Un topo, que vivió siempre bajo tierra, nunca pudo contemplar el día, ni el claro cielo, ni la vegetación, ni el sol. Pero ese topo científico registraba las variaciones de temperatura. Así descubrió la existencia de las estaciones que se iban alternando. Y se aventuró a formular las hipótesis más delirantes para explicar el fenómeno de las estaciones. ¿Cómo iba a imaginar el topo la acción de los rayos solares, la revolución de la tierra, la inclinación de su eje, etc.?
Las observaciones pueden ser correctas. Y las del sabio topo lo eran en lo que se refería a los cambios de temperaturas; pero, cuando se franquean los límites de lo inmediatamente dado, de lo propio de una disciplina, el riesgo de error es grande. No hay más que acordarse de la cosmología pre-copernicana o de las teorías del éter de los físicos del XIX.
Delante de inmensidad del universo y delante de las gigantescas fuerzas del átomo, los hombres nos hallamos en una posición comparable a la de los topos. Los avances puramente científicos son correctos y positivos. Pero las invasiones en el dominio religioso o, más precisamente, las extrapolaciones de la ciencia a la filosofía son ilegítimas e injustificadas.
La primera lección ante el universo y el átomo es de humildad. Además, los conocimientos actuales en neuropsicología no hacen sino fundamentar aún más el relativismo gnoseológico, cuando se conoce la endeble consistencia de la formación de proposiciones universales.
El proclamar, con certeza, «Dios existe» o «Dios no existe», en función de nuestros conocimientos, es puro y rancio dogmatismo. La aceptación de la fe en Dios es materia de libre elección. ¿Quiénes somos nosotros para pretender explicar las profundidades del universo, del átomo o de la estructura de lo viviente?
Las observaciones pueden ser correctas. Y las del sabio topo lo eran en lo que se refería a los cambios de temperaturas; pero, cuando se franquean los límites de lo inmediatamente dado, de lo propio de una disciplina, el riesgo de error es grande. No hay más que acordarse de la cosmología pre-copernicana o de las teorías del éter de los físicos del XIX.
Delante de inmensidad del universo y delante de las gigantescas fuerzas del átomo, los hombres nos hallamos en una posición comparable a la de los topos. Los avances puramente científicos son correctos y positivos. Pero las invasiones en el dominio religioso o, más precisamente, las extrapolaciones de la ciencia a la filosofía son ilegítimas e injustificadas.
La primera lección ante el universo y el átomo es de humildad. Además, los conocimientos actuales en neuropsicología no hacen sino fundamentar aún más el relativismo gnoseológico, cuando se conoce la endeble consistencia de la formación de proposiciones universales.
El proclamar, con certeza, «Dios existe» o «Dios no existe», en función de nuestros conocimientos, es puro y rancio dogmatismo. La aceptación de la fe en Dios es materia de libre elección. ¿Quiénes somos nosotros para pretender explicar las profundidades del universo, del átomo o de la estructura de lo viviente?