Cotidiana expulsión del paraíso

Redactado por Yaiza Martínez el Martes, 29 de Mayo 2007 a las 19:00


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Por Ángel Luis Luján.

Yaiza Martínez ha conseguido con este su segundo libro de poemas (El hogar de los animales Ada, Devenir, Madrid, 2007. 76 pp.), un logro estético considerable, pues la representación de la cotidianidad ha sido uno de los retos de la modernidad literaria. Parte de las epístolas familiares de la Antigüedad y el Renacimiento, pero fue Flaubert el que expresó el deseo de manera más consciente: hacer una novela que no trate de nada, y lo consiguió, de alguna manera, en Un corazón sencillo.

El cometido parecería más bien propio de una estética realista, y sin embargo, el relato de la cotidianidad abre el espacio para la pura imaginación, como ocurre en el Ulises de Joyce. La cotidianidad tiene una estructura paradójica, ya que sólo se puede narrar desde la extrañeza. Ella, como tal, desaparece en el puro transcurrir del tiempo y de las cosas y es cuando nos detenemos y nos apartamos de ella cuando se nos hace presente. Lo cotidiano no es materia literaria si no es transformado poética e imaginativamente. Visto así se puede decir que lo cotidiano es el terreno natural de lo poético, es lo que constitutivamente se vuelve extraño al ser dicho. No es de admirar, pues, que los formalistas hablen de extrañar o desfamiliarizar el lenguaje y la percepción, lo que señala que el lugar propio del lenguaje y de la vivencia es lo familiar, el hogar, lo próximo. Contar la cotidianidad es, entonces, devolverle a la literatura su naturaleza de ser experiencia, su carácter irrenunciable de vivencia.

El hogar de los animales Ada prolonga temas y formas del libro anterior de Yaiza, Rumia Lilith (2001): es una poesía de la interioridad, una poesía lingüísticamente rota (por donde escapa el sentido hacia su más allá), llena de fracturas en el discurso, las «fisuras lingüísticas» como ella las llama; es una poesía escrita desde el cuerpo, encarnada y en la que la mujer y su condición ocupan un lugar central. Este libro amplia en algo esta estética. Los poemas son más extensos, el lenguaje pierde en ocasiones gran parte de su hermetismo habitual y la imagen de mujer que ahora domina es la imagen de la mujer madre.

Se puede decir que el poemario busca situarse en un lugar genesiaco, donde lo animal, lo vegetal y lo humano todavía no están del todo diferenciados. Con ello se mezclan dos tendencias contrastantes que sin embargo encuentran su síntesis en el lenguaje poético: el espíritu científico (con la teoría de la evolución darwiniana al fondo) y la fascinación mitológica, tanto pagana como cristiana. La poesía nos enseña que no son más que dos aspectos de una misma vivencia, dos caras de una misma moneda: ciencia y mito se funden en la palabra poética.

De hecho el poemario arranca con una escena primigenia: la madre deja a su camada durmiendo para ir de caza en busca de alimento. No es sólo una poesía que habla sobre los instintos, sino que es ella misma una poesía instintiva, no en el sentido de espontánea, sino que parece nacida de la pura necesidad de expresar, de la expresión como instinto. La luz que alumbra los caminos nocturnos de la madre (una luz que será símbolo constante a lo largo de todo el libro) no es la del puro movimiento sin representación sino precisamente la de la poesía, pues el poema acaba: «su voz le alumbra / también / señalando el camino» (p. 10). La sinestesia es muy elocuente y es profundamente densa. La voz es luz (paronomasia), los animales se guían también por la voz, pero el animal humano se sitúa y se orienta en el mundo por la palabra, que es su peculiar luz: estamos simultáneamente en dos niveles, el poema se dobla sobre sí mismo. La escena primigenia es real, pero también es real el hecho de que se trata de una proyección de la palabra para orientarnos en el mundo: somos los mismos animales pero con instrumentos más sofisticados. "Hechos con tu lenguaje, como el sol, / como la ameba" (p. 17). El libro se convierte, así, en un brillante repensar el mito de la creación por la palabra divina, en este caso poética, como cuando se nos dice, con una imagen del Génesis: "soplarle a sus boquitas ventanales de arcilla" (p. 49). El mito cósmico se une así al mito de la madre que engendra y da vida a sus hijos con la palabra, y les proporciona un mundo: «la madre está gestando en su voz» (p. 49).

Porque el lenguaje es instintivo también en el sentido de que, como los genes son portadores de las características físicas, de nuestra historia filogenética, el lenguaje es portador y transmisor de nuestras características culturales, de los instintos de la cultura, podríamos decir, que también heredamos. Ocurre así que el lenguaje no se pueda hacer propio del todo, está formado por elementos recibidos, pero lo que sí podemos hacer, como hace la autora, es quebrarlo y hurgar en sus quiebras para encontrar la expresión individual. Con todo, en este libro el lenguaje es algo menos hermético que en el anterior. Asistimos a esquemas de situaciones, pero no se trata de un proceso de desrealización sino de ruptura de fronteras, como he dicho.

El lenguaje no sirve sólo para expresarse y ser portador de cultura, también sirve para categorizar la realidad; con el lenguaje recibimos también un mundo clasificado (el «mundo interpretado» de Rilke). Yaiza pretende devolver el lenguaje a ese espacio donde las clasificaciones se rompen, donde la realidad aparece confundida, donde la visión no tiene contornos nítidos. Así, hay una continua ruptura y disolución de fronteras entre lo humano, lo animal, lo vegetal y lo inerte. Este continuo difuminio de límites es la manera realista de volcar nuestra experiencia en el lenguaje. Si el lenguaje categoriza y sitúa a cada ser en un esquema o un diagrama, el cometido de la poesía es romper con tales rigideces y ponernos en contacto con lo aún no dicho o pensado.

De esta manera, el matrimonio se presenta como rumiantes (p. 29); la familia está compuesta por la madre y su camada; el cuerpo es como una estancia o una casa: "Escalones adentrándose en la piel" (p. 11), es incluso una ciudad: "Ella era la ciudad" (p. 15) y, al contrario, el mundo es un cuerpo: "El tambor terrestre es el tórax" (p. 13), con sonora aliteración; la mujer es vegetal: la abuela-árbol (p. 15), animal: la madre-araña (p. 19), la madre gacela (p. 41); lo viviente es lo inorgánico: "la sal de sus vocecitas" (p. 33). El libro está lleno, además, de léxico del campo y de las tareas agrícolas. Todo este trasvase entre lo humano y lo animal, lo vegetal y lo animal, lo inerte y lo vivo, es la esencia de los mitos, pero también la esencia de lo vivo.

Se trata de arquetipos: la creación, la madre virgen, el Edén. El mundo es como un cuerpo, y a la vez como un ciclo de muerte y nacimiento y la palabra del poeta es la única capaz de tender puentes, de comprender la vida y la muerte. Estamos ante el verbo hecho carne, y las fuertes resonancias de la poesía de Yaiza se deben precisamente a que corporaliza todos los significados, es una palabra incorporada. El cuerpo no sólo encarna la palabra sino toda una genealogía: el cuerpo de la maternidad es la huella de todas las madres y de todas las ausencias ("Arqueología del cuerpo", pp. 21-3).

Pero hay también incluido en este diluir de fronteras muchos elementos que contrastan, que luchan entre sí; no se trata en realidad de un complaciente fluir de lo paradisiaco. Hay una representación cósmica: islas, océanos, lagos, noche, pero también aparece la ciudad como el lugar del desarraigo, de la madre como ser desplazado. Es el mundo de los cuentos y de los sueños, de la fantasía infantil, como en el poema "Hemos guardado al señor Miedo" donde se remeda el lenguaje infantil, pero es a la vez el mundo de la pesadilla; el sueño dura en los niños "hasta que el hombre despierte" (p. 37). De ahí que muchos de los poemas discurran en un ambiente nocturno, cercano a veces a la pesadilla, poblado de símbolos oníricos. La poesía habla el lenguaje de los sueños, de los cuentos, de los mitos, pero éstos no sólo nos enseñan lo hermoso, sino que también contienen los miedos, las caídas, el ciclo de las desapariciones y de las rupturas. La parte más conscientemente dura en este sentido es la última de las tres que forman el libro, donde el mundo adulto es figurado en general bajo imágenes del horror.

La fusión de lo público y lo privado es también uno de los pilares del libro y no estoy hablando de biografía o intimidad sino de lo que poéticamente se presenta como tal. El mundo cultural de los mitos, de las tradiciones bíblicas, el mundo compartido, de pronto se ve perforado por la estrañeza lingüística de esos animales ADA. En medio de lo público encontramos una referencialidad enigmática, partida, que sólo existe en lo privado, en la intimidad e irrumpe en lo público como un desafío, señalando un hueco. Se podía poner esta actitud en relación con el Ismaelillo de José Martí, escrito para su hijo, también bajo diversas figuraciones míticas y arquetípicas, donde la intimidad queda como el residuo de la realidad, lo que la funda al ocultarse.

Si el libro anterior remitía a la primera mujer, a Lilith en un ambiente incluso pre-edénico, ahora estamos en el Génesis, ante la pareja primigenia y su camada, pero sobre todo tenemos la figuración de la expulsión del paraíso. Es el otro gran tema del libro, junto con el de la creación y la generación. En este ámbito de la expulsión del Edén, se trata de la aceptación de la condena, de lo que no es perfecto, de la fugacidad y de lo roto: "y, sin embargo, / ya no temo el silencio del Edén, // ya no busco la luz" (p. 47). Esta expulsión es principalmente visible en la tercera parte en que se abandona el lenguaje infantil y se accede a un lenguaje más referencial y más duro.

Es así como el poema se convierte en expiación, según reza el título de esta última parte. La palabra, esa búsqueda de una geometría de la vivencia de la madre-araña, ha de redimirnos de nuestro ser caído, tenemos lenguaje porque nada es perfecto, pero lo tenemos también para saber y para curarnos de las heridas. Si todo el libro habla de la palabra como el lugar donde realmente tiene lugar la vivencia, la última parte es fundamentalmente metapoética, es una toma de conciencia pero también un bálsamo para aceptar la caída: "¿Quién cantará // dolor atragantado?" (p. 67). La ciudad es ahora el símbolo de la palabra truncada, de la palabra que chirría: "cataratas de chatarra" (p. 57), pero que revela una verdad en su chirriar; allí la palabra sirve sólo para gritar al otro (p. 59), y no para susurrarle, ni mucho menos para dormirle.

En esta parte, urbana por contraste con las imágenes naturales del resto del libro, ese diluirse de fronteras del que antes he habado tiene una implicación ética porque el poeta no es ya el individuo, sino que se siente responsable de la actuación de sus congéneres, del mal uso que hacen de la palabra, con lo que estamos cerca de la figura del Cristo, del sacrificio del Verbo. El poema debe expiar todas estas actitudes violentas y de exclusión. El poema es entonces, se nos dice, albergue, el lugar de la luz, pero también una petición de perdón por el mal del mundo, por cierta mala conciencia de engendrar: el poema es la expiación de la carne que aparece, es génesis, caída, pero también cumplimiento, porque en el espacio donde no hay poema, donde sólo hay el caos y urdimbre de líquenes cegadores allí sólo somos niños perdidos (pp. 69-70).

Del Génesis al Apocalipsis (de alguna manera) este libro es en verdad una palabra fundadora, pero concentrada en la intimidad de una vivencia que algunos podrán hacer suya y otros simplemente sucumbirán a la fascinación de lo inquietante, hermoso y definitivamente abierto de esta poesía.


Publicado originalmente en la revista ArtesHoy.
Yaiza Martínez
| Martes, 29 de Mayo 2007

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