Todo comenzó, de manera inesperada, en la sesión de la Comisión de Justicia e Interior del Congreso de los Diputados, celebrada el 24 de octubre de 2002, para debatir la proposición no de ley presentada por Izquierda Unida “relativa al reconocimiento del honor y de los derechos de los presos políticos sometidos a trabajos forzados por la dictadura franquista”. El diputado del Partido Popular, Manuel Atencia la acogió favorablemente y presentó una enmienda proponiendo que el Congreso reafirmara “una vez más su pleno reconocimiento moral de todos los hombres y las mujeres que padecieron la represión del régimen franquista y por profesar convicciones democráticas, [y honrara] la memoria de los prisioneros políticos que fueron víctimas de la explotación y sometidos a trabajos forzados por la dictadura”. El Grupo Popular, terminó diciendo, “está absolutamente de acuerdo con el espíritu que anima la iniciativa de Grupo de Izquierda Unida, es decir, de hacer un reconocimiento, una rehabilitación si se quiere, desde el punto de vista moral, político, de los presos políticos […] Entendemos que la Cámara debe hacer ese reconocimiento.”
La enmienda del PP fue bien recibida por IU y preparó los ánimos para que larga pugna que desde el principio de la legislatura se venían manteniendo en torno al pasado culminara en la sesión de 20 de noviembre de 2002 de la Comisión Constitucional con la aprobación unánime de una enmienda transaccional negociada por los representantes de todos los grupos con la intención de poner punto final a la serie de debates iniciados tres años antes. Los miembros de la Comisión se encontraron ese día encima de la mesa cinco proposiciones no de ley relacionadas con la memoria histórica. La primera, de Izquierda Unida, sobre el reconocimiento moral de todos los hombres y mujeres que padecieron la represión del régimen franquista por defender la libertad y por profesar las convicciones democráticas; la segunda, del Grupo Socialista, instaba a los poderes públicos a reparar moralmente a las víctimas de la guerra civil desaparecidas y asesinadas por defender valores republicanos y a reconocer el derecho de familiares y herederos a recuperar sus restos, nombre y dignidad; la tercera, presentada también por los socialistas, se dirigía a desarrollar políticas de Estado para el reconocimiento de los ciudadanos exiliados; la cuarta, a iniciativa de IU, instaba a proceder a las exhumaciones de fosas comunes de la Guerra Civil; y en fin, el Grupo Mixto presentó una quinta proposición sobre la devolución de la dignidad a los familiares de los fusilados durante el franquismo. Relacionada también con esta problemática, aunque defendida aparte, una última proposición no de ley se dirigía al reconocimiento de Blas Infante como padre de la patria andaluza.
Ante esta avalancha de proposiciones, el portavoz del PP en la Comisión, José Antonio Bermúdez de Castro, reunió a los representantes de todos los grupos, que llegaron al acuerdo de fundirlas en una única enmienda transaccional de modificación que rescatara la sustancia del consenso constitucional añadiendo un reconocimiento explícito a todas las víctimas de la guerra civil y de la dictadura franquista. Al defender la enmienda transaccional, Manuel Atencia mostró su satisfacción por el hecho de que todos los grupos hubieran decidido “abordar desde la integración, desde la normalidad democrática, desde la concordia, desde la reconciliación que animaron a nuestros constituyentes, y mirando hacia el futuro, cuestiones espinosas de nuestra vida común”. Se trataba, como dijo el representante de CiU, de “un generoso reencuentro de todos” plasmado en un texto “fruto del acuerdo de todos los grupos parlamentarios, que hoy cierra con credibilidad el rosario de propuestas de naturaleza parlamentaria que hemos venido debatiendo en los últimos tiempos alrededor de los hechos de la Guerra Civil y de sus víctimas”. López de Lerma esperaba que con aquel texto se cerrara “un debate que fue abierto hace ya tiempo (necesariamente abierto porque, como ha dicho con acierto el señor Alcaraz, hay que olvidar el rencor, pero no se puede olvidar lo sucedido) en beneficio de todos, sobre todo de aquéllos que fueron víctimas de la guerra civil, con un reconocimiento moral y también -por qué no- de las futuras generaciones”.
La enmienda comenzaba con un largo exordio que presentaba la Constitución de 1978 como punto final de un “trágico pasado de enfrentamiento civil entre españoles” y se evocaba, con cita de Antonio Machado el relato de las dos Españas como “fiel reflejo de esta dramática realidad existencial de la nación española.” Por fortuna, añadía, en 1978, una generación de españoles, que recordaba “el lamento de aquel otro gran español, Manuel Azaña”, decidió no volver a cometer los viejos errores y dejó en las Cortes Constituyentes testimonios concluyentes del espíritu de concordia nacional. Nada de amnesia ni de silencio: los diputados de todos los partidos firmantes de la enmienda recuperaban la memoria que la transición había proyectado sobre el pasado de guerra en términos muy parecidos a los del relato dominante en los años setenta: una historia trágica protagonizada por dos Españas enfrentadas a muerte que había felizmente terminado en una reconciliación de la que había nacido una Constitución “impregnada de voluntad de convivencia”. No sólo la Constitución; antes que ella, la voluntad de convivencia se había manifestado en la ley de Amnistía, un acontecimiento histórico que “puso fin al enfrentamiento de las dos Españas, enterradas allí para siempre”.
En consonancia con este relato de las dos Españas reconciliadas, la enmienda no proponía lo que la prensa del día siguiente definió como una “condena del golpe de Franco”, sino una genérica condena de la violencia como instrumento de la política: “El Congreso de los Diputados, en este vigésimo quinto aniversario de las primeras elecciones libres de nuestra actual democracia, reitera que nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y a la dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrática”. Expresada en estos términos, la condena satisfacía a la par que frustraba las expectativas de cada partido. No se condenaba el “alzamiento fascista”, ni tampoco la “dictadura franquista” sino el uso de la violencia para imponer cualquier proyecto político, lo que, en términos histórico-políticos, igual podía referirse a las insurrecciones anarquistas de 1932 y 1933 y a las rebeliones socialista y catalanista de 1934 que a las rebeliones militares de 1932 y de 1936; interpretación que podía ampliarse a los regímenes totalitarios, concepto que, dependiendo de quien hablara, se podría referir a los regímenes fascistas, a los comunistas o a ambos simultáneamente.
Cerrado ese capítulo del pasado con esa fuerte relegitimación de la transición a la democracia como entierro de las dos Españas y la nítida condena de todo recurso a la violencia para imponer las propias convicciones políticas, la Comisión Constitucional reiteraba la necesidad de mantener el espíritu de concordia y reconciliación que presidió la elaboración de la Constitución de 1978 y que facilitó el tránsito pacífico de la dictadura a la democracia. Con estas palabras, la Comisión acudía al rescate de la transición, que dejaba de ser ese tiempo de amnesia y desmemoria al que tantas veces habían aludido los partidos de la oposición en los recientes debates, para volver a representarse como tiempo de concordia y reconciliación, como no había dejado de repetir el Grupo Popular al argumentar su negativa a la condena explícita del golpe militar. En este 20 noviembre de 2002, casualmente cuando se cumplían, día por día, veintisiete años de la muerte del dictador, todos los partidos volvieron a encontrarse en su recuerdo de la transición como el de un tiempo que había permitido instaurar pacíficamente la democracia en España superando trágicos enfrentamientos del pasado.
Si estos dos primeros puntos de la enmienda daban satisfacción preferente al Grupo Popular en su insistencia en el valor de la transición y de la Constitución, los dos siguientes parecían destinados a satisfacer las demandas presentadas reiteradamente durante los dos últimos años por los partidos de la oposición, aunque con un matiz muy significativo. El Congreso reafirmaba el deber de proceder al reconocimiento moral de todos los hombres y mujeres que fueron victimas de la Guerra Civil, así como de cuantos padecieron más tarde la represión de la dictadura franquista. La clara distinción entre víctimas de la Guerra Civil y víctimas de la represión de la dictadura era lo más cercano posible a reconocer que la sociedad democrática debía hacerse cargo de todos los muertos por la violencia sufrida en las dos zonas en que quedó dividida España tras la rebelión militar y la revolución que fue su primer resultado, y de todos los que, establecido el Nuevo Estado, sufrieron la represión de la dictadura. El Gobierno, en fin, era instado a desarrollar, de manera urgente, una política integral de reconocimiento y acción protectora económica y social hacia todos los exiliados y “los llamados niños de la guerra”.
Aprobada con el voto unánime de todos los miembros de la Comisión, esta resolución de 20 de noviembre de 2002 pasará a la historia parlamentaria de la democracia como el último acuerdo logrado en el Congreso sobre nuestro pasado de guerra, dictadura y transición a la democracia. A los pocos meses de aprobada, la polémica saltaría de nuevo. Y hasta hoy.
La enmienda del PP fue bien recibida por IU y preparó los ánimos para que larga pugna que desde el principio de la legislatura se venían manteniendo en torno al pasado culminara en la sesión de 20 de noviembre de 2002 de la Comisión Constitucional con la aprobación unánime de una enmienda transaccional negociada por los representantes de todos los grupos con la intención de poner punto final a la serie de debates iniciados tres años antes. Los miembros de la Comisión se encontraron ese día encima de la mesa cinco proposiciones no de ley relacionadas con la memoria histórica. La primera, de Izquierda Unida, sobre el reconocimiento moral de todos los hombres y mujeres que padecieron la represión del régimen franquista por defender la libertad y por profesar las convicciones democráticas; la segunda, del Grupo Socialista, instaba a los poderes públicos a reparar moralmente a las víctimas de la guerra civil desaparecidas y asesinadas por defender valores republicanos y a reconocer el derecho de familiares y herederos a recuperar sus restos, nombre y dignidad; la tercera, presentada también por los socialistas, se dirigía a desarrollar políticas de Estado para el reconocimiento de los ciudadanos exiliados; la cuarta, a iniciativa de IU, instaba a proceder a las exhumaciones de fosas comunes de la Guerra Civil; y en fin, el Grupo Mixto presentó una quinta proposición sobre la devolución de la dignidad a los familiares de los fusilados durante el franquismo. Relacionada también con esta problemática, aunque defendida aparte, una última proposición no de ley se dirigía al reconocimiento de Blas Infante como padre de la patria andaluza.
Ante esta avalancha de proposiciones, el portavoz del PP en la Comisión, José Antonio Bermúdez de Castro, reunió a los representantes de todos los grupos, que llegaron al acuerdo de fundirlas en una única enmienda transaccional de modificación que rescatara la sustancia del consenso constitucional añadiendo un reconocimiento explícito a todas las víctimas de la guerra civil y de la dictadura franquista. Al defender la enmienda transaccional, Manuel Atencia mostró su satisfacción por el hecho de que todos los grupos hubieran decidido “abordar desde la integración, desde la normalidad democrática, desde la concordia, desde la reconciliación que animaron a nuestros constituyentes, y mirando hacia el futuro, cuestiones espinosas de nuestra vida común”. Se trataba, como dijo el representante de CiU, de “un generoso reencuentro de todos” plasmado en un texto “fruto del acuerdo de todos los grupos parlamentarios, que hoy cierra con credibilidad el rosario de propuestas de naturaleza parlamentaria que hemos venido debatiendo en los últimos tiempos alrededor de los hechos de la Guerra Civil y de sus víctimas”. López de Lerma esperaba que con aquel texto se cerrara “un debate que fue abierto hace ya tiempo (necesariamente abierto porque, como ha dicho con acierto el señor Alcaraz, hay que olvidar el rencor, pero no se puede olvidar lo sucedido) en beneficio de todos, sobre todo de aquéllos que fueron víctimas de la guerra civil, con un reconocimiento moral y también -por qué no- de las futuras generaciones”.
La enmienda comenzaba con un largo exordio que presentaba la Constitución de 1978 como punto final de un “trágico pasado de enfrentamiento civil entre españoles” y se evocaba, con cita de Antonio Machado el relato de las dos Españas como “fiel reflejo de esta dramática realidad existencial de la nación española.” Por fortuna, añadía, en 1978, una generación de españoles, que recordaba “el lamento de aquel otro gran español, Manuel Azaña”, decidió no volver a cometer los viejos errores y dejó en las Cortes Constituyentes testimonios concluyentes del espíritu de concordia nacional. Nada de amnesia ni de silencio: los diputados de todos los partidos firmantes de la enmienda recuperaban la memoria que la transición había proyectado sobre el pasado de guerra en términos muy parecidos a los del relato dominante en los años setenta: una historia trágica protagonizada por dos Españas enfrentadas a muerte que había felizmente terminado en una reconciliación de la que había nacido una Constitución “impregnada de voluntad de convivencia”. No sólo la Constitución; antes que ella, la voluntad de convivencia se había manifestado en la ley de Amnistía, un acontecimiento histórico que “puso fin al enfrentamiento de las dos Españas, enterradas allí para siempre”.
En consonancia con este relato de las dos Españas reconciliadas, la enmienda no proponía lo que la prensa del día siguiente definió como una “condena del golpe de Franco”, sino una genérica condena de la violencia como instrumento de la política: “El Congreso de los Diputados, en este vigésimo quinto aniversario de las primeras elecciones libres de nuestra actual democracia, reitera que nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y a la dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrática”. Expresada en estos términos, la condena satisfacía a la par que frustraba las expectativas de cada partido. No se condenaba el “alzamiento fascista”, ni tampoco la “dictadura franquista” sino el uso de la violencia para imponer cualquier proyecto político, lo que, en términos histórico-políticos, igual podía referirse a las insurrecciones anarquistas de 1932 y 1933 y a las rebeliones socialista y catalanista de 1934 que a las rebeliones militares de 1932 y de 1936; interpretación que podía ampliarse a los regímenes totalitarios, concepto que, dependiendo de quien hablara, se podría referir a los regímenes fascistas, a los comunistas o a ambos simultáneamente.
Cerrado ese capítulo del pasado con esa fuerte relegitimación de la transición a la democracia como entierro de las dos Españas y la nítida condena de todo recurso a la violencia para imponer las propias convicciones políticas, la Comisión Constitucional reiteraba la necesidad de mantener el espíritu de concordia y reconciliación que presidió la elaboración de la Constitución de 1978 y que facilitó el tránsito pacífico de la dictadura a la democracia. Con estas palabras, la Comisión acudía al rescate de la transición, que dejaba de ser ese tiempo de amnesia y desmemoria al que tantas veces habían aludido los partidos de la oposición en los recientes debates, para volver a representarse como tiempo de concordia y reconciliación, como no había dejado de repetir el Grupo Popular al argumentar su negativa a la condena explícita del golpe militar. En este 20 noviembre de 2002, casualmente cuando se cumplían, día por día, veintisiete años de la muerte del dictador, todos los partidos volvieron a encontrarse en su recuerdo de la transición como el de un tiempo que había permitido instaurar pacíficamente la democracia en España superando trágicos enfrentamientos del pasado.
Si estos dos primeros puntos de la enmienda daban satisfacción preferente al Grupo Popular en su insistencia en el valor de la transición y de la Constitución, los dos siguientes parecían destinados a satisfacer las demandas presentadas reiteradamente durante los dos últimos años por los partidos de la oposición, aunque con un matiz muy significativo. El Congreso reafirmaba el deber de proceder al reconocimiento moral de todos los hombres y mujeres que fueron victimas de la Guerra Civil, así como de cuantos padecieron más tarde la represión de la dictadura franquista. La clara distinción entre víctimas de la Guerra Civil y víctimas de la represión de la dictadura era lo más cercano posible a reconocer que la sociedad democrática debía hacerse cargo de todos los muertos por la violencia sufrida en las dos zonas en que quedó dividida España tras la rebelión militar y la revolución que fue su primer resultado, y de todos los que, establecido el Nuevo Estado, sufrieron la represión de la dictadura. El Gobierno, en fin, era instado a desarrollar, de manera urgente, una política integral de reconocimiento y acción protectora económica y social hacia todos los exiliados y “los llamados niños de la guerra”.
Aprobada con el voto unánime de todos los miembros de la Comisión, esta resolución de 20 de noviembre de 2002 pasará a la historia parlamentaria de la democracia como el último acuerdo logrado en el Congreso sobre nuestro pasado de guerra, dictadura y transición a la democracia. A los pocos meses de aprobada, la polémica saltaría de nuevo. Y hasta hoy.