Caminamaos bastante hasta llegar a donde estaban cargando la foca muerta en un trineo
Tengo que reconocer que esto se me está haciendo muy difícil. Me había embarcado para un viaje de poco más de tres meses, que puede que a alguno de mis lectores ya se le haga largo. Mi plan era haber acompañado a los expedicionarios hasta bahía Vahsel, montar la base y regresar a Buenos Aires. Pero como todos saben las cosas no han salido como estaban previstas. Y ahora me veo atrapado por los hielos sin saber qué va a ser de mí.
Ya sé que otras 28 personas están en mi misma situación, aunque las circunstancias son distintas para cada uno. Los expedicionarios se habían preparado para estar inmóviles al menos un invierno en la base de bahía Vahsel. Los marineros están acostumbrados a largas travesías en las que durante semanas y semanas no ven más que las mismas caras.
Para unos y otros el estar aquí encerrados puede no ser excepcional, pero sí para mí, que soy un urbanitas, un periodista de ciudad. Mi mundo cambia vertiginosamente, las personas van y vienen, las actividades son incesantes y más en una ciudad cosmopolita como Buenos Aires y… me siento ahogado en este barco.
Y lo peor de todo es que llevamos tres meses atrapados por el hielo, otro mes y medio más en este barco y la cosa no parece que se vaya a solucionar de forma inmediata. Cuando pregunto a las personas con experiencia antártica me dicen que hasta dentro de, al menos, seis meses no se librará el barco de los hielos. Y esa perspectiva se me hace insoportable.
Un paseo por el hielo
Este es mi estado de ánimo y aunque trato de que no se me note algo he debido de translucir, porque ayer Shackleton entró en mi camarote y me pidió que le acompañase a ver cómo cargaban en un trineo una foca que acababan de cazar a cierta distancia del Endurance.
No me hizo mucha gracia. Ni me apetecía salir, ni ver a nadie y mucho menos tener que vestirme con toda esa ropa. Pero no pude negarme. Aunque en su rostro se dibujaba una sonrisa, algo me hizo pensar que aquello, más que una petición, era una orden a la que no podías negarme.
Cuando me terminé de vestir y bajé por la pasarela que comunica la cubierta con el hielo, allí me estaba esperando. Comenzamos a caminar e inmediatamente me preguntó ¿cómo lo estás llevando, Alex? Me chocó que no me llamara por mi apellido O`Hara, o simplemente “Periodista” como hacía habitualmente, y más que utilizara el diminutivo de Alexander.
Sin embargo, más que eso me sorprendió la pregunta. Creí que había ocultado bastante bien mi tedio y me molestó el que tuviera que explicarle cómo me encontraba. Afortunadamente no tuve que hacerlo. Empezó a hablar mientras caminaba a toda velocidad, como si tuviera prisa, y durante un largo rato, aunque hubiera querido, no hubiera podido interrumpir su aluvión de palabras.
Historias, historias y más historias
Me habló de su primera expedición a la Antártida. De la difícil experiencia de afrontar una noche polar. De la forma en que aflige a las personas, más incluso que las bajas temperaturas. Del hastío que produce el ver una y otra vez a los mismos compañeros. De la indolencia que produce que adormece cuerpo e intelecto… De no ser porque, lógicamente, no dormimos en el mismo camarote, hubiera dicho que me había oído hablar en sueños.
Luego me contó la forma de evitar ese letargo que horada la voluntad. Me dijo que lo que mejor había visto él que funcionaba es no pensar en los largos meses que teníamos por delante, sino en esperar al próximo domingo, de mantener una rutina de trabajo y mantenerla como si fuera algo sagrado.
Hablo de muchas cosas que harían esta crónica, que ya es demasiado larga, casi interminable. Pero sobre todo… nos reímos. Las historietas que contaba siempre tenían algo de cómico que me hacía estallar en carcajadas, a las que él se unía a gusto. Y así llegamos a donde estaban cargando la foca en el trineo, aunque yo creo que nos podíamos haber atravesado el mar de Weddell y no hubiese parado de contar historias y… de reírnos.
Ya sé que otras 28 personas están en mi misma situación, aunque las circunstancias son distintas para cada uno. Los expedicionarios se habían preparado para estar inmóviles al menos un invierno en la base de bahía Vahsel. Los marineros están acostumbrados a largas travesías en las que durante semanas y semanas no ven más que las mismas caras.
Para unos y otros el estar aquí encerrados puede no ser excepcional, pero sí para mí, que soy un urbanitas, un periodista de ciudad. Mi mundo cambia vertiginosamente, las personas van y vienen, las actividades son incesantes y más en una ciudad cosmopolita como Buenos Aires y… me siento ahogado en este barco.
Y lo peor de todo es que llevamos tres meses atrapados por el hielo, otro mes y medio más en este barco y la cosa no parece que se vaya a solucionar de forma inmediata. Cuando pregunto a las personas con experiencia antártica me dicen que hasta dentro de, al menos, seis meses no se librará el barco de los hielos. Y esa perspectiva se me hace insoportable.
Un paseo por el hielo
Este es mi estado de ánimo y aunque trato de que no se me note algo he debido de translucir, porque ayer Shackleton entró en mi camarote y me pidió que le acompañase a ver cómo cargaban en un trineo una foca que acababan de cazar a cierta distancia del Endurance.
No me hizo mucha gracia. Ni me apetecía salir, ni ver a nadie y mucho menos tener que vestirme con toda esa ropa. Pero no pude negarme. Aunque en su rostro se dibujaba una sonrisa, algo me hizo pensar que aquello, más que una petición, era una orden a la que no podías negarme.
Cuando me terminé de vestir y bajé por la pasarela que comunica la cubierta con el hielo, allí me estaba esperando. Comenzamos a caminar e inmediatamente me preguntó ¿cómo lo estás llevando, Alex? Me chocó que no me llamara por mi apellido O`Hara, o simplemente “Periodista” como hacía habitualmente, y más que utilizara el diminutivo de Alexander.
Sin embargo, más que eso me sorprendió la pregunta. Creí que había ocultado bastante bien mi tedio y me molestó el que tuviera que explicarle cómo me encontraba. Afortunadamente no tuve que hacerlo. Empezó a hablar mientras caminaba a toda velocidad, como si tuviera prisa, y durante un largo rato, aunque hubiera querido, no hubiera podido interrumpir su aluvión de palabras.
Historias, historias y más historias
Me habló de su primera expedición a la Antártida. De la difícil experiencia de afrontar una noche polar. De la forma en que aflige a las personas, más incluso que las bajas temperaturas. Del hastío que produce el ver una y otra vez a los mismos compañeros. De la indolencia que produce que adormece cuerpo e intelecto… De no ser porque, lógicamente, no dormimos en el mismo camarote, hubiera dicho que me había oído hablar en sueños.
Luego me contó la forma de evitar ese letargo que horada la voluntad. Me dijo que lo que mejor había visto él que funcionaba es no pensar en los largos meses que teníamos por delante, sino en esperar al próximo domingo, de mantener una rutina de trabajo y mantenerla como si fuera algo sagrado.
Hablo de muchas cosas que harían esta crónica, que ya es demasiado larga, casi interminable. Pero sobre todo… nos reímos. Las historietas que contaba siempre tenían algo de cómico que me hacía estallar en carcajadas, a las que él se unía a gusto. Y así llegamos a donde estaban cargando la foca en el trineo, aunque yo creo que nos podíamos haber atravesado el mar de Weddell y no hubiese parado de contar historias y… de reírnos.