Nadie duda que la ciencia y la tecnología aportan el principal sustento a los mercaderes de la innovación. Así parece expresarlo la estatua Spirit of innovation, exhibiendo la imagen de un científico como la misma personificación de la Aventura Americana en el pabellón World Showcase del parque temático al que Walt Disney bautizó como Epcot (Epcot alude a la visión del también innovador cineasta que pensó en un "prototipo experimental de la comunidad del futuro”, Experimental Prototype Community Of Tomorrow). Su bata y los artilugios de laboratorio que lo rodean nos hacen pensar, ¿qué nuevo invento se trae entre manos este señor?
Palabras como genialidad, invención y creatividad suelen asociarse indiscriminadamente a la capacidad para innovar. Pero, ¿es esa la definición de innovación? Si a etimologías nos remitimos, innovar proviene del latín innovare, que significa cambiar o alterar las cosas introduciendo novedades. El diccionario de la Real Academia Española coincide con esta conceptualización. No obstante es la economía quien, como un lujurioso sátiro, se ha apoderado de su esencia de ninfa y también de su paternidad, definiéndola como: la introducción por primera vez con éxito en el mercado, la sociedad o la comunidad de una idea, en forma de nuevos o mejorados productos, procesos, servicios o técnicas de gestión y organización.
El manual de Frascati, publicado en 1992 por la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) viene a decir más o menos lo mismo, indicando que la innovación es la transformación de una idea en un producto vendible nuevo o mejorado o en un proceso operativo en la industria y en el comercio o en un nuevo método o tipo de servicio social. En otras palabras, la innovación es todo cambio, basado en el conocimiento, que genera valor o, dicho en forma aún más simple, una idea que se vende.
Fue el economista austríaco Joseph Alois Schumpeter el primero en destacar la importancia de los fenómenos tecnológicos en el crecimiento económico, diferenciando qué es y qué no es innovación. Desde su punto de vista, sólo se consideran innovaciones tecnológicas la introducción en el mercado de un nuevo bien o de un nuevo método de producción o una nueva forma de tratar comercialmente un nuevo producto, aunque también representen innovaciones la apertura de un nuevo mercado, la conquista de una nueva fuente de suministro de materias primas o la implantación de una nueva estructura en un mercado, como por ejemplo, la creación de una posición de monopolio.
Impensable imaginar un mundo en el que no se hubieran inventado, fabricado (y vendido) automóviles, aeroplanos, refrigeradores, teléfonos, televisores, ordenadores… por mencionar algunas de las innovaciones tecnológicas más importantes de nuestra historia. O, yendo aún más lejos, ¿dónde estaríamos sin innovaciones como la agricultura, la rueda y el compás de navegación?
Resulta apasionante hurgar hechos y fenómenos que a lo largo de los siglos han contribuido a mutar esto que llamamos realidad.
¿Quién hubiera pensado que en un manuscrito de Herón de Alejandría o algún discípulo cercano que llevaba por título Spiritalia seu Pneumatica estaba el germen de un descabellado experimento que provocaría una gran revolución: la máquina de vapor?, ¿que los prehistóricos signos xilográficos de piedra y madera mutarían en la imprenta de Gutenberg o que los códigos binarios deambularían en los infinitos hormigueros comunicativos de la galaxia Internet?
Convivimos con la innovación, pero no somos demasiado conscientes de ello. Compramos en el supermercado una nueva propuesta innovadora: 3 lonchas de jamón empaquetadas de forma individual o un huevo cocido en un blister individual herméticamente cerrado, sin reflexionar demasiado sobre su alto impacto ecológico. Al mismo tiempo, vamos a despedirnos casi sin darnos cuenta de algo que en su momento fue otra revolución de los ambientes cotidianos: las lámparas de filamento incandescente (que, por cierto, Edison no inventó). Luego de casi 150 años de reinado, su uso será definitivamente prohibido para el año 2012 y reemplazado por las nuevas aspirantes a la corona: las “bombillas” que funcionan con diodos emisores de luz, o LEDs.
Nos informan que el blue-ray, un disco óptico con una capacidad de almacenamiento de 50 GB acaba de ganar la batalla por el almacenamiento de datos y quizás en menos tiempo de lo que pensamos, nuestros DVDs quedarán tan anticuados como en su momento pasó con los discos de pasta y los magazines. Sin embargo, las conservadoras cerillas que llevan varios siglos acompañándonos, continúan pernoctando plácidamente en los escaparates de los supermercados; todavía no son víctimas de la muerte por obsolescencia.
A pesar, de esta especie de fiebre en torno a la convergencia de las tecnologías y a la búsqueda de otras aplicaciones, no sólo de artefactos vivimos las personas. ¿Será este el sentido más pleno de la palabra innovación? O como ha dicho Jan Fageberg, la innovación es tan vieja como la humanidad misma y se corresponde con la tendencia intrínsecamente humana a pensar de nuevas y mejores maneras de hacer cosas y a intentarlas y ponerlas en práctica para modificar la realidad.
Una aproximación más prosaica y a la vez más intuitiva nos hace pensar en innovación como sinónimo de la enorme capacidad del ser humano para inventar, para crear, para soñar, para modificar, para promover nuevas utopías… no sólo en relación a la ciencia y la tecnología.
Podemos encontrar innovación en la comercialización de la lechuga (precortada, lavada y lista para servir), en el ejercicio de partidos políticos (democracia innovadora), en la cocina y hasta en las funerarias (podemos adquirir ataúdes de los formatos más inverosímiles). Pero también Calder corporizó la innovación a través de sus esculturas dotadas de movimiento, Picasso lo hizo con sus musas pictóricas y Peter Gabriel con sus investigaciones musicales.
Y, aún escandalizando a los economistas y a más de un biólogo, es un hecho que innovaciones ocultas, que trascienden nuestra humana pretensión de gestionarla, forman parte de la vida y de nuestra condición en el planeta. Cuando aquellas parientes lejanas, las cianobacterias, “inventaron” una variante de la fotosíntesis (la fotosíntesis oxigénica) sentaron las bases de nuestro futuro éxito evolutivo.
En mi opinión, aunque el cambio no perdona a nadie en la postmodernidad, se acelera a ritmos vertiginosos y nos con-vence de que sólo la innovación puede hacernos merecedores del triunfo o salvaguardarnos de la ruina económica, la vida no es el mercado. Hay una amplia diversidad de niveles en esto que llamamos realidad y en el tercer entorno que Javier Echeverría bautizó como Telépolis no vivimos todos los habitantes del planeta.
Muchos apenas alcanzamos a entrever que hay un mundo de fascinantes tecnologías prometedoras de un futuro tan dorado como virtual, otra abrumadora mayoría puede apenas percibir los destellos de sus ráfagas desde los precarios escenarios coexistentes en los “otros” entornos, los territorios de la pobreza y la exclusión. Y aquí cabría decir: la innovación del sur también existe.
Palabras como genialidad, invención y creatividad suelen asociarse indiscriminadamente a la capacidad para innovar. Pero, ¿es esa la definición de innovación? Si a etimologías nos remitimos, innovar proviene del latín innovare, que significa cambiar o alterar las cosas introduciendo novedades. El diccionario de la Real Academia Española coincide con esta conceptualización. No obstante es la economía quien, como un lujurioso sátiro, se ha apoderado de su esencia de ninfa y también de su paternidad, definiéndola como: la introducción por primera vez con éxito en el mercado, la sociedad o la comunidad de una idea, en forma de nuevos o mejorados productos, procesos, servicios o técnicas de gestión y organización.
El manual de Frascati, publicado en 1992 por la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) viene a decir más o menos lo mismo, indicando que la innovación es la transformación de una idea en un producto vendible nuevo o mejorado o en un proceso operativo en la industria y en el comercio o en un nuevo método o tipo de servicio social. En otras palabras, la innovación es todo cambio, basado en el conocimiento, que genera valor o, dicho en forma aún más simple, una idea que se vende.
Fue el economista austríaco Joseph Alois Schumpeter el primero en destacar la importancia de los fenómenos tecnológicos en el crecimiento económico, diferenciando qué es y qué no es innovación. Desde su punto de vista, sólo se consideran innovaciones tecnológicas la introducción en el mercado de un nuevo bien o de un nuevo método de producción o una nueva forma de tratar comercialmente un nuevo producto, aunque también representen innovaciones la apertura de un nuevo mercado, la conquista de una nueva fuente de suministro de materias primas o la implantación de una nueva estructura en un mercado, como por ejemplo, la creación de una posición de monopolio.
Impensable imaginar un mundo en el que no se hubieran inventado, fabricado (y vendido) automóviles, aeroplanos, refrigeradores, teléfonos, televisores, ordenadores… por mencionar algunas de las innovaciones tecnológicas más importantes de nuestra historia. O, yendo aún más lejos, ¿dónde estaríamos sin innovaciones como la agricultura, la rueda y el compás de navegación?
Resulta apasionante hurgar hechos y fenómenos que a lo largo de los siglos han contribuido a mutar esto que llamamos realidad.
¿Quién hubiera pensado que en un manuscrito de Herón de Alejandría o algún discípulo cercano que llevaba por título Spiritalia seu Pneumatica estaba el germen de un descabellado experimento que provocaría una gran revolución: la máquina de vapor?, ¿que los prehistóricos signos xilográficos de piedra y madera mutarían en la imprenta de Gutenberg o que los códigos binarios deambularían en los infinitos hormigueros comunicativos de la galaxia Internet?
Convivimos con la innovación, pero no somos demasiado conscientes de ello. Compramos en el supermercado una nueva propuesta innovadora: 3 lonchas de jamón empaquetadas de forma individual o un huevo cocido en un blister individual herméticamente cerrado, sin reflexionar demasiado sobre su alto impacto ecológico. Al mismo tiempo, vamos a despedirnos casi sin darnos cuenta de algo que en su momento fue otra revolución de los ambientes cotidianos: las lámparas de filamento incandescente (que, por cierto, Edison no inventó). Luego de casi 150 años de reinado, su uso será definitivamente prohibido para el año 2012 y reemplazado por las nuevas aspirantes a la corona: las “bombillas” que funcionan con diodos emisores de luz, o LEDs.
Nos informan que el blue-ray, un disco óptico con una capacidad de almacenamiento de 50 GB acaba de ganar la batalla por el almacenamiento de datos y quizás en menos tiempo de lo que pensamos, nuestros DVDs quedarán tan anticuados como en su momento pasó con los discos de pasta y los magazines. Sin embargo, las conservadoras cerillas que llevan varios siglos acompañándonos, continúan pernoctando plácidamente en los escaparates de los supermercados; todavía no son víctimas de la muerte por obsolescencia.
A pesar, de esta especie de fiebre en torno a la convergencia de las tecnologías y a la búsqueda de otras aplicaciones, no sólo de artefactos vivimos las personas. ¿Será este el sentido más pleno de la palabra innovación? O como ha dicho Jan Fageberg, la innovación es tan vieja como la humanidad misma y se corresponde con la tendencia intrínsecamente humana a pensar de nuevas y mejores maneras de hacer cosas y a intentarlas y ponerlas en práctica para modificar la realidad.
Una aproximación más prosaica y a la vez más intuitiva nos hace pensar en innovación como sinónimo de la enorme capacidad del ser humano para inventar, para crear, para soñar, para modificar, para promover nuevas utopías… no sólo en relación a la ciencia y la tecnología.
Podemos encontrar innovación en la comercialización de la lechuga (precortada, lavada y lista para servir), en el ejercicio de partidos políticos (democracia innovadora), en la cocina y hasta en las funerarias (podemos adquirir ataúdes de los formatos más inverosímiles). Pero también Calder corporizó la innovación a través de sus esculturas dotadas de movimiento, Picasso lo hizo con sus musas pictóricas y Peter Gabriel con sus investigaciones musicales.
Y, aún escandalizando a los economistas y a más de un biólogo, es un hecho que innovaciones ocultas, que trascienden nuestra humana pretensión de gestionarla, forman parte de la vida y de nuestra condición en el planeta. Cuando aquellas parientes lejanas, las cianobacterias, “inventaron” una variante de la fotosíntesis (la fotosíntesis oxigénica) sentaron las bases de nuestro futuro éxito evolutivo.
En mi opinión, aunque el cambio no perdona a nadie en la postmodernidad, se acelera a ritmos vertiginosos y nos con-vence de que sólo la innovación puede hacernos merecedores del triunfo o salvaguardarnos de la ruina económica, la vida no es el mercado. Hay una amplia diversidad de niveles en esto que llamamos realidad y en el tercer entorno que Javier Echeverría bautizó como Telépolis no vivimos todos los habitantes del planeta.
Muchos apenas alcanzamos a entrever que hay un mundo de fascinantes tecnologías prometedoras de un futuro tan dorado como virtual, otra abrumadora mayoría puede apenas percibir los destellos de sus ráfagas desde los precarios escenarios coexistentes en los “otros” entornos, los territorios de la pobreza y la exclusión. Y aquí cabría decir: la innovación del sur también existe.