El concepto de Estado de Bienestar se desarrolló en Europa en el período comprendido entre el final de la 2ª Guerra Mundial y los primeros años de la década de 1.970, período que el historiador Eric Hobsbawn denominó “Edad de Oro”.
Durante esta etapa se pretendió implantar, en Occidente, un nuevo capitalismo que estaba en función de la expansión del sistema crediticio y cuyo objetivo consistía en evitar o controlar, en lo posible, crisis similares a la originada en USA en los años treinta.
Ha sido, sin duda, uno de los grandes logros de la civilización europea y una consecuencia de la teoría económica de Keynes que indicaba que “era posible, por métodos democráticos y sin alterar los fundamentos de la Economía, llegar a la supresión del desempleo, aumentando la capacidad adquisitiva de las masas mediante el incremento de la producción. Y todo ello a través del aumento de la intervención del Estado en la Economía y del mantenimiento de la propiedad privada”.
La implantación por los gobiernos, principalmente los de signo socialista o socialdemócrata, durante este período de las políticas kaynesianas, provocó un incremento del gasto público, en especial el dedicado al gasto social: prestaciones por desempleo, sanidad, educación, etc.
Esto dio lugar al concepto de Estado de Bienestar que consistía en un modelo de Estado que asumía la responsabilidad primaria del bienestar de los ciudadanos, asegurando, de manera universal, la protección social de los mismos.
El fin principal del Estado de Bienestar era reducir, por medio de leyes de fuerte contenido social, las desigualdades existentes entre los distintos colectivos que conforman la Sociedad y garantizar a los ciudadanos la solución de determinadas contingencias básicas.
La aplicación práctica de este modelo no ha sido homogénea, habiéndose dado variaciones al mismo que han oscilado desde el modelo “nórdico” en el que, partiendo de una rígida regulación salarial, ofertaba políticas solidarias universales e igualitarias, hasta el “neoliberal” en el que la intervención estatal se producía sólo cuando fallaban los mecanismos propios del mercado.
Esta concepción del Estado, generosa en una época de bonanza económica, indujo a los ciudadanos a pensar que estos beneficios sociales eran permanentes y de derecho universal por el hecho de ser ciudadanos.
Y lo fueron hasta que se produjo la gran crisis económica de la segunda mitad del siglo pasado, el denominado “shock del petróleo” de los años setenta, causante de unas consecuencias que hoy, todavía, se están padeciendo.
Una de ellas fue la disminución de recursos disponibles por parte de la Administración y la reducción, por ello, de las partidas dedicadas a la protección social.
El efecto que causó en los ciudadanos esta pérdida de “derechos” fue tal que provocó una reacción colectiva negativa hacia las instituciones, así como una importante crisis de autoridad originada, en parte, por la pérdida de confianza en las clases políticas.
Los propios gobiernos se ven obligados a reorientar su papel hacia un modelo de Estado menos intervencionista, reservando su actuación social sólo para aquellas situaciones excepcionales de extrema necesidad.
Era la aplicación interesada de la doctrina de Lord Beveridge en el sentido de que “el nivel mínimo (de protección social) que garantice el Estado de Bienestar, debe dejar un margen de actuación voluntaria al propio individuo para mejorar las prestaciones sociales para sí mismo y para su familia”.
La realidad de esta “crisis de lo público” es que el Estado, basándose en conceptos economicistas tales como la eficacia del sector privado, decide que algunos servicios públicos que ofrecía por obligatoriedad, deberían regirse por las leyes del mercado, siendo la iniciativa privada la que se encargara de su gestión.
En esta nueva concepción, el Estado ya no va a ser el proveedor único de recursos para fines sociales, sino que las empresas deberán aportar fondos para este fin, siendo una serie de organizaciones privadas, lucrativas o no, las que se ocupen de administrarlos.
A esta limitación presupuestaria de los Estados debe añadirse la pérdida de su capacidad de actuación territorial como consecuencia de una serie de factores supranacionales originados por la globalización de la Economía.
Por otro lado, se produce un incremento en el grado de sensibilidad de los ciudadanos hacia los temas relacionados con la solidaridad hacia los más desfavorecidos, por lo que aumentan en número e influencia las Entidades no Lucrativas privadas que ocupan, con gran eficacia, los espacios que los Estados abandonan.
Estas entidades necesitan recursos para desarrollar su actividad; recursos que van a provenir de sus propios asociados y simpatizantes, de las Administraciones Públicas que, en ocasiones, les remuneran por gestionar los servicios sociales y de las empresas.
Estas últimas detectan un nuevo ámbito que puede beneficiar muy positivamente a su imagen pública, a su reputación, ante un mercado y unos inversores que han cambiado sus valores como consecuencia de las recientes crisis y escándalos económicos, y se suben al tren de la solidaridad.
Empiezan a considerar, como un componente importante de su estrategia empresarial, todo lo relacionado con el desarrollo de la Sociedad, el patrocinio de actos culturales y deportivos, el apoyo a las personas discapacitadas o desfavorecidas por otras causas y todo aquello que les permita presentarse ante su comunidad como un “ciudadano corporativo”.
Nace así el Marketing Social Corporativo, la Acción Social Empresarial, los Mecenazgos y Patrocinios, o la denominada, como exponente máximo y recopilador de la Ética Empresarial, Responsabilidad Social Corporativa a la que, últimamente y de forma un tanto significativa, se le está eliminando el apellido de Social para dejarla simplemente como Responsabilidad Empresarial.
Se puede resumir, para finalizar, que el actual panorama del Mercado Social está constituido por los siguientes componentes:
- Las Administraciones Públicas que reducen al mínimo sus prestaciones sociales, prefiriendo “subcontratar” con instituciones privadas, que son especialistas en trabajar con determinados colectivos, la gestión de los servicios.
- Unos ciudadanos desencantados con las Instituciones Públicas, que son cada vez más solidarios y que se integran y apoyan con su dinero o su tiempo disponible a las ONGs.
- Un Tercer Sector constituido por estas Entidades No Lucrativas, más prestigiado y potente que en el pasado, y que se convierte en el protagonista de la gestión social.
- Unas empresas que, presionadas por sus clientes e inversores, desean asociar su imagen corporativa a actividades o a entidades solidarias aportando recursos y experiencia en la gestión.
En este nuevo panorama tiene especial significado lo expresado por el profesor Peces Barba en “Humanismo y Solidaridad Social”: “La caridad producía beneficencia y la solidaridad produce servicios sociales”.