En el año 1.970, el futuro Premio Nobel de Economía Milton Friedman, animado, sin duda, por los efectos que estaba produciendo la gran crisis de esa época, indicaba en un artículo publicado en The New York Times que “la responsabilidad social de las empresas consiste en aumentar sus beneficios” y añadía posteriormente, de forma más o menos velada, que los programas de RSE no eran más que una “fachada hipócrita”.
Esta afirmación que hoy, más de cuarenta años después, nos parece, como mínimo, intempestiva, no es, sin embargo extraña a muchos directivos que no acaban de ver a la RSE como una auténtica estrategia de empresa, sino como un mal menor provocado por la presión de un mercado; por la necesidad de cumplimentar unos indicadores solicitados por los inversores institucionales; o, cada vez más, por la obligatoriedad legal para poder participar en concursos públicos convocados por las administraciones.
Estos directivos la ven más como una sutil política de Marketing que como una estrategia corporativa propia.
¿A qué se debe esto? En parte a que hemos agotado las ideas ingeniosas utilizadas para convencer a un cliente de que nuestra compañía es la mejor; a que la Comunicación, en sentido amplio, resulta ser menos efectiva debido a los múltiples canales saturadores por los que puede llegar al consumidor final; o a que la competencia lo hace y, si no queremos quedarnos fuera del mercado, deberemos reaccionar ante esa nueva “ventaja competitiva” del oponente.
Sin embargo, están ganando terreno aquellos otros directivos que consideran que la RSE es una auténtica estrategia corporativa, con políticas concretas de ámbito interno y externo, y cuyo objetivo final es contribuir a fomentar la ética en los negocios y el desarrollo solidario, con el protagonismo de la organización y de sus componentes.
Este compromiso implícito de las compañías con la Sociedad en la que están inmersas, parece estar ya plenamente incorporado al ADN del negocio, como un elemento más del mismo, en las grandes corporaciones y empieza a ser habitual, también, en las PYMES.
Y este proceso no ha hecho más que empezar.
Distinguiría tres etapas en la evolución de la RSE: En una primera fase ni siquiera tenía tal nombre. Se hablaba de “filantropía” y con esta acepción se recogían todas aquellas acciones que, más por el deseo del propietario de la empresa que por otras circunstancias, servían para atender a los huérfanos, viudas o enfermos, muchas veces vinculados a la propia organización empresarial.
Hoy en día utilizar la palabra “filantrópico”, excepto para las muy grandes fortunas, es casi despectivo y negativo para quien ose aplicárselo. Claro que lo mismo ha ocurrido con el término “ético” que sonaba a desfasado y se solía asociar a una concepción espiritual o religiosa de la vida, hasta que los escándalos financieros del comienzo de este siglo provocaron un movimiento “ético” mundial. Hoy, aunque no seamos filántropos, todos somos éticos…
La segunda etapa de esta evolución surge, precisamente, por ese concepto ético. A finales del siglo XX y comienzos del XXI se produjeron una serie de fenómenos “fortuitos” de los que destacaríamos el retroceso, inesperado y, como consecuencia, trágico, de los mercados de capitales a partir de la primavera del año 2.000; la proliferación de atentados terroristas, con múltiples víctimas, en países occidentales; y los ya mencionados escándalos financieros.
Esto originó el que las empresas analizaran, con mayor intensidad, sus sistemas de gestión y sus prácticas de gobierno corporativo, y a que, como expresión pública de su “ética”, rubricasen solemnes acuerdos internacionales que, en teoría, les obligaban a respetar derechos universales que, por otro lado, deberían respetar de forma habitual sin necesidad de adhesiones públicas.