Prólogo
Felipe Angel
En este libro el periplo lector, el lapso imbuido en acometer los contenidos, recuerda el verso del poeta inicial romano, Publilio Siro: El mejor vehículo es la compañía de un buen conversador. En efecto, la maleabilidad verbal, la estocada limpia de la frase y la transparencia con la cual se vuelcan las nociones tanto hacia dentro de sí mismas como en la vehemencia de su sucesión, envueltas en un solo vestido generan tanto lo fructífero como lo agradable de una compañía a la vez rebelde e informada, respetuosa y desenfadada que, en todo caso, va un paso delante de quien pose aquí sus ojos. Va un paso delante, digo, porque tras unas cuantas páginas, aguzado ya el lector por la presencia de un vaivén epistemológico que ha de, sino conmover, por lo menos mover los cimientos de su noción de comunicación, se cata el vertiginoso paso de la intuición como ritmo argumental, que igual a una atarraya gnoseológica expande su hálito con el fin de abarcar el otro lado de los horizontes establecidos.
En este libro habita una actitud constante: el latir de la búsqueda; sístole un capítulo, diástole el siguiente; a veces una doble diástole refrenda la sorpresa pero, ojo, la falta de una doble sístole la impide como norma. No se trata de sorprender sino de encontrar. Lo válido que conlleva el encontrar resulta el único sustento serio para el estado de sorpresa; la sorpresa en sí misma es el estado catatónico de una corriente radical de la Posmodernidad, que rifa el futuro en el bazar donde lo único que cuenta es estar permanentemente sorprendido, como si entrenando se pudiera educar la capacidad de sorprenderse. Por el contrario, la sorpresa es lo no entrenado, lo no ensayado. Los límites de lo ya dado no se amplían sin recorrer lo ya dado. Por eso el daimon que acompaña este libro reverdece respetuoso y desenfadado, rebelde e informado.
Más que capítulos, este libro posee ramas; ramas son porque no se trata de un constructo lineal cuya secuencia narrativa aúne momentos argumentales que redunden en una noción capital, en cuyo caso serían capítulos, sino, o mejor, más bien estamos frente a ramas que salen de un tronco único, aunque tácito sólido, el cual solamente deviene reconocible en la integridad del conjunto de las ramas que de él se desprenden, que en torno a él giran, toman velocidad y saltan hacia la cara del lector igual que una caricia aguerrida. Ramas, entonces, porque cada cual apunta hacia una direccionalidad propia, no obstante partir de un mismo tronco. La diafanidad propuesta no pregona el ir de un iconoclasta tumbando ídolos falsos en cada rama, en cada temática abordada. Mora, por el contrario, en la vecindad nutricia de una misma intuición genérica de lo que es Comunicación; intuición genérica que ata cada acápite y que la autora engloba como Comunicación Estratégica y yo denomino tronco.
Felipe Angel
En este libro el periplo lector, el lapso imbuido en acometer los contenidos, recuerda el verso del poeta inicial romano, Publilio Siro: El mejor vehículo es la compañía de un buen conversador. En efecto, la maleabilidad verbal, la estocada limpia de la frase y la transparencia con la cual se vuelcan las nociones tanto hacia dentro de sí mismas como en la vehemencia de su sucesión, envueltas en un solo vestido generan tanto lo fructífero como lo agradable de una compañía a la vez rebelde e informada, respetuosa y desenfadada que, en todo caso, va un paso delante de quien pose aquí sus ojos. Va un paso delante, digo, porque tras unas cuantas páginas, aguzado ya el lector por la presencia de un vaivén epistemológico que ha de, sino conmover, por lo menos mover los cimientos de su noción de comunicación, se cata el vertiginoso paso de la intuición como ritmo argumental, que igual a una atarraya gnoseológica expande su hálito con el fin de abarcar el otro lado de los horizontes establecidos.
En este libro habita una actitud constante: el latir de la búsqueda; sístole un capítulo, diástole el siguiente; a veces una doble diástole refrenda la sorpresa pero, ojo, la falta de una doble sístole la impide como norma. No se trata de sorprender sino de encontrar. Lo válido que conlleva el encontrar resulta el único sustento serio para el estado de sorpresa; la sorpresa en sí misma es el estado catatónico de una corriente radical de la Posmodernidad, que rifa el futuro en el bazar donde lo único que cuenta es estar permanentemente sorprendido, como si entrenando se pudiera educar la capacidad de sorprenderse. Por el contrario, la sorpresa es lo no entrenado, lo no ensayado. Los límites de lo ya dado no se amplían sin recorrer lo ya dado. Por eso el daimon que acompaña este libro reverdece respetuoso y desenfadado, rebelde e informado.
Más que capítulos, este libro posee ramas; ramas son porque no se trata de un constructo lineal cuya secuencia narrativa aúne momentos argumentales que redunden en una noción capital, en cuyo caso serían capítulos, sino, o mejor, más bien estamos frente a ramas que salen de un tronco único, aunque tácito sólido, el cual solamente deviene reconocible en la integridad del conjunto de las ramas que de él se desprenden, que en torno a él giran, toman velocidad y saltan hacia la cara del lector igual que una caricia aguerrida. Ramas, entonces, porque cada cual apunta hacia una direccionalidad propia, no obstante partir de un mismo tronco. La diafanidad propuesta no pregona el ir de un iconoclasta tumbando ídolos falsos en cada rama, en cada temática abordada. Mora, por el contrario, en la vecindad nutricia de una misma intuición genérica de lo que es Comunicación; intuición genérica que ata cada acápite y que la autora engloba como Comunicación Estratégica y yo denomino tronco.
Massoni, Sandra. Comunicación estratégica::comunicación para la innovación. Homo Sapiens, Rosario 2011.