El tema de mi conferencia de hoy, con el título “La teoría evolutiva del conocimiento”, hace referencia a una rama del conocimiento”, hace referencia a una rama del conocimiento desarrollada no por filósofos, como podría pensarse por el título, sino por etólogos, es decir, por aquellos biólogos que estudian el comportamiento de los animales en su hábitat natura.
El punto de partida de esta rama de la ciencia sería la frase de Honrad Lorenz que dice que “la vida es un proceso de adquisición de conocimientos”. Toda la evolución sería un proceso por el cual los sistemas vivos, al adaptarse a su medio, extraen conocimientos o leyes de ese mundo. Como ejemplo puede ponerse el ojo humano que refleja las leyes de la óptica.
Dentro de este marco, la teoría evolutiva del conocimiento se encargaría de analizar por qué condiciones del desarrollo se han generado los mecanismos que suponemos son la premisa funcional del surgimiento de nuestra propia razón.
O, dicho de otra forma, si los órganos de nuestro cuerpo tienen una historia y su desarrollo nos relata las sucesivas adaptaciones de los seres vivos a las condiciones del medio, es de suponer que con las funciones mentales ocurre lo mismo, y que nuestra razón, nuestro conocimiento, tendría que tener percursores en los animales que nos han precedido en la evolución. A la totalidad de estas funciones preconscientes que han permitido el desarrollo de nuestras funciones cognoscitivas se le ha llamado por Egon Brunswick “el aparato ratiomorfo”.
Esta idea no es nueva en absoluto. Cuando Immanuel Kant analiza las fronteras o límites del entendimiento y del juicio, segrega de éstos aquellas premisas que no pueden provenir de la experiencia por ser precisamente las premisas de cualquier elemental adquisición de conocimiento. Son los juicios sintéticos a priori de la razón y del juicio.
El hecho de que los organismos, al adaptarse, tengan que extraer las leyes naturales necesarias para la supervivencia, significa que cualquier estructura viva contiene un saber acumulado. De esta manera, y capa por capa, con el desarrollo del sistema de conducción de la excitabilidad, del sistema nervioso, de los órganos de los sentidos y del cerebro, los programas hereditarios de complejidad creciente, extraen las leyes de forma cada vez más compleja del mundo, las almacenan y las reflejan adecuadamente.
Los seres humanos tienden a sobrevalorar la parte racional de nuestras funciones mentales. No obstante, habría que tener en cuenta que, de acuerdo con Arthur Koestler, todo lo creativo tiene lugar más allá de lo consciente, y que la consciencia es una fina capa que cubre sus propias premisas inconscientes, que se han desarrollado durante millones de años.
Si tiene razón Kant que nuestra razón o entendimiento están dispuestos de tal forma que tiene que poseer determinados juicios a priori para comprender el mundo, entonces se deduce de estas dos cosas: primero, que los a priori no pueden fundamentarse por la propia razón, ya que son sus propias premisas; y segundo, que habría que preguntarse cómo los a priori se han introducido en ella, es decir, en la razón.
La respuesta de los teóricos evolutivos del conocimiento es que los a priori se han introducido en la razón por la evolución del aparato ratiomorfo. Los a priori, como dice Honrad Lorenz, son a posteriori desde el punto de vista evolutivo, es decir, productos empíricos del mecanismo de adquisición de conocimiento de la vida.
Uno de los representantes más destacados de la teoría evolutiva del conocimiento, Gerhard Vollmer, plantea las siguientes cuatro cuestiones fundamentales:
1. ¿De dónde procede nuestro conocimiento del mundo?
Problema con el que los filósofos se han ocupado desde hace miles de años.
Las respuestas van desde un puro empirismo (todo conocimiento procede de la experiencia), hasta el racionalismo más estricto (el conocimiento se adquiere sólo por el pensamiento).
2. La teoría de las ideas innatas
Que ha ocupado también a innumerables filósofos, como Platón, los escolásticos, Descartes, Locke, Hume, Kant, Chomsky. Este concepto no significa lo mismo para todos. Por ejemplo, no está claro si las ideas representan por sí mismas conocimientos o sólo contribuyen a éste. Tampoco está claro el significado de la palabra “innatas”. Puede significar implantadas por Dios desde el nacimiento, pero también “heredadas”, instintivas o necesariamente verdaderas”.
3. Las estructuras del conocimiento, ¿tienen un significado biológico?
Es evidente que retrasados o animales primitivos consiguen un conocimiento pobre o nulo. O sea, que el conocimiento del mundo requiere una cierta capacidad de conocimiento (y no sólo los órganos de los sentidos). Esta capacidad, sea innata o adquirida, tiene una estructura determinada que se describe por las “categorías del conocimiento”. Estas categorías tienen que coincidir de alguna forma con el objeto del conocimiento. El conocimiento sería entonces posible porque las categorías del conocimiento y las categorías reales coinciden total o parcialmente. Y de aquí se deduce la cuestión principal.
4. ¿Cómo es posible que las categorías del conocimiento y las categorías reales coincidan?
En la respuesta a esta pregunta se dividen las opiniones.
Para Locke, destacado empirista inglés, no existen las ideas innatas. El alma es al nacer un papel en blanco, libre de ideas, una tabula rasa en la que, como en la cera, se van grabando las impresiones sensoriales (lo que ya postulaba Platón).
Contra esta opinión de Locke de que no hay nada en el intelecto que no hubiese estado antes en los sentidos, responde más tarde Leibniz diciendo: “menos el propio intelecto”. David Hume añade a la experiencia la costumbre, costumbre que la naturaleza convierte en instinto que conduce tanto al pensamiento de los animales como al propiamente humano en una dirección determinada.
En el continente europeo, la filosofía sigue un camino distinto al que sigue Inglaterra. Para Descartes, en Francia, entre las ideas que encontramos en nuestra consciencia, unas son innatas, otras proceden del mundo exterior, otras son creadas por el propio individuo. Así, por ejemplo, la idea de Dios es para él una idea innata. También innatas son las ideas de la lógica y la matemática.
Para Leibiniz, también las ideas innatas o principios innatos son un componente importante de nuestro conocimiento. El hecho de que coincidan tan bien con la realidad se debe, según él, a la armonía preestablecida.
Kant parte también de la pregunta de por qué coinciden tan bien las categorías del conocimiento con las categorías reales:
“La coincidencia de los principios de la experiencia posible con las leyes de la posibilidad de la naturaleza sólo puede tener lugar por dos razones: o esas leyes se derivan de la naturaleza por medio de la experiencia, o al revés, la naturaleza se deriva de las leyes de la posibilidad de la experiencia” (Kant, Prolegómena).
Y en otro lugar:
“Hasta ahora se había asumido que todo nuestro conocimiento tiene que adaptarse a los objetos… Habría que intentar pensar si en las tareas de la metafísica no avanzaríamos más suponiendo que los objetos tiene que adaptarse a nuestro conocimiento” (Kant, Crítica de la razón pura).
De aquí puede deducirse que para Kant conocemos en las cosas sólo lo que a priori ponemos en ellas. Estas estructuras no sólo existen a priori, es decir antes e independientemente de la experiencia, sino que han posible esa experiencia, es decir, son constitutivas de ella. Estas estructuras apriorísticas son el espacio, el tiempo y las doce categorías. Son las premisas de los juicios sintéticos a priori.
La disciplina que más ha contribuído a la teoría evolutiva del conocimiento es, como hemos dicho antes, la biología y, especialmente, la etología o investigación del comportamiento.
Honrad Lorenz, el exponente más destacado de la etología y uno de sus fundadores, a la pregunta de por qué coinciden las categorías del conocimiento con las categorías reales, responde:
“por las mismas razones que la forma de la pezuña del caballo se adapta al suelo de la estepa y la aleta del pez al agua.
Entre las formas del pensamiento y de la intuición y las reales existe la misma relación que entre el órgano y el medio externo, entre el ojo y el sol, entre la pezuña del caballo y el suelo de la estepa, entre la aleta del pez y el agua, esa relación que existe entre la imagen y el reflejo del objeto, entre pensamientos modélicos simplificados y los hechos reales, una relación de analogía en un sentido más o menos amplio” (Lorenz, 1943).
Por tanto, para Lorenz, nuestra capacidad de conocimiento es un aparato innato que refleja el mundo externo y que ha sido desarrollado en la filogenia humana y que representa una aproximación real a la realidad extrasubjetiva.
Desde el campo de la psicología, la persona más preocupada por estos temas ha sido Jean Piaget, que quizás siguiendo la ley biogenética fundamental de Ernst Haeckel, que postula que la ontogénesis, o sea el desarrollo del individuo, es una repetición condensada de la filogénesis, de la evolución de la especie, dedicó toda su vida al estudio del desarrollo de las funciones cognitivas del niño, entre ellas el conocimiento.
Citemos un ejemplo de sus puntos de vista relacionados con el tema que nos preocupa:
“Efectivamente, toda respuesta es una respuesta biológica y la biología moderna ha demostrado que la respuesta no puede estar sólo determinada por factores externos, sino que depende de “normas de respuesta” que son característica para cada geotipo… El desarrollo no puede jamás reducirse a una simple secuencia de adquisiciones empíricas…”
Estas “normas de respuesta” son aplicables también a las funciones cognitivas. Al menos, en la percepción tienen una gran sentido. Así el niño pequeño, cuando tiene las primeras impresiones ópticas, cuenta con estructuras que hacen que pueda ordenarlas de forma bi o tridimensional.
Por tanto, al igual que Loren, Piaget es estimulado por la teoría de la evolución para considerar al ser humano en relación con sus raíces biológicas.
Desde el campo de la psicología profunda también ha sido abordada la cuestión que nos preocupa sobre la existencia de estructuras innatas que hagan posible y modifiquen nuestras experiencias.
Hoy día cualquier persona da por hecho la existencia de un parte de nuestra psique o vida anímica que no es accesible a la consciencia. Pero no sabemos hasta qué punto esta inconsciencia influencia nuestras funciones cognitivas, y que tipo de relación se establece con la consciencia. Estas son cuestiones abordadas tradicionalmente por la psicología profunda, representada por Freíd, Jung y Adler fundamentalmentel
De entre ellos, el más importante para nosostros es Carl Gustav Jung, con su teoría de los arquetipos y del inconsciente colectivo.
El inconsciente colectivo representa ese aparato independiente de la consciencia que todo ser humano posee; y los elementos estructurales de ese aparato son las “imágenes arcaicas” o “arquetipos” que se encuentran en todo ser humano.
Para expresar el pensamiento de Jung al respecto, nada mejor que una cita de él mismo:
“En relación con la estructura del cuerpo sería asombroso si la psique fuera el único fenómeno biológico que no mostrase huellas claras de la historia de su evolución, y es en extremo probable que esas características estuviesen precisamente en íntima relación con los fundamentos instintivos”.
En otras palabras, al igual que la etología reconoce patrones de comportamiento innatos, específicos de la especie, mediante los cuales cualquier animal de una determinada especie actúa o reacciona, Jung ve en los arquetipos patrones vivenciales colectivos, imágenes arcaicas, que determinan las viviencias.
Al igual que los instintos, los arquetipos no son adquiribles por la experiencia, no se aprenden, son previos a cualquier experiencia y representan las premisas originales que determinan lo que se hace o se vive.
Desde el campo de la antropología también se ha llegado a conclusiones similares. Los antropólogos más antiguos, como Adolf Bastian o James Frazer, ya habían creído que, como todos los seres humanos pertenecen a la misma especie, es fácil explicar las similitudes en las costumbres de todos los pueblos.
Pero Claude Lévi-Strauss va más lejos postulando que estas similitudes ente las diferentes culturas humanas no hay que buscarlas en hechos externos, sino al nivel de las estructuras. Estas estructuras comunes pueden encontrarse en los sistemas de parentesco y matrimonio, así como en los mitos, religiones, símbolos y rituales, en el arte y en el lenguaje.
Para Lévi-Strauss, la similitud de los cerebros explica las propiedades estructurales universales de las culturas humanas. Estas propiedades serían innatas.
Y en el campo de la lingüística, Noam Chomsky se refiere a las “ideas innatas” de Descartes para defender su argumento de que la competencia lingüística del ser humano tiene que basarse en una estructura innata, determinada genéticamente, una especie de gramática universal innata que explicaría la facilidad de adquisición del lenguaje por el niño en cualquier cultura, facilidad y capacidad lingüística que serían constitutivas para cualquier capacidad de conocimiento. Por eso, para Chomsky, el análisis de la gramática universal representaría un análisis de las capacidades intelectuales del ser humano.
Volvamos ahora a la cuestión más importante: ¿existen en el ser humano estructuras innatas del conocimiento?
En el caso de ciertos animales la respuesta es muy clara. Por ejemplo, pollitos que fueron empollados en la oscuridad y que no tenían ninguna experiencia con ningún tipo de comida picaban diez veces más frecuentemente comida en forma de bola que en forma piramidal; y prefieren comida en forma de bola que en forma de disco aplanado. Tienen por tanto, una capacidad innata para reconocer forma, tamaño y tridimensionalidad. Lo mismo puede decirse del reconocimiento acústico innato de la llamada de la madre en pollos de faisán o en patitos recién nacidos. Existen innumerables ejemplos al respecto.
Y ¿qué ocurre en el ser humano? En el caso de la percepción también parece evidente que la percepción humana va más allá de la mera sensación. El sujeto que percibe aporta algo al conocimiento. Esta contribución subjetiva puede ser perspectivística, selectiva y constuctiva.
Perspectivística, porque el lugar donde se encuentra el sujeto, los movimientos y el estado de consciencia influencian el conocimiento; por ejemplo, vías paralelas de tren que parecen converger en la lejanía.
Selectiva, si sólo permite una selección de las posibilidades objetivamente existentes de conocimiento; por ejemplo, la luz visible que forma sólo una pequeña parte del espectro electromagnético.
Constructiva, si codetermina positivamente, o incluso permite, el conocimiento; por ejemplo, las partes del espectro visible que son cuantitativamente diferentes por su longitud de onda se convierten en la percepción de colores cualitativamente distintos.
La percepción, pues, no aporta sólo un mosaico amorfo de sensaciones, sino que interpreta los datos disponibles. Esta interpretación es ya una función constitutiva del conocimiento; y, además, esta función constitutiva del aparato del conocimiento es igual para todos los seres humanos.
Experimentos realizados con niños pequeños muestran que niños de pecho de 15 días de edad pueden diferenciar los colores. Y los niños pequeños que todavía gatean son ya capaces de percibir la profundidad, o sea, la tridimensionalidad. También se ha comprobado que niños entre 1-15 semanas de edad atienden mucho más frecuentemente a caras humanas que a cualquier otra imagen.
Si el aparato humano del conocimiento es el resultado de la selección natural, como cualquier otra característica de los organismos, tendría que ser posible mostrar determinadas adaptaciones al medio externo de este aparato. Y precisamente esto es posible en la percepción visual.
La atmósfera sólo es limitadamente permeable para las radiaciones solares. Los rayos Röntgen y los rayos ultravioletas se absorben en las capas superiores y los infrarrojos en las capas cercanas de la tierra. Sólo para las radiaciones entre 400 y 800 nm posee la atmósfera una “ventana”. Pues bien, esta ventana coincide bastante bien con la “ventana óptica” de nuestra percepción (380-760 nm). Es decir, nuestro ojo es sensible precisamente para el segmento en el que el espectro electromagnético nuestra un máximo.
Por tanto, la teoría evolutiva del conocimiento parte de la base de que el aparato humano del conocimiento es un producto de la evolución. Las estructuras subjetivas del conocimiento coinciden con las del mundo externo porque se han formado a lo largo de la evolución en la adaptación a ese mundo real. Y coinciden con las estructuras reales (en parte) porque sólo una coincidencia tal ha permitido la supervivencia.
Hay que suponer que los intentos de formación de hipótesis falsas sobre el mundo fueron rápidamente eliminadas en la evolución. Para expresarlo gráficamente, una cita de Simpson:
“El mono que no tuviese una percepción realista de la rama a la que saltaba, pronto hubiese sido un mono muerto y no pertenecería a nuestros antepasados remotos”
Esta adaptación del aparato del conocimiento al mundo circundante nunca es ideal. Una de las leyes más importantes de la evolución dice precisamente eso, que una especie nunca se adapta de forma ideal al mundo. Como consecuencia de ello, el aparato humano del conocimiento no es perfecto, y sólo está adaptado a aquellas condiciones bajo las que se ha desarrollado. En condiciones extraordinarias puede fallar completamente, como sabemos ocurre en la percepción, a veces, produciendo ilusiones ópticas.
Por esta razón permítanme, para terminar, una cita de Kumbies al respecto:
“La coincidencia entre naturaleza e intelecto no se produce porque la naturaleza sea razonable, sino porque la razón es natural”.
BIBLIOGRAFIA
C. G. JUNG: Von den Wurzeln des Bewussteins. Rascher, Zürich, 1954.
I. KANT: Kritik der reinen Vernunft. 1. Auflage, 1781.
A. KOESTLER: Der Mensch Irrläufer der Evolution. Fischer, Frankfurt, 1990.
K. LORENZ: Kants Lehre vom Apriorischen im Lichte gegenwärtiger Biologie. Blätter für deutsche Philosophie, 15: 94-125, 1941.
K. LORENZ: Die Rückseite des Spiegels. Piper, München, 1973.
J. PIAGET: Einführung in die genetische Erkenntnistheorie. Suhrkamp, Frankfurt, 1973.
G. C. SIMPSON: Biologie und Mensch. Suhrkamp, Frankfurt, 1972.
G. VOLLMER: Evolutionäre Erkenntnistheorie. S. Hirzel Verlag, Stuttgart, 1981.
El punto de partida de esta rama de la ciencia sería la frase de Honrad Lorenz que dice que “la vida es un proceso de adquisición de conocimientos”. Toda la evolución sería un proceso por el cual los sistemas vivos, al adaptarse a su medio, extraen conocimientos o leyes de ese mundo. Como ejemplo puede ponerse el ojo humano que refleja las leyes de la óptica.
Dentro de este marco, la teoría evolutiva del conocimiento se encargaría de analizar por qué condiciones del desarrollo se han generado los mecanismos que suponemos son la premisa funcional del surgimiento de nuestra propia razón.
O, dicho de otra forma, si los órganos de nuestro cuerpo tienen una historia y su desarrollo nos relata las sucesivas adaptaciones de los seres vivos a las condiciones del medio, es de suponer que con las funciones mentales ocurre lo mismo, y que nuestra razón, nuestro conocimiento, tendría que tener percursores en los animales que nos han precedido en la evolución. A la totalidad de estas funciones preconscientes que han permitido el desarrollo de nuestras funciones cognoscitivas se le ha llamado por Egon Brunswick “el aparato ratiomorfo”.
Esta idea no es nueva en absoluto. Cuando Immanuel Kant analiza las fronteras o límites del entendimiento y del juicio, segrega de éstos aquellas premisas que no pueden provenir de la experiencia por ser precisamente las premisas de cualquier elemental adquisición de conocimiento. Son los juicios sintéticos a priori de la razón y del juicio.
El hecho de que los organismos, al adaptarse, tengan que extraer las leyes naturales necesarias para la supervivencia, significa que cualquier estructura viva contiene un saber acumulado. De esta manera, y capa por capa, con el desarrollo del sistema de conducción de la excitabilidad, del sistema nervioso, de los órganos de los sentidos y del cerebro, los programas hereditarios de complejidad creciente, extraen las leyes de forma cada vez más compleja del mundo, las almacenan y las reflejan adecuadamente.
Los seres humanos tienden a sobrevalorar la parte racional de nuestras funciones mentales. No obstante, habría que tener en cuenta que, de acuerdo con Arthur Koestler, todo lo creativo tiene lugar más allá de lo consciente, y que la consciencia es una fina capa que cubre sus propias premisas inconscientes, que se han desarrollado durante millones de años.
Si tiene razón Kant que nuestra razón o entendimiento están dispuestos de tal forma que tiene que poseer determinados juicios a priori para comprender el mundo, entonces se deduce de estas dos cosas: primero, que los a priori no pueden fundamentarse por la propia razón, ya que son sus propias premisas; y segundo, que habría que preguntarse cómo los a priori se han introducido en ella, es decir, en la razón.
La respuesta de los teóricos evolutivos del conocimiento es que los a priori se han introducido en la razón por la evolución del aparato ratiomorfo. Los a priori, como dice Honrad Lorenz, son a posteriori desde el punto de vista evolutivo, es decir, productos empíricos del mecanismo de adquisición de conocimiento de la vida.
Uno de los representantes más destacados de la teoría evolutiva del conocimiento, Gerhard Vollmer, plantea las siguientes cuatro cuestiones fundamentales:
1. ¿De dónde procede nuestro conocimiento del mundo?
Problema con el que los filósofos se han ocupado desde hace miles de años.
Las respuestas van desde un puro empirismo (todo conocimiento procede de la experiencia), hasta el racionalismo más estricto (el conocimiento se adquiere sólo por el pensamiento).
2. La teoría de las ideas innatas
Que ha ocupado también a innumerables filósofos, como Platón, los escolásticos, Descartes, Locke, Hume, Kant, Chomsky. Este concepto no significa lo mismo para todos. Por ejemplo, no está claro si las ideas representan por sí mismas conocimientos o sólo contribuyen a éste. Tampoco está claro el significado de la palabra “innatas”. Puede significar implantadas por Dios desde el nacimiento, pero también “heredadas”, instintivas o necesariamente verdaderas”.
3. Las estructuras del conocimiento, ¿tienen un significado biológico?
Es evidente que retrasados o animales primitivos consiguen un conocimiento pobre o nulo. O sea, que el conocimiento del mundo requiere una cierta capacidad de conocimiento (y no sólo los órganos de los sentidos). Esta capacidad, sea innata o adquirida, tiene una estructura determinada que se describe por las “categorías del conocimiento”. Estas categorías tienen que coincidir de alguna forma con el objeto del conocimiento. El conocimiento sería entonces posible porque las categorías del conocimiento y las categorías reales coinciden total o parcialmente. Y de aquí se deduce la cuestión principal.
4. ¿Cómo es posible que las categorías del conocimiento y las categorías reales coincidan?
En la respuesta a esta pregunta se dividen las opiniones.
Para Locke, destacado empirista inglés, no existen las ideas innatas. El alma es al nacer un papel en blanco, libre de ideas, una tabula rasa en la que, como en la cera, se van grabando las impresiones sensoriales (lo que ya postulaba Platón).
Contra esta opinión de Locke de que no hay nada en el intelecto que no hubiese estado antes en los sentidos, responde más tarde Leibniz diciendo: “menos el propio intelecto”. David Hume añade a la experiencia la costumbre, costumbre que la naturaleza convierte en instinto que conduce tanto al pensamiento de los animales como al propiamente humano en una dirección determinada.
En el continente europeo, la filosofía sigue un camino distinto al que sigue Inglaterra. Para Descartes, en Francia, entre las ideas que encontramos en nuestra consciencia, unas son innatas, otras proceden del mundo exterior, otras son creadas por el propio individuo. Así, por ejemplo, la idea de Dios es para él una idea innata. También innatas son las ideas de la lógica y la matemática.
Para Leibiniz, también las ideas innatas o principios innatos son un componente importante de nuestro conocimiento. El hecho de que coincidan tan bien con la realidad se debe, según él, a la armonía preestablecida.
Kant parte también de la pregunta de por qué coinciden tan bien las categorías del conocimiento con las categorías reales:
“La coincidencia de los principios de la experiencia posible con las leyes de la posibilidad de la naturaleza sólo puede tener lugar por dos razones: o esas leyes se derivan de la naturaleza por medio de la experiencia, o al revés, la naturaleza se deriva de las leyes de la posibilidad de la experiencia” (Kant, Prolegómena).
Y en otro lugar:
“Hasta ahora se había asumido que todo nuestro conocimiento tiene que adaptarse a los objetos… Habría que intentar pensar si en las tareas de la metafísica no avanzaríamos más suponiendo que los objetos tiene que adaptarse a nuestro conocimiento” (Kant, Crítica de la razón pura).
De aquí puede deducirse que para Kant conocemos en las cosas sólo lo que a priori ponemos en ellas. Estas estructuras no sólo existen a priori, es decir antes e independientemente de la experiencia, sino que han posible esa experiencia, es decir, son constitutivas de ella. Estas estructuras apriorísticas son el espacio, el tiempo y las doce categorías. Son las premisas de los juicios sintéticos a priori.
La disciplina que más ha contribuído a la teoría evolutiva del conocimiento es, como hemos dicho antes, la biología y, especialmente, la etología o investigación del comportamiento.
Honrad Lorenz, el exponente más destacado de la etología y uno de sus fundadores, a la pregunta de por qué coinciden las categorías del conocimiento con las categorías reales, responde:
“por las mismas razones que la forma de la pezuña del caballo se adapta al suelo de la estepa y la aleta del pez al agua.
Entre las formas del pensamiento y de la intuición y las reales existe la misma relación que entre el órgano y el medio externo, entre el ojo y el sol, entre la pezuña del caballo y el suelo de la estepa, entre la aleta del pez y el agua, esa relación que existe entre la imagen y el reflejo del objeto, entre pensamientos modélicos simplificados y los hechos reales, una relación de analogía en un sentido más o menos amplio” (Lorenz, 1943).
Por tanto, para Lorenz, nuestra capacidad de conocimiento es un aparato innato que refleja el mundo externo y que ha sido desarrollado en la filogenia humana y que representa una aproximación real a la realidad extrasubjetiva.
Desde el campo de la psicología, la persona más preocupada por estos temas ha sido Jean Piaget, que quizás siguiendo la ley biogenética fundamental de Ernst Haeckel, que postula que la ontogénesis, o sea el desarrollo del individuo, es una repetición condensada de la filogénesis, de la evolución de la especie, dedicó toda su vida al estudio del desarrollo de las funciones cognitivas del niño, entre ellas el conocimiento.
Citemos un ejemplo de sus puntos de vista relacionados con el tema que nos preocupa:
“Efectivamente, toda respuesta es una respuesta biológica y la biología moderna ha demostrado que la respuesta no puede estar sólo determinada por factores externos, sino que depende de “normas de respuesta” que son característica para cada geotipo… El desarrollo no puede jamás reducirse a una simple secuencia de adquisiciones empíricas…”
Estas “normas de respuesta” son aplicables también a las funciones cognitivas. Al menos, en la percepción tienen una gran sentido. Así el niño pequeño, cuando tiene las primeras impresiones ópticas, cuenta con estructuras que hacen que pueda ordenarlas de forma bi o tridimensional.
Por tanto, al igual que Loren, Piaget es estimulado por la teoría de la evolución para considerar al ser humano en relación con sus raíces biológicas.
Desde el campo de la psicología profunda también ha sido abordada la cuestión que nos preocupa sobre la existencia de estructuras innatas que hagan posible y modifiquen nuestras experiencias.
Hoy día cualquier persona da por hecho la existencia de un parte de nuestra psique o vida anímica que no es accesible a la consciencia. Pero no sabemos hasta qué punto esta inconsciencia influencia nuestras funciones cognitivas, y que tipo de relación se establece con la consciencia. Estas son cuestiones abordadas tradicionalmente por la psicología profunda, representada por Freíd, Jung y Adler fundamentalmentel
De entre ellos, el más importante para nosostros es Carl Gustav Jung, con su teoría de los arquetipos y del inconsciente colectivo.
El inconsciente colectivo representa ese aparato independiente de la consciencia que todo ser humano posee; y los elementos estructurales de ese aparato son las “imágenes arcaicas” o “arquetipos” que se encuentran en todo ser humano.
Para expresar el pensamiento de Jung al respecto, nada mejor que una cita de él mismo:
“En relación con la estructura del cuerpo sería asombroso si la psique fuera el único fenómeno biológico que no mostrase huellas claras de la historia de su evolución, y es en extremo probable que esas características estuviesen precisamente en íntima relación con los fundamentos instintivos”.
En otras palabras, al igual que la etología reconoce patrones de comportamiento innatos, específicos de la especie, mediante los cuales cualquier animal de una determinada especie actúa o reacciona, Jung ve en los arquetipos patrones vivenciales colectivos, imágenes arcaicas, que determinan las viviencias.
Al igual que los instintos, los arquetipos no son adquiribles por la experiencia, no se aprenden, son previos a cualquier experiencia y representan las premisas originales que determinan lo que se hace o se vive.
Desde el campo de la antropología también se ha llegado a conclusiones similares. Los antropólogos más antiguos, como Adolf Bastian o James Frazer, ya habían creído que, como todos los seres humanos pertenecen a la misma especie, es fácil explicar las similitudes en las costumbres de todos los pueblos.
Pero Claude Lévi-Strauss va más lejos postulando que estas similitudes ente las diferentes culturas humanas no hay que buscarlas en hechos externos, sino al nivel de las estructuras. Estas estructuras comunes pueden encontrarse en los sistemas de parentesco y matrimonio, así como en los mitos, religiones, símbolos y rituales, en el arte y en el lenguaje.
Para Lévi-Strauss, la similitud de los cerebros explica las propiedades estructurales universales de las culturas humanas. Estas propiedades serían innatas.
Y en el campo de la lingüística, Noam Chomsky se refiere a las “ideas innatas” de Descartes para defender su argumento de que la competencia lingüística del ser humano tiene que basarse en una estructura innata, determinada genéticamente, una especie de gramática universal innata que explicaría la facilidad de adquisición del lenguaje por el niño en cualquier cultura, facilidad y capacidad lingüística que serían constitutivas para cualquier capacidad de conocimiento. Por eso, para Chomsky, el análisis de la gramática universal representaría un análisis de las capacidades intelectuales del ser humano.
Volvamos ahora a la cuestión más importante: ¿existen en el ser humano estructuras innatas del conocimiento?
En el caso de ciertos animales la respuesta es muy clara. Por ejemplo, pollitos que fueron empollados en la oscuridad y que no tenían ninguna experiencia con ningún tipo de comida picaban diez veces más frecuentemente comida en forma de bola que en forma piramidal; y prefieren comida en forma de bola que en forma de disco aplanado. Tienen por tanto, una capacidad innata para reconocer forma, tamaño y tridimensionalidad. Lo mismo puede decirse del reconocimiento acústico innato de la llamada de la madre en pollos de faisán o en patitos recién nacidos. Existen innumerables ejemplos al respecto.
Y ¿qué ocurre en el ser humano? En el caso de la percepción también parece evidente que la percepción humana va más allá de la mera sensación. El sujeto que percibe aporta algo al conocimiento. Esta contribución subjetiva puede ser perspectivística, selectiva y constuctiva.
Perspectivística, porque el lugar donde se encuentra el sujeto, los movimientos y el estado de consciencia influencian el conocimiento; por ejemplo, vías paralelas de tren que parecen converger en la lejanía.
Selectiva, si sólo permite una selección de las posibilidades objetivamente existentes de conocimiento; por ejemplo, la luz visible que forma sólo una pequeña parte del espectro electromagnético.
Constructiva, si codetermina positivamente, o incluso permite, el conocimiento; por ejemplo, las partes del espectro visible que son cuantitativamente diferentes por su longitud de onda se convierten en la percepción de colores cualitativamente distintos.
La percepción, pues, no aporta sólo un mosaico amorfo de sensaciones, sino que interpreta los datos disponibles. Esta interpretación es ya una función constitutiva del conocimiento; y, además, esta función constitutiva del aparato del conocimiento es igual para todos los seres humanos.
Experimentos realizados con niños pequeños muestran que niños de pecho de 15 días de edad pueden diferenciar los colores. Y los niños pequeños que todavía gatean son ya capaces de percibir la profundidad, o sea, la tridimensionalidad. También se ha comprobado que niños entre 1-15 semanas de edad atienden mucho más frecuentemente a caras humanas que a cualquier otra imagen.
Si el aparato humano del conocimiento es el resultado de la selección natural, como cualquier otra característica de los organismos, tendría que ser posible mostrar determinadas adaptaciones al medio externo de este aparato. Y precisamente esto es posible en la percepción visual.
La atmósfera sólo es limitadamente permeable para las radiaciones solares. Los rayos Röntgen y los rayos ultravioletas se absorben en las capas superiores y los infrarrojos en las capas cercanas de la tierra. Sólo para las radiaciones entre 400 y 800 nm posee la atmósfera una “ventana”. Pues bien, esta ventana coincide bastante bien con la “ventana óptica” de nuestra percepción (380-760 nm). Es decir, nuestro ojo es sensible precisamente para el segmento en el que el espectro electromagnético nuestra un máximo.
Por tanto, la teoría evolutiva del conocimiento parte de la base de que el aparato humano del conocimiento es un producto de la evolución. Las estructuras subjetivas del conocimiento coinciden con las del mundo externo porque se han formado a lo largo de la evolución en la adaptación a ese mundo real. Y coinciden con las estructuras reales (en parte) porque sólo una coincidencia tal ha permitido la supervivencia.
Hay que suponer que los intentos de formación de hipótesis falsas sobre el mundo fueron rápidamente eliminadas en la evolución. Para expresarlo gráficamente, una cita de Simpson:
“El mono que no tuviese una percepción realista de la rama a la que saltaba, pronto hubiese sido un mono muerto y no pertenecería a nuestros antepasados remotos”
Esta adaptación del aparato del conocimiento al mundo circundante nunca es ideal. Una de las leyes más importantes de la evolución dice precisamente eso, que una especie nunca se adapta de forma ideal al mundo. Como consecuencia de ello, el aparato humano del conocimiento no es perfecto, y sólo está adaptado a aquellas condiciones bajo las que se ha desarrollado. En condiciones extraordinarias puede fallar completamente, como sabemos ocurre en la percepción, a veces, produciendo ilusiones ópticas.
Por esta razón permítanme, para terminar, una cita de Kumbies al respecto:
“La coincidencia entre naturaleza e intelecto no se produce porque la naturaleza sea razonable, sino porque la razón es natural”.
BIBLIOGRAFIA
C. G. JUNG: Von den Wurzeln des Bewussteins. Rascher, Zürich, 1954.
I. KANT: Kritik der reinen Vernunft. 1. Auflage, 1781.
A. KOESTLER: Der Mensch Irrläufer der Evolution. Fischer, Frankfurt, 1990.
K. LORENZ: Kants Lehre vom Apriorischen im Lichte gegenwärtiger Biologie. Blätter für deutsche Philosophie, 15: 94-125, 1941.
K. LORENZ: Die Rückseite des Spiegels. Piper, München, 1973.
J. PIAGET: Einführung in die genetische Erkenntnistheorie. Suhrkamp, Frankfurt, 1973.
G. C. SIMPSON: Biologie und Mensch. Suhrkamp, Frankfurt, 1972.
G. VOLLMER: Evolutionäre Erkenntnistheorie. S. Hirzel Verlag, Stuttgart, 1981.