Rodeados de iglúes


Alexander V. O'Hara

5 de marzo de 1915
Todos los lectores de mi periódico Diario Crítica saben que los iglúes son las viviendas semiesféricas construidas de bloques de hielo en que, durante el invierno, habitan los esquimales. Por eso, seguro que se preguntarán que hacemos rodeados de iglúes.



Con unos trozos de hielo y buena voluntad enseguida construimos iglúes para los perros
Como mis lectores saben, cuando se descubrió la Antártida los exploradores esperaban encontrar pueblos autóctonos acostumbrados a vivir en este frío. Al igual que en el Ártico se habían encontrado poblaciones de esquimales. Hoy ya nadie espera hallar gente en la Antártida, y los iglúes que nos rodean los hemos construido nosotros… para los perros.

Pues sí, hasta ahora hemos tenido a los perros en cubierta, pero con vistas a los largos meses de invierno que tenemos por delante, es mejor disponer del mayor espacio posible. Por lo que Worsley decidió construir para ellos casas individuales, dado que el pasatiempos favorito de estos animales es enzarzarse en peleas lo más sangrientas posibles.

Estos pequeños edificios se construyeron con trozos de hielo y algunos trozos de madera o pieles de foca congeladas. Luego se restregó nieve por las junturas para que sellasen y, finalmente, se tiró agua por encima, que inmediatamente se congeló, y que hizo que la estructura quedase firme y sólida.

Como habíamos observado que algunos perros sufrían al dormir sobre la nieve, dado que el calor de sus cuerpos se fundía la nieve, y ésta se congelaba transformándose en hielo. En un alarde de sofisticación les pusimos colchones en el interior, hechos con bolsas llenas de paja.

Curiosamente, pese a estas “comodidades”, los perros prefieren dormir fuera a meterse dentro de su iglú, cosa que sólo hace cuando el tiempo es realmente infernal.

Todavía quedaba un detalle. Dado que tenemos que tener a los perros continuamente encadenados para que no alcancen al que tienen más próximo ¿dónde fijar la cadena? En el barco era muy sencillo, habíamos puesto argollas a la estructura, pero qué podíamos hacer aquí.

La solución no ha podido ser más sencilla: se entierra el extremo de la cadena unos 20 centímetros en la nieve, se presiona con algunos trozos de hielo y, a continuación, se le echa agua que en unos minutos se congela y queda un agarre que no hay perro que lo suelte. ¿Ingenioso, no?