Nos costó varias horas localizar la foca y traerla al Endurance
Según pasan los días la oscuridad se acrecienta a nuestro alrededor. Como recordarán, la refracción de la luz había hecho que el sol apareciese todavía sobre el horizonte unos cuantos días después de la fecha en que astronómicamente estaba fuera de nuestro campo visual. Pero ahora, desde hace días, ya ni eso ocurre y las horas de luz se han convertido en horas de una penumbra extraña que para muchos tiene algo de inquietante.
Con el aumento de esta oscuridad y con el descenso continuo de la temperatura los animales marinos (pingüinos y focas), tan numerosos semanas atrás, han desaparecido o casi. Por lo tanto, a falta de esa abundante despensa que hasta ahora nos rodeaba y donde no teníamos más que alargar la mano para abastecernos, ahora tenemos que salir en su busca y rogar que nos acompañe la suerte,
Precisamente hace un par de días escuché a Shackleton y Worsley que hacían un inventario de nuestras reservas de carne y grasa. Todavía teníamos algo más de 2.000 kilogramos, lo que permitiría alimentar a los perros durante unos tres meses, sin tener que recurrir a las raciones almacenadas para los viajes de los trineos sobre el continente antártico. Que, desgraciadamente, ya pensamos que nunca se van a llevar a cabo.
Lógicamente, y aunque la situación no es preocupante, no podemos desaprovechar la más mínima oportunidad para incrementar las reservas. Por lo tanto, Shackleton ha dispuesto que, cuando la visibilidad lo permita, y pese al frío, se aposte un vigía con un catalejo en lo alto del mástil y examine concienzudamente los hielos que nos rodean.
Foca a la vista
Precisamente esta mañana, a la hora del almuerzo, el vigía ha avisado de la presencia de una foca a unos cinco kilómetros de distancia. No hace falta ni comentar que en pocos minutos, y aunque tuvimos que dejar la comida a medias, ya estaba organizada una partida de caza compuesta por cinco hombres, al mando de Worsley, y dos grupos de perros.
No quería perderme la oportunidad de poder narrar a mis lectores esta aventura y según me acercaba a Shackleton para pedirle autorización para acompañarles, me dijo adivinando mis pensamientos: Pero Alex, ¿qué haces que no estás ya preparado?
Poco tiempo después comenzaba un incómodo viaje. La luz débil y difusa no proyectaba sombras y no había posibilidad de advertir las irregularidades en aquella superficie blanca. Una y otra vez caíamos en un agujero invisible o tropezábamos contra un trozo de hielo que no había forma de distinguir.
Tengo que reconocer que tengo sensaciones encontradas de aquella marcha. Por una parte no quisiera tener que volver a experimentar la sensación tan frustrante de correr como a ciegas, pero por otra no puedo olvidar la excitación tan embriagadora que me producía formar parte de una partida de caza. Supongo que todos lo sentimos, con mayor o menor intensidad, quizás como un recuerdo atávico de las cacerías de caza nuestros antepasados en busca de su alimento.
Con un farol en la mano
Es difícil trasmitir la desilusión y el mal humor que se apoderó de todos nosotros cuando después de correr una hora larga, al máximo de nuestras fuerzas sobre aquel terreno erizado de sorpresas, no logramos encontrarla. Ya pensábamos que los ladridos de los perros, nuestras maldiciones al caer o las risas de los compañeros mientras nos ayudaban a levantarnos la habían hecho escaparse por el agujero en el hielo por donde había aparecido.
Pero, de repente, a Worsley le pareció ver algo en la distancia. Volvimos a retomar nuestra loca carrera y cuando habíamos recorrido más de un kilómetro la distinguimos perfectamente: seguía tumbada sobre el hielo, ajena a lo que se le venía encima.
Era una foca de Weddell bastante grande, de unos tres metros de largo.
Desgraciadamente, no pudimos evitar que Soldier, uno de nuestros perros, se nos escapase y se lanzase contra su cuello. Fue un momento de tensión, los otros perros querían seguir su ejemplo y Worsley no podía dispararla sin correr el riesgo de herir a alguno de ellos. Y en la confusión la foca podría alcanzar el agujero en el hielo y desaparecer en las heladas aguas para siempre.
Afortunadamente todo se resolvió como deseábamos y, pocos minutos después, extraíamos de su cuerpo inerte 20 litros de sangre. La mayor parte se la dimos a los perros, aunque también nosotros pudimos participar de aquel festín que tanto esfuerzo nos había costado.
Luego la troceamos, la subimos a los trineos y comenzamos el camino de vuelta al Endurance. Entre unas cosas y otras habían transcurrido bastantes horas y la penumbra del medio día había dado paso a una oscuridad donde todavía era más difícil avanzar y más cargados como íbamos por los 400 kilogramos de la carne y grasa de la foca.
Para nuestra sorpresa, según nos acercábamos al barco distinguimos una luz que se aproximaba hacia nosotros. Era Shackleton con un farol en la mano que imaginando las dificultades que estábamos teniendo para regresar, había decidido salir a buscarnos.
Aunque no hubo ampulosas frases de agradecimiento, creo que todos nosotros sentimos algo especial por ese gesto de preocupación de El Jefe.
Con el aumento de esta oscuridad y con el descenso continuo de la temperatura los animales marinos (pingüinos y focas), tan numerosos semanas atrás, han desaparecido o casi. Por lo tanto, a falta de esa abundante despensa que hasta ahora nos rodeaba y donde no teníamos más que alargar la mano para abastecernos, ahora tenemos que salir en su busca y rogar que nos acompañe la suerte,
Precisamente hace un par de días escuché a Shackleton y Worsley que hacían un inventario de nuestras reservas de carne y grasa. Todavía teníamos algo más de 2.000 kilogramos, lo que permitiría alimentar a los perros durante unos tres meses, sin tener que recurrir a las raciones almacenadas para los viajes de los trineos sobre el continente antártico. Que, desgraciadamente, ya pensamos que nunca se van a llevar a cabo.
Lógicamente, y aunque la situación no es preocupante, no podemos desaprovechar la más mínima oportunidad para incrementar las reservas. Por lo tanto, Shackleton ha dispuesto que, cuando la visibilidad lo permita, y pese al frío, se aposte un vigía con un catalejo en lo alto del mástil y examine concienzudamente los hielos que nos rodean.
Foca a la vista
Precisamente esta mañana, a la hora del almuerzo, el vigía ha avisado de la presencia de una foca a unos cinco kilómetros de distancia. No hace falta ni comentar que en pocos minutos, y aunque tuvimos que dejar la comida a medias, ya estaba organizada una partida de caza compuesta por cinco hombres, al mando de Worsley, y dos grupos de perros.
No quería perderme la oportunidad de poder narrar a mis lectores esta aventura y según me acercaba a Shackleton para pedirle autorización para acompañarles, me dijo adivinando mis pensamientos: Pero Alex, ¿qué haces que no estás ya preparado?
Poco tiempo después comenzaba un incómodo viaje. La luz débil y difusa no proyectaba sombras y no había posibilidad de advertir las irregularidades en aquella superficie blanca. Una y otra vez caíamos en un agujero invisible o tropezábamos contra un trozo de hielo que no había forma de distinguir.
Tengo que reconocer que tengo sensaciones encontradas de aquella marcha. Por una parte no quisiera tener que volver a experimentar la sensación tan frustrante de correr como a ciegas, pero por otra no puedo olvidar la excitación tan embriagadora que me producía formar parte de una partida de caza. Supongo que todos lo sentimos, con mayor o menor intensidad, quizás como un recuerdo atávico de las cacerías de caza nuestros antepasados en busca de su alimento.
Con un farol en la mano
Es difícil trasmitir la desilusión y el mal humor que se apoderó de todos nosotros cuando después de correr una hora larga, al máximo de nuestras fuerzas sobre aquel terreno erizado de sorpresas, no logramos encontrarla. Ya pensábamos que los ladridos de los perros, nuestras maldiciones al caer o las risas de los compañeros mientras nos ayudaban a levantarnos la habían hecho escaparse por el agujero en el hielo por donde había aparecido.
Pero, de repente, a Worsley le pareció ver algo en la distancia. Volvimos a retomar nuestra loca carrera y cuando habíamos recorrido más de un kilómetro la distinguimos perfectamente: seguía tumbada sobre el hielo, ajena a lo que se le venía encima.
Era una foca de Weddell bastante grande, de unos tres metros de largo.
Desgraciadamente, no pudimos evitar que Soldier, uno de nuestros perros, se nos escapase y se lanzase contra su cuello. Fue un momento de tensión, los otros perros querían seguir su ejemplo y Worsley no podía dispararla sin correr el riesgo de herir a alguno de ellos. Y en la confusión la foca podría alcanzar el agujero en el hielo y desaparecer en las heladas aguas para siempre.
Afortunadamente todo se resolvió como deseábamos y, pocos minutos después, extraíamos de su cuerpo inerte 20 litros de sangre. La mayor parte se la dimos a los perros, aunque también nosotros pudimos participar de aquel festín que tanto esfuerzo nos había costado.
Luego la troceamos, la subimos a los trineos y comenzamos el camino de vuelta al Endurance. Entre unas cosas y otras habían transcurrido bastantes horas y la penumbra del medio día había dado paso a una oscuridad donde todavía era más difícil avanzar y más cargados como íbamos por los 400 kilogramos de la carne y grasa de la foca.
Para nuestra sorpresa, según nos acercábamos al barco distinguimos una luz que se aproximaba hacia nosotros. Era Shackleton con un farol en la mano que imaginando las dificultades que estábamos teniendo para regresar, había decidido salir a buscarnos.
Aunque no hubo ampulosas frases de agradecimiento, creo que todos nosotros sentimos algo especial por ese gesto de preocupación de El Jefe.