El “no sé qué” de la belleza
El canon de la belleza
Una obra que nos revela luminosamente un mundo humano –el mundo, por ejemplo, de un niño desvalido que es ayudado a penetrar en el mar- es muy expresiva y, en cuanto tal, bella. Por eso se entiende la belleza como el resplandor peculiar que produce la manifestación esplendorosa de una realidad. De antiguo viene definida como el resplandor de la realidad (“splendor realitatis”). Pero toda realidad concreta se constituye merced a la forma, que la configura y ordena. La belleza será definida, consiguientemente, como el resplandor de la forma y del orden (“splendor formae, splendor ordinis”).
Tomás de Aquino, maestro en el arte de condensar los pensamientos en frases bien cinceladas, nos legó dos definiciones de la belleza:
1ª) “Son bellas las cosas que, al ser vistas, agradan” (Pulcra sunt quae visa placent). Siguiendo una sugerencia de San Agustín, podemos preguntarnos si las realidades bellas son bellas porque agradan o si agradan porque son bellas. Sabemos, por experiencia, que no todas las personas están capacitadas para percibir la belleza de una obra artística y sentir agrado ante ella. La belleza es un valor relevante, y este tipo de valores sólo se revelan a quien está bien dispuesto para asumirlos creativamente. El arte de la fuga de Bach es una delicia para quienes son capaces de vibrar interiormente con los juegos contrapuntísticos y vivirlos como si los estuvieran gestando. Pero al no iniciado en este género de expresividad puede resultarle una obra críptica y sentir tedio ante ella. Podemos afirmar, pues, que ser fuente de agrado y de gozo para personas debidamente preparadas es una de las condiciones de la belleza. Si el buen olor de un campo indica que estamos ante plantas en sazón, el sentimiento de agrado, visto como la reacción de toda la persona ante lo valioso, es, en el plano espiritual, un fiel detector de la belleza. Las realidades bellas agradan a quien está bien dispuesto estéticamente, pero su valor no se reduce al hecho de ser agradables.
2ª) Lo bello es una “luz que resplandece sobre lo que está bien configurado” (lux splendens supra formatum). Santo Tomás expresa aquí la intuición nuclear de la estética griega, la romana y la patrística: la belleza va unida siempre con el orden, y éste irradia una luz singular. La admiración por el fenómeno sorprendente de la luz inspiró, en buena medida, el pensamiento griego, romano y patrístico, y movió en la Edad Media al abad Suger, de Saint-Denis –extramuros de París-, a erigirle un monumento perdurable en las obras de estilo gótico.
El canon de la belleza
Una obra que nos revela luminosamente un mundo humano –el mundo, por ejemplo, de un niño desvalido que es ayudado a penetrar en el mar- es muy expresiva y, en cuanto tal, bella. Por eso se entiende la belleza como el resplandor peculiar que produce la manifestación esplendorosa de una realidad. De antiguo viene definida como el resplandor de la realidad (“splendor realitatis”). Pero toda realidad concreta se constituye merced a la forma, que la configura y ordena. La belleza será definida, consiguientemente, como el resplandor de la forma y del orden (“splendor formae, splendor ordinis”).
Tomás de Aquino, maestro en el arte de condensar los pensamientos en frases bien cinceladas, nos legó dos definiciones de la belleza:
1ª) “Son bellas las cosas que, al ser vistas, agradan” (Pulcra sunt quae visa placent). Siguiendo una sugerencia de San Agustín, podemos preguntarnos si las realidades bellas son bellas porque agradan o si agradan porque son bellas. Sabemos, por experiencia, que no todas las personas están capacitadas para percibir la belleza de una obra artística y sentir agrado ante ella. La belleza es un valor relevante, y este tipo de valores sólo se revelan a quien está bien dispuesto para asumirlos creativamente. El arte de la fuga de Bach es una delicia para quienes son capaces de vibrar interiormente con los juegos contrapuntísticos y vivirlos como si los estuvieran gestando. Pero al no iniciado en este género de expresividad puede resultarle una obra críptica y sentir tedio ante ella. Podemos afirmar, pues, que ser fuente de agrado y de gozo para personas debidamente preparadas es una de las condiciones de la belleza. Si el buen olor de un campo indica que estamos ante plantas en sazón, el sentimiento de agrado, visto como la reacción de toda la persona ante lo valioso, es, en el plano espiritual, un fiel detector de la belleza. Las realidades bellas agradan a quien está bien dispuesto estéticamente, pero su valor no se reduce al hecho de ser agradables.
2ª) Lo bello es una “luz que resplandece sobre lo que está bien configurado” (lux splendens supra formatum). Santo Tomás expresa aquí la intuición nuclear de la estética griega, la romana y la patrística: la belleza va unida siempre con el orden, y éste irradia una luz singular. La admiración por el fenómeno sorprendente de la luz inspiró, en buena medida, el pensamiento griego, romano y patrístico, y movió en la Edad Media al abad Suger, de Saint-Denis –extramuros de París-, a erigirle un monumento perdurable en las obras de estilo gótico.
Estos criterios o cánones de belleza nos ayudan a comprender, en alguna medida, por qué unas realidades suscitan en nosotros admiración y gozo estético, y otras no. Pero la belleza sigue siendo enigmática. No acabamos de comprender por qué razón un tema musical nos enardece al solo oírlo y otro nos deja fríos; qué tiene un giro melódico para encender nuestro entusiasmo y dejarnos prendidos, aunque sea muy sencillo. Pensemos en el tema inicial del tercer tiempo de la Sonata en do mayor nº 21 (“Aurora”) de Beethoven. Está compuesto conforme a reglas y proporciones, pero otros no lo están menos y nos dejan indiferentes. Este tema beethoveniano tiene ángel, gracia, luminosidad, el “no sé qué” latente en la poesía auténtica, según expresión del agudo pensador Benito Feijóo.
La belleza es, en definitiva, enigmática, aunque no irracional. Se muestra por vías distintas de la razón que quiere apresar intelectualmente la realidad. La belleza es esquiva a todo intento de adueñarse de ella. La canción polifónica No la podemos dormir es muy sencilla, pero tiene una gracia inefable que nos conmueve en las veladas de Nochebuena. El “Et incarnatus est” de la Misa en do menor de Mozart puede parecer una simple aria de coloratura -usual en la ópera diociochesca-, pero presenta el encanto peculiar de los retablos navideños. ¿De dónde procede este singular hechizo? No lo podemos determinar con el lenguaje prosaico. Sólo el buen gusto -el sentido musical que llamamos “musicalidad”- nos sugiere intuitivamente cuándo se da tal encanto y cuándo falta. Los perfumes suscitan sensaciones inexplicables. No hay razón alguna para que uno te agrade y otro te repela. La capacidad que tiene el Aria de la Suite en re de Bach para elevarnos a una región de claridad, transparencia y vitalidad no la podemos explicar –con el método científico-, mas sí sentir y valorar.
La belleza artística va estrechamente unida a la inspiración, pero este concepto no es menos misterioso que aquél. Sentimos una obra como inspirada cuando tiene un alma que la impulsa y da sentido, la unifica y dota de una peculiar energía, viene del corazón y apela al corazón. Parece transmitirnos un mensaje que procede de lo alto, y por eso emociona. ¿Dónde encuentra Mozart esa belleza sin mácula, sin decaimiento alguno, que nos sorprende como un paisaje radiante en casi todas sus obras? Mozart no va nunca a tientas, no vacila, no está esperando a que se le ocurra algún motivo sugerente; rebosa de ideas desde el comienzo y las expone con generosidad, a borbotones, como quien comunica todas las maravillas que descubrió en un viaje. ¿De qué región admirable viene este compositor cada vez que se dirige a nosotros en una obra? Bien se ha dicho que jamás estimaremos como es debido el don que nos concedió el Creador al regalarnos a este hombre de figura diminuta, inquieto, simpático, aparentemente superficial pero comprometido día y noche con la belleza. Su vida no tenía otra meta que ponernos en presencia de lo bello, hacernos ver y sentir que es posible un reino de belleza, de orden y bondad.
La belleza y la bondad
A veces, una acción buena la calificamos de “hermosa”, término propio de la Estética, no de la Ética. Vemos a un niño ayudando a un ciego a cruzar la calle, y decimos: ” ¡Qué acción tan bella!”. Recordamos cómo el Padre Damián se inmoló por los leprosos, y calificamos su actitud de sublime. Estos dos adjetivos son de carácter estético. ¿Se confunde aquí la ética y la estética? Más que de confusión, se trata de complementación.
Los antiguos griegos descubrieron la profunda afinidad que existe entre la belleza y la bondad debido a la armonía que late en ambas. Cuando la armonía es de tal calidad que nos invita a la contemplación, utilizamos términos tomados de la estética más que de la ética. Si un adulto ayuda a un minusválido, realiza una buena acción, que solemos estimar debidamente. Cuando un niño modera su natural inquietud, se detiene y ajusta su ritmo al del ciego para ayudarle a salir de un apuro, lleva a cabo una acción que es “digna de ser vista” y, por ello, no sólo es buena sino bella. Esta belleza, cuando supera los límites de lo que solemos ver en personas de vida éticamente recta, alcanza la alta cota de lo “sublime”, el término estético de mayor excelencia. La intuición de la afinidad profunda que hay entre belleza y bondad llevó a los griegos a unir lo bello (“kalós”) y lo bueno (“agathós”) en una sola palabra: “Kalokagathía”.
“La acción heroica –advierte el escritor francés Gustavo Thibon- no sólo tiene un valor de utilidad; posee, sobre todo, un valor trascendente de ejemplo. Instintivamente se siente que existe menos para servir a alguien o a algo que para ser contemplada. A la nobleza y al heroísmo corresponde unir en las alturas la belleza y el bien, y, en la cumbre, realizar la síntesis de lo bello y de lo bueno” (1).
La belleza nos da posibilidades para perfeccionarnos. En principio, nos produce asombro. La encontramos en la vida y la admiramos. Lo admirable no es lo raro, lo anormal, sino lo sobremanera valioso, lo que asombra por su calidad. Una rosa que habla es algo maravilloso, en sentido de anormal. Pero una rosa que exhala su olor específico y se nos muestra como floración del rosal y expresión del mismo -rosal que aparece, a su vez, como expresión viva de la madre tierra, que lo amamanta...- no es algo extraordinario pero sí maravilloso por lo que significa el hecho de que una flor se revele y exprese de manera tan delicada, atractiva y a distancia, y sea, así, la mensajera de la planta y de su vinculación ecológica a la naturaleza entera.
Esta capacidad de descubrir, con ojos asombrados, nuevas y sorprendentes bellezas –la luz, las formas artísticas, la expresividad del lenguaje...- y dar lugar a realidades y acciones bellas hemos de incrementarla en todo momento. Vamos, pues, a afinar lo más posible nuestra sensibilidad para la belleza haciendo experiencias de diverso orden, y de ellas se desprenderá, sin pretenderlo nosotros expresamente, una idea enriquecida de lo bello: su carácter irradiante, su fuerza persuasiva, su capacidad de hacerse valer, sus distintos modos...
No sólo existe la forma de belleza exquisita que perseguían en todo momento espíritus refinados como Oscar Wilde. En las situaciones más sombrías puede brotar la belleza, aunque no parezca haber tipo alguno de luz que pueda suscitarla. Debemos cultivar el sentido de la belleza en todos los órdenes. Vestir a un niño puede ser algo muy bello, pero también dar de comer a un anciano desvalido que no logra hacerlo sin mancharse. Es un tipo singular de belleza. Un niño disminuido que se introduce a trompicones en el agua del mar no presenta la misma belleza que un cuerpo lozano cuando se echa a nadar. Pero el gesto de ayudar a ese niño a bañarse tiene una belleza inigualable en el plano ético.
La belleza que salva
La belleza es, en definitiva, enigmática, aunque no irracional. Se muestra por vías distintas de la razón que quiere apresar intelectualmente la realidad. La belleza es esquiva a todo intento de adueñarse de ella. La canción polifónica No la podemos dormir es muy sencilla, pero tiene una gracia inefable que nos conmueve en las veladas de Nochebuena. El “Et incarnatus est” de la Misa en do menor de Mozart puede parecer una simple aria de coloratura -usual en la ópera diociochesca-, pero presenta el encanto peculiar de los retablos navideños. ¿De dónde procede este singular hechizo? No lo podemos determinar con el lenguaje prosaico. Sólo el buen gusto -el sentido musical que llamamos “musicalidad”- nos sugiere intuitivamente cuándo se da tal encanto y cuándo falta. Los perfumes suscitan sensaciones inexplicables. No hay razón alguna para que uno te agrade y otro te repela. La capacidad que tiene el Aria de la Suite en re de Bach para elevarnos a una región de claridad, transparencia y vitalidad no la podemos explicar –con el método científico-, mas sí sentir y valorar.
La belleza artística va estrechamente unida a la inspiración, pero este concepto no es menos misterioso que aquél. Sentimos una obra como inspirada cuando tiene un alma que la impulsa y da sentido, la unifica y dota de una peculiar energía, viene del corazón y apela al corazón. Parece transmitirnos un mensaje que procede de lo alto, y por eso emociona. ¿Dónde encuentra Mozart esa belleza sin mácula, sin decaimiento alguno, que nos sorprende como un paisaje radiante en casi todas sus obras? Mozart no va nunca a tientas, no vacila, no está esperando a que se le ocurra algún motivo sugerente; rebosa de ideas desde el comienzo y las expone con generosidad, a borbotones, como quien comunica todas las maravillas que descubrió en un viaje. ¿De qué región admirable viene este compositor cada vez que se dirige a nosotros en una obra? Bien se ha dicho que jamás estimaremos como es debido el don que nos concedió el Creador al regalarnos a este hombre de figura diminuta, inquieto, simpático, aparentemente superficial pero comprometido día y noche con la belleza. Su vida no tenía otra meta que ponernos en presencia de lo bello, hacernos ver y sentir que es posible un reino de belleza, de orden y bondad.
La belleza y la bondad
A veces, una acción buena la calificamos de “hermosa”, término propio de la Estética, no de la Ética. Vemos a un niño ayudando a un ciego a cruzar la calle, y decimos: ” ¡Qué acción tan bella!”. Recordamos cómo el Padre Damián se inmoló por los leprosos, y calificamos su actitud de sublime. Estos dos adjetivos son de carácter estético. ¿Se confunde aquí la ética y la estética? Más que de confusión, se trata de complementación.
Los antiguos griegos descubrieron la profunda afinidad que existe entre la belleza y la bondad debido a la armonía que late en ambas. Cuando la armonía es de tal calidad que nos invita a la contemplación, utilizamos términos tomados de la estética más que de la ética. Si un adulto ayuda a un minusválido, realiza una buena acción, que solemos estimar debidamente. Cuando un niño modera su natural inquietud, se detiene y ajusta su ritmo al del ciego para ayudarle a salir de un apuro, lleva a cabo una acción que es “digna de ser vista” y, por ello, no sólo es buena sino bella. Esta belleza, cuando supera los límites de lo que solemos ver en personas de vida éticamente recta, alcanza la alta cota de lo “sublime”, el término estético de mayor excelencia. La intuición de la afinidad profunda que hay entre belleza y bondad llevó a los griegos a unir lo bello (“kalós”) y lo bueno (“agathós”) en una sola palabra: “Kalokagathía”.
“La acción heroica –advierte el escritor francés Gustavo Thibon- no sólo tiene un valor de utilidad; posee, sobre todo, un valor trascendente de ejemplo. Instintivamente se siente que existe menos para servir a alguien o a algo que para ser contemplada. A la nobleza y al heroísmo corresponde unir en las alturas la belleza y el bien, y, en la cumbre, realizar la síntesis de lo bello y de lo bueno” (1).
La belleza nos da posibilidades para perfeccionarnos. En principio, nos produce asombro. La encontramos en la vida y la admiramos. Lo admirable no es lo raro, lo anormal, sino lo sobremanera valioso, lo que asombra por su calidad. Una rosa que habla es algo maravilloso, en sentido de anormal. Pero una rosa que exhala su olor específico y se nos muestra como floración del rosal y expresión del mismo -rosal que aparece, a su vez, como expresión viva de la madre tierra, que lo amamanta...- no es algo extraordinario pero sí maravilloso por lo que significa el hecho de que una flor se revele y exprese de manera tan delicada, atractiva y a distancia, y sea, así, la mensajera de la planta y de su vinculación ecológica a la naturaleza entera.
Esta capacidad de descubrir, con ojos asombrados, nuevas y sorprendentes bellezas –la luz, las formas artísticas, la expresividad del lenguaje...- y dar lugar a realidades y acciones bellas hemos de incrementarla en todo momento. Vamos, pues, a afinar lo más posible nuestra sensibilidad para la belleza haciendo experiencias de diverso orden, y de ellas se desprenderá, sin pretenderlo nosotros expresamente, una idea enriquecida de lo bello: su carácter irradiante, su fuerza persuasiva, su capacidad de hacerse valer, sus distintos modos...
No sólo existe la forma de belleza exquisita que perseguían en todo momento espíritus refinados como Oscar Wilde. En las situaciones más sombrías puede brotar la belleza, aunque no parezca haber tipo alguno de luz que pueda suscitarla. Debemos cultivar el sentido de la belleza en todos los órdenes. Vestir a un niño puede ser algo muy bello, pero también dar de comer a un anciano desvalido que no logra hacerlo sin mancharse. Es un tipo singular de belleza. Un niño disminuido que se introduce a trompicones en el agua del mar no presenta la misma belleza que un cuerpo lozano cuando se echa a nadar. Pero el gesto de ayudar a ese niño a bañarse tiene una belleza inigualable en el plano ético.
La belleza que salva
En su obra El idiota (III, cap. V), Fedor Dostoievski advierte que “la belleza salvará al mundo”. Se refiere a la belleza redentora de Cristo. Es conveniente meditar hasta el fondo esta sentencia porque, ante las múltiples calamidades que afligen a las gentes, puede considerarse como un esteticismo frívolo dedicar tiempo a contemplar realidades bellas. Esta objeción es difícilmente rebatible si reducimos la experiencia de la belleza a dejarse mecer por el agrado de las proporciones armoniosas, el halago del color y el sonido, la fuerza seductora de ritmos electrizantes. En cambio, no tiene sentido tal reparo cuando advertimos que, al entrar en contacto directo con la belleza, nos sentimos atraídos hacia lo más valioso. Tal atracción no es una mera efusividad sentimental; es la instalación personal en una región elevada.
Beethoven confesó, en cierta ocasión, que a él se le había concedido vivir en una región de belleza inigualable, y la tarea de su vida consistía en transmitir a los hombres ese tesoro a través del lenguaje musical. Cuando oímos los primeros compases de su Misa Solemne, nos vemos inmersos en un reino de belleza sin par, pero nuestra atención no se queda prendida en el halago que nos produce; nos adherimos plenamente al torrente de súplica que fluye de la humanidad hacia el Creador.
Este poder elevador del arte musical lo experimentó vivamente un genio de la dirección orquestal, Leopoldo Stokowski:
“Es imposible describir esto con palabras; sin embargo, todos hemos sentido el haber sido llevados mediante el mágico poder de la música lejos de este mundo, hacia estados de emoción de irresistible poder y misterio, completamente desconectados de nuestra vida real, a veces temerosos, otras con una visión extática de la belleza, en una tierra de ensueño que jamás olvidaremos...” (2).
Conviene notar que ese éxtasis estético no constituye un rapto irracional –como a veces se afirma-, sino un acto de lúcida participación en el mundo de la belleza, con la consiguiente elevación a lo mejor de uno mismo (3). No pocas personas se vieron en un momento dado inundadas de belleza, sumergidas en un mundo de perfección que las lanzó decididamente hacia lo alto. Lo alto significa aquí exactamente el reino de los grandes valores, que constituyen, en todo rigor, el hogar del espíritu. Me refiero a la bondad, la justicia, la verdad, la unidad, la belleza. Estos valores eximios son reales, pero no al modo como lo son los entes concretos que tenemos a mano en la vida diaria. Son “la tercera potencia” de que habla V. Soloviev: la que hace que existan actitudes y acciones buenas, justas, verdaderas, bellas, generadoras de unidad. Cuando me siento ob-ligado en mi interior a la bondad y pienso que debo incondicionalmente hacer el bien y evitar el mal, me hallo en esa región de los valores radicales. Y lo mismo cabe decir de los otros cuatro valores. Al optar incondicionalmente por estos valores, nos movemos en el nivel 3.
Pero ¿por qué he de ser incondicionalmente bueno y justo, por ejemplo con alguien que ha lesionado mi honor arbitrariamente, sólo por ensañarse con quien juzgaba desvalido? Todo mi ser se revela ante tal injusticia, pero una voz interior me dice –como sucedió a Sócrates- que debo practicar el bien en toda circunstancia. Para fundamentar esta opción radical, no hay otra vía que elevarse de nivel y recordar que todos los seres humanos procedemos de un Ser Perfecto, el bueno y justo por excelencia, que nos creó a su imagen y semejanza y nos dotó, con ello, de una dignidad inquebrantable –nivel 4-. Esta dignidad es la que inspiró el gran precepto del Señor de que vivamos en unidad y nos amemos unos a otros.
El descubrimiento de estos dos niveles de vida (el nivel 3 y el nivel 4, que hacen posible una vida humana auténticamente creativa, nivel 2) nos permite comprender en alguna forma cómo, al encontrarnos en presencia de la belleza -con su inmensa fuerza de atracción-, nos sentimos trasladados al reino de lo divino, lo incondicionalmente bueno, justo, amable y bello. Al atardecer de un día de Navidad, el gran diplomático y poeta Paul Claudel acudió a la catedral de Notre Dame, a la hora del canto de Vísperas. Lo hizo sin intención religiosa alguna, sólo por sumergirse en el grato y noble ambiente que crea la música sacra navideña. Estuvo de pie, apoyado en la última columna de la derecha, mirando hacia el coro. De éste salían chorros de música bellísima que llenaban las naves de una intensa alegría. Cuando, al final, sonó el canto navideño Adeste fideles, que invita a las gentes a reunirse en torno al Niño, el agnóstico poeta se sintió transportado a un reino de bondad tan acogedor que no dudó en tomarlo como su hogar; tan real y poderoso que no pudo sino adentrarse en él. Comprendió enseguida que muchos aspectos de su vida necesitarían retoques y ajustes. Pero el gran paso estaba dado. No se trató de una decisión precipitada, tomada sobre la ola de una efervescencia sentimental. Claudel no sólo oyó unos cantos bellos; se vio sumergido en el mundo de la belleza y elevado por ella al nivel 3, en el que se gestan las opciones radicales a favor de los grandes valores. Al vivir una de tales opciones, se sintió transportado al nivel 4, en el que se fundamenta esa “religación” incondicional a la belleza. Sin saber bien cómo, fue súbitamente introducido en un mundo nuevo, cuyas inmensas posibilidades tendría que ir asumiendo poco a poco, con el ritmo lento de los procesos de maduración espiritual.
En estos procesos de elevación a lo divino juegan un papel decisivo el asombro y la admiración suscitados por lo altamente valioso. En un momento de crisis, Jorge Federico Haendel, el genial compositor barroco, veía cegada en buena medida la fuente de su inspiración. Una tarde se puso a callejear por el viejo Londres, y, de repente, advirtió que, en una casa, alguien tocaba el piano y cantaba una canción relativa a la historia de Israel y a la vida, muerte y resurrección del Señor. Su espíritu se transfiguró. Volvió a casa, y durante 22 días se consagró febrilmente a la composición del oratorio El Mesías. “Me pareció estar en el cielo”, confesó posteriormente. Esta transfiguración espiritual, cuyo fruto admiramos una y otra vez a través de interpretaciones cada cual más bella, fue debida al hecho de entrar en contacto con la plenitud de vida que expresaba una sencilla canción. En ella había energía sobrada para inspirar una composición admirable. Esta anécdota nos hace pensar en los sugerentes versos de Friedrich Hölderlin:
“El que ha pensado lo más profundo ama lo más viviente.
Comprende la juventud en sazón el que ha contemplado el mundo.
Y los sabios acaban a menudo
inclinándose hacia la belleza” (4).
NOTAS
(1) Cf. El pan de cada día (Rialp, Madrid 1952) 49. Con su habitual lucidez y profundidad, Goethe vincula la belleza y la bondad en estos versos: “No es distinto lo bello de lo bueno; lo bello / es sólo lo bueno que se nos muestra amorosamente velado”. (Unterschieden ist nicht das Schöne vom Guten; das Schöne / ist nur das Gute, das sich lieblich verschleiert uns zeigt). Apud Rudolf Schott: Der Maler Bô Yin Râ (Zurich 1960) 42.
(2) Cf. Música para todos nosotros (Espasa-Calpe, Madrid 1954, 5ª ed.) 234.
(3) Sabemos que Platón tuvo vacilaciones a este respecto. En el diálogo Ión indicó que el poeta se halla “transportado”, “arrebatado” por la inspiración. En el Fedro opina que es elevado a un nivel superior por una especie de “locura divina” (theia manía) que no lo priva de su lucidez cotidiana sino la potencia.
(4) Wer das Tiefste gedacht liebt das Lebendigste.
Hohe Jugend versteht wer in die Welt geblickt,
und es neigen die Weisen
Oft am Ende zu Schönem sich”.
Beethoven confesó, en cierta ocasión, que a él se le había concedido vivir en una región de belleza inigualable, y la tarea de su vida consistía en transmitir a los hombres ese tesoro a través del lenguaje musical. Cuando oímos los primeros compases de su Misa Solemne, nos vemos inmersos en un reino de belleza sin par, pero nuestra atención no se queda prendida en el halago que nos produce; nos adherimos plenamente al torrente de súplica que fluye de la humanidad hacia el Creador.
Este poder elevador del arte musical lo experimentó vivamente un genio de la dirección orquestal, Leopoldo Stokowski:
“Es imposible describir esto con palabras; sin embargo, todos hemos sentido el haber sido llevados mediante el mágico poder de la música lejos de este mundo, hacia estados de emoción de irresistible poder y misterio, completamente desconectados de nuestra vida real, a veces temerosos, otras con una visión extática de la belleza, en una tierra de ensueño que jamás olvidaremos...” (2).
Conviene notar que ese éxtasis estético no constituye un rapto irracional –como a veces se afirma-, sino un acto de lúcida participación en el mundo de la belleza, con la consiguiente elevación a lo mejor de uno mismo (3). No pocas personas se vieron en un momento dado inundadas de belleza, sumergidas en un mundo de perfección que las lanzó decididamente hacia lo alto. Lo alto significa aquí exactamente el reino de los grandes valores, que constituyen, en todo rigor, el hogar del espíritu. Me refiero a la bondad, la justicia, la verdad, la unidad, la belleza. Estos valores eximios son reales, pero no al modo como lo son los entes concretos que tenemos a mano en la vida diaria. Son “la tercera potencia” de que habla V. Soloviev: la que hace que existan actitudes y acciones buenas, justas, verdaderas, bellas, generadoras de unidad. Cuando me siento ob-ligado en mi interior a la bondad y pienso que debo incondicionalmente hacer el bien y evitar el mal, me hallo en esa región de los valores radicales. Y lo mismo cabe decir de los otros cuatro valores. Al optar incondicionalmente por estos valores, nos movemos en el nivel 3.
Pero ¿por qué he de ser incondicionalmente bueno y justo, por ejemplo con alguien que ha lesionado mi honor arbitrariamente, sólo por ensañarse con quien juzgaba desvalido? Todo mi ser se revela ante tal injusticia, pero una voz interior me dice –como sucedió a Sócrates- que debo practicar el bien en toda circunstancia. Para fundamentar esta opción radical, no hay otra vía que elevarse de nivel y recordar que todos los seres humanos procedemos de un Ser Perfecto, el bueno y justo por excelencia, que nos creó a su imagen y semejanza y nos dotó, con ello, de una dignidad inquebrantable –nivel 4-. Esta dignidad es la que inspiró el gran precepto del Señor de que vivamos en unidad y nos amemos unos a otros.
El descubrimiento de estos dos niveles de vida (el nivel 3 y el nivel 4, que hacen posible una vida humana auténticamente creativa, nivel 2) nos permite comprender en alguna forma cómo, al encontrarnos en presencia de la belleza -con su inmensa fuerza de atracción-, nos sentimos trasladados al reino de lo divino, lo incondicionalmente bueno, justo, amable y bello. Al atardecer de un día de Navidad, el gran diplomático y poeta Paul Claudel acudió a la catedral de Notre Dame, a la hora del canto de Vísperas. Lo hizo sin intención religiosa alguna, sólo por sumergirse en el grato y noble ambiente que crea la música sacra navideña. Estuvo de pie, apoyado en la última columna de la derecha, mirando hacia el coro. De éste salían chorros de música bellísima que llenaban las naves de una intensa alegría. Cuando, al final, sonó el canto navideño Adeste fideles, que invita a las gentes a reunirse en torno al Niño, el agnóstico poeta se sintió transportado a un reino de bondad tan acogedor que no dudó en tomarlo como su hogar; tan real y poderoso que no pudo sino adentrarse en él. Comprendió enseguida que muchos aspectos de su vida necesitarían retoques y ajustes. Pero el gran paso estaba dado. No se trató de una decisión precipitada, tomada sobre la ola de una efervescencia sentimental. Claudel no sólo oyó unos cantos bellos; se vio sumergido en el mundo de la belleza y elevado por ella al nivel 3, en el que se gestan las opciones radicales a favor de los grandes valores. Al vivir una de tales opciones, se sintió transportado al nivel 4, en el que se fundamenta esa “religación” incondicional a la belleza. Sin saber bien cómo, fue súbitamente introducido en un mundo nuevo, cuyas inmensas posibilidades tendría que ir asumiendo poco a poco, con el ritmo lento de los procesos de maduración espiritual.
En estos procesos de elevación a lo divino juegan un papel decisivo el asombro y la admiración suscitados por lo altamente valioso. En un momento de crisis, Jorge Federico Haendel, el genial compositor barroco, veía cegada en buena medida la fuente de su inspiración. Una tarde se puso a callejear por el viejo Londres, y, de repente, advirtió que, en una casa, alguien tocaba el piano y cantaba una canción relativa a la historia de Israel y a la vida, muerte y resurrección del Señor. Su espíritu se transfiguró. Volvió a casa, y durante 22 días se consagró febrilmente a la composición del oratorio El Mesías. “Me pareció estar en el cielo”, confesó posteriormente. Esta transfiguración espiritual, cuyo fruto admiramos una y otra vez a través de interpretaciones cada cual más bella, fue debida al hecho de entrar en contacto con la plenitud de vida que expresaba una sencilla canción. En ella había energía sobrada para inspirar una composición admirable. Esta anécdota nos hace pensar en los sugerentes versos de Friedrich Hölderlin:
“El que ha pensado lo más profundo ama lo más viviente.
Comprende la juventud en sazón el que ha contemplado el mundo.
Y los sabios acaban a menudo
inclinándose hacia la belleza” (4).
NOTAS
(1) Cf. El pan de cada día (Rialp, Madrid 1952) 49. Con su habitual lucidez y profundidad, Goethe vincula la belleza y la bondad en estos versos: “No es distinto lo bello de lo bueno; lo bello / es sólo lo bueno que se nos muestra amorosamente velado”. (Unterschieden ist nicht das Schöne vom Guten; das Schöne / ist nur das Gute, das sich lieblich verschleiert uns zeigt). Apud Rudolf Schott: Der Maler Bô Yin Râ (Zurich 1960) 42.
(2) Cf. Música para todos nosotros (Espasa-Calpe, Madrid 1954, 5ª ed.) 234.
(3) Sabemos que Platón tuvo vacilaciones a este respecto. En el diálogo Ión indicó que el poeta se halla “transportado”, “arrebatado” por la inspiración. En el Fedro opina que es elevado a un nivel superior por una especie de “locura divina” (theia manía) que no lo priva de su lucidez cotidiana sino la potencia.
(4) Wer das Tiefste gedacht liebt das Lebendigste.
Hohe Jugend versteht wer in die Welt geblickt,
und es neigen die Weisen
Oft am Ende zu Schönem sich”.