con sus meras potencias personales: la encuentra, la descubre. Los seres humanos sentimos dentro de nosotros una voluntad de ascenso hacia lo divino -entendido como lo perfecto- que los griegos denominaron eros –amor a lo elevado y relevante‒; pero tal ascenso extático –que nos eleva a lo mejor de nosotros mismos‒ sólo podemos realizarlo si lo divino –lo perfecto‒ nos sale al encuentro. Ese salir al encuentro fue personificado en la imagen de las «musas». Podemos elevarnos a lo divino en cuanto lo divino se nos torna accesible. Esa manifestación de lo perfecto recibe el nombre enigmático de «inspiración», que es netamente relacional.
Cuando la belleza se encarna en una obra de arte y reluce en ella, las condiciones que hacen posible tal encarnación presentan también un carácter relacional. La armonía, la simetría, la repetición, la unidad en la variedad... son condiciones propias de la obra y pueden ser sometidas a verificación. Pero, si han de adquirir valor estético, deben ser captadas y valoradas por un sujeto contemplador, dotado de la debida sensibilidad. Las categorías estéticas no existen como tales sin la colaboración del sujeto, pero éste no es dueño arbitrario de ellas. Aquí resalta un hecho decisivo: el pensamiento relacional supera por elevación el pensamiento relativista, tanto en su versión subjetivista como en la objetivista.
Se teme a veces que, al no conceder primacía al pensamiento objetivista, se diluya la solidez y la independencia de las obras de arte. Se advierte que éstas poseen una estructura, tienen consistencia, gozan de independencia respecto a su mismo creador, no son meramente subjetivas. Nada más cierto, pero es falso afirmar que tal independencia de las obras de arte equivalga a estar cerradas en sí mismas. Precisamente, la consistencia propia de tales obras les viene del hecho de que son valiosas, es decir, son fuente de posibilidades para quienes sepan y quieran asumirlas como principio interno de actuación. Ya sabemos que todo lo valioso no sólo existe, sino que se hace valer, pide ser asumido creadoramente y realizado.
En Estética y en Ética es decisivo descubrir que no hay más forma eficaz de superar el relativismo que pensar de modo relacional y conceder la importancia debida tanto al sujeto como al objeto. El valor de una realidad no se descubre sin la colaboración de un sujeto, debidamente dispuesto, pero éste no crea dicho valor, no es dueño del mismo sino colaborador.
Hacernos ver esto de modo concreto y eficiente es una de las manifestaciones más claras y convincentes del poder formativo del arte.
Esta condición relacional se da ya en el proceso de búsqueda de la belleza. Por genial que sea, el artista griego tiene clara conciencia de que no crea la belleza con sus meras potencias personales: la encuentra, la descubre. Los seres humanos sentimos dentro de nosotros una voluntad de ascenso hacia lo divino -entendido como lo perfecto- que los griegos denominaron eros –amor a lo elevado y relevante‒; pero tal ascenso extático –que nos eleva a lo mejor de nosotros mismos‒ sólo podemos realizarlo si lo divino –lo perfecto‒ nos sale al encuentro. Ese salir al encuentro fue personificado en la imagen de las «musas». Podemos elevarnos a lo divino en cuanto lo divino se nos torna accesible. Esa manifestación de lo perfecto recibe el nombre enigmático de «inspiración», que es netamente relacional.
Cuando la belleza se encarna en una obra de arte y reluce en ella, las condiciones que hacen posible tal encarnación presentan también un carácter relacional. La armonía, la simetría, la repetición, la unidad en la variedad... son condiciones propias de la obra y pueden ser sometidas a verificación. Pero, si han de adquirir valor estético, deben ser captadas y valoradas por un sujeto contemplador, dotado de la debida sensibilidad. Las categorías estéticas no existen como tales sin la colaboración del sujeto, pero éste no es dueño arbitrario de ellas. Aquí resalta un hecho decisivo: el pensamiento relacional supera por elevación el pensamiento relativista, tanto en su versión subjetivista como en la objetivista.
Se teme a veces que, al no conceder primacía al pensamiento objetivista, se diluya la solidez y la independencia de las obras de arte. Se advierte que éstas poseen una estructura, tienen consistencia, gozan de independencia respecto a su mismo creador, no son meramente subjetivas. Nada más cierto, pero es falso afirmar que tal independencia de las obras de arte equivalga a estar cerradas en sí mismas. Precisamente, la consistencia propia de tales obras les viene del hecho de que son valiosas, es decir, son fuente de posibilidades para quienes sepan y quieran asumirlas como principio interno de actuación. Ya sabemos que todo lo valioso no sólo existe, sino que se hace valer, pide ser asumido creadoramente y realizado.
En Estética y en Ética es decisivo descubrir que no hay más forma eficaz de superar el relativismo que pensar de modo relacional y conceder la importancia debida tanto al sujeto como al objeto. El valor de una realidad no se descubre sin la colaboración de un sujeto, debidamente dispuesto, pero éste no crea dicho valor, no es dueño del mismo sino colaborador.
Hacernos ver esto de modo concreto y eficiente es una de las manifestaciones más claras y convincentes del poder formativo del arte.