Con el razonamiento expuesto en la entradilla de este artículo, podríamos llegar al extremo de considerar al ente político moderno como una comunidad de gestores de servicios públicos , que vendrían a ser los gobernantes en sus diferentes niveles.
La consecuencia de esto sería que las funciones que tendrían todas estas instituciones constituirían el compendio de actividades que los políticos-gestores ejercen, o deben ejercer, para implantar, desarrollar y lograr un funcionamiento eficaz de dichos servicios.
Sin embargo, las diferentes crisis que se están padeciendo, han obligado a un replanteamiento del verdadero papel de las instituciones públicas en cuanto a suministradores de estos servicios, principalmente en lo referente a qué tipo de servicio prestar y a cuáles no debería asumir y, en el caso de que los asumieran, en qué circunstancias lo deberían hacer.
En este planteamiento lo que, realmente, está en juego, y no nos engañemos, es la consideración de la permanencia de los logros obtenidos gracias a la implantación del Estado de Bienestar.
Las tendencias neoliberales que han resurgido, a nivel mundial y con gran fuerza, en los últimos años, suelen concluir en que , tanto la organización como las propias funciones de los organismos públicos están, ya, tan obsoletas que les resulta imposible adaptarse a las nuevas necesidades derivadas de una Economía globalizada.
Ésta es una de las causas, en mi opinión, por la que se cuestionan algunas de las actividades que realizan las instituciones públicas y por la que se apuesta, interesadamente, por una privatización total de las mismas en aras a una mayor eficiencia, aunque siempre reservándose su control.
Podríamos preguntarnos si no es éste uno de los motivos principales que están originando los movimientos populares, anti sistema, tan agudizados en el sur de Europa: Syriza en Grecia, Frente Nacional en Francia o Podemos en España.
En lo que no cabe ninguna duda es en que los servicios públicos se deben gestionar con criterios técnicos y sistemas operativos exactamente iguales a los empleados en las entidades lucrativas; si funcionan bien en éstas, ¿por qué no van a ser útiles en ellos?.
Incluso, ante esta consideración, algunos especialistas se preguntan si no sería conveniente dar paso, en su gestión, a la iniciativa privada, de una manera parcial y siempre y cuando el control permaneciera en manos de las administraciones públicas.
En este punto, surge otra cuestión prioritaria: ¿debe proporcionar beneficios su prestación a las entidades públicas? ; y si los generan, ¿deberán volver a repercutir en ellos para mejorar su calidad o ir a engrosar las arcas públicas para, por ejemplo, disminuir los correspondientes impuestos de todos los ciudadanos, sean o no usuarios de dichos servicios?
Ante esto, y siguiendo con las cuestiones, parece lógico preguntarnos: ¿tiene el Marketing aplicación en la gestión de los servicios públicos?. ¿Existe contradicción entre ambos conceptos?
Intentaremos contestar a estas preguntas en el próximo artículo.