Conferencias
El mito de la “tabula rasa”
Redactado por Francisco J. Rubia el Lunes, 7 de Julio 2008 a las 10:09
| Lunes, 7 de Julio 2008
Conferencia impartida por el Prof. F. J. Rubia Vila en la Real Academia Nacional de Medicina – 09.V.2000
En anteriores comunicaciones había afirmado que así como el organismo es fruto de la evolución, la mente, fruto de la actividad cerebral, también lo es. A nadie se le ocurriría decir, parafraseando al filósofo inglés John Searle, que el aparato digestivo está sometido a las leyes evolutivas, pero la digestión no.
Esta afirmación conlleva la conjetura de que las funciones cognitivas que encontramos en el ser humano tienen que haber tenido precedentes en animales anteriores en la escala filogenética, lo que Konrad Lorenz denominó estructuras ratiomorfas, es decir, precursores de la razón humana. Y, siguiendo este razonamiento, habría que esperar que en el ser humano encontrásemos estructuras o módulos cerebrales al menos iguales que en los animales que nos precedieron, pero muy probablemente más complejas que las de ellos.
Todo esto es una introducción al tema de la conferencia: “El mito de la tabula rasa”, que quiere decir que, por lo que hoy sabemos, la idea de que el ser humano recién nacido es como una tablilla de cera en la que nada hay escrito es, a todas luces, falsa.
Es sabido que la idea de la cera en la que se grabarían las impresiones sensoriales se remonta a Platón, quien en su diálogo Teeteto o de la ciencia hace referencia a cómo se imprimen los contenidos de la memoria en nuestra mente. Posteriormente, es Aristóteles en su obra sobre el alma quien hace la comparación de la mente humana con una tablilla de cera en la que nada hay escrito.
Más tarde, muchos autores escolásticos recogen esta idea de Aristóteles para proclamar la célebre frase: “Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu”, es decir: “nada hay en el entendimiento que no estuviese antes en los sentidos”.
El empirista inglés, Locke, también consideró que el alma es “como una tabla rasa, horra de caracteres y sin ninguna idea”, opinión combatida por Leibniz a quien se debe la corrección de la frase antes mencionada de que nada había en el entendimiento que no estuviese antes en los sentidos, añadiéndole: “salvo el propio entendimiento”.
Esta opinión podría explicarse también diciendo que cuando el ser humano nace no trae en la mente o en el entendimiento nada genéticamente determinado por lo que respecta a contenidos de memoria o capacidades intelectivas o cognitivas, sino que todo esto lo tiene que adquirir a lo largo de su vida.
Cierto es que Platón admitía las ideas innatas, encubiertas en la noción de reminiscencias de vidas anteriores, pero habría que esperar hasta la época moderna con René Descartes para que volviera a plantearse la posibilidad de las ideas innatas o innatismo, como se llamó a esta corriente de pensamiento representada por Descartes y Malebranche. Por ejemplo, para Descartes, la idea de dios es innata. Lo mismo puede decirse de las ideas lógicas superiores y de las ideas matemáticas. Los seguidores de Descartes, como Geulincx y Malebranche consideraban otros principios como innatos, a saber, el concepto del deber y el principio de causalidad.
Todas estas ideas terminan, como es sabido, con Kant quien vuelve a afirmar la importancia de las ideas innatas con la existencia de juicios sintéticos a priori, es decir, que el ser humano al nacer ya posee en su entendimiento determinados instrumentos con los que, mediante su uso, llega al conocimiento del mundo que le rodea.
No es este el momento de referirnos a ningún filósofo más, pero sí decir que, desde el punto de vista de la neurofisiología moderna, es Kant quien está más cerca de los conocimientos que hoy tenemos sobre la constitución y el funcionamiento de nuestra mente.
Y para confirmar estas premisas, quisiera poner algunos ejemplos que corroboran lo ya dicho.
El miedo innato a las serpientes
El temor y el respeto a las serpientes es común a toda la raza humana y suele llenar los sueños de todas aquellas culturas de las que se ha estudiado su vida mental. No puedo entrar aquí en la importancia de la serpiente en los mitos, leyendas o cuentos de las diversas sociedades y en su extensísima simbología, como ser potente y ambivalente, como símbolo sexual, como dios benevolente y al mismo tiempo cruel o como ser relacionado con la salud y con la muerte. Aparece en sueños y tras la ingestión de drogas alucinógenas, y es considerado, como es sabido, un arquetipo, es decir, una imagen ancestral, por Jung.
Pues bien, los primates no humanos tienen un temor innato a las serpientes. Reaccionan con miedo y generalmente huída a cualquier forma serpenteante que se presenta. Suelen dar gritos especiales que no sólo expresan su pavor, sino que alertan también a sus congéneres. Es interesante conocer que estos gritos suelen ser mucho más intensos mientras más venenosa es la especie de serpiente que perciben.
Esta afirmación del miedo innato a las serpientes está comprobada experimentalmente con el macaco Rhesus, que suele expresar con su cara el temor, retrayendo los labios, mostrando los dientes y pegando las orejas contra la cabeza. Los monos que han nacido en el laboratorio muestran la misma conducta, aunque no hayan tenido jamás contacto con ninguna serpiente.
No creo que sea necesario insistir en el valor de supervivencia de esta conducta. Aquellos monos que evitaron ser mordidos por serpientes dejaron seguramente más descendencia que los otros por lo que esa tendencia a evitar las serpientes pudo consolidarse a lo largo de los años.
Los chimpancés, animales más desarrollados desde el punto de vista del sistema nervioso que los macacos, también muestran ese miedo a las serpientes. Reaccionan retrayéndose y mirando fijamente al animal, dando gritos típicos de alarma como los otros primates. Esta tendencia es mucho más marcada en la adolescencia, por lo que es de suponer que depende de la maduración de ciertas estructuras nerviosas.
Lo mismo ocurre en el ser humano. Los niños menores de cinco años no muestran este miedo, pero a partir de esa edad se desarrolla un pánico creciente, mientras que otros miedos, como a extraños o a ruidos de gran intensidad, van desapareciendo con la edad. En el ser humano, esta ofidofobia llega a producir intensas reacciones del sistema nervioso vegetativo, como sudoración intensa, palidez, e incluso náuseas y vómitos. Al igual que en los primates no humanos, en los seres humanos las serpientes producen no sólo temor y pánico, sino también una especie de fascinación.
Esta mezcla de fascinación y temor, innatos, explica, sin duda, que este animal ocupe un lugar especial en muchas mitologías y escritos sagrados, como en los Veda de la India, en los atributos de Asclepio, el dios griego de la medicina, en los emblemas de chamanes de Siberia o del Yenisei o en los atributos de demonios chinos como Fu-Hsi y Nu-kua, o de la diosa escorpión en Egipto, considerada la “madre de las serpientes”, por citar sólo unos pocos.
Como símbolo procedente del inconsciente, la serpiente suele reunir atribuciones contradictorias, como antes mencionamos, a saber, la vida y la muerte, el amor y la venganza, el poder y la traición, el engaño y la adivinación del futuro. Estos atributos pueden coexistir en la misma deidad sin que despierte ningún conflicto entre sus adoradores.
Resumiendo este ejemplo podemos decir que el temor y la fascinación por las serpientes (es posible extenderlo a otros animales que suelen producir también los mismos sentimientos, como las arañas) es un sentimiento con el que nacemos; se desarrolla a partir de los cinco años de edad en el niño y va aumentando con la edad, a diferencia de otros temores que suelen ir desapareciendo con ella; y, finalmente, es una conducta, sin duda, heredada de nuestros antecesores en la escala filogenética.
El sentido del número
Uno de los conocimientos adquiridos en los últimos veinte años es que el ser humano tiene un sentido innato del número y que este sentido lo ha heredado, también, de otros animales que lo precedieron en la evolución de las especies y que aún viven.
Durante bastante tiempo, y debido a la influencia sobre el desarrollo infantil de las teorías del psicólogo suizo Jean Piaget, se creyó que el niño nacía sin ninguna capacidad numérica; ésta tenía que ser adquirida a lo largo de los años. Pero hoy se sabe que todos los humanos, incluso en el primer año de vida, poseen una intuición muy bien desarrollada para los números. Con seis meses de edad, el niño es capaz de realizar adiciones y sustracciones sencillas.
Esta capacidad aritmética, aunque rudimentaria, si la comparamos con la del ser humano adulto, está ya presente en animales inferiores como palomas, ratas y, por supuesto, en primates no humanos. Los científicos que se han ocupado de estudiar estas facultades en los animales creen que éstos poseen una especie de módulo mental, al que han denominado “acumulador”, que puede tener un registro de cantidades que permite al animal en cuestión la realización de esas proezas.
No estamos hablando, que conste, de aquellos animales de feria que, entrenados por charlatanes eran capaces de grandes operaciones aritméticas gracias a señas imperceptibles que el animal registraba de su dueño con ese lenguaje límbico, no verbal, que poseen en común con nosotros. Estamos hablando de animales de laboratorio, de experimentos controlados por todas la reglas del método científico.
La existencia de estos rudimentos de aritmética en los animales nos indica que también en este caso, nuestra facultad más preciada, la capacidad de desarrollar símbolos y calcular con ellos cantidades, es decir la capacidad matemática, se debe a módulos cerebrales que tienen precursores en el reino animal anterior a nuestra aparición y que nosotros hemos heredado. De ahí la facilidad del niño en desarrollar esa habilidad.
Como desde la aparición del Homo sapiens hace unos 200.000 años nuestro cerebro no ha cambiado, lo que nos hace pensar que el cerebro de Gauss y el del Homo sapiens sapiens más primitivo de las cuevas de Altamira eran similares en capacidad, es de concluir que la potencialidad de desarrollo de nuestro cerebro, moldeado a lo largo de los siglos no sólo por el medio ambiente, sino por la cultura que nosotros mismos hemos creado, es inmensa. Esto explica por qué podemos enviar una sonda a Marte con el mismo cerebro que ya poseía el cazador recolector del Paleolítico.
Esta capacidad aritmética primitiva de los animales puede plantear algunas cuestiones importantes, como la siguiente: “Cuando una rata o un chimpancé aprieta dos veces la palanca de su jaula, oye dos sonidos o come dos píldoras alimenticias de las que se usan en los experimentos con animales, es consciente de que todos estos sucesos tienen por denominador común el número 2? Con otras palabras: ¿Es el animal capaz de abstraer hasta el punto de tener un concepto del número como nosotros? Para responder a esta pregunta los experimentadores combinaron varias modalidades, como por ejemplo un destello de luz y un sonido; a pesar de ello, el animal seguía apretando la palanca cuando se presentaban dos estímulos, no importa de qué modalidad eran.
Pero quizás lo más espectacular han sido experimentos con chimpancés como el siguiente: El animal era gratificado por seleccionar entre dos objetos aquél que era físicamente idéntico a un tercero. Por ejemplo, se le presentaba un vaso medio lleno con un líquido azul y el animal tenía que elegir otro vaso medio lleno y no un tercero que estaba lleno en tres cuartos de su capacidad con el mismo líquido azul. Esta tarea era cumplida a satisfacción rápidamente por el chimpancé. Pero luego la decisión se hizo más abstracta. Al chimpancé se le volvió a presentar un vaso medio lleno, pero las opciones ahora eran elegir media manzana o tres cuartos de manzana. Pues bien, el chimpancé elegía sistemáticamente la media manzana. Estos experimentos se repitieron con un cuarto, medio y tres cuartos del objeto a elegir y siempre fue resuelto satisfactoriamente. Es decir, el animal sabía que un cuarto de una tarta, por ejemplo, era lo mismo que un cuarto de vaso de leche.
En otro experimento con chimpancés, se le presentó un cuarto de manzana y medio vaso de leche y las opciones eran un disco completo o tres cuartos de disco. El animal elegía siempre los tres cuartos de disco. Es decir, era capaz de sumar y saber que medio y un cuarto hacían tres cuartos. Estos resultados fueron publicados en la revista Nature bajo el título de “Conceptos matemáticos primitivos”.
La suma no es la única operación de que son capaces los chimpancés. También pueden comparar cantidades numéricas, como por ejemplo si se le presentan dos bandejas; en una con dos montones de fichas de chocolate, una con 4 y la otra con 3; en la segunda bandeja, también con dos montones de fichas de chocolate, una con 5 y la otra con 1. A pesar de que el montón más grande está en esta última bandeja con 5, el animal elige la primera, porque la suma es 7, mientras que en la segunda bandeja es 6.
No sé por qué debería extrañarnos esta capacidad numérica, aunque sea simple, en los animales. A fin de cuentas, la comparación entre distintas cantidades es importante para la supervivencia. Cualquier organismo tiene que enfrentarse en su medio con la elección de los lugares donde haya más comida, el menor número de predadores o el mayor número de compañeros sexuales y esta comparación es vital para ellos.
Los experimentos más extraordinarios con chimpancés sobre este tema fueron aquellos en los que se les enseñó a los animales a diferenciar entre números y señalar el número correspondiente a la cantidad de golosinas que se les daba. En un último ensayo, los animales aprendieron también lo inverso, es decir, tenían que elegir entre varios montones aquél que correspondía al número que se le presentaba. De esta manera, los animales pudieron discriminar del 0 al 9. Al final, podían moverse sin problemas entre los dígitos y las cantidades correspondientes. Estos resultados pueden interpretarse como la esencia del conocimiento simbólico que tantas veces hemos considerado propios del ser humano. Ernst Cassirer fue el que llamó a la especie humana Homo simbolicus para diferenciarlo de los animales. Después de estos experimentos habría que corregir esta afirmación.
El reconocimiento de caras familiares
Como se sabe del resultado de lesiones cerebrales, existe una región en la conjunción entre el lóbulo temporal y el occipital, en la base del cerebro, cuya lesión produce un síntoma conocido como prosopagnosia, que quiere decir que el paciente se ve incapacitado para reconocer caras familiares, incluso la de la propia mujer o los propios hijos.
Este reconocimiento de caras familiares, especialmente la diferenciación entre caras de miembros de la misma especie, tiene que haber sido muy importante para la supervivencia y, por tanto, es de suponer que es una facultad importante y heredada. La pregunta sería, pues: ¿El niño recién nacido posee ya una estructura que le permite el reconocimiento de los miembros de su propia especie?
De nuevo siguiendo a Piaget, esto no es posible, y el niño tiene que aprender todos los detalles de estas caras familiares, sus voces y movimientos hasta poder diferenciarlos del resto del entorno. Pero recientemente se han realizado experimentos con recién nacidos que muestran que si se les enseñan caras con características diferentes (ver figura), los recién nacidos preferentemente atienden (controlando los movimientos de la cabeza y los ojos) a aquellas caras con una configuración normal de ojos, nariz y boca. Esto no significa, naturalmente, que los recién nacidos no puedan a lo largo de su niñez seguir aprendiendo características típicas de la especie.
Esta capacidad también ha sido demostrada en primates no humanos.
Los tres ejemplos que he mostrado nos llevan indefectiblamente a la conclusión de que el ser humano nace ya con una tabla escrita que le permite desenvolverse mucho más efectivamente en su entorno. He mencionado sólo tres ejemplos: el miedo a animales peligrosos, la capacidad numérica y el reconocimiento de caras. Existen otros ejemplos y probablemente con el tiempo se descubrirán aún más, que muestran que nosotros no somos ninguna excepción en la naturaleza, sino que nuestras facultades mentales tienen precedentes en los animales que ocupan un lugar inferior en la escala filogenética, lo que no es de extrañar si tenemos en cuenta las suposiciones que hace 150 años hizo ya Charles Darwin.
Durante demasiado tiempo hemos creído que ocupábamos un lugar privilegiado en la naturaleza, con facultades que sólo nosotros teníamos. Bien es cierto que la mayoría de esas facultades mentales son superiores en capacidad a la de los animales inferiores, pero también es cierto que hemos perdido muchas facultades importantes en motricidad, visión o audición, para poner sólo algunos ejemplos.
Espero que estas consideraciones sirvan para corregir en la medida de lo posible una visión antropocéntrica que los conocimientos científicos se han encargado ya hace tiempo de poner en tela de juicio.