Tratado de las mariposas
Yaiza Martínez
Madrid: Tigres de Papel, 2018
1.
De Euterpe, que llevaba el nombre de la musa, solo sabemos que vivió en la colonia griega de Tralles, en Asia Menor, alrededor del primer siglo de nuestra era, y que su esposo Sícilo, o quizá su hijo Sícilo, hizo grabar a su muerte una estela con estas palabras: “Soy una imagen de piedra. Sícilo me pone aquí, donde he de ser por siempre signo de recuerdo inmortal”. La voz de la piedra, tras nombrarse a sí misma, entona un canto, ahora, parece, tomando la voz de la difunta Euterpe: “Mientras vivas, brilla, no sufras por nada. La vida dura poco y el tiempo exige su tributo”. De ethos levemente melancólico, compuesto en tono frigio en una octava justa, el conocido como epitafio de Sícilo –aunque es más bien, desde luego, el epitafio de Euterpe– es la partitura completa más antigua que conocemos.
Escuchar el epitafio de Sícilo es perturbador. Algo en su tenue melodía, en su inexorable armazón rítmica, evoca sin duda un lamento fúnebre, un treno como los que habían compuesto Píndaro o Simónides –o un epicedio, pues al quedar ligado a la piedra en que se graba, y ésta a la sepultura, parece destinado a cantarse en presencia del cuerpo cuya muerte se llora. Pero esas mismas propiedades –su encaje en una octava justa, el limpísimo ajuste entre la frase musical y el verso– lo dotan quizá de una rara paz, de una severidad o una mansedumbre que lo apartan del pathos de un planto o una endecha, como si fuera la obra de un discípulo de la Stoa.
La extraña sonoridad de la koiné para nuestros oídos, además, da al conjunto el aire de una ritualidad del todo ajena a nuestro mundo: escuchamos el canto sagrado de un pueblo extinguido, a cuya muerte acaso precediera la de sus dioses.
2.
Tratado de las mariposas, como cualquiera de los anteriores poemarios de Yaiza Martínez, es un ser de naturaleza proteica. Una de las encarnaciones que puede tomar en su lectura –hablo por mí–, es ésta: escuchamos el canto sagrado de un pueblo extinguido, a cuya muerte acaso precediera la de sus dioses.
En la arqueología del texto, por poco minuciosos que seamos, pronto creemos desvelar algunas claves, pequeñas reliquias maravillosamente conservadas que alumbran cierta idea de esta civilización aniquilada en una hecatombe que poco a poco vamos intuyendo. Pronto se revelan las personas del drama: son los Viajeros que parten “hacia la restauración de la Frondosa”, y entre ellos las niñas y sus madres –también, lejanamente, un padre cuyo regreso se espera (17), que “entrega a los hijos / un pan de extrañeza” (82) –, vírgenes y sacerdotisas acompañadas a veces de los espíritus de sus ancestros, que habitan la casa (41) o el alimento (25) y que ya, ominosamente, no acuden a la llamada: “Al final de la ruta una boca / llama a los muertos // La llamada hace la boca, la llamada hace a los espíritus // […] // Nuestros muertos ya no regresan”. Ante los Viajeros, vemos desplegarse a sus verdugos:
“Cazamariposas y colonos cultivan campos aritméticos // Han separado la tierra / y a las criaturas de la tierra / y a la tierra de sus criaturas // Han colgado en las vitrinas / a las madres / del altramuz dorado // y han reducido al salvaje lupino / que a las vírgenes daba de comer…” (19); cazamariposas y colonos, pero no solo ellos: militares que “buscan el festín / aunque la madre les muestre / su puñado de dientes romos / penetran en la niña / para masticarla desde el interior como inflados peces blancos” (20), pioneros cuyas llamas asomaron desde el mar cuando “Llegaron / quemando como avispas”, de quienes, dice la niña, “aprendí a temer // no al parásito de la hemolinfa / que se come por dentro a las orugas, // fue al fuego y las levadas de los hombres // me escondí para siempre” (21), taxonomistas que “hicieron un catálogo, / dijeron salón y lo abrieron / para el aristócrata que mira / la joya robada” (22), hombres, en suma, “violan / los bordes de las vías” y el esquisto (23).
Las numerosas notas que nos salen al encuentro, como recordatorios de la condición de un texto que se describe como Tratado, nos remiten a los nombres linneanos de las mariposas, los Viajeros, de las flores de las que liban o los árboles en los que se refugian para criar. Su sola enumeración hace un cántico incomprensible, como la retahíla de un hechicero que recitara los ingredientes de su elixir: Lycaeides melissa samuelis, Lupinus perennis, Zizeeria maha, Oxalis corniculata, Asclepias syriaca, Danaus plexippus, Abies religiosa… Entendemos entonces quiénes son las madres y quiénes las niñas, y cada nombre es un hilo que nos lleva dócilmente a una historia –hábitat, amenazas…–, y esas historias van dibujando una geografía que es la de nuestro mundo: el sur de Canadá, el Japón, México, el macizo de Anaga, en Tenerife, Madeira, Provincia de Oro, en Papúa, las faldas de Sierra Nevada, los bosques que rodean las grandes urbes industriales del Reino Unido, como Manchester o Birmingham, Borneo, Tanzania, la Argentina.
huevos, larvas, después crisálidas y finalmente imagos son los tres capítulos en que el Tratado se divide, y en cada uno de ellos regresan, claro, los mismos animales: antes, durante y después de su prodigiosa metamorfosis. La alusión al holometabolismo de los lepidópteros es transparente, y alienta, junto con esos inesperados quehaceres cartográficos, junto con los retazos de las historias que entrevemos, una ilusión de comprensión: se diría que podemos dar con la cifra del canto, encontrar su piedra de Rosetta y traducir el lenguaje del poema a un lenguaje que conozcamos, inocuo, cotidiano, escuchar la terrible advertencia que late en su seno –“Hazlo saber / Por el montón de cadáveres / la sangre sube y baja susurrando / en cuerpo quedan / los muertos sin nombre” (37)–, quizá, por fin, entender a Casandra, atender a su vaticinio.
3.
Podemos, meticulosamente, hacer recuento: los Viajeros, por ejemplo, parten “hacia la restauración de la Frondosa / y tropiezan / con una flor de nácar inactiva” (31), “hallan pesado freno al desplazar por oriente / la piel del diamante” (35), “[…e]n el corazón / tocan […] / el bosque y la savia-cincel / de las algas primeras” (43), “[…l]legan al día” (48), “amasan” “el hombro” que “pesa” “y en el descanso / se arma hasta los dientes” (52), “palpan” (54), “[…t]ocan […] a la que cura” (57), “recitan […] en el jardín” –“Lamiendo a la madre / se cura el esqueje”, recitan–, “[…a]carician las quijadas salientes” (61), “empujan la muralla que al pájaro se cierra” (62), “[…a]carician […] la malla del alma / crecida sin madre” (64), […a]carician […] la torpeza y la luz / del que mide un planeta” (70), “[…t]ocan […] la música de la resignación” (72), “[…t]ocan […] la mitad del cuerpo que sobresale y / venera” (74), “[…s]e posan […] sobre el ente crudo / cuyos ojos aún confunden las dos riberas” (80), “[…t]ropiezan […] / con el quebramiento de la Ojosa” (83), “[…s]e posan […] sobre el río” (84), “[…p]alpan […] el deseo / de enseñar al desierto a ser agua” (85), “[…t]ocan […] el miedo a la casa huella / que a la Frondosa retuvo” (88). Atrapados en la quiescencia de la crisálida, solo el levísimo movimiento del tacto mantiene a los Viajeros en el mundo: tocan, palpan, acarician, amasan, empujan, tropiezan –recitan también, ¿pero no es el habla una forma del tacto?, ¿no alude precisamente al tacto de la lengua lo que recitan –“Lamiendo a la madre / se cura el esqueje”?
Al abrirse los imagos, esos exiguos gestos de la crisálida se despliegan en un cuerpo: “el calor de las alas la boca recuerda” es el verso que abre imagos, como “toca la costura entre mundo y cuerpo” abría crisálidas, y “de la tierra haciendo cascarón y templo” abría huevos, larvas. “El cuerpo es la ruta / de los ancestros”, aprendemos de la migración de las monarcas, que pasan el invierno en México como Perséfone, para regresar en primavera al Canadá como Kore. En realidad, la crisálida ya sabía que este cuerpo que ahora se abre es el cuerpo que “la civilización parte” (34), el cuerpo en el que “quedan / los muertos sin nombre” (38), que grita (41), que tiene bolsas en las que cargar el “saber ignorante / de la horda que aprieta / al insecto motivo” (44), el cuerpo que se reúne con el pensamiento en “el acuario circular // de las mujeres” (51) –de los varones, del arropamiento de los varones, más vale desconfiar, porque “seguirá su propio zumbido / y arañará la tierra” (45)–, el cuerpo sobre cuya herida “descansa el nido” y que “enseña a cuidar el coxis con salvia” (60), el “cuerpo destejido” (70), cuya mitad “sobresale y venera / orden fronda” (74), pero también el “cuerpo de Erinias” que forma el mar, “que de amor aprendió violencia” (61), cuerpo de agua que “alcanzará el mar” (80) –el mismo mar que era “ceniza anillada”, del que llega la nave de la que salen los militares (20), del que “asomaron / los brillos del astrolabio y las llamas de los pioneros” (21), y “la viruela de los españoles” (27)–, cuerpo, en fin que esconde “un largo laberinto abovedado, / una espina que brilla por la baba / que en hebra la transforma, / un monstruo del mar / que en el centro juega / a ser comido” (87).
Tras la metamorfosis, es la inabarcable pluralidad de los cuerpos, su exuberancia heterogénea y deslumbrante, lo que ve por fin la luz: cuerpos quizá con útero, al que abraza la mariposa búho (98), o sin boca, como el de la mariposa atlas, que sabe que “piedra del Toukbal sostiene el cielo” (101), cuerpo con cola que se agita “contra los murciélagos”, como la de la mariposa luna que “relumbra sus cuatro satélites” (102), con espalda que ofrecer a la sombra, como hace la mariposa cola de arrendajo (104), con dedos con los que la mariposa cobre de Hermes puede formar un bosque que “apunta el mensaje / tan alto” (105), cuerpo con ojos arrancados por “la perra negra de la codicia” (106), como los de la mormón azul, o a los que nombrar caballero “para cada pliegue // del mundo en los embriones” (112), como hace la mariposa luna azul del Índico.
Y, sobre todo, alas: en la “transparente geometría / de los instintos” (94) de la mariposa de cristal, en los “[…a]pretados pilares de cristal” que “parten los rayos” (93) en las alas de la morfo azul, en la intricada venación alar de los lepidópteros, en suma, se adivina el plano y el alzado de ciudades sin nombre: “[…n]o has visto ciudad tan densa” (93), ciudad que “abraza el útero” (98), “ciudad que liba en el orín / anhela celestial pavimento” (100), “en la que arden / los comensales de luz” (107), que se oculta tras una mancha “en la jaula candente de los alambres” (108), “ciudad de albero” que ríe (111), ciudad que simplemente “ya existe” (112). En el cuerpo de cada ser está inscrito el hogar de su pueblo.
4.
El pueblo que somos, cuyo hogar está inscrito en nuestros cuerpos, es otro de los ejes que atraviesan el Tratado de las mariposas, que no en vano comienza con unas palabras que Pablo de Tarso en la Epístola a los Romanos pone en boca de Yahvé: “Llamaré al que no era mi pueblo, pueblo mío. Y a la no amada, amada”. Los pueblos que viven a la sombra del oyamel, en la Sierra Madre, ven “monarcas en sus antepasados” (19), los que viven al pie del Kinabalu, al norte de Borneo, “comen los restos de la niña”, “siete partes en el espíritu del arroz” (24), el pueblo querandí, que habitaba las márgenes del Paraná y el Río de la Plata y se cubría con cueros de nutria, “bautizó como bandera” a la mariposa de alas albicelestes y larvas rojas que repiten “la tierra es sagrada” (27), el “pueblo muerto” de la mariposa azul de Karner, que toma su nombre del poblado ferroviario de Nueva York donde un entomólogo aficionado llamado Vladimir Nabokov la clasificara por primera vez, “genera tejido de observación, / susurro miel de aguarda” (54), “mi pueblo que vive / mi pueblo que muere” (83), canta, como si lo mirase desde las cámaras de Paris, la mariposa a la que da nombre Helena de Troya, y que sobrevive en la pluvisilva del Perú.
Nuestras ciudades son todavía hoy el hogar de los pueblos en los que a duras penas nos reconocemos, y en ellas también nos acompañan, o agonizan con nosotros, las mariposas. La variedad carbonaria de la polilla moteada, o mariposa de los abedules, cuya denominación alude a la oscuridad de sus alas, predomina en los bosques que cruzan el corazón de la Revolución Industrial, mientras que la variedad de alas blanquecinas es más abundante en la Inglaterra rural, donde los depredadores pueden confundirlas con la corteza del abedul sobre el que descansa, que no ha sido ennegrecida por la polución: el melanismo industrial de la polilla moteada, descrito por Bernard Kettlewell en 1973, tras veinte años de investigaciones, se considera una de las más nítidas demostraciones cuasi-experimentales de la selección natural: “El alquitrán del limbo / te pintará las alas / niña come / esta hoja de hollín […] // un ancestro despedazado es quien enseña la mímesis” (24).
¿No llevamos también nosotros la ciudad inscrita en nuestra carne? ¿No es el lenguaje que hablamos uno de los más afilados buriles con que se labra esa inscripción?
5.
Cuerpo, pueblo, lenguaje: ningún número de cuerpos hace un pueblo si no los une un lenguaje –porque un pueblo es lo que es llamado un pueblo, como nos revela Pablo;, pero también porque un pueblo es lo que llama, porque hay un pueblo cuya boca “llama a los muertos”, y sabemos que “La llamada hace la boca, la llamada hace a los espíritus” (19), porque un pueblo es lo que “dice / siete partes en el espíritu del arroz” (25), lo que “bautizó como bandera / el mensaje del querandí” (27), lo que “genera […] / susurro miel” (55). Susurra, recita, reza: poco más que mantener este rumor es lo que hace un pueblo, salvo vivir y morir bajo los ojos de Helena.
Cuerpo, pueblo, lenguaje: tampoco un cuerpo, en realidad, es del todo un cuerpo, lo que nosotros entendemos por un cuerpo, mientras no lo atraviesa un lenguaje que atraviese también otros cuerpos –los que forman su pueblo. Pero el lenguaje –decíamos– es una forma del tacto, y queda tallado en nuestros cuerpos como las ciudades en la venación alar de la mariposa. Dice bien Juan en Patmos (Apocalipsis 11: 13) cuando dice que “fueron muertos por el temblor de la tierra siete mil nombres de hombres”: sabe como sabía Homero que un cuerpo sin nombre no es ya un cuerpo –el poeta ciego, que no tiene nombre para el cuerpo y se refiere a él por el nombre propio del mortal, o por los nombres de los miembros en que muestra su vigor, llama en cambio soma al cadáver que ha sido abandonado por el hálito o la mariposa de la vida, pues hálito y mariposa significa psuché- También lo sabe la mariposa lechera: “en cuerpo quedan / los muertos sin nombre” (38), y “[…] el espíritu [...] / […] / susurra entre los huesos […]” (41). El lenguaje habita el cuerpo y hace el cuerpo: “El símbolo / que buscaba en un templo” la mariposa luna azul “ya está en la semilla, / en la cabeza” (64).
No puede ocultarse, claro, que el lenguaje es también instrumento del daño: “dijeron salón” los hermanos que “hicieron un catálogo” –katá logon– antes de abrirlo “para el aristócrata que mira / la joya robada” (22), y “[…e]n el nombre escrito / hallará la traición salas abiertas” (81) para la mariposa búho. También puede serlo el silencio: cuando Hipatia de Alejandría, como una mariposa luna, “[…a]bandona la biblioteca / a pesar de la alerta susurrada”, de las palabras que habrían podido salvarla, “[…f]uera, sin piel la arrastran pero no vocea / ninguno de sus hermanos” (44), y la ausencia de la palabra la condena. Entonces, como cuando la mariposa a la que Walter Rothschild bautizaría como Reina Alejandra en honor de la esposa de Eduardo VII recibió el disparo de su captor, que iba armado por miedo a los caníbales, “había misericordia por decir” (22).
Si en el silencio hay daño, como en la palabra que nos hace, ha de haber también reparación: porque saben que “[…l]amiendo a la madre / se cura el esqueje” (59), “[…t]ocan los Viajeros a la que cura, / […] // Cuando calla, / siembra de árbol su saliva, / […] // La reparación circula de la boca a la mano / y, en cada espacio entre las mordidas, / abre una cueva de luz” (57-58). Así, cuando “[…l]lega el invierno solo / el signo queda” (63), como una plegaria durmiente, aguardando el perdón, “la restauración de la Frondosa”.
6.
Es patente –qué os voy a decir que no sepáis– que no tarda en quebrarse la inocente expectativa de comprensión que abre todo aquello que en el Tratado de las mariposas evoca el ensayo de historia natural que tal vez fuera antes de su propia metamorfosis –notas, nombres linneanos, geografía, estructura. Para bien: el Tratado de las mariposas es tan inabarcable como las mariposas, tan esquivo como ellas, tan hermoso e incomprensible, pero se nos acerca, como a veces las mariposas, y revolotea alrededor de nuestros ojos haciéndonos pensar por un momento que atrapar a una palabra sería atrapar al poema. Como sucede en el epitafio de Euterpe, en el que, conforme a lo habitual en la música de la Grecia Antigua, texto y melodía son inseparables y cada oración casa exactamente con cada frase melódica, si el poema se va desenvolviendo, de huevo a larva, de pupa a crisálida, de crisálida a imago, es porque el lenguaje del poema es las mariposas: el Tratado es tanto un ser de lenguaje como un ser de naturaleza en el que, como nos recuerdan las alas de Morpho peleides o de Tatochila theodice, “el cómo y el qué son un circuito” (93, 114). Lo que debemos hacer con el Tratado de las mariposas es, entonces, echarlo a volar: leerlo, dejarlo que se pose en nuestra mano y vuelva a alzar el vuelo, leerlo de nuevo, dejarlo regresar.
Yaiza Martínez
Madrid: Tigres de Papel, 2018
1.
De Euterpe, que llevaba el nombre de la musa, solo sabemos que vivió en la colonia griega de Tralles, en Asia Menor, alrededor del primer siglo de nuestra era, y que su esposo Sícilo, o quizá su hijo Sícilo, hizo grabar a su muerte una estela con estas palabras: “Soy una imagen de piedra. Sícilo me pone aquí, donde he de ser por siempre signo de recuerdo inmortal”. La voz de la piedra, tras nombrarse a sí misma, entona un canto, ahora, parece, tomando la voz de la difunta Euterpe: “Mientras vivas, brilla, no sufras por nada. La vida dura poco y el tiempo exige su tributo”. De ethos levemente melancólico, compuesto en tono frigio en una octava justa, el conocido como epitafio de Sícilo –aunque es más bien, desde luego, el epitafio de Euterpe– es la partitura completa más antigua que conocemos.
Escuchar el epitafio de Sícilo es perturbador. Algo en su tenue melodía, en su inexorable armazón rítmica, evoca sin duda un lamento fúnebre, un treno como los que habían compuesto Píndaro o Simónides –o un epicedio, pues al quedar ligado a la piedra en que se graba, y ésta a la sepultura, parece destinado a cantarse en presencia del cuerpo cuya muerte se llora. Pero esas mismas propiedades –su encaje en una octava justa, el limpísimo ajuste entre la frase musical y el verso– lo dotan quizá de una rara paz, de una severidad o una mansedumbre que lo apartan del pathos de un planto o una endecha, como si fuera la obra de un discípulo de la Stoa.
La extraña sonoridad de la koiné para nuestros oídos, además, da al conjunto el aire de una ritualidad del todo ajena a nuestro mundo: escuchamos el canto sagrado de un pueblo extinguido, a cuya muerte acaso precediera la de sus dioses.
2.
Tratado de las mariposas, como cualquiera de los anteriores poemarios de Yaiza Martínez, es un ser de naturaleza proteica. Una de las encarnaciones que puede tomar en su lectura –hablo por mí–, es ésta: escuchamos el canto sagrado de un pueblo extinguido, a cuya muerte acaso precediera la de sus dioses.
En la arqueología del texto, por poco minuciosos que seamos, pronto creemos desvelar algunas claves, pequeñas reliquias maravillosamente conservadas que alumbran cierta idea de esta civilización aniquilada en una hecatombe que poco a poco vamos intuyendo. Pronto se revelan las personas del drama: son los Viajeros que parten “hacia la restauración de la Frondosa”, y entre ellos las niñas y sus madres –también, lejanamente, un padre cuyo regreso se espera (17), que “entrega a los hijos / un pan de extrañeza” (82) –, vírgenes y sacerdotisas acompañadas a veces de los espíritus de sus ancestros, que habitan la casa (41) o el alimento (25) y que ya, ominosamente, no acuden a la llamada: “Al final de la ruta una boca / llama a los muertos // La llamada hace la boca, la llamada hace a los espíritus // […] // Nuestros muertos ya no regresan”. Ante los Viajeros, vemos desplegarse a sus verdugos:
“Cazamariposas y colonos cultivan campos aritméticos // Han separado la tierra / y a las criaturas de la tierra / y a la tierra de sus criaturas // Han colgado en las vitrinas / a las madres / del altramuz dorado // y han reducido al salvaje lupino / que a las vírgenes daba de comer…” (19); cazamariposas y colonos, pero no solo ellos: militares que “buscan el festín / aunque la madre les muestre / su puñado de dientes romos / penetran en la niña / para masticarla desde el interior como inflados peces blancos” (20), pioneros cuyas llamas asomaron desde el mar cuando “Llegaron / quemando como avispas”, de quienes, dice la niña, “aprendí a temer // no al parásito de la hemolinfa / que se come por dentro a las orugas, // fue al fuego y las levadas de los hombres // me escondí para siempre” (21), taxonomistas que “hicieron un catálogo, / dijeron salón y lo abrieron / para el aristócrata que mira / la joya robada” (22), hombres, en suma, “violan / los bordes de las vías” y el esquisto (23).
Las numerosas notas que nos salen al encuentro, como recordatorios de la condición de un texto que se describe como Tratado, nos remiten a los nombres linneanos de las mariposas, los Viajeros, de las flores de las que liban o los árboles en los que se refugian para criar. Su sola enumeración hace un cántico incomprensible, como la retahíla de un hechicero que recitara los ingredientes de su elixir: Lycaeides melissa samuelis, Lupinus perennis, Zizeeria maha, Oxalis corniculata, Asclepias syriaca, Danaus plexippus, Abies religiosa… Entendemos entonces quiénes son las madres y quiénes las niñas, y cada nombre es un hilo que nos lleva dócilmente a una historia –hábitat, amenazas…–, y esas historias van dibujando una geografía que es la de nuestro mundo: el sur de Canadá, el Japón, México, el macizo de Anaga, en Tenerife, Madeira, Provincia de Oro, en Papúa, las faldas de Sierra Nevada, los bosques que rodean las grandes urbes industriales del Reino Unido, como Manchester o Birmingham, Borneo, Tanzania, la Argentina.
huevos, larvas, después crisálidas y finalmente imagos son los tres capítulos en que el Tratado se divide, y en cada uno de ellos regresan, claro, los mismos animales: antes, durante y después de su prodigiosa metamorfosis. La alusión al holometabolismo de los lepidópteros es transparente, y alienta, junto con esos inesperados quehaceres cartográficos, junto con los retazos de las historias que entrevemos, una ilusión de comprensión: se diría que podemos dar con la cifra del canto, encontrar su piedra de Rosetta y traducir el lenguaje del poema a un lenguaje que conozcamos, inocuo, cotidiano, escuchar la terrible advertencia que late en su seno –“Hazlo saber / Por el montón de cadáveres / la sangre sube y baja susurrando / en cuerpo quedan / los muertos sin nombre” (37)–, quizá, por fin, entender a Casandra, atender a su vaticinio.
3.
Podemos, meticulosamente, hacer recuento: los Viajeros, por ejemplo, parten “hacia la restauración de la Frondosa / y tropiezan / con una flor de nácar inactiva” (31), “hallan pesado freno al desplazar por oriente / la piel del diamante” (35), “[…e]n el corazón / tocan […] / el bosque y la savia-cincel / de las algas primeras” (43), “[…l]legan al día” (48), “amasan” “el hombro” que “pesa” “y en el descanso / se arma hasta los dientes” (52), “palpan” (54), “[…t]ocan […] a la que cura” (57), “recitan […] en el jardín” –“Lamiendo a la madre / se cura el esqueje”, recitan–, “[…a]carician las quijadas salientes” (61), “empujan la muralla que al pájaro se cierra” (62), “[…a]carician […] la malla del alma / crecida sin madre” (64), […a]carician […] la torpeza y la luz / del que mide un planeta” (70), “[…t]ocan […] la música de la resignación” (72), “[…t]ocan […] la mitad del cuerpo que sobresale y / venera” (74), “[…s]e posan […] sobre el ente crudo / cuyos ojos aún confunden las dos riberas” (80), “[…t]ropiezan […] / con el quebramiento de la Ojosa” (83), “[…s]e posan […] sobre el río” (84), “[…p]alpan […] el deseo / de enseñar al desierto a ser agua” (85), “[…t]ocan […] el miedo a la casa huella / que a la Frondosa retuvo” (88). Atrapados en la quiescencia de la crisálida, solo el levísimo movimiento del tacto mantiene a los Viajeros en el mundo: tocan, palpan, acarician, amasan, empujan, tropiezan –recitan también, ¿pero no es el habla una forma del tacto?, ¿no alude precisamente al tacto de la lengua lo que recitan –“Lamiendo a la madre / se cura el esqueje”?
Al abrirse los imagos, esos exiguos gestos de la crisálida se despliegan en un cuerpo: “el calor de las alas la boca recuerda” es el verso que abre imagos, como “toca la costura entre mundo y cuerpo” abría crisálidas, y “de la tierra haciendo cascarón y templo” abría huevos, larvas. “El cuerpo es la ruta / de los ancestros”, aprendemos de la migración de las monarcas, que pasan el invierno en México como Perséfone, para regresar en primavera al Canadá como Kore. En realidad, la crisálida ya sabía que este cuerpo que ahora se abre es el cuerpo que “la civilización parte” (34), el cuerpo en el que “quedan / los muertos sin nombre” (38), que grita (41), que tiene bolsas en las que cargar el “saber ignorante / de la horda que aprieta / al insecto motivo” (44), el cuerpo que se reúne con el pensamiento en “el acuario circular // de las mujeres” (51) –de los varones, del arropamiento de los varones, más vale desconfiar, porque “seguirá su propio zumbido / y arañará la tierra” (45)–, el cuerpo sobre cuya herida “descansa el nido” y que “enseña a cuidar el coxis con salvia” (60), el “cuerpo destejido” (70), cuya mitad “sobresale y venera / orden fronda” (74), pero también el “cuerpo de Erinias” que forma el mar, “que de amor aprendió violencia” (61), cuerpo de agua que “alcanzará el mar” (80) –el mismo mar que era “ceniza anillada”, del que llega la nave de la que salen los militares (20), del que “asomaron / los brillos del astrolabio y las llamas de los pioneros” (21), y “la viruela de los españoles” (27)–, cuerpo, en fin que esconde “un largo laberinto abovedado, / una espina que brilla por la baba / que en hebra la transforma, / un monstruo del mar / que en el centro juega / a ser comido” (87).
Tras la metamorfosis, es la inabarcable pluralidad de los cuerpos, su exuberancia heterogénea y deslumbrante, lo que ve por fin la luz: cuerpos quizá con útero, al que abraza la mariposa búho (98), o sin boca, como el de la mariposa atlas, que sabe que “piedra del Toukbal sostiene el cielo” (101), cuerpo con cola que se agita “contra los murciélagos”, como la de la mariposa luna que “relumbra sus cuatro satélites” (102), con espalda que ofrecer a la sombra, como hace la mariposa cola de arrendajo (104), con dedos con los que la mariposa cobre de Hermes puede formar un bosque que “apunta el mensaje / tan alto” (105), cuerpo con ojos arrancados por “la perra negra de la codicia” (106), como los de la mormón azul, o a los que nombrar caballero “para cada pliegue // del mundo en los embriones” (112), como hace la mariposa luna azul del Índico.
Y, sobre todo, alas: en la “transparente geometría / de los instintos” (94) de la mariposa de cristal, en los “[…a]pretados pilares de cristal” que “parten los rayos” (93) en las alas de la morfo azul, en la intricada venación alar de los lepidópteros, en suma, se adivina el plano y el alzado de ciudades sin nombre: “[…n]o has visto ciudad tan densa” (93), ciudad que “abraza el útero” (98), “ciudad que liba en el orín / anhela celestial pavimento” (100), “en la que arden / los comensales de luz” (107), que se oculta tras una mancha “en la jaula candente de los alambres” (108), “ciudad de albero” que ríe (111), ciudad que simplemente “ya existe” (112). En el cuerpo de cada ser está inscrito el hogar de su pueblo.
4.
El pueblo que somos, cuyo hogar está inscrito en nuestros cuerpos, es otro de los ejes que atraviesan el Tratado de las mariposas, que no en vano comienza con unas palabras que Pablo de Tarso en la Epístola a los Romanos pone en boca de Yahvé: “Llamaré al que no era mi pueblo, pueblo mío. Y a la no amada, amada”. Los pueblos que viven a la sombra del oyamel, en la Sierra Madre, ven “monarcas en sus antepasados” (19), los que viven al pie del Kinabalu, al norte de Borneo, “comen los restos de la niña”, “siete partes en el espíritu del arroz” (24), el pueblo querandí, que habitaba las márgenes del Paraná y el Río de la Plata y se cubría con cueros de nutria, “bautizó como bandera” a la mariposa de alas albicelestes y larvas rojas que repiten “la tierra es sagrada” (27), el “pueblo muerto” de la mariposa azul de Karner, que toma su nombre del poblado ferroviario de Nueva York donde un entomólogo aficionado llamado Vladimir Nabokov la clasificara por primera vez, “genera tejido de observación, / susurro miel de aguarda” (54), “mi pueblo que vive / mi pueblo que muere” (83), canta, como si lo mirase desde las cámaras de Paris, la mariposa a la que da nombre Helena de Troya, y que sobrevive en la pluvisilva del Perú.
Nuestras ciudades son todavía hoy el hogar de los pueblos en los que a duras penas nos reconocemos, y en ellas también nos acompañan, o agonizan con nosotros, las mariposas. La variedad carbonaria de la polilla moteada, o mariposa de los abedules, cuya denominación alude a la oscuridad de sus alas, predomina en los bosques que cruzan el corazón de la Revolución Industrial, mientras que la variedad de alas blanquecinas es más abundante en la Inglaterra rural, donde los depredadores pueden confundirlas con la corteza del abedul sobre el que descansa, que no ha sido ennegrecida por la polución: el melanismo industrial de la polilla moteada, descrito por Bernard Kettlewell en 1973, tras veinte años de investigaciones, se considera una de las más nítidas demostraciones cuasi-experimentales de la selección natural: “El alquitrán del limbo / te pintará las alas / niña come / esta hoja de hollín […] // un ancestro despedazado es quien enseña la mímesis” (24).
¿No llevamos también nosotros la ciudad inscrita en nuestra carne? ¿No es el lenguaje que hablamos uno de los más afilados buriles con que se labra esa inscripción?
5.
Cuerpo, pueblo, lenguaje: ningún número de cuerpos hace un pueblo si no los une un lenguaje –porque un pueblo es lo que es llamado un pueblo, como nos revela Pablo;, pero también porque un pueblo es lo que llama, porque hay un pueblo cuya boca “llama a los muertos”, y sabemos que “La llamada hace la boca, la llamada hace a los espíritus” (19), porque un pueblo es lo que “dice / siete partes en el espíritu del arroz” (25), lo que “bautizó como bandera / el mensaje del querandí” (27), lo que “genera […] / susurro miel” (55). Susurra, recita, reza: poco más que mantener este rumor es lo que hace un pueblo, salvo vivir y morir bajo los ojos de Helena.
Cuerpo, pueblo, lenguaje: tampoco un cuerpo, en realidad, es del todo un cuerpo, lo que nosotros entendemos por un cuerpo, mientras no lo atraviesa un lenguaje que atraviese también otros cuerpos –los que forman su pueblo. Pero el lenguaje –decíamos– es una forma del tacto, y queda tallado en nuestros cuerpos como las ciudades en la venación alar de la mariposa. Dice bien Juan en Patmos (Apocalipsis 11: 13) cuando dice que “fueron muertos por el temblor de la tierra siete mil nombres de hombres”: sabe como sabía Homero que un cuerpo sin nombre no es ya un cuerpo –el poeta ciego, que no tiene nombre para el cuerpo y se refiere a él por el nombre propio del mortal, o por los nombres de los miembros en que muestra su vigor, llama en cambio soma al cadáver que ha sido abandonado por el hálito o la mariposa de la vida, pues hálito y mariposa significa psuché- También lo sabe la mariposa lechera: “en cuerpo quedan / los muertos sin nombre” (38), y “[…] el espíritu [...] / […] / susurra entre los huesos […]” (41). El lenguaje habita el cuerpo y hace el cuerpo: “El símbolo / que buscaba en un templo” la mariposa luna azul “ya está en la semilla, / en la cabeza” (64).
No puede ocultarse, claro, que el lenguaje es también instrumento del daño: “dijeron salón” los hermanos que “hicieron un catálogo” –katá logon– antes de abrirlo “para el aristócrata que mira / la joya robada” (22), y “[…e]n el nombre escrito / hallará la traición salas abiertas” (81) para la mariposa búho. También puede serlo el silencio: cuando Hipatia de Alejandría, como una mariposa luna, “[…a]bandona la biblioteca / a pesar de la alerta susurrada”, de las palabras que habrían podido salvarla, “[…f]uera, sin piel la arrastran pero no vocea / ninguno de sus hermanos” (44), y la ausencia de la palabra la condena. Entonces, como cuando la mariposa a la que Walter Rothschild bautizaría como Reina Alejandra en honor de la esposa de Eduardo VII recibió el disparo de su captor, que iba armado por miedo a los caníbales, “había misericordia por decir” (22).
Si en el silencio hay daño, como en la palabra que nos hace, ha de haber también reparación: porque saben que “[…l]amiendo a la madre / se cura el esqueje” (59), “[…t]ocan los Viajeros a la que cura, / […] // Cuando calla, / siembra de árbol su saliva, / […] // La reparación circula de la boca a la mano / y, en cada espacio entre las mordidas, / abre una cueva de luz” (57-58). Así, cuando “[…l]lega el invierno solo / el signo queda” (63), como una plegaria durmiente, aguardando el perdón, “la restauración de la Frondosa”.
6.
Es patente –qué os voy a decir que no sepáis– que no tarda en quebrarse la inocente expectativa de comprensión que abre todo aquello que en el Tratado de las mariposas evoca el ensayo de historia natural que tal vez fuera antes de su propia metamorfosis –notas, nombres linneanos, geografía, estructura. Para bien: el Tratado de las mariposas es tan inabarcable como las mariposas, tan esquivo como ellas, tan hermoso e incomprensible, pero se nos acerca, como a veces las mariposas, y revolotea alrededor de nuestros ojos haciéndonos pensar por un momento que atrapar a una palabra sería atrapar al poema. Como sucede en el epitafio de Euterpe, en el que, conforme a lo habitual en la música de la Grecia Antigua, texto y melodía son inseparables y cada oración casa exactamente con cada frase melódica, si el poema se va desenvolviendo, de huevo a larva, de pupa a crisálida, de crisálida a imago, es porque el lenguaje del poema es las mariposas: el Tratado es tanto un ser de lenguaje como un ser de naturaleza en el que, como nos recuerdan las alas de Morpho peleides o de Tatochila theodice, “el cómo y el qué son un circuito” (93, 114). Lo que debemos hacer con el Tratado de las mariposas es, entonces, echarlo a volar: leerlo, dejarlo que se pose en nuestra mano y vuelva a alzar el vuelo, leerlo de nuevo, dejarlo regresar.
El poemario Tratado de las mariposas (Tigres de papel) ha sido ilustrado por los artistas: Laura Giordani, Enrique Cabezón, Rafael Lucena, Esperanza Vives Frasés, Adriana Manuela Ruiz Gómez, Abel Dávila Sabina, Paula Soldevila, Eva Lí, Inmaculada Fernández, Mayte Sánchez Sempere, Adolfo, el embajador; Társila Jiménez, Gabriel Viñals, Elena Rodríguez Vives. El libro cuenta, además, con un cuaderno de campo que puedes consultar aquí.