EL ABUELO TENÍA RAZÓN
A la sombra feliz del cerezo la siesta cubría de bondad su cuerpo grande y las abejas huían de él como si el verano no poseyera más sentidos, ni más rincones olvidados la memoria. O se posaban mansamente sobre sus manos ya vencidas, al igual que el tiempo, es decir, esa pátina descolorida y atroz a la que llamamos tiempo sin querer, sin precisar su descalabro. Dormido junto a las fresas que alguien le robaba, metódicamente, cada día, aún le guarda la boina que de niño le dio para mejor
asirse al sueño de sus cabellos blancos, de hombre que regresa muy cansado al origen y se ve desnudo, con sangre antigua cortada en las muñecas.
Pero el niño vendría muchísimo después de aquello. Y volvían a casa con puñados de cerezas para decirles que el coche, el único de entonces, se había llevado por delante a Sol, el perro de caza de su padre. O jamás lo dijeron. Volvían de una edad incruenta y cerca de ellos el deber los reclamaba a gritos. Serás boticario, le asegura desde su torpeza, cortándole el pelo que sobraba o leyendo del periódico para él noticias de un país enorme donde vivió con ansiedad de funesto y agredido:
Argentina.
Juntos confiaban en pertenecer a alguien que reparara la vida sin ningún entusiasmo. Y por la tarde el pequeño supo de la frialdad de un rostro que amó y se perdió en la noche. Sobre la cama, al igual que en las siestas, un anciano, con certeza, contaba las veces que el niño de manos muy sucias ensangrentaba sus rodillas...
Miguel era un buen hombre.
VOLVER A DECIRLO
El que camina pausadamente y se asemeja a aquel otro que aún es su amigo. De pequeños arrasaban con sus lanzas las eras y sus luchas amputaban los miembros menos verosímiles de quienes se atrevían a huir.
Cada tarde reunían sus pertrechos, montaban en ponis refulgentes, repartían abrazos y saludos a sus hombres, y era feroz la batalla. Como la sangre del vencido que suplicaba a voces más tormento.
Venían de otros poblados a medirse con ellos, los señores de la guerra, los bandidos más bandidos, y el fragor se espesaba en el monte, sin las miradas increíbles de los mayores, sin niñas que llorasen la pérdida de un hermano meticón y grosero.
Hasta que se firmó la paz un día estrambótico de mayo. Embajadores, mozos de espada, cardenales y leprosos, vaqueros de Dakota y masais temibles, todos se dieron la mano de la comprensión y quedó marcado el territorio.
Solamente Isaías y él, proscritos para siempre, no acataron ninguna de las normas. Saquearon poblados, forzaron muchachas a seguirlos a su guarida de Ariegos, robaron imágenes sagradas y quemaron sin más el cielo.
Eran tan felices como dos homicidas semiprofesionales, de los de antes, de los que prefieren la prosodia lenta de la vida a peores sonrojos. Hoy se les ve caminar con torpeza las rutas desmedidas
de su niñez. Tosen cada poco mientras acontece la bruma, el amor, la artillería de campaña que antaño les robaba peligrosamente el sueño.
No son ellos, no, y sonríen.
Luis Miguel Rabanal (Riello, León, 1957) es un poeta y escritor leonés. Ha publicado: Variaciones (1977); Labios de la locura (1983) Premio Ana de Valle; Libro de citas (1993), Premio Cálamo de poesía erótica; La casa vieja (2002) o Camineros, jícaras, verdugos (2008), entre otros títulos. Los relatos aquí reproducidos pertenecen al libro "Casicuentos para acariciar a un niño que bosteza", publicado por Ediciones Leteo en 2010. Más información sobre Luis Miguel Rabanal en su blog.