Método tercero

Artículo n°104

Redactado por Alfonso López Quintás el 05/10/2017 a las 12:56

EL ARTE RELIGIOSO COMO EXPRESIÓN DEL MISTERIO


Retorno a las fuentes (1)

Si algo hay que caracterice la sensibilidad contemporánea, es su ansia decidida de autenticidad y radicalidad esencial, que la incita a prescindir de cuanto significa culto a la apariencia y el fácil halago sensorial, para calar en la razón profunda de los fenómenos.


Hacia el año 20, recién terminada la Primera Guerra Mundial, se impuso en Europa el "êthos de la nueva objetividad", y desde entonces se viene realizando una campaña ejemplar de sobriedad y ahondamiento que tiende a salvar la pureza del peligro del desarraigo y el despojo, y entender la tarea de simplificación como signo de plenitud e integralidad.

Con este espíritu se realizó el llamado Movimiento Litúrgico, que, a una con el Movimiento de juventud, realizó una espléndida labor de revitalización en una sociedad depauperada por siglos de desarraigo racionalista. El lema era límpido y robusto: «¡Retorno a las fuentes!», vuelta al misterio como eje de la vida religiosa y atención al sacrificio eucarístico, que es la razón de ser, el sentido, principio y fin de la acción litúrgica, que no puede venir inspirada por una actitud de mero espectáculo, sino por una voluntad de colaboración y compromiso.

Este espléndido programa implica, por su parte, poner en forma el sentido de la expresión, la capacidad de saturar lo sensible de sentido penetrando a través de los medios expresivos en el reino de las significaciones que en ellos se encarnan. Lo decisivo es la fundación de ámbitos de presencia y comunidad entre el hombre y el misterio de Dios encarnado a través de la práctica de los sacramentos. De ahí la importancia de la categoría de encuentro, con todo el complejo de realidades que implica: lenguaje, gesto, ámbito de diálogo, paz, recogimiento e intimidad.

A una generación un tanto empobrecida por el influjo del Racionalismo, el Movimiento Litúrgico le descubrió la necesidad de ir a Dios con todo el ser y evitar cualquier forma de vida interior que se reduzca a una soledad de desamparo que enfría y envara el corazón del hombre.

Este acercamiento a las fuentes originarias de la piedad se tradujo inmediatamente en un afán de orientar el arte sacro hacia niveles de mayor robustez y expresividad. Con lo cual se logró, sin violencias revolucionarias ‒que suelen proceder de fuera adentro, y, por tanto, de modo artificioso‒ superar de golpe, orgánicamente, los excesos esteticistas, que son, en todo tiempo, fruto de la autonomización de los medios expresivos. Al centrar la piedad en el misterio, la operación primordial es trascender, y esto exige la renuncia ascética al culto excesivo de lo sensible que traba la libre ascensión del mirar. Con lo cual está dicho que no se trata de prescindir coactivamente de lo figurativo ‒recurso espurio, por violento‒, sino de darle el debido realce y sentido, concediéndole toda su capacidad expresiva.

A esta labor de clarificación se deben los primeros frutos de la nueva arquitectura religiosa, escueta, expresiva y límpida.


Fealdad e inexpresividad

Nada extraño que al cabo de unos lustros se haya hecho luz sobre un puñado de categorías estéticas fundamentales, y se haya descubierto una profunda conexión entre la fealdad y la inexpresividad.

«La forma estética consiste esencialmente en ser expresión. La fealdad, por tanto, ha de ser considerada como el malogro de la expresión; equivale a inexpresividad. Cuando sobre los rasgos de una obra de arte cualquiera sorprendemos el estigma de la fealdad, ello quiere decir que nos hallamos ante un producto fracasado, estéticamente abortado».

Con esta cita entro en contacto con una obra sintomática, que lleva un título sobradamente expresivo: La indignidad en el Arte Sagrado, de Francisco Pérez Gutiérrez (2). Nada más importante para quienes sienten inquietud por el tema del arte sacro que tomar actitud ante este ensayo, que, sobre la base de la orientación marcada por la revista L'Art sacré y a la vista de los logros de la nueva arquitectura religiosa, rompe una lanza a favor del arte contemporáneo, por su decidido empeño en prescindir de cuanto frene la tensión de trascendencia que es esencial a las formas de expresión religiosa. Sea cual fuere el juicio que nos merezcan cada una de las tesis sostenidas en él, es indudable que su lectura atenta servirá, cuando menos, de valioso apoyo al estudio de algunos de los problemas más sugestivos y apremiantes del momento.

Es significativo que comience la obra abriendo ante los ojos del lector un horizonte a modo de tríptico, cuyo centro está ocupado por la categoría de verdad, el ala derecha por la de expresividad, y la izquierda por la de belleza.

«La verdad de la vida religiosa de una comunidad sometida a un arte religioso inauténtico “comienza a ser” una verdad por lo menos en peligro» (3). «[…] Hay derecho a inferir, del hecho sociológico de la fealdad, la existencia de fallos, accesorios sin duda y no esenciales, pero no por ello desprovistos de importancia, en la autenticidad religiosa objetiva. Por ejemplo: la relativa desatención en que por mucho tiempo se ha encontrado la dimensión sacrificial y comunitaria de la Eucaristía» (4).

Es ésta una visión profundamente realista del fenómeno estético que aleja toda sospecha de mero esteticismo. Lo que intenta subrayar el autor es la relación en que se halla la prevalencia de la llamada piedad subjetiva, fuertemente individualista, y el florecimiento del arte-espectáculo, más preocupado de saciar las apetencias sensoriales de los asistentes al culto que de promover su ansia de elevarse hacia el misterio (5). Esta retracción individualista, capa de hielo que imposibilita el acceso al reino de la vida litúrgica "objetiva" (es decir, en este caso, real, vinculada al sujeto humano, pero no meramente subjetiva), paraliza, a la larga, la vibración expresiva del arte religioso, cuyo fin es aunar a los fieles en la contemplación común del misterio, siempre igual y siempre nuevo.

Cuando en un escrito sobre la renovación litúrgica se defiende la “vuelta a lo objetivo”, se quiere subrayar la necesidad de entender la liturgia como una actividad que exige la participación de los creyentes en ella, pero no se reduce a algo meramente subjetivo. EL término “objetivo” aplicado a la acción litúrgica encierra el peligro de que se minusvalore la importancia que encierra la participación en ella de los creyentes. De ahí la necesidad de superar la actitud objetivista y la subjetivista interpretando la vida litúrgica como algo relacional, es decir, como una experiencia reversible creada por el entreveramiento creativo de las posibilidades de vida espiritual que nos ofrece la acción litúrgica y nuestra voluntad de asumirlas activamente.



Misterio, símbolo, espectáculo

El acceso al misterio por parte del hombre, espíritu encarnado, debe pasar por la estrecha vereda del símbolo, con toda su carga de realidad material-sensible. A semejanza de Cristo que liberó a la carne de su pesadez opaca, el arte religioso tiene la noble condición transfiguradora propia de todo sacramento, que, a través de la humildad de los medios expresivos, alcanza las cimas más altas. El pueblo necesita ver (en latín, spectare) símbolos, para acceder al misterio.

Misterio, símbolo, espectáculo: he aquí la tríada categorial que el autor utiliza a modo de balanza para mostrar la dirección inversa en que suelen marchar el misterio y el espectáculo en la valoración del pueblo. A mayor estima del misterio, menos cultivo del espectáculo; a más alto desarrollo de éste, más ocultamiento de aquél.

El autor deduce de su estudio que, por lo que toca al arte sagrado, «los instantes de plenitud y autenticidad coincidirán siempre con coyunturas favorables al tirón de lo misterioso», como resalta en el caso del románico, e incluso en la hora actual, debido al «impacto de la última toma de contacto de los círculos cristianos más vivos con las realidades trascendentes» (6). Los momentos de decadencia, por el contrario, responden a la «degeneración promovida por la “ciega” necesidad de “ver” a todo trance, de alimentar la sensibilidad desordenadamente que late en la colectividad, en el pueblo».

«El espectáculo se desarrolla a expensas del misterio, se lo devora después de haberlo “expresado”, se lo pierde de vista a fuerza de querer hacerlo visible» (7).

Después de aplicar este criterio a la valoración de los estilos románico, gótico, renacentista y barroco (8), el autor subraya de nuevo y a un mayor nivel de hondura, su convicción inicial acerca de la «completa humillación de la expresión religiosa».

«La fealdad que nos salía al paso y nos golpeaba el rostro por todas partes, ya no es simplemente fealdad, es un castigo. Es la inevitable traducción de la completa pérdida del sentido del misterio. Simplemente, no existe ya hoy el sentido del misterio. O dicho de manera todavía más perentoria: el misterio “en el arte” ha dejado de existir, se halla ausente. No hay misterio. No hay más que ilusión sin alusión. Consiguientemente, ha desaparecido el sentido del símbolo. Se ha consumado la desimbolización del arte sagrado. O sea: no “hay” arte sagrado» (9).
«La fealdad en el arte ‒y fuera de él también‒ no es sino la incapacidad para “decir algo”, algo real y distinto» (10).

Para descubrir las causas de este proceso de desacralización del universo, que, al retener a los hombres en la esfera de la inmanencia y frenar su anhelo de trascendencia religiosa, condena el arte a una mudez inexpresiva, estudia el autor las características de la sustantivación y autonomización del Universo llevada a cabo en el llamado "paréntesis humanista", que abre una sima entre lo humano y lo divino. Esta escisión es artificiosa, por la suprema razón de que tal abismo no existe sino al amparo de una previa profanación de lo creado. Lo que procede es destacar, más bien, la diferencia entre lo sagrado y lo profano, y, por lo que toca al arte, entre el misterio y el espectáculo, entendidos estos conceptos no «como elementos contradictorios, sino como elementos que mutuamente se exigen».


El misterio y la esencialidad de las formas

Sobre la base de este planteamiento, el autor cree ver en la actitud de radical desnudez del arte contemporáneo una disposición óptima para retornar a la esencialidad del misterio.

«Tenemos a nuestro alcance accesos inéditos al misterio. Al arte religioso no le falta sino entrar en posesión plena y segura de ellos». «El hombre de hoy, con tal de que se abra al hecho sobrenatural, puede alcanzar de él una visión más fulgurante que la que nunca fue posible» (11).

Según Pérez Gutiérrez, el arte de hoy ofrece «insospechadas posibilidades hacia la expresión de lo sagrado» por haber vuelto al cultivo puro no de la figura, sino de la forma, que es algo más radical, profundamente ligado a la capacidad expresiva.

«[...] Han sido los ojos limpios quienes han logrado un arte de hoy en el que las formas han vuelto a resplandecer, pero no al servicio de una teoría paradójicamente tan antiartística como la del “arte por el arte”, sino en verdadera libertad. Me parece que el mejor arte de nuestro tiempo lo es porque ha sido fiel a esta estructura de la realidad artística. Y su fidelidad ha consistido en haber conjugado la esencia del arte, que consiste en la forma, con la esencia de la forma, que consiste en la expresión. Por eso es por lo que el arte contemporáneo, contra lo que algunos se han empeñado en mantener con terquedad, es un arte esencialmente “abierto” y abierto, de hecho, a una trascendencia posible, y, en potencia, a una trascendencia real" (12).

Esta capacidad de trascendencia se basa en la condición medial (13) de las formas, que, parafraseando a Pascal, «se sobrepasan infinitamente a sí mismas» (14).

«La sensibilidad de nuestros artistas es la de unos “místicos en estado salvaje”, como denominó Paul Claudel a Arthur Rimbaud. Lo que buscan, lo que les gusta, es precisamente lo que no se ve. En el fondo, nadie tan convencido de la inanidad de las formas como estos sedientos buscadores de formas. Pero saben muy bien que ese “más allá” de las formas, no existe ni es asequible sino “a través” de ellas. Es este convencimiento el que nos aclara la aparente aporía de un arte como el de hoy, ambicioso como nunca de logros formales, despegado como ninguno de las formas logradas».

«Pues bien, este “talante” peculiar resulta extremadamente apto para la expresión de lo sagrado. Se nos dice una y otra vez que para el arte contemporáneo no hay más que formas. Pero esas formas se han vuelto transparentes. Tal vez muchas sensibilidades no intenten siquiera ver lo que hay más allá. Pero “se puede” ver. A lo mejor no hay nada. Pero “hay” un hueco, una alusión, la forma de una ausencia. Y no habrá de resultar demasiado difícil “rellenar” ese hueco, cumplir la invocación que toda forma abierta hace a un absoluto, con sólo referir su llamada a un absoluto real, Dios, y a los Misterios cristianos como aproximaciones de su trascendencia» (15).

Lejos, pues, de todo esteticismo ‒fácil reproche dirigido frecuentemente a cuantos se esfuerzan por dotar a las manifestaciones cultuales de un mínimo de decoro‒, el autor sitúa la renovación artística en una relación de franca dependencia respecto a la vivencia religiosa del misterio:

«[...] Un nuevo lenguaje artístico para el misterio religioso es algo que no puede buscarse por sí mismo; sólo podrá alumbrarlo una “manera de ser”, una espiritualidad verídica. No hay otro camino».

Bien es cierto que «el arte religioso se enfrenta con problemas específicamente estéticos que sólo estéticamente pueden ser resueltos» (16). Pero en definitiva «es la estructura de lo real lo que aquí se impone. El creyente en contacto cierto con lo sobrenatural experimenta necesidades, descubre en su propia intimidad religiosa exigencias que la figura usual del mundo de las representaciones religiosas no le puede satisfacer. No sabrá lo que quiere, lo que echa de menos, pero tampoco se equivocará sobre lo que rechaza sin contemplaciones» (17).


Funcionalidad y sencillez

Esta nueva visión de la vida religiosa como relación comunitaria del hombre con Dios plantea problemas singulares a los creadores de formas de expresión religiosa. Lo decisivo es que haya autenticidad, es decir, sencillez y fidelidad.

«Verdaderamente, la pobreza es transparente, rasga la opacidad de tanta presunción acumulada progresivamente, libera las formas de la espesura ahogadora y parásita de la materia muerta, y sobre la forma desnuda hace descender el fulgor del misterio, que brilla tanto más cuanto su presencia se nos acerca más escueta, más indefensa" (18).

Cada obra de arte religioso debe llevar en sí el signo de su destino individual y concreto.

«Sin duda que no se debe a un azar el que los mejores logros del arte moderno religioso coincidan con aquellas obras en cuya preparación y realización más presente estuvo la atención a su “función” concreta» (19).

Como suele decir Marcel, sólo hay identidad absoluta entre abstracciones. La belleza radica en esa personalidad indefinible que adquieren las obras artísticas cuando, sin afán de singularizarse, han sido creadas desde dentro, por urgencias orgánicas.

Es difícil llegar en materia de criterios artísticos a conclusiones perfectamente definidas. Sin embargo, estimo que esta voluntad de severa atenencia a lo esencial, de equilibrio en la configuración de las espacios que se advierte en el clima actual puede dar lugar ‒ya lo está dando‒ a realizaciones concretas que sean la versión arquitectónica de lo que entiende el movimiento litúrgico actual bajo participación comunitaria en el misterio.

Lo que urge someter hoy día a estudio radical son los presupuestos filosóficos de la teoría de la expresión, para evitar que la renovación artística actual se oriente por vías de unilateralidad que, bajo apariencia de rigurosa pureza artística, no hagan sino imponer una forma más refinada de Esteticismo.

NOTAS

(1) Esta colaboración, centrada en torno al análisis de una obra que plantea con cierta dureza el problema del arte sacro, sirve de preludio a la siguiente, en la que abordaré el estudio de las categorías que juegan un papel decisivo en este importante tema.
(2) Cf. o.c., Guadarrama, Madrid 1961.
(3) Cf. o.c., 25.
(4) Cf. o.c., 24.
(5) El término “espectáculo”, procedente del verbo latino spectare ‒ver‒, no se utiliza aquí como sinónimo de evento social. Alude a una actividad que puede ser reducida a mero objeto de visión incomprometida.
(6) Cf. o.c., 38
(7) Ibid.
(8) Cf. o.c., 38-76.
(9) Cf. o.c., 77.
(10) Ibid.
(11) Cf. o.c., 85.
(12) Cf. o.c., 111.
(13)Un término tiene condición medial cuando expresa una realidad o una actividad que participa de dos niveles, al menos. Carácter medial lo presentan, pues, una imagen, un símbolo, una palabra como amor, cuando integra el aspecto sensorial-afectivo de ser atraído (nivel 1) y el aspecto de entrega generosa a la creación de un estado de enriquecimiento mutuo (nivel 2). Toda imagen ensambla dos niveles: el sensible y el metasensible, el expresante y el expresivo. Jugar es un término medial, en cuanto integra el recibir posibilidades y el crear algo nuevo dotado de valor en orden a conseguir una meta: jugadas en deporte, formas en arte, escenas en el juego escénico… El significado del adjetivo “medial” es descrito con mayor amplitud en mi libro La ética o es transfiguración o no es nada (BAC, Madrid, 2014) 208-211, 695.
(14) Cf. o.c., 112.
(15) Cf. o.c., 113.
(16) Cf. o.c., 124.
(17) Ibid.
(18) Cf. o.c., 181.
(19)Cf. o.c., 138.

| Alfonso López Quintás
| 05/10/2017