El ser humano siempre ha intentado dejar bien claras las diferencias que lo separan de los animales, sin tener en cuenta que él mismo es un animal como los demás. Sólo en el idioma anglosajón se habla de primates no humanos cuando la referencia es a los simios hominoideos, lo que implica que los humanos también son primates como la biología nos enseña. Esta intención de separarse tajantemente de los animales que nos precedieron en la evolución tiene una historia muy larga, desde negarle a los animales el alma racional al menos, como hizo Aristóteles, hasta nuestros días en los que aún seguimos buscando características que puedan separarnos de ellos, aduciendo para ello el lenguaje, el libre albedrío, la inteligencia, la autoconsciencia y muchas otras. Supongo que esto se debe a que la teoría de la evolución de Darwin y Wallace no ha calado aún en nuestra mentes; teoría discutida, como todas, pero que nadie duda de su veracidad a pesar de que se discutan constantemente si los detalles son válidos o no.
En esta búsqueda, la atención se ha centrado a veces en la macroanatomía del cerebro, comparando una y otra vez el cerebro del ser humano con el de los animales que nos han precedido en la evolución y que están más cerca de nosotros en ese frondoso árbol evolutivo. El chimpancé es el animal que más cerca se encuentra de nosotros y ha sido para los humanos un duro golpe saber que sólo un 1,6 % nos diferencia de él por lo que respecta al genoma. Pero cuando se observa el cerebro del chimpancé en comparación con el cerebro humano, llama la atención que en el cerebro humano se produjo un desarrollo considerable del lóbulo frontal, o, para ser más exacto, de la corteza prefrontal. De ahí que se haya considerado a esta región el lugar de la inteligencia, del libre albedrío; en suma: el área cognitiva por excelencia.
Una prueba de su tardía aparición en la filogenia es lo que tarda la corteza prefrontal en madurar en los seres humanos; se piensa que esta región de la corteza es plenamente funcional a comienzos de la edad adulta, es decir, al final de la adolescencia.
Se ha postulado que las funciones de esta región cerebral y aquellas que son la base anatómica del lenguaje son las que mejor caracterizan al ser humano. Ahora bien, el lenguaje está ya terminado funcionalmente en el desarrollo ontogenético del hombre mucho antes que la corteza prefrontal, por lo que podríamos suponer, si es cierto que la ontogenia remeda la filogenia, que la corteza prefrontal es filogenéticamente más moderna.
Pero antes de seguir especulando habría que decir que lo que hoy sabemos de las funciones de esta corteza prefrontal es el resultado de estudios en primates no humanos y del análisis de los síntomas que resultan de las lesiones en esta región que se producen en humanos.
Uno de los métodos más antiguos para estudiar las funciones de una parte del cerebro era la ablación, la extirpación experimental de la región que se quería estudiar, lo que naturalmente se realizaba en animales, y observar luego lo que ocurría. Desgraciadamente, este método no es practicable en seres humanos por razones éticas, por lo que no nos sirve para nuestro fin. Pero comparable con este método son las lesiones traumáticas, por accidente, o las producidas por tumores cerebrales que equivalen a las lesiones experimentales, aunque éstas están mucho mejor delimitadas. En 1935 un cirujano portugués, Egas Moniz, comenzó a practicar la lobotomía en humanos para curar la neurosis obsesiva, método cruento que consistía en la separación de la corteza prefrontal del resto del cerebro. El cambio de personalidad que esta operación traía consigo ha desaconsejado seguir practicándola.
En la literatura científica ha llamado mucho la atención el caso de Phineas Gage, en 1848, un capataz de trabajadores de ferrocarril en Vermont, Estados Unidos, quien al preparar un barreno para dinamitar unas rocas le explotó la pólvora y el barreno le atravesó el cráneo entrando por la mejilla izquierda y saliendo por el centro de la calota craneana, cortando así las conexiones de la región prefrontal con el resto del cerebro. Gage tras el accidente sufrió, al igual que los enfermos lobotomizados posteriormente, un cambio drástico de personalidad. Como refiere el médico que lo trató, el Dr. Harlow, “se había destruido el equilibrio entre sus facultades intelectuales y sus tendencias animales”.
Al contrario de cómo era antes, Gage había perdido la consideración con sus compañeros, se había vuelto caprichoso, irreverente, impaciente cuando se le contrariaban sus deseos, pergeñando un plan de acción tras otro que nunca llevaba a cabo, ofensivo en sus palabras y burlándose de los demás de manera cruel; en suma: como si hubiese vuelto a la niñez más desinhibida.
Este caso recuerda precisamente la célebre novela de Robert Louis Stevenson “El Dr. Jekyll y Mister Hyde”, en la que Stevenson al final de la novela y en las confesiones del Dr. Jekyll tras ingerir la droga que lo transformaba en Mister Hyde dice lo siguiente: “sentí un aflojamiento de todas las ligaduras del deber”… “me sentía más perverso, un esclavo vendido a mi demonio innato”; según Stevenson “la droga carecía en su acción de discernimiento; no era divina ni diabólica; no hacía más que quebrantar las puertas de la prisión, y como los cautivos de Philippi, lo que estaba dentro se escapaba”; “bebía con avidez bestial el deleite que manaba de la tortura infligida al prójimo, era inexorable, como un hombre de piedra”.
Lo que describe Stevenson es como si un demonio que llevásemos dentro, de pronto y gracias a la droga, se independizara y comenzase a actuar perversa y cruelmente hacia los demás, lo que no es otra cosa que la pérdida de las trabas sociales y morales que nuestra civilización nos ha impuesto y que, gracias a la capacidad inhibidora de la corteza prefrontal sobre nuestros instintos más primarios, somos capaces de respetar. No nos debe extrañar, pues, que el neuropsicólogo ruso Alejandro Luria llamase al lóbulo frontal el “órgano de la civilización”.
Los antecedentes de la novela de Stevenson fueron, sobre todo, “Los elixires del diablo” de E. T. A. Hoffmann, escrito en 1816, y el relato de Teófilo Gautier “El caballero doble”, escrito en 1840. Pero también “El doble” de Dostoievski, escrito en 1846.
Por todo lo expuesto, Antonio Damasio, neuropsicólogo portugués afincado en Estados Unidos, en su libro “El error de Descartes” localiza nuestras facultades morales en esta región del cerebro. Lo que después del accidente le faltó a Gage son precisamente aquellas facultades con sede en el lóbulo frontal, a saber, la capacidad para anticipar y planificar el futuro, la organización temporal de la conducta, el sentido de la responsabilidad hacia sí mismo y hacia los demás, la posibilidad de adaptarse a un entorno social complejo a costa de reprimir las propias tendencias instintivas, lo que podría resumirse por juicio ético y conducta social.
Una característica importante en estos enfermos es la superficialidad de sus emociones y afectos, como si sufriese un aplanamiento o frialdad emocional, de forma que no son capaces de experimentar placer o dolor de forma normal, son más indiferentes a sus propias emociones. También pierden originalidad y creatividad, así como interés sexual y exploratorio.
El neurólogo portugués afincado en Estados Unidos, Antonio Damasio, refiere el caso de un enfermo al que llama Elliott, que había sido operado de un tumor frontal. Tras la operación, Damasio lo describe así: “siempre estaba sereno, siempre describía cualquier escena como un espectador desapasionado, sin sentirse implicado”.
Esta pérdida de capacidad de emocionarse, de implicarse emotivamente tenía consecuencias nefastas, pero no porque hubiese disminuido su cociente intelectual, su memoria o su capacidad de cálculo, sino porque era incapaz de tomar una decisión o de llevar a cabo un plan o una tarea hasta el final. No podía elegir, se había creado un abismo entre el conocimiento y el sentimiento. Las conexiones entre la corteza frontal y el sistema límbico de emociones y afectos ya no existían.
Pero este sistema límbico es esencial para la supervivencia y decide cuando dudamos qué camino tomar; sin él somos incapaces de decidir nada, nos quedamos en la duda permanente. Tenemos aquí otro ejemplo de la importancia que los sentimientos, afectos y emociones tienen no sólo para nuestra vida diaria, sino también para nuestra vida cognoscitiva. Digo otro ejemplo porque en la memoria parece bastante evidente que las emociones juegan un enorme papel no sólo para el almacenamiento, sino para el recuerdo.
Desde el siglo XIX se ha considerado que en los lóbulos frontales está la sede de las operaciones de control del más alto nivel en el cerebro, y lesiones en estas regiones acarrean trastornos precisamente de ese control.
A principios del siglo XX, Bianchi en 1922, aportó un ejemplo del efecto que estas lesiones tenían en monos. Un mono que solía saltar al alféizar de una ventana para llamar a sus compañeros, después de la operación en los lóbulos frontales seguía saltando, pero ya no llamaba a los otros monos. Bianchi lo explicaba diciendo que la vista de la ventana hacía saltar al mono como si fuera un reflejo, pero ahora faltaba el propósito de esa acción porque había desaparecido del foco de su atención por la lesión. Es decir, era como si el mono hubiera perdido la capacidad de coordinar los diferentes elementos de una acción compleja. Pues bien, algo similar ocurre en humanos.
Autores que trabajaron con soldados de la Primera Guerra Mundial que habían sufrido lesiones frontales informaron que estos pacientes mostraban trastornos de atención, mayores distracciones, dificultad en comprender un estado complicado de cosas; podían trabajar muy bien en tareas rutinarias, pero eran incapaces de aprender nuevas tareas; estaban como perdidos en situaciones novedosas.
Una de las características más típicas de los pacientes que han sufrido lesiones del lóbulo frontal es la rigidez en la conducta. Esta rigidez puede perfectamente observarse con un test conocido con el nombre de Test Clasificador de Cartas de Wisconsin; en este test al paciente se le presenta un manojo de cartas distintas unas de otras en las que figuran diversos símbolos, como triángulos, estrellas, cruces y círculos; estos símbolos pueden aparecer en diferente número (del 1 al 4) y con diferentes colores: rojo, verde, amarillo y azul.
El paciente tiene que elegir las cartas que satisfagan un criterio determinado, por ejemplo todas las que tengan cruces. Esta tarea es realizada por el paciente sin problemas. En un momento dado, el experimentador cambia el criterio de elección y le pide al paciente que a partir de ese momento elija las cartas que, por ejemplo, tengan símbolos amarillos. Pero el paciente sigue eligiendo las cartas con símbolos en forma de cruz. Este fenómeno ha sido denominado “perseveración” e interpretado como la incapacidad del paciente de inhibir la conducta anterior para cambiar a otra.
Un síntoma esencial en estos pacientes es la mayor capacidad de distracción, síntoma que se ha observado tanto en humanos como en primates no humanos. Esta mayor capacidad de distracción se acompaña lógicamente de una mayor dificultad en atender los estímulos, o, en otras palabras, por una menor capacidad de concentración, lo que hace que los pacientes con lesiones frontales tengan enormes dificultades en hacer frente a estímulos o tareas novedosas.
Es también conocido en estos pacientes que tienen dificultades con la memoria. Experimentos realizados en monos han mostrado que en tareas de respuesta diferidas en el tiempo, es decir, si entre el estímulo y la respuesta del animal se introduce una pausa temporal, el mono con lesión frontal tiene un rendimiento significativamente inferior al animal normal. En otras palabras, si para realizar correctamente una tarea de discriminación visuo-espacial tiene que recordar dónde se encuentra la recompensa, entonces aparece un déficit en el animal lesionado frontalmente. La memoria operativa o de trabajo que retiene durante unos minutos los datos necesarios para realizar bien esa tarea falta en estos animales.
Entretanto se ha comprobado la existencia de neuronas que están activas durante el período de dilación, por lo que se ha atribuido a estas células la capacidad de retención durante un cierto tiempo de la información. Como este tipo de neuronas han sido observadas en otras regiones cerebrales, se supone la existencia de distintas memorias operativas según la modalidad.
La falta de memoria operativa en esquizofrénicos ha llevado a implicar a esta parte del cerebro en esa enfermedad mental. Y, efectivamente, se han encontrado anomalías en esa región que pueden explicar algunos de los síntomas de la enfermedad. Además, estudios en animales y también en humanos con lesiones en la corteza prefrontal han mostrado síntomas que recuerdan la esquizofrenia. Y otros estudios realizados con técnicas de imagen también han mostrado disfunciones en esas regiones.
La corteza prefrontal posee una de las mayores concentraciones en el cerebro de fibras nerviosas que utilizan el neurotransmisor dopamina. Algunos de los fármacos utilizados en la esquizofrenia tienen efectos positivos sobre los síntomas y se sabe que aumentan la liberación de dopamina de las terminales nerviosas. De aquí se ha concluido que la dopamina puede estar implicada en ese tipo de psicosis. El desarrollo tardío de esta región y el hecho de que la esquizofrenia se manifieste precisamente en la adolescencia ha hecho pensar que se trata de una región especialmente sensible para las disfunciones que se dan en la enfermedad.
En resumen: en la parte más anterior de los lóbulos frontales se encuentra el sustrato de numerosas funciones cognoscitivas que son importantes para la flexibilidad de nuestra conducta, para el mayor grado de libertad respecto a los instintos que poseemos si nos comparamos con otras especies con un cerebro menos complicado y para la planificación y, sobre todo, anticipación del futuro, lo que nos ha hecho sin duda mejor adaptados en el proceso evolutivo. Al parecer, la parte inferior, llamada área órbitofrontal, está más ligada a funciones que tienen que ver con información interior del organismo, es decir, memoria a largo plazo, afectos, sentimientos, recompensas, etc., mientras que la parte dorsolateral de la corteza prefrontal estaría más ligada a la información que proviene del exterior, es decir, con la sensorialidad y la motricidad. La asociación de la información exterior con la interior es importante para la toma de decisiones, inhibiendo todos aquellos estímulos que puedan perturbarla, es decir, los estímulos irrelevantes.
F. J. Rubia
En esta búsqueda, la atención se ha centrado a veces en la macroanatomía del cerebro, comparando una y otra vez el cerebro del ser humano con el de los animales que nos han precedido en la evolución y que están más cerca de nosotros en ese frondoso árbol evolutivo. El chimpancé es el animal que más cerca se encuentra de nosotros y ha sido para los humanos un duro golpe saber que sólo un 1,6 % nos diferencia de él por lo que respecta al genoma. Pero cuando se observa el cerebro del chimpancé en comparación con el cerebro humano, llama la atención que en el cerebro humano se produjo un desarrollo considerable del lóbulo frontal, o, para ser más exacto, de la corteza prefrontal. De ahí que se haya considerado a esta región el lugar de la inteligencia, del libre albedrío; en suma: el área cognitiva por excelencia.
Una prueba de su tardía aparición en la filogenia es lo que tarda la corteza prefrontal en madurar en los seres humanos; se piensa que esta región de la corteza es plenamente funcional a comienzos de la edad adulta, es decir, al final de la adolescencia.
Se ha postulado que las funciones de esta región cerebral y aquellas que son la base anatómica del lenguaje son las que mejor caracterizan al ser humano. Ahora bien, el lenguaje está ya terminado funcionalmente en el desarrollo ontogenético del hombre mucho antes que la corteza prefrontal, por lo que podríamos suponer, si es cierto que la ontogenia remeda la filogenia, que la corteza prefrontal es filogenéticamente más moderna.
Pero antes de seguir especulando habría que decir que lo que hoy sabemos de las funciones de esta corteza prefrontal es el resultado de estudios en primates no humanos y del análisis de los síntomas que resultan de las lesiones en esta región que se producen en humanos.
Uno de los métodos más antiguos para estudiar las funciones de una parte del cerebro era la ablación, la extirpación experimental de la región que se quería estudiar, lo que naturalmente se realizaba en animales, y observar luego lo que ocurría. Desgraciadamente, este método no es practicable en seres humanos por razones éticas, por lo que no nos sirve para nuestro fin. Pero comparable con este método son las lesiones traumáticas, por accidente, o las producidas por tumores cerebrales que equivalen a las lesiones experimentales, aunque éstas están mucho mejor delimitadas. En 1935 un cirujano portugués, Egas Moniz, comenzó a practicar la lobotomía en humanos para curar la neurosis obsesiva, método cruento que consistía en la separación de la corteza prefrontal del resto del cerebro. El cambio de personalidad que esta operación traía consigo ha desaconsejado seguir practicándola.
En la literatura científica ha llamado mucho la atención el caso de Phineas Gage, en 1848, un capataz de trabajadores de ferrocarril en Vermont, Estados Unidos, quien al preparar un barreno para dinamitar unas rocas le explotó la pólvora y el barreno le atravesó el cráneo entrando por la mejilla izquierda y saliendo por el centro de la calota craneana, cortando así las conexiones de la región prefrontal con el resto del cerebro. Gage tras el accidente sufrió, al igual que los enfermos lobotomizados posteriormente, un cambio drástico de personalidad. Como refiere el médico que lo trató, el Dr. Harlow, “se había destruido el equilibrio entre sus facultades intelectuales y sus tendencias animales”.
Al contrario de cómo era antes, Gage había perdido la consideración con sus compañeros, se había vuelto caprichoso, irreverente, impaciente cuando se le contrariaban sus deseos, pergeñando un plan de acción tras otro que nunca llevaba a cabo, ofensivo en sus palabras y burlándose de los demás de manera cruel; en suma: como si hubiese vuelto a la niñez más desinhibida.
Este caso recuerda precisamente la célebre novela de Robert Louis Stevenson “El Dr. Jekyll y Mister Hyde”, en la que Stevenson al final de la novela y en las confesiones del Dr. Jekyll tras ingerir la droga que lo transformaba en Mister Hyde dice lo siguiente: “sentí un aflojamiento de todas las ligaduras del deber”… “me sentía más perverso, un esclavo vendido a mi demonio innato”; según Stevenson “la droga carecía en su acción de discernimiento; no era divina ni diabólica; no hacía más que quebrantar las puertas de la prisión, y como los cautivos de Philippi, lo que estaba dentro se escapaba”; “bebía con avidez bestial el deleite que manaba de la tortura infligida al prójimo, era inexorable, como un hombre de piedra”.
Lo que describe Stevenson es como si un demonio que llevásemos dentro, de pronto y gracias a la droga, se independizara y comenzase a actuar perversa y cruelmente hacia los demás, lo que no es otra cosa que la pérdida de las trabas sociales y morales que nuestra civilización nos ha impuesto y que, gracias a la capacidad inhibidora de la corteza prefrontal sobre nuestros instintos más primarios, somos capaces de respetar. No nos debe extrañar, pues, que el neuropsicólogo ruso Alejandro Luria llamase al lóbulo frontal el “órgano de la civilización”.
Los antecedentes de la novela de Stevenson fueron, sobre todo, “Los elixires del diablo” de E. T. A. Hoffmann, escrito en 1816, y el relato de Teófilo Gautier “El caballero doble”, escrito en 1840. Pero también “El doble” de Dostoievski, escrito en 1846.
Por todo lo expuesto, Antonio Damasio, neuropsicólogo portugués afincado en Estados Unidos, en su libro “El error de Descartes” localiza nuestras facultades morales en esta región del cerebro. Lo que después del accidente le faltó a Gage son precisamente aquellas facultades con sede en el lóbulo frontal, a saber, la capacidad para anticipar y planificar el futuro, la organización temporal de la conducta, el sentido de la responsabilidad hacia sí mismo y hacia los demás, la posibilidad de adaptarse a un entorno social complejo a costa de reprimir las propias tendencias instintivas, lo que podría resumirse por juicio ético y conducta social.
Una característica importante en estos enfermos es la superficialidad de sus emociones y afectos, como si sufriese un aplanamiento o frialdad emocional, de forma que no son capaces de experimentar placer o dolor de forma normal, son más indiferentes a sus propias emociones. También pierden originalidad y creatividad, así como interés sexual y exploratorio.
El neurólogo portugués afincado en Estados Unidos, Antonio Damasio, refiere el caso de un enfermo al que llama Elliott, que había sido operado de un tumor frontal. Tras la operación, Damasio lo describe así: “siempre estaba sereno, siempre describía cualquier escena como un espectador desapasionado, sin sentirse implicado”.
Esta pérdida de capacidad de emocionarse, de implicarse emotivamente tenía consecuencias nefastas, pero no porque hubiese disminuido su cociente intelectual, su memoria o su capacidad de cálculo, sino porque era incapaz de tomar una decisión o de llevar a cabo un plan o una tarea hasta el final. No podía elegir, se había creado un abismo entre el conocimiento y el sentimiento. Las conexiones entre la corteza frontal y el sistema límbico de emociones y afectos ya no existían.
Pero este sistema límbico es esencial para la supervivencia y decide cuando dudamos qué camino tomar; sin él somos incapaces de decidir nada, nos quedamos en la duda permanente. Tenemos aquí otro ejemplo de la importancia que los sentimientos, afectos y emociones tienen no sólo para nuestra vida diaria, sino también para nuestra vida cognoscitiva. Digo otro ejemplo porque en la memoria parece bastante evidente que las emociones juegan un enorme papel no sólo para el almacenamiento, sino para el recuerdo.
Desde el siglo XIX se ha considerado que en los lóbulos frontales está la sede de las operaciones de control del más alto nivel en el cerebro, y lesiones en estas regiones acarrean trastornos precisamente de ese control.
A principios del siglo XX, Bianchi en 1922, aportó un ejemplo del efecto que estas lesiones tenían en monos. Un mono que solía saltar al alféizar de una ventana para llamar a sus compañeros, después de la operación en los lóbulos frontales seguía saltando, pero ya no llamaba a los otros monos. Bianchi lo explicaba diciendo que la vista de la ventana hacía saltar al mono como si fuera un reflejo, pero ahora faltaba el propósito de esa acción porque había desaparecido del foco de su atención por la lesión. Es decir, era como si el mono hubiera perdido la capacidad de coordinar los diferentes elementos de una acción compleja. Pues bien, algo similar ocurre en humanos.
Autores que trabajaron con soldados de la Primera Guerra Mundial que habían sufrido lesiones frontales informaron que estos pacientes mostraban trastornos de atención, mayores distracciones, dificultad en comprender un estado complicado de cosas; podían trabajar muy bien en tareas rutinarias, pero eran incapaces de aprender nuevas tareas; estaban como perdidos en situaciones novedosas.
Una de las características más típicas de los pacientes que han sufrido lesiones del lóbulo frontal es la rigidez en la conducta. Esta rigidez puede perfectamente observarse con un test conocido con el nombre de Test Clasificador de Cartas de Wisconsin; en este test al paciente se le presenta un manojo de cartas distintas unas de otras en las que figuran diversos símbolos, como triángulos, estrellas, cruces y círculos; estos símbolos pueden aparecer en diferente número (del 1 al 4) y con diferentes colores: rojo, verde, amarillo y azul.
El paciente tiene que elegir las cartas que satisfagan un criterio determinado, por ejemplo todas las que tengan cruces. Esta tarea es realizada por el paciente sin problemas. En un momento dado, el experimentador cambia el criterio de elección y le pide al paciente que a partir de ese momento elija las cartas que, por ejemplo, tengan símbolos amarillos. Pero el paciente sigue eligiendo las cartas con símbolos en forma de cruz. Este fenómeno ha sido denominado “perseveración” e interpretado como la incapacidad del paciente de inhibir la conducta anterior para cambiar a otra.
Un síntoma esencial en estos pacientes es la mayor capacidad de distracción, síntoma que se ha observado tanto en humanos como en primates no humanos. Esta mayor capacidad de distracción se acompaña lógicamente de una mayor dificultad en atender los estímulos, o, en otras palabras, por una menor capacidad de concentración, lo que hace que los pacientes con lesiones frontales tengan enormes dificultades en hacer frente a estímulos o tareas novedosas.
Es también conocido en estos pacientes que tienen dificultades con la memoria. Experimentos realizados en monos han mostrado que en tareas de respuesta diferidas en el tiempo, es decir, si entre el estímulo y la respuesta del animal se introduce una pausa temporal, el mono con lesión frontal tiene un rendimiento significativamente inferior al animal normal. En otras palabras, si para realizar correctamente una tarea de discriminación visuo-espacial tiene que recordar dónde se encuentra la recompensa, entonces aparece un déficit en el animal lesionado frontalmente. La memoria operativa o de trabajo que retiene durante unos minutos los datos necesarios para realizar bien esa tarea falta en estos animales.
Entretanto se ha comprobado la existencia de neuronas que están activas durante el período de dilación, por lo que se ha atribuido a estas células la capacidad de retención durante un cierto tiempo de la información. Como este tipo de neuronas han sido observadas en otras regiones cerebrales, se supone la existencia de distintas memorias operativas según la modalidad.
La falta de memoria operativa en esquizofrénicos ha llevado a implicar a esta parte del cerebro en esa enfermedad mental. Y, efectivamente, se han encontrado anomalías en esa región que pueden explicar algunos de los síntomas de la enfermedad. Además, estudios en animales y también en humanos con lesiones en la corteza prefrontal han mostrado síntomas que recuerdan la esquizofrenia. Y otros estudios realizados con técnicas de imagen también han mostrado disfunciones en esas regiones.
La corteza prefrontal posee una de las mayores concentraciones en el cerebro de fibras nerviosas que utilizan el neurotransmisor dopamina. Algunos de los fármacos utilizados en la esquizofrenia tienen efectos positivos sobre los síntomas y se sabe que aumentan la liberación de dopamina de las terminales nerviosas. De aquí se ha concluido que la dopamina puede estar implicada en ese tipo de psicosis. El desarrollo tardío de esta región y el hecho de que la esquizofrenia se manifieste precisamente en la adolescencia ha hecho pensar que se trata de una región especialmente sensible para las disfunciones que se dan en la enfermedad.
En resumen: en la parte más anterior de los lóbulos frontales se encuentra el sustrato de numerosas funciones cognoscitivas que son importantes para la flexibilidad de nuestra conducta, para el mayor grado de libertad respecto a los instintos que poseemos si nos comparamos con otras especies con un cerebro menos complicado y para la planificación y, sobre todo, anticipación del futuro, lo que nos ha hecho sin duda mejor adaptados en el proceso evolutivo. Al parecer, la parte inferior, llamada área órbitofrontal, está más ligada a funciones que tienen que ver con información interior del organismo, es decir, memoria a largo plazo, afectos, sentimientos, recompensas, etc., mientras que la parte dorsolateral de la corteza prefrontal estaría más ligada a la información que proviene del exterior, es decir, con la sensorialidad y la motricidad. La asociación de la información exterior con la interior es importante para la toma de decisiones, inhibiendo todos aquellos estímulos que puedan perturbarla, es decir, los estímulos irrelevantes.
F. J. Rubia