Cuenta Javier Reverte en La aventura de viajar que cuando acompañó a los reyes eméritos, Juan Carlos y Sofía, en su primer viaje a China en 1978, los intérpretes chinos que los acompañaban tenían todos acento gallego. Ello se debía a que quien les había enseñado fue un tal Pepe Castedo, conocido por todos como “el Gallego”, al parecer originario de Ferrol.
Castedo, exiliado republicano, había llegado a Pekín en 1964 procedente de París, donde residía tras haber obtenido el estatuto de refugiado político. En algún documento del Fondo Irujo se le cataloga como “provocador por cuenta de la Embajada”.
Sin embargo, Castedo siempre se mostró como un republicano leal. En la guerra había perdido un ojo y sus peripecias vitales tras la contienda fueron tantas como duras en lo personal. Cuentan que una vez se presentó en una recepción organizada por los mandamases chinos en honor del líder albanés Enver Hoxha (que combatió con las Brigadas Internacionales en la guerra civil española) con su uniforme republicano, que guardaba como oro en paño. El asombro de los asistentes fue mayúsculo.
A cada paso mentaba al socialista y ex ministro de Estado Álvarez del Vayo, un devoto de China que visitó este país en los años cincuenta y sesenta publicando una obra como resultado de cada gira.
Aquel misticismo republicano y su participación en la guerra civil le dotaba de una aureola que pocos extranjeros tenían en Pekín en aquellos años. Por eso Pepe era considerado en el Hotel de la Amistad, donde vivían los extranjeros comprometidos con la China maoísta, “el rey de los expertos”, como recuerda acertadamente el escritor peruano Juan Morillo en su Memoria de un naufragio.
En aquel Pekín de los años sesenta, Castedo, ya en una edad madura, encontró en la educación su remanso de paz. Cierto que con el estallido de la Revolución Cultural, la paz le duró poco. Gran melómano, llegó a declararse en huelga de hambre cuando la irracionalidad de los Guardias Rojos impidió la celebración de un concierto de música clásica. Su vieja úlcera duodenal reventó. No sería su único encontronazo. Y no es que no fuera admirador de Mao (se dice que fue el revisor de la primera versión en castellano del Libro Rojo) pero su afán de independencia de criterio le podía más.
Durante los años más aciagos de la Revolución Cultural, Castedo fue el único profesor español que permaneció en China. Otros que años atrás habían llegado vía Moscú, debieron abandonar el país tras las discrepancias de Mao con Jruschev. Castedo iba por libre y sin más bagaje que sus cicatrices. Desde su púlpito formó a muchos hispanistas, traductores, intérpretes, diplomáticos, altos funcionarios, que agradecían su desvelo por la enseñanza. Aun con las aulas suspendidas y sus pupilos enviados a trabajar al campo, se esforzaba por mantener su magisterio a través de una correspondencia constante.
Eran aquellos años muy duros y de muchísimas carencias. Apenas había materiales educativos. Y Castedo, sin hablar un ápice de chino, improvisaba. Sus alumnos y colegas le recuerdan con enorme cariño. Incluso su buen humor, a pesar de tener fama de malgeniado. Hace unos años me imploraron que localizara su tumba para poder llevarle unas flores en expresión de respeto y recuerdo. Sus cenizas están en el cementerio de la Almudena. Junto a las de su esposa. Su epitafio es un fragmento del poema Pasatiempo, de Luis Cernuda. Otra historia.
Un regalo que no olvidan
En 1972, Castedo obsequió al Instituto de Lenguas Extranjeras donde trabajaba los dos tomos de Vida y diálogos de España con una serie de casetes y diapositivas cuyo coste equivalía a varias veces su salario mensual y al salario de varios años de una persona común y corriente en China. Este material se usó a partir del curso siguiente y durante bastantes años, con excelentes resultados.
La profesora Cen Chulan, considerada la memoria viva de la enseñanza del español en China, colega de un Castedo al que recurría día sí y día no para resolver sus generosas dudas con el español, cuando recientemente se presentó su biografía en la Universidad de Estudios Extranjeros de Pekín, recordaba que por un tiempo los Guardias Rojos prohibieron usar dichos materiales porque recreaban situaciones propias de los países capitalistas.
La pasión de Pepe Castedo por la enseñanza fue reconocida en España gracias al embajador Felipe de la Morena. Con base en sus méritos educativos, tras 14 años de enseñanza del español con métodos autodidactas y basados en gran medida en la mímica en sus primeros años, según reza el argumentario oficial, se le concedió la Cruz de Caballero de la Orden Civil de Alfonso X El Sabio.
El autor de Deng Xiaoping y el comienzo de la China actual, quien visitó personalmente la escuela donde impartía aulas, recuerda con admiración el denodado empeño de Castedo para garantizar un aprendizaje de calidad con unos medios mínimos, formando generaciones de alumnos que pasaron a ocupar puestos de responsabilidad en el Estado o en el Partido Comunista.
Al evocar el momento en que le impuso la condecoración por los servicios relevantes prestados en el ámbito de la cultura española, destacó la importante presencia en el acto público de centenares de antiguos alumnos suyos y personalidades relevantes de la cultura. La embajada se quedó pequeña y la ceremonia debió celebrarse en un teatro cercano y más amplio.
Pepe Castedo regresó a España antes de recibir esa condecoración. No encontró su lugar y sus problemas fueron múltiples. Intentó quedarse en Pekín pero ya soplaban otros vientos y no había sitio tampoco para él. Al final, en la Nochebuena de 1982 decidió poner fin a su vida.
Su leyenda, ya reconocida por sus méritos, genio e ingenio, es, en muchos aspectos, equiparable a la de figuras como David Crook, Sidney Shapiro, Israel Epstein, o Sidney Rittenberg, todos ellos ilustres expertos extranjeros que gozan de amplio reconocimiento en sus respectivos países así como en China. El de Castedo sigue a la espera.
Y, por cierto, en realidad no nació en Ferrol sino en Madrid, de madre de la ciudad departamental. Siempre fue un gallego de la capital.
(*) Xulio Ríos es autor de “Pepe Castedo. Vida y Azares” (Teófilo ediciones, 2019).
Castedo, exiliado republicano, había llegado a Pekín en 1964 procedente de París, donde residía tras haber obtenido el estatuto de refugiado político. En algún documento del Fondo Irujo se le cataloga como “provocador por cuenta de la Embajada”.
Sin embargo, Castedo siempre se mostró como un republicano leal. En la guerra había perdido un ojo y sus peripecias vitales tras la contienda fueron tantas como duras en lo personal. Cuentan que una vez se presentó en una recepción organizada por los mandamases chinos en honor del líder albanés Enver Hoxha (que combatió con las Brigadas Internacionales en la guerra civil española) con su uniforme republicano, que guardaba como oro en paño. El asombro de los asistentes fue mayúsculo.
A cada paso mentaba al socialista y ex ministro de Estado Álvarez del Vayo, un devoto de China que visitó este país en los años cincuenta y sesenta publicando una obra como resultado de cada gira.
Aquel misticismo republicano y su participación en la guerra civil le dotaba de una aureola que pocos extranjeros tenían en Pekín en aquellos años. Por eso Pepe era considerado en el Hotel de la Amistad, donde vivían los extranjeros comprometidos con la China maoísta, “el rey de los expertos”, como recuerda acertadamente el escritor peruano Juan Morillo en su Memoria de un naufragio.
En aquel Pekín de los años sesenta, Castedo, ya en una edad madura, encontró en la educación su remanso de paz. Cierto que con el estallido de la Revolución Cultural, la paz le duró poco. Gran melómano, llegó a declararse en huelga de hambre cuando la irracionalidad de los Guardias Rojos impidió la celebración de un concierto de música clásica. Su vieja úlcera duodenal reventó. No sería su único encontronazo. Y no es que no fuera admirador de Mao (se dice que fue el revisor de la primera versión en castellano del Libro Rojo) pero su afán de independencia de criterio le podía más.
Durante los años más aciagos de la Revolución Cultural, Castedo fue el único profesor español que permaneció en China. Otros que años atrás habían llegado vía Moscú, debieron abandonar el país tras las discrepancias de Mao con Jruschev. Castedo iba por libre y sin más bagaje que sus cicatrices. Desde su púlpito formó a muchos hispanistas, traductores, intérpretes, diplomáticos, altos funcionarios, que agradecían su desvelo por la enseñanza. Aun con las aulas suspendidas y sus pupilos enviados a trabajar al campo, se esforzaba por mantener su magisterio a través de una correspondencia constante.
Eran aquellos años muy duros y de muchísimas carencias. Apenas había materiales educativos. Y Castedo, sin hablar un ápice de chino, improvisaba. Sus alumnos y colegas le recuerdan con enorme cariño. Incluso su buen humor, a pesar de tener fama de malgeniado. Hace unos años me imploraron que localizara su tumba para poder llevarle unas flores en expresión de respeto y recuerdo. Sus cenizas están en el cementerio de la Almudena. Junto a las de su esposa. Su epitafio es un fragmento del poema Pasatiempo, de Luis Cernuda. Otra historia.
Un regalo que no olvidan
En 1972, Castedo obsequió al Instituto de Lenguas Extranjeras donde trabajaba los dos tomos de Vida y diálogos de España con una serie de casetes y diapositivas cuyo coste equivalía a varias veces su salario mensual y al salario de varios años de una persona común y corriente en China. Este material se usó a partir del curso siguiente y durante bastantes años, con excelentes resultados.
La profesora Cen Chulan, considerada la memoria viva de la enseñanza del español en China, colega de un Castedo al que recurría día sí y día no para resolver sus generosas dudas con el español, cuando recientemente se presentó su biografía en la Universidad de Estudios Extranjeros de Pekín, recordaba que por un tiempo los Guardias Rojos prohibieron usar dichos materiales porque recreaban situaciones propias de los países capitalistas.
La pasión de Pepe Castedo por la enseñanza fue reconocida en España gracias al embajador Felipe de la Morena. Con base en sus méritos educativos, tras 14 años de enseñanza del español con métodos autodidactas y basados en gran medida en la mímica en sus primeros años, según reza el argumentario oficial, se le concedió la Cruz de Caballero de la Orden Civil de Alfonso X El Sabio.
El autor de Deng Xiaoping y el comienzo de la China actual, quien visitó personalmente la escuela donde impartía aulas, recuerda con admiración el denodado empeño de Castedo para garantizar un aprendizaje de calidad con unos medios mínimos, formando generaciones de alumnos que pasaron a ocupar puestos de responsabilidad en el Estado o en el Partido Comunista.
Al evocar el momento en que le impuso la condecoración por los servicios relevantes prestados en el ámbito de la cultura española, destacó la importante presencia en el acto público de centenares de antiguos alumnos suyos y personalidades relevantes de la cultura. La embajada se quedó pequeña y la ceremonia debió celebrarse en un teatro cercano y más amplio.
Pepe Castedo regresó a España antes de recibir esa condecoración. No encontró su lugar y sus problemas fueron múltiples. Intentó quedarse en Pekín pero ya soplaban otros vientos y no había sitio tampoco para él. Al final, en la Nochebuena de 1982 decidió poner fin a su vida.
Su leyenda, ya reconocida por sus méritos, genio e ingenio, es, en muchos aspectos, equiparable a la de figuras como David Crook, Sidney Shapiro, Israel Epstein, o Sidney Rittenberg, todos ellos ilustres expertos extranjeros que gozan de amplio reconocimiento en sus respectivos países así como en China. El de Castedo sigue a la espera.
Y, por cierto, en realidad no nació en Ferrol sino en Madrid, de madre de la ciudad departamental. Siempre fue un gallego de la capital.
(*) Xulio Ríos es autor de “Pepe Castedo. Vida y Azares” (Teófilo ediciones, 2019).